dissabte, 2 de novembre del 2024

Barcelona da miedo. El Día de las Fuerzas Armadas del 27 de mayo de 2000

         Incidentes en Hostafranchs la mañana del desfile. La foto es de Ana Jiménez para La Vanguardia

Fragmento de La ciudad mentirosa. Fraude y miseria del "modelo Barcelona", La Catarata, Madrid, 2008

BARCELONA DA MIEDO. EL DIA DE LAS FUERZAS ARMADAS DEL 27 DE MAYO DE 2000
Manuel Delgado


La decisión del gobierno del Partido Popular de celebrar en Barcelona una parada militar el 27 de mayo de 2000, provocó un rechazo no sólo por buena parte de la ciudadanía, sino por parte de unas instituciones políticas locales –el tripartito PSC-ICV/EUiA-ERC– que se veían atrapadas en la contradicción de tener que alojar e incluso presidir un acto nada compatible con los valores de democracia y libertad que afirmaban encarnar. La idea inicial de celebrar el desfile en la Diagonal, tal y como había ocurrido en mayo de 1981, pocas semanas después del intento –supuestamente fallido– de golpe de Estado de Tejero, se antojaba inaceptable ahora, puesto que aquella era la imagen que a lo largo de décadas se había retenido amargamente para muchos: la de las tropas del ejército sublevado de Franco en Barcelona en enero de 1939, estampa del que las correspondientes paradas en conmemoración de la victoria franquista fueron reactualizaciones a lo largo de cuatro décadas en Barcelona.

La concesión de trasladar el acto a la parte de Diagonal cercana a la plaza de Pius XII, ya prácticamente en las afueras de la ciudad, y en un marcha de salida de la ciudad –y no de entrada, como estaba inicialmente previsto- fue descartada cuando los rectores de las universidades de la zona se negaron a cerrar sus facultades, precisamente por lo que tenía de recuerdo de lo que había sido el recurrente cierre de universidades durante el franquismo. Después de barajar otras alternativas, la decisión final fue remitir el acontecimiento a una especie de tierra de nadie, el lugar del que salieron durante mucho tiempo las comitivas de los Reyes Magos que recorrían las calles de la ciudad, donde se celebraban los festivales infantiles y dónde se levantaba una fuente mágica, en la falda de una montaña presidida por un castillo en que fueron torturados y asesinados miles de catalanistas, anarquistas, comunistas, socialistas o simples sospechosos de antifascismo. Entre ellos el President Lluís Companys.

Pero ni siquiera eso fue capaz de apaciguar la indignación de una parte importante de barceloneses. Lo explicitaban los cientos de jóvenes que se concentraban el 29 de abril de 2000 ante el cuartel del Bruc, en Pedralbes, o las decenas de miles que desfilaban el 20 de mayo entre el cruce de paseo de Gràcia i la ronda Sant Pere hasta el Moll de la Fusta, siguiendo un itinerario habitual en las marchas contra la OTAN en la década de los años ochenta. Desde aquel mismo día, un numeroso grupo de antimilitaristas acampaban sobre el césped del centro de la plaza de Espanya, como vigilando lo que se iba a ser una usurpación de la cercana avenida de Rius i Taulet. De madrugada, cuando faltaban pocas horas para que se perpetrase lo que se interpretaba como una deshonra del espacio urbano barcelonés, la policía desalojaba violentamente a los acampados.

La madrugada del problemático desfile, el 27 de mayo, se confirmó la voluntad de apropiarse de las calles de Barcelona a partir de criterios de legitimidad y deslegitimidad que no podían ser sino históricos y colectivos, es decir procedentes de una memoria compartida para la que el suelo que se pisa está marcado por todo tipo de rastros y marcas, como si fuera una cartografía simbólica que los viandantes estaban en condiciones de leer automáticamente, se superpusiese, como una transparencia, a aquella otra en que en principio no parece que haya nada que no sea otra cosa que un esquema abstracto de líneas y  cruces con nombre. La calle Lleida y la avenida Rius i Taulet eran escenarios forzosos aquella mañana de un acto militarista que había sido denunciado como el déjà vu de un pasado ignominoso, presidido por las autoridades del Estado, incluso aquellas que habían intentado esconder el sombrío acontecimiento lejos del corazón de la ciudad, en el doble sentido de centro urbano, pero también en su sentido más metafórico, como músculo que impulsa y recoge los flujos urbanos y lugar que acoge los sentimientos básicos de los habitantes de la urbe.

Al mismo tiempo, centenares de jóvenes iniciaban una marcha por la avenida de Madrid sobre la plaza de España, puerta de Montjuïc. A la altura de la calle Joan Güell topaban con fuerzas policiales que les cerraban el paso. En pequeños grupos, los manifestantes antimilitaristas accedieron a las proximidades de la calle Tarragona y fueron de nuevo interceptados por la policía, que les obligó a dispersarse por las callejuelas del barrio gitano de Hostafrancs y por el parque del Escorxador, donde se reprodujeron los enfrentamientos con la policía y con grupos de ultraderechistas que acudieron a apoyarles.

También al mismo tiempo que se desarrollaba el desfile militar en la montaña de Montjuïc tenía lugar un masivo acto de desagravio en otro parque público: el de la Ciutadella. Decenas de miles de personas –más del doble de las que había conseguido reunir el Día de las Fuerzas Armadas- desautorizaban lo que se interpretaba como una utilización indigna de las calles de Barcelona, por mucho que estuvieran alejadas de su centro. 

Al día siguiente, el 28, jóvenes independentistas limpiaban con lejía la calzada de la avenida Rius i Taulet hasta el Pueblo Español, es decir la vía que veinticuatro horas antes había conocido la marcialidad de las tropas, patentizando la idea de que aquel espacio había sido literalmente ensuciado y requería una limpieza, evocando de esta manera una vieja práctica de los habitantes de Barcelona a lo largo del siglo XIX, que empleaban actos simbólicos parecidos para expresar su rechazo al ejército y a la monarquía, barriendo las calles que había “manchado” los destacamentos militares o las comitivas reales horas antes.


dimarts, 29 d’octubre del 2024

Miradas miradas


La fotografía procede de https://www.clickinmoms.com/

Entrevista realizada por Begoña Jorques para el diario Levante, publicada el 5 de julio de 2018, coincidiendo con una una conferencia celebrada ese día en Bombas Gens en València

MIRADAS MIRADAS 
Manuel Delgado 

¿Cómo va a ser su participación en Bombas Gens?​Me gustaría hacer un repaso de películas cuyo asunto es algo tan central para el cine como es la mirada y el mirar: "La ventana indiscreta", "Cielo sobre Berlín", "Rashomon"... Lo que quiero es remarcar es que la problemática que plantean -¿vemos lo que miramos?; ¿somos capaces de transmitir lo visto?...- es idéntica a la que ha de afrontar la etnografía, cuya esencia es lo que los antropólogos llamamos "observación participante".

¿Cuál es, en su opinión, la diferencia entre ver y mirar?
​Ver es ejercitar un de los sentidos, el de la vista. Mirar es otra cosa: es llevar a cabo un acto social que une la mirada y lo mirado en un vínculo íntimo. ​En eso consiste "echarle el ojo" a alguien o a algo; algo parecido a cazarlo a lazo.

¿Cuál es la mirada que menos no cuesta apartar y cuál la que más?
​La mirada que cuesta apartar es la que nos une con lo que amamos y odiamos. A quien se odia y a quien se ama se le mira fijamente. Expresiones como "mírame a los ojos" o "dímelo a la cara"​ explicitan la manera como las miradas atan a quienes se miran. La miradas que se bajan o rehuyen corresponden a personas que renuncian al vínculo. Y la que apartamos rápidamente son las que nos imponen la presencia de lo indeseable.

¿Qué implicación moral tiene la mirada?
​La mirada implica una forma de sociedad. Aceptarla es someterse al juicio ajeno, puesto que la mirada no solo mira, sino que observa, escruta, examina, inspecciona, contempla, se fija, repara... Eso incluso cuando la mirada es de reojo, de soslayo o se reduce a su mínima expresión: el vistazo.

Ciertas miradas han tendido siempre la amenaza del castigo. ¿Hoy seguimos en esa situación?
​Son socialmente o incluso legalmente sancionables las miradas que miran lo que no debe ser visto, lo oculto, lo velado, lo secreto, lo privado. Por eso algunos amamos el cine, porque nos permite ver sin permiso. Lo mismo para la antropología, que nos autoriza a mirar por "razones científicas". En ese sentido el espectador de cine y el etnógrafo sobre el terreno son "voyeurs" que gozan de licencia para mirar.​

¿Somos más libres que antes?
No somos ni nunca hemos sido libres. Somos seres sociales que están determinados por los contextos a los que nos hemos de adaptar. Por otra parte, nuestra visión del mundo es alimentada por las ideologías dominantes en cada momento. Por último, nadie elige lo que piensa o siente. Por ejemplo, querer siempre se quiere sin querer.

¿El que mira siempre parte de una situación de superioridad respecto al que es observado?
Por supuesto. Quien domina domina siempre mediante la mirada. Es el sometido el que ha de bajar la cabeza y mirar al suelo. Esa es la principal señal de su servilismo. Por eso Dios es un ojo que todo lo ve. Igual que el Poder, que siempre de cámaras el espacio para no perdernos de vista. En cambio, los enamorados, que se pasan el tiempo mirándose, no se ven, puesto que, por definición, el amor es ciego.

¿Qué es lo que más le gusta observar a usted?
A la gente mirando. He tenido esa experiencia. Me fascina la imagen del público que asiste a una proyección cinematográfica. Están ahí, estupefactos, mirando sin pestañear a lo que se mueve en la pantalla. Su mirada se parece a la de los niños. Lo niños miran así. Comen con los ojos.

¿Podemos decir que el concepto de intelectual de hoy en día es el mismo que hace 100 años?
Sinceramente, nunca he sabido qué es un "intelectual", ni en qué consiste su trabajo. Un intelectual, en cualquier caso, es el pariente mayor y más solemne del tertuliano mediático, que se cree con el derecho y la obligación de pronunciarse incluso moralmente sobre temas sobre los que no tiene ni idea. El intelectual, en ese sentido, se me antoja una especie de brujo cultural, alguien al que se le otorga una autoridad a partir de su reputación como intelectual, más que por su sabiduría. Presentarse como intelectual no deja de ser una forma de impostura.

Hoy en día la "masa" tiene más poder para convencer que el intelectual. ¿Es ese el camino correcto?La verdad es que no tengo ni idea de cuál es el camino correcto ni en eso ni en nada. Ni siquiera estoy seguro de que tengamos que seguir algún camino ni llegar por él a ningún lado. En cualquier caso, nadie puede ser convencido de algo que no pensara o quisiera hacer de antemano. Es quien "convence" quien ser somete a quien cree haber convencido, diciéndole lo que esperaba escuchar. Esa es la clave de toda forma de seducción, también la que se ejerce sobre los grandes públicos.




dissabte, 26 d’octubre del 2024

La labor de la incongruencia

La foto es de Peter Grant

Nota para los/las estudiantes de la materia Antropología Urbana del Máster de Artes de la Calle (Fira Tàrrega/Universitat de Lleida), enviada el 23/1/13.

LA LABOR DE LA INCONGRUENCIA
Manuel Delgado

Estoy intentando procurar un introducción a la metodología de la antropología urbana, entendida siempre como una antropología de la vida urbana, o si queréis una antropología de las calles, ese ámbito que estoy insistiendo en presentaros como un inmenso continente todavía no explorado por las ciencias sociales, hecho de toda esa profusión poco menos que infinita de residuos que deja tras de sí la vida social antes de cristalizar y convertirse en no importa qué. La labor de la incongruencia, todo lo inconstante, lo que oscila negándose a quedar fijado. Esta es la idea central que estoy intentando compartir con vosotros/as.

La cuestión, en cualquier caso, ha sido siempre la misma. ¿Cómo superar la perplejidad que despierta ese puro acontecer que traspasa y constituye los espacios públicos? ¿Cómo captar y plasmar luego las formalidades sociales inéditas, las improvisaciones sobre la marcha, las reglas o códigos reinterpretados de una forma inagotablemente creativa, el amontonamiento de acontecimientos, previsibles unos, improbables los otros? ¿Cómo sacar a flote las lógicas implícitas que se agazapan bajo tal confusión, modelándola? Son esos asuntos los que han hecho el abordaje de la sociedad pública una de las cuestiones que más problemas ha planteado a las ciencias sociales, que han encontrado en ese ámbito uno de esos típicos desequilibrios entre modelos explicativos idealizados y nuestra competencia real a la hora de representar –léase reducir– determinadas parcelas de la vida social, sobre todo aquellas en que, como es el caso de la actividad social que vemos desarrollarse en las aceras, pueden detectarse altos niveles de complejidad en temblor.

Ello no debería querer decir que no es posible llevar a cabo observaciones, ni elaborar hipótesis plausibles que atribuyan a lo observado una estructura, ni tampoco que no sea viable seguir los pasos que nos permitirían actuar como científicos sociales en condiciones de formular proposiciones descriptivas, relativas a acontecimientos que tienen lugar en un tiempo y un espacio determinados, y, a partir de ellas, generalizaciones tanto empíricas como teóricas que nos permitan constatar –directa e indirectamente, en cada caso– la existencia de series de fenómenos asociados entre sí. Lo que se sostiene aquí es que son particularmente agudos los problemas suscitados a la hora de identificar, definir, clasificar, describir, comparar y analizar una especie de fenómenos sociales como los que tienen lugar en espacios públicos. Ahí tenemos lo que, siguiendo a Bourdieu, cabe reconocer sin duda como un campo social, como red o configuraciones de relaciones sociales objetivas –polémicas o no– sometidas a regulaciones tácitas, pactos prácticos y estrategias diferenciadoras.Lo que ocurre es que las proposiciones y las generalizaciones deben ser aquí, por fuerza, mucho más modestas y provisionales, pero no como consecuencia de lo que las tradiciones idealistas han sostenido como una singularidad de la naturaleza humana, sino porque las organizaciones sociales cuya lógica deberíamos establecer están sometidas a sacudidas constantes y presentan una formidable tendencia a la fractalidad.

Curiosamente, esa condición alterada de la vida pública –que confirma radicalmente la apertura a lo impredecible de las conductas sociales humanas en general–, lejos de apartarnos del modelo que nos prestan las ciencias llamadas naturales, hace todavía más pertinente la adopción de paradigmas heurísticos a ellas asociados, sobre todo a partir de la atención que los estudiosos de los sistemas activos en general han venido prestando a las dinámicas disipativas presentes en la naturaleza. Lo que se da en llamar ciencias duras han sido las que han percibido la importancia de atender y adaptarse a unidades de análisis que, como las sociedades humanas en momentos de tránsito o umbral, tienden a conducirse de manera discontinua, acentral. En la calle, en efecto, siempre pasan cosas, y cada una de esas cosas equivale a un accidente que desmiente –a veces irrevocablemente– la univocidad de cualquier forma de convivencia humana, cuando su dislocación y su fragilidad aparecen más evidentes que de común.

Un objeto de conocimiento como el descrito plantea problemas ciertamente importantes en orden a su formalización, precisamente por estar constituido por entidades que mantienen entre sí una relación que es, por definición, inestable y frágil. Es más, que parecen encontrar en ese temblor que las afecta el eje paradójico en torno al cual organizarse, por mucho que siempre sea en precario, provisionalmente. En su pretensión de constituirse en las ciencias de un tipo determinado de sistema vivo –el constituido por las relaciones sociales entre seres humanos– la antropología y la sociología han seguido de manera preferente un modelo que se ha reconocido competente para analizar configuraciones socioculturales estables o comprometidas en dinámicas más o menos discernibles de cambio social, realidades humanas cuajadas o que protagonizan movimientos teleológicos más bien lentos entre estados de relativo equilibrio. Las ciencias sociales han venido asumiendo la tarea de analizar, así pues, estructuras, funciones o procesos que de modo alguno podían desmentir la naturaleza orgánica, integrada y consecuente que se les atribuía.

A pesar de ello, nada impide continuar insistiendo en la validez de axiomas como los que han venido sosteniendo la gran tradición de la antropología social europea. De acuerdo con ello, la tarea de la ciencia social continúa siendo la de explicar, en sentido más composicional/compositivo que causal del verbo, que se trata de poner de manifiesto cómo unos hechos –y sus propiedades– están en relación con otros hechos –y con sus propiedades– y cómo el establecimiento de esa relación entre hechos y propiedades puede ser reconocido como constituyendo un sistema, por muy inestable que sea. Las hipótesis remiten a ese objetivo. Otra cosa es que estemos en condiciones de elaborar leyes, lo que requeriría que estuviésemos dispuestos a aceptar que cualquier generalización empírica pueda verse –y se vea de hecho– constantemente alterada en este campo por excepciones que advierten de la presencia de un orden de fluctuaciones activado y activo en todo momento. Por otra parte, el en tantas ocasiones denostado principio funcionalista no deja de encontrar, en ese contexto definido por la presencia de unidades sociales discretas muy inestables, un ámbito en que reconocer sus virtudes, puesto que es en la dimensión microsociológica donde puede apreciarse mejor que en otro sitio no sólo cómo funciona un orden societario, sino el esfuerzo de sus componentes insividuales por mantenerlo, luchando como pueden contra lo que súbitamente se ha revelado como la naturaleza quebradiza de toda estructuración social.




dijous, 17 d’octubre del 2024

Heribert Barrera i el catalanisme racista

Josep Anglada signant en el llibre de condolències per la mort d'Heribert Barrera

 Consideracions a propòsit dels condols per la mort d'Heribert Barrera, publicades el 4 de setembre de 2011

HERIBERT BARRERA I EL CATALANISME RACISTA
Manuel Delgado

Els elogis que ha rebut la personalitat d'Heribert Barrera després de la seva desaparició s'han fet oblidant les seves postures obertament xenòfobes, i és una pena, perquè son la prova de la dificultat oficial per encara un aspecte de la història i el present del catalanisme. Es tracta, en definitiva, d'aquell naciona­lisme místic resultant de la imaginària Catalunya pairal i que va animar, als anys 20, el nacionalisme italianitzant del noucentisme, amb la seva natural desem­bocadura feixista de la mà de personatges com Miquel Badia o Jaume Dencàs. No­saltres Sols o dels escamots de la Joventuts d'Esquerra Republicana-Estat Català,  que es dedicaven a repartir garrotades als militants obrers, seguien el model de les camises negres italians o pardes nazis. La necessitat de no distreure esforços en la lluita contra el franquisme, va fer que la lluita en favor de la “integritat cultural” de Catalunya quedés congelada provisionalment.

Un cop depassada aquesta etapa, ha estat inevitable que reapareguessin aquests escoraments de nacionalisme racista que sempre han estat larvadament presents sota unes sigles o unes altres. Per això era tan inquietant que Barrera fes l’elogi i es mostrés afí i solidari amb Heider i el moviment neonazi austríac. El problema és que aquest essencialisme agressiu ha estat més aviat una energia desordenada i innòcua, que no ha assolit un activament polític, demostrant que la xenofòbia cultural, si no asso­leix una mínima articu­lació ideo­lògi­ca, resta un vague substrat sentimen­tal que pot, com a molt, le­gitimar mesures governamentals antiimmi­gra­tòries, però no corrents exitosos de signe feixis­tit­zant, a la manera dels que es regis­tren a ­Fran­ça, de la mà de Le Pen, o a Aus­tria, amb l’esmentat cas de Joerg Haider. Cal qüestionar-se, aleshores, si existeix a Catalunya la possibilitat de que aquest racisme cultural, escassament precisat i sense vertebrar, trobarà el mitjans de transcendir al nivell polític, i si al­guna de les formacions polítiques actuals esta­ria en condicions d'esdevenir, eventualment, el seu vehicle.

Jo crec que aquesta nacionalisme racista està present en actuacions i declaracions públiques de personalitats de Convergència i Unió, que també pot anar a parar i convertir-se en el temps en un factor de creixement de Plataforma per Catalunya, d’igual forma que l’ultranacionalisme filoserbi espanyol ha trobat un espai a UPiD, Ciutadans i el PP. En canvi, més compromesa és la posició d'Esquerra Republicana, que és sens dubte l'opció polí­tica que més vulnerable s'ha mostrat fins ara a aquests tipus de temp­tacions exclusivistes. En relació als incidents de la Festa Ma­jor de Lle­ida, va ser el represen­tant d'ERC a La Pae­ria l'ú­nic que es va mostrar partidari de l'actitud dels que s'autoarrogaven l'encarnació de la "cultura catalana". En el pla teòric, Jo­sep-Lluís Carod-Rovi­ra ha defensat l'existència d'una cul­tura ètnica ca­talana en termes d'un “bloc de for­mes de vi­da, in­terpretació, ac­ció, orga­nitza­ció i expressió”, un “univers simbòlic” amena­çat pels “moviments migrato­ris del grup ètnic dominant, a través de la penetració demogràfi­ca massiva de gent de fora del pa­ís”. Això està escrit a l’article “Els Països Catalans com a univers simbòlic”, dins El nacionalisme català a la di del segle XX. II Jornades, La Magrana/Ed. 62, Barcelona, 1987, pp. 181-95).

Molt més clara ha estat la posició al respecte d’Heribert Barrera que, de banda dels seus mèrits com a lluitador antifranquista i per la independència, sí que ha representat de forma precisa el catalanisme racista. I s’equivoquen els que pensen que aquesta postura seva es limita al contingut del llibre Què pensa Heribert Barrera, que va originar l’escàndol el març de 2001. Al novembre de 1979 ja va fer una intervenció per l’estil a les Jornades sobre immigració i reconstrucció nacional, organitzades per la Fundació Jaume Bofill, que responien a aquesta concepció idealista de Catalunya i menyspreava les aportacions dels immigrants. En Francesc Vallverdú va publicar el gener de 1980 un article al número 59 de Nous Horitzons, la revista cultural del PSUC, titulat "Les barreres del senyor Barrera", denunciant aquesta intervenció i titllant-la d’ “objectivament lerrouxista”, en tant insistia en la teoria de les “dues cultures”, ben lluny de la tesis “un sol poble” que havien estat defensant les esquerres antifranquistes fins aleshores. Vull recordar que Francesc Vallverdú és qui va encunyar, en el títol d'un llibre, seu l'expressió "normalització linguística" (La normalització lingüística a Catalunya, Laia, 1979).

Parlant de l’enrenou del 2001, és curiós que entre tant afalagament –comprensible donades les circumstàncies– ningú se’n recordi de les reaccions que va provocar allò a les files de la pròpia Esquerra Republicana. Va ser Josep Huguet, vicesecretari general del partit i portaveu parlamentari va aclarir que les opinions d’Heribert Barrera eren exclusivament a títol personal i que “estaven fora de lloc”, de banda que no ocupava cap lloc executiu. No he trobat la referència exacte, però estic segur que va haver veus al si d’ERC que van demanar la seva dimissió. Josep Lluís Carod Rovira, de la seva banda, li va demanar a en Barrera que moderés les seves declaracions i va insistir en que de cap de les formes representaven la postura d’ERC sobre la immigració. Fins i tot el president Pujol va distanciar-se de la postura del ara desaparegut. Un bon nombre de socis de Dèria i de Proa, les editores del llibre de Barrera, vam demanar la retirada del llibre del mercat. Totes aquestes referències i d’altres les podeu trobar abundantment a les hemeroteques i a la xarxa.

I ja posats a recordar, convindria que algú evoqués la petició formal de dimissió que el sector renovador d’Esquerra Republicana va adreçar a Heribert Barrera, acusant-lo d’haver dretitzat el partit posant-lo en mans de Joan Hortalà, un multimillonari neoliberal a anys llum de la seva pròpia tradició com a opció preocupada per les desigualtats socials.

No es tracta de faltar-li el respecte a una persona acabada de traspassar, sinó de demanar una mica de serietat a l’hora d’avaluar la seva trajectòria, reconeixent els seus mèrits i agraint-los, però també sent capaços de posar de manifest tot el que el fa un referent a tenir en compte de manera relativa i no pel que fa a algun dels aspectes de la seva ideologia.

La fotografia de l’entrada correspon al moment en que Josep Anglada, el president de PxC, signa al llibre de visites de la capella ardent d’Heribert Barrera, a la que va acudir amb la plana major del seu partit. Anglada havia descrit a Barrera com “un gran patriota i un gran identitari català, defensor de les llibertats i un exemple a seguir”. 






  

dimecres, 16 d’octubre del 2024

La vida más allá de donde uno vive

 

La foto es de Mahdi Aridj


Artículo publicado en BASA, la revista del Colegio de Arquitectos de Canarias, en su número 30-31 (1998).

LA VIDA MÁS ALLÁ DE DONDE UNO VIVE
Manuel Delgado

El descrédito de lo externo que se deriva del advenimiento del racionalismo cartesiano y de la reforma protestante da por sentado que fuera, y más cuanto más nos alejamos del sagrario de la propia subjetividad, todo es banal, pasa-jero, frío y que allí nos aguardan –dicen– todo tipo de peligros físicos y mora-les. Frente a ese terreno inseguro, el espacio interior o privado –lo que a partir de un cierto momento empezó a presentarse como el hogar dulce hogar, se convertía –cuanto menos en teoría– en aquel refugio en que, lejos de la desolación y la desorientación que caracterizaban el mundo externo, uno podía vivir una cierta experiencia de la verdad personal. Esa función protectora del interior hogareño explica la importancia que cobra tener un sitio en que vivir. Cabe subrayar que tal presunción da por incontestable que lo que cada cual hace en su casa es ciertamente vivir, lo que automáticamente permite inferir que lo que hace fuera no es vida. Habitar se convertía así en sinónimo de vivir. No tener casa no es, desde entonces, no tener vida privada, sino no tener vida, a secas.

Desde ese momento, entrar entonces empezó a resultar idéntico a ponerse a salvo de un universo exterior percibido como inhumano y atroz. Un juego infantil que todos conocemos lo explicita y el perseguido en el tocar y parar sabe cuál es la palabra mágica que le va proteger de quien corre tras de él para atraparle: “¡Casa!”. Y es que ciertamente uno vive en su casa, es decir, en un lugar construido, con paredes, techo, ventanas y puerta, al que no en vano llamamos vivienda o espacio para vivir, dando a entender de algún modo que lo que uno encuentra fuera de ella no es exactamente vida. Ese hogar –máxima expresión del dentro– en que se espera que se convierta una vivien-da es el lugar de las certidumbres que, a partir de cierto momento del siglo XIX, se levanta contra el temblor crónico de la vida pública, una vida de la que se repite que, en efecto, no es del todo vida, hasta tal punto está marcada por la frialdad, el interés y la desorientación moral. 

En cambio, el afuera se asocia al espacio no construido y, por tanto, no habi-table, basta comarca en que tienen su sede formas de organización social inestables. La calle y la plaza son los afueras por excelencia, donde, al aire libre, tiene lugar una actividad poco anclada, en la que la casualidad y la in-determinación juegan un papel importante. Sus protagonistas aparecen como desafiliados, es decir sin raíces. Son pura movilidad, puesto que el exterior radical –sin techo, sin muros, sin puertas– difícilmente puede ser sede de algo. Esa esfera, definida por la definición débil de las relaciones que en ella se registran, es justamente la que se asocia a la noción de espacio público, en-tendido como aquel en que la vida social despliega dramaturgias basadas en la total visibilidad y en que no existe ningún requisito de autenticidad, sino el mero cumplimiento de las reglas de copresencia que hacen de cada cual un personaje que aspira a resultar competente para conducirse entre desconoci-dos. Ese espacio de y para la exposición no puede ser morado, en el sentido de que no puede ser habilitado como residencia ni de personas ni de institu-ciones. Estar fuera es estar siempre fuera de lugar, con la sospecha de que en el fondo no se tiene. Estar fuera es también estar fuera de sí, dado que es uno mismo lo primero que se abandona cuando se sale. El adentro tiene lími-tes, por el contrario, el afuera es ese paisaje ilimitado en que no vive apenas nadie y por el que lo único que cabe hacer es deslizarse. 

Es todo ello lo que nos permite distinguir la ciudad de los emplazamientos de la los desplazamientos –la primera sometida a una lógica de territorios y las implantaciones, la segunda a una de superficies– es el tipo de sociabilidad que prima en cada una de ellas. Los colectivos interiores están formados por conocidos, a veces por conocidos profundos; los exteriores, en cambio, los constituyen desconocidos totales o relativos, “de vista”. Eso implica el des-pliegue de códigos de relación del todo distintos en un escenario y el otro. Se da por supuesto que cualquier forma de entidad colectiva que establezca un lugar en la ciudad en que existir en tanto que tal –una sede social, un número en una calle– puede exigirle a sus componentes un grado variable de firme-za, es decir un compromiso de conducta leal en relación con los postulados en que la asociación reunida o reunible bajo techo se funda. Los miembros del grupo social avencidado tienen entre sí una deuda mutua de franqueza a la que los viandantes que mantienen entre sí relaciones deslocalizadas y efí-meras no están ni remotamente obligados. 

En eso consiste la singularidad del vínculo social que caracteriza la vida en exteriores urbanos: en que está hecha de una mezcla de extrañamiento y aversión entre masas corpóreas que se pasan el tiempo expuestas a la mira-da de los demás y que se escudan unas de otras mediante diversas capas de anonimato. Una sociedad desanclada, hecha de cuerpos que se esquivan y miradas que se rehúyen. Ese tipo de relación basada en el distanciamiento y la reserva puede conocer, no obstante, desarrollos imprevistos, desencadenar encuentros inopinados en un espacio abierto y disponible para que actúe sobre él la labor incansable del azar. En eso consiste precisamente lo que damos en llamar lo urbano




dilluns, 14 d’octubre del 2024

Luchas en polígonos

La foto es de 4net
Fragmento del capítulo “Morfología urbana y conflicto social”, en Roberto Bergalli y Iñaki Rivera, eds., Emergencias urbanas, Anthropos, Barcelona, 2006, pp. 133-169

Luchas en polígonos
Manuel Delgado

Para entender el papel de los grandes barrios de bloques en las formas de lucha social de las últimas décadas podríamos fijarnos en el caso estudiado por Manuel Castells y un equipo de investigadores por él dirigido de uno de los grands ensembles franceses por excelencia, el de Sarcelles, finalizado en el año 1974, con 13.000 viviendas y más de 60.000 habitantes en aquel momento. Allá se desarrollaron luchas sociales de gran entidad contra la Estado, en tanto que administrador del crecimiento urbano del que los vecinos de aquella ciudad-dormitorio se sentían víctimas. La tesis de Castells es que lo que allí se produjo fue una traslación al campo vecinal de una dinámica casi idéntica a aquella de la que había surgido  el primer sindicalismo obrero a mediados del siglo XIX, en la medida que los altos niveles de socialización de los entornos habitados que conocieron las viviendas de masas descubrieron un conjunto de intereses comunes, en una unidad de vecindad que reproducía las condiciones de concentración capitalista de la producción y la gestión que habían conocido las grandes concentraciones fabriles de la revolución industrial y que estuvo a su vez en el origen de los primeros sindicatos obreros.

Esto se podría traducir en un cambio no sólo en las formas de lucha obrera, sino en el propio escenario escogido para ellas, que no es únicamente el de la esfera de la producción, sino el de áreas metropolitanas en que se han reproducido, en términos espaciales, la lógica del fordismo. La  producción en cadena de la fábrica se traslada ahora de manera generalizada –justo de la mano de los grandes polígonos de vivienda– a la “vida en cadena” que caracteriza –o debería caracterizar– la manera de habitar los grandes polígonos de viviendas en las periferías urbanas. Se pasa de la lucha de los vecinos-obreros, en tanto que obreros, haciéndose fuertes en sus barrios en las grandes revueltas urbanas contemporáneas anteriores, a la lucha de los vecinos-obreros, en cuanto vecinos, en los grandes conglomerados de viviendas que rodeaban las grandes ciudades europeas desde finales de los años 60 y a lo largo de toda la década de los 70. En los nuevos barrios de bloques europeos se desarrollan luchas por la mejora en las condiciones en que se ejecuta el sistema de reproducción y en lo que se da en denominar “salario indirecto”: vivienda, transporte, escuela, servicios públicos, infraestructuras, equipamientos...

Se está hablando pues de cómo en estas condiciones, tan directamente vinculadas a la proliferación de polígonos de viviendas, se podía producir por primera vez una percepción en clave de lucha de clases del significado del fenómeno urbano. Entra en cuestión entonces un aspecto fundamental en la vieja discusión sobre el valor y el sentido del urbanismo producido por el Movimiento Moderno en materia de vivienda de masas. Si se pusiera el acento en su evaluación positiva, tendríamos que, por criticables que fueran con respecto de las condiciones de proyectación, ejecución, asignación, mantenimiento, etc., respetaron elementos de aquel proyecto moderno de grandes nucleaciones orgánicas de vivienda social que se derivaban directamente de su inspiración sindicalista, como por ejemplo la adopción de islas abiertas, la incorporación de centros cívicos y sobre todo la apología que hacían del modelo de unidad de vecindad. Si, por contra, interpretamos las propuestas racionalistas de grandes concentraciones aisladas de vecindad obrera como una estrategia al fin y al cabo destinada a generar conformismo entre los trabajadores, lo que tendríamos es que la situación urbanística generada acabaría propiciando tarde o temprano que los conflictos latentes devendrían abiertos, lo que acabaría haciendo posible el aprovechamiento de tales espacios comunes con fines no deseados.

Esa tendencia de los polígonos de viviendas a resultar escenario de conflictos se ha mantenido en toda Europa, como lo demuestra el hecho que vengan siendo periódicamente escenario de estallidos de aquello que los medios de comunicación tildan de "violencias urbanas", en que el calificativo “urbano” no es sino una eufemización de una violencia social vinculada a las relaciones sociales de exclusión. Se trata de auténticas revueltas protagonizadas por sectores insumisos de la población, sobre todo por jóvenes hijos de la antigua clase obrera –lo que es lo mismo en casi todos sitios que decir de la inmigración o las repatriaciones postcoloniales– que se revelan contra la condena a la postración a que se les ha abocado. En estos casos, la liquidación del sindicalismo de clase tradicional y su desplazamiento de la fábrica al barrio se ha visto sustituida por una creciente miserabilización de determinados polígonos de viviendas, cuya población se ha visto victimizada por el paro y la precarización laboral o por el desguace generalizado de las políticas sociales de lo que un día fuera o quisiera haber sido el Estado del bienestar, y ello en todas sus variantes: escolarización, atención sanitaria, servicios sociales y, sobre todo, crisis absoluta del alojamiento social. El tono despiadado que ha tomado la desindustrialización y la revisión liberal del Estado-providencia se ha traducido en un fuerte aumento del malestar, sobre todo entre una masa de jóvenes a los que se les ha escamoteado literalmente el futuro y que han aprovechado la mínima oportunidad para expresar radicalmente su frustración.

Es ese el momento en que el peligro de las grandes concentraciones de viviendas socialmente homogéneas abandona sus reclamaciones explícitamente político-sindicales para desplazarse al campo difuso de una inorganicidad de aspecto anómico, que –al menos tal y como es mediáticamente exhibida– recuerda las revueltas “sin ideas” en la Europa preindustrial o los levantamientos que protagonizan sectores del subproletariado urbano a lo largo del siglo XIX. Se trata ahora de estallidos de odio contra las instituciones y su policía, motines que –como consecuencia de la creciente etnificación de la miseria y la marginación urbanas– han podido tomar eventualmente el aspecto de “raciales”, “étnicos” o –en un último periodo y por la imagen oficial, mediática y popularmente propiciada acerca del Islam– incluso religiosos. 

Los medios de comunicación pueden entonces mostrar a una nebulosa turba de jóvenes airados, previamente mostrados una y otra vez como asociados a la delincuencia,  la drogadicción o al fundamentalismo religioso, abandonarse al pillaje de establecimientos, el incendio masivo de automóviles y a los enfrentamientos con la policía. Los ejemplos son numerosos desde finales de la década de los 70 hasta ahora mismo. La gran explosión de rabia social que conocieron las banlieues francesas en el otoño de 2005 ha sido el máximo exponente del potencial conflictivo que mantienen en Europa los barrios de grandes bloques de viviendas en zonas periurbanas.

En todos los casos, hubo un elemento común y básico para esa creciente conflictivización de las áreas metropolitanas habitadas por obreros y sus familias y para que en ellos se reprodujera –aunque fuera usando lenguajes organizativos y de movilización singulares y reclamando metas  distintas– la tendencia a convertir los espacios en que se vivía en baluartes desde los que expresar, como hubiera escrito el situacionista Vaneigem, la furía por su secuestro. Ese factor fue –una vez más– el de la concentración. Es decir, la aceleración-intensificación que en cualquier momento podían conocer las relaciones cotidianas entre personas socialmente homogéneas en orden a llevarlas a hacer lo mismo, en un mismo momento y lugar, en función de unos mismos objetivos compartidos –en eso consiste básicamente toda movilización–, era la consecuencia directa de un hecho físico simple, pero estratégico, cual era la copresencia y la existencia de un nicho de interacción permanentemente activo o activable.

La acción colectiva resultaba entonces casi inherente a una vida cotidiana igualmente colectiva, en la que la gente. como suele decirse, coincidía en el día a día, se veía las caras, tenía múltiples oportunidades de intercambiar impresiones y sentimientos, se convertía en vehículo de transmisión de todo tipo de rumores y consignas. No era, como se ha escrito una y otra vez, el fracaso de la socialización, sino el desenmascaramiento de la socialización institucionalizada y su sustitución por formas extremadamente enérgicas de sociabilidad fusional. La contestación, incluso la revuelta, estaban ahí, predispuestas e incluso presupuestas en un espacio que las propiciaba a partir de la facilidad con que en cualquier momento se podía “bajar a la calle”, y además a la propia calle, la que se extendía inmediatamente después del vestíbulo de la escalera, en un espacio exterior en el que el encuentro con los iguales era poco menos que inevitable y donde era no menos inevitable compartir preocupaciones, indignaciones y, luego, la expresión de una misma convicción de que era posible conseguir determinados fines por medio de la acción común.

Por rudimentarios y maltratados que fueran los espacios de coincidencia  suscitados, el modelo racionalista de vivienda de masas que pervivía todavía  en los polígonos había propiciado un ambiente estructurante, en el sentido de desencadenante –en otros casos inhibidor–, de determinadas relaciones sociales, entre ellas las asociadas a la actuación colectiva en pos de objetivos comunes. Concentrar se reconocía una vez más como sinónimo de concertar, o, dicho de otro modo, nos volvíamos a encontrar con las consecuencias del factor aglutinante en los procesos de contestación, factor que no resulta de otra cosa que de la existencia de contextos espaciales que favorecen la interacción inmediata y recurrente.

De ahí que resulte del todo plausible la existencia de una voluntad de, vista la experiencia histórica, evitar a toda cosa la concentración si ya no de una clase obrera nacional en buena medida domesticada y en cierto modo disuelta hoy, sí de las nuevas y las viejas versiones de los que Louis Chevalier llamara, en un célebre ensayo, "clases peligrosas", es decir aquellos grupos sociales que por una causa u otra pudieran resultar ingobernables; evitar que pudieran enrocarse para conspirar o para defenderse en aquello que fuera la intricada trama de ciertos barrios antiguos de las grandes ciudades y más tarde las grandes concentraciones de bloques sociales, convirtiendo unos y otros en focos permanentemente al borde de la perturbación del orden social dominante.




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