dilluns, 6 d’octubre del 2025

Efervescencia colectiva y estado de masa

La foto es de Gary Fields

Notas para la clase de Antropologia dels Espais Urbans del Màster d'Antropologia i Etnografia el 16 de octubre de 2014

Efervescencia colectiva y estado de masa
Manuel Delgado

Lo que estuvimos comentando en clase es el Libro IV del Capítulo VII de Las formas elementales de la vida religiosa, de Émile Durkheim (Alianza) y algunos momentos de El suicidio (Akal), donde encontramos una percepción teórica acerca de la racionalidad oculta de la actividad de las fusiones sociales, a las que aplicó el valor teórico de efervescencia colectiva, génesis misma de la religión, como lo explicita la expresión fervor, que asimila la vivencia radical de lo sagrado a la de un estado de ebullición en el que el individuo deja de ser literalmente "dueño de sí” para quedar a disposición de fuentes de energía percibidas como de origen superior —incluso divino o sobrehumano— en las que se hipostata la conciencia colectiva. En esos oportunidades excepcionales el grupo humano logra una clarividencia que los sujetos psicofísicos jamás podrían alcanzar en tanto que tales, pero también de arrojo y de liberación de cualquier servidumbre ética.

Este tipo de intuiciones no están lejos de las Vergemeinschaftung o “relaciones comunitarias”, con las que Max Weber remite a formas vida social inorgánicas y fuertemente emocionales, basadas sobre todo en la copresencia física, ajenas a toda deliberación, no sometidas a la racionalidad ordinaria, vividas como naturales por unos componentes que se reconocen automáticamente unos a otros, se sienten vinculados por lazos de deber recíproco y mutuo agrado y que comparten el sentimiento subjetivo de constituir un todo. De semejante idea deriva también la Gemeinschaftshandeln o “acción común”, una forma de convivialidad desjerarquizada, desestratificada y fraternal, de la que encontraríamos como ejemplos, según Weber, ciertos estados de piedad religiosa o la atracción erótica

Era en la actividad de las muchedumbres en estado de fusión en las que Durkheim reconocía al grupo encarnado y personificado, en conjunciones en las que el individuo quedaba del todo arrebatado por estados de ánimo, pensamientos y actos cien por cien colectivos, en episodios en que se registraban intercambios y acuerdos automáticos, tanto mentales como prácticos, entre individuos que conocían formas extraordinariamente poderosas de solidaridad, entendida esta de manera absoluta, radical, al pie de la letra, es decir no sólo como sentimiento de unidad basado en metas comunes, sino como realización física de la propia etimología de la palabra, procedente del latín solidus –firme, compacto, sólido– y este de la raíz indoeuropea sol, que indica sólido, pero sobre todo soldado. Los pensamientos, las sensaciones y las acciones que se generan en esos cuadros de exaltación psíquica colectiva, en los que los individuos aparecen reunidos y comunicándose de unos a otros los mismos sentimientos y las mismas convicciones, constituyen la oportunidad en que las representaciones colectivas alcanzaban su máximo grado de intensidad, dando la oportunidad a que se realizase la literalidad del cuerpo social.

Esa fuerza colectiva –lo social en bruto o acaso la dimensión eminentemente muscular de lo social– era concebida por los teóricos del Année Sociolgique en términos termodinámicos y eléctricos, una energía sin fin preciso pero que podía ser empleada por las dinámicas históricas para arrastrar los acontecimientos en un sentido o en otro. Era lo que Durkheim señalaba como "períodos de creación y renovación..., en que los hombres establecen entre sí relaciones más íntimas, cuando los mítines y las asambleas son más frecuentes, las relaciones más sólidas, los intercambios de ideas más activos". El ejemplo de las muchedumbres le permitía a Durkheim pasar de la naturaleza social del psiquismo a la naturaleza en última instancia psíquica de lo social. Se subrayaba de nuevo la importancia del factor fusional, puesto que es en "estado de masa" —como lo llama Marcel Mauss— que se puede alcanzar un nivel distinto y de algún modo superior de conciencia. Es por ello que la acción de las masas vendría a ser la escritura automática de la sociedad.

La etnología ha puesto de manifiesto cómo ese dispositivo de fusión indiferenciada está presente y es escenificado regularmente acaso en todas las sociedades y sería colocado en primer término en el transcurso de la fase liminal de los ritos de paso o en todas las variedades de cultos extáticos. La noción de communitas propuesta por Victor Turner, en concreto en su modalidad existencial o espontánea sería un ejemplo de conceptualización de ese magma esencial y sin estructurar que pone en escena el vínculo humano en estado bruto, dimensión siempre latente, disponible y periódicamente activada de y para las potencialidades colectivas. La masa activa que los espacios urbanos conocen con motivo de la fiesta o de la revuelta constituiría de este modo una variable de esa sociedad incongruente, inorgánica, integrada a través de consensos automáticos entre personas que no se conocen y que puede que no tengan nada en común entre sí que no sea su presencia compartida y su no menos compartida voluntad de acción en pos de un objetivo inmediato y urgente, aunque sea tan solo el de reunirse para proclamar el vigor y la vigencia del vínculo que les une. Dramatización de la disponibilidad para el cambio, para cualquier cambio, en cualquier dirección o sentido, como corresponde a la analogía de la cocción, ese proceso que permite el tránsito entre estados. En estas situaciones los individuos aceptan disolverse en una totalidad en que lo colectivo no es sólo un sistema de representación o una conciencia compartida, sino un cuerpo real poseído por un alma común. Es en estas circunstancias que la actuación masiva aparece regulada desde dentro, guiada por razones, fines e impulsos cuyo sentido escapa a quienes han devenido sus ejecutores particulares, esto es las moléculas humanas congregadas y en acción. Las masas son el inconsciente.

Este núcleo teórico central aportado por la escuela inaugurada por Emile Durkheim, que contempla la actividad colectiva como orientada por una inteligencia, incluso una sensatez secreta, aunque a veces atroz, ha conocido diversos desarrollos teóricos al margen de las ciencias sociales, Estas visiones han coincidido en la constatación de que una reunión humana puede experimentar, en ciertas oportunidades, algo así como una irritación, un soliviantamiento o excitación especial, de la que se derivaría el surgimiento de una especie de ser monstruoso y terrible, que, de pronto, ha llegado a la conclusión de que, como escribía Georg Simmel hablando de las masas, tiene nada o poco por perder y puede ganarlo todo, como consecuencia de que, a diferencia de los individuos que la integran, no sabe o ha olvidado que su poder tiene límites. Esa mutación, la multitud devenida masa, es capaz de desencadenar una fuerza que es o podría ser demoledora.






divendres, 3 d’octubre del 2025

Vida en bares

La foto es de Jelly Journeys https://jellyjourneys.com/blog/

Prólogo para el libro La última constante en tiempos cambiantes: Hacia una antropología del bar, de Sergio Gil (Ediciones Trea, 2025)

Vida en bares
Manuel Delgado

¿En qué consiste un bar? ¿Es solo un establecimiento en que se sirven bebidas y alimentos que las acompañen, preferentemente presentados en forma de bocadillos, aperitivos, tapas o pinchos, en que hay dispuestas mesas en el interior y muchas veces en el exterior, que disponen de una barra en la que se puede consumir incluso de pie y que están atendidos por profesionales especializados en servir? Esos rasgos definirían bien en qué consisten este tipo de locales y sus antepasados y parientes –cantina, taberna, tasca, bar restaurante, bar musical, pub, café, cervecería, chiringuito, whiskería, coctelería...–, pero deberíamos añadir que el servicio que ofrecen es también el de poner a disposición de sus clientes un microclima destinado a favorecer determinadas situaciones de interacción humana.

Los bares pueden clasificados en función del tipo de relación que esperamos tener con ellos y en ellos. Así, hay bares en los que se entra, que son como áreas de servicio y descanso que permiten a los viandantes hacer un alto en su camino para, por así decirlo, repostar y restaurarse al lado o cerca de desconocidos, que pueden dejar de serlo en cualquier momento. Hay también bares a los que se baja, bares de proximidad que están directamente insertos en la vida de barrio o de pequeña comunidad y cuyos frecuentadores se suelen conocer entre sí, aunque sea de vista. A estos les corresponde un aire de vecindad, elemental pero entrañable. Son los bares carajilleros, también llamados “de toda la vida”, muchos regentados hoy, paradójicamente, por familias de origen chino, últimas garantes de la perduración de nuestra tradición en materia de bares.

Por último, tenemos los bares a los que se va, es decir, puntos de reunión no por fuerza cercanos a los que se acude de manera recurrente para coincidir con amistades o, al menos, gente parecida. Son importantes, puesto que constituyen auténticas sedes sociales de grupos de amistad y lugar de referencia que convoca un determinado perfil de consumidor con quien se empatiza automáticamente por compartir gustos, aficiones, actividades o ideas. En este último caso hay tantos tipos de bares como afinidades sociales: bares estudiantiles, gays, deportivos, alternativos, bohemios, elitistas, hípsters, para turistas, de diseño… A veces estas denominaciones temáticas implican pleonasmos. Así, hay “bares de copas”, como si todos los bares no lo fueran. O bares etiquetados como “de ambiente”, cuando todos los bares, queriéndolo o no, poseen y suscitan una atmósfera que los caracteriza y los hace distintos y distinguibles. Y por supuesto que todos los bares son “de alterne”, en el sentido que la mayoría de veces vamos a ellos a alternar con otras personas, aunque sea con el barman.

Pero pensemos que es lo que sucede –lo que nos sucede– en este tipo de lugares. Parecen escenarios triviales, forman parte de nuestra cotidianeidad, pero esa naturaleza banal oculta una dimensión trascendente, profunda, que es la que la relaciona con aspectos clave de la existencia de los individuos y las colectividades. De ahí que la sociabilidad de bar parezca informal, pero, si uno la examina con atención, podrá detectar en ella multitud de rituales, algunos microscópicos, que hacen del espacio-bar un escenario litúrgico en que multitud de cosas no se pueden hacer de cualquier manera, sino siguiendo protocolos sutiles per obligatorios. 

La manera como un camarero sirve el velador de una terraza, el tipo de bebida que piden y casi siempre comparten unos clientes, la conversación que mantienen dos individuos en una barra, la distribución de los reunidos en torno a esas mesas “que se juntan”, la actitud corporal, los gestos, las miradas de dos seres humanos que comparten mesa, pegados o uno frente a otro… Todo ese trajín que conforma la actividad ordinaria en un bar nunca es anecdótico; procura información clave sobre cómo es posible la sociedad, puesto que nos la delata haciéndose y deshaciéndose sin parar. Lo que uno puede contemplar en un bar cualquiera, a cualquier hora del día o de la noche, es el espectáculo simple, pero al tiempo extraordinariamente complejo, de la sociedad “manos a la obra”, un trabajo del que nunca nos es dado contemplar el resultado final, puesto que es, por definición, interminable..

En esas mesas interiores o exteriores, o en cada barra de bar se desarrolla una intensísima actividad social determinante para todos y cada uno de los concurrentes. En primer lugar porque no existe ninguna forma de identidad compartida que no requiera de ese templo que es para ella un bar. Apreciación acreditada en que hasta no hace mucho a los asiduos a un bar se les llamara, no por casualidad, parroquianos. Luego, porque en cada encuentro en un bar se dirimen cuestiones que siempre son en un grado u otro fundamentales. En un bar casi todos los presentes están negociando algo: los términos de un negocio, de un proyecto, de un amor o de una amistad. En un bar todo el mundo está pactando algo, llegando a acuerdos, conspirando o haciendo planes. En un bar todo el mundo habla con alguien con quien “ha quedado” y con quien o con quienes mantendrá un lazo que habrá de renovarse a cada cita.

Los bares proveen de escenografías para los sentimientos. En los bares se ríe, se charla animadamente, pero también se ven semblantes serios o apenados. En los bares, a veces, discretamente, se llora. En ellos se bebe porque se está alegre o porque se esta triste, pero nadie bebe sin compañía. Es posible que alguien dé la impresión de estar bebiendo solo. No es cierto. Bebe con alguien que no está.

El bar es el lugar de y para los amores a primera vista, de los disgustos, de las reconciliaciones y el de las despedidas para siempre. Cabiendo en él toda la vida social, también hay en esos sitios una lugar para el conflicto, incluso para la violencia. De hecho existe un tipo de enfrentamiento físico que lo tiene como escenario natural: la “pelea de bar”. En todo caso, en los bares se coincide con personas a las se ama, se quiere o al menos cuya cercanía se aprecia –y de ahí que estén sentadas en torno a una misma mesa–, pero también con seres desconocidos que, justo ahí, en ese bar, dejaron de serlo, seres que aparecieron de la nada y que pudieron marcar nuestra vida y luego desvanecerse para siempre –que difícil es olvidar a quien apenas conoces-, pero que pudieron surgir para quedarse en ella para siempre.

Una parte importante de nuestra vida como individuos ocurrió y ocurre en bares o lugares parecidos, pero eso también vale para la vida de las naciones. El intento de golpe de estado de Hitler en 1923, el “putsch de Munich”, arrancó de la Bürgerbräukeller, una cervecería. La “Operación Galaxia” es el título del operativo policial que desarticuló un complot militar cuya concreción se conoció el 23 de febrero de 1981 en el golpe del coronel Tejero. Galaxia era el nombre de una cafetería madrileña. Seguro que no hay acontecimiento o proceso histórico en el mundo moderno que no haya ideado o preparado en locales así. Y seguro que los grandes hechos públicos que se avecinan se están planeando ahora mismo o dentro de un rato en torno a la mesa de un bar.

Es verdad lo que dice Sergio Gil en las páginas que siguen. Somos, volviendo a la tipología propuesta, los bares a los que bajamos o a los que vamos, porque es en ellos que somos, en tanto es allí donde nos encontramos a nosotros mismos en quienes nos acompañan. Incluso los bares en los que entramos nunca son escogidos de manera arbitraria. Uno nunca se mete “en cualquier bar”. Solo o acompañado elige, entre una gama disponible de bares de acceso inmediato, aquel que más se le parece. Hay bares en los que jamás nos sentaríamos, hasta tal punto representan lo contrario de aquello por lo queremos que nos tomen. En todo caso, el bar es un lugar a medio camino entre la calle y el hogar. En todos los casos elegimos nuestros bares para hacer de ellos un refugio, un lugar del que resguardarnos de la calle y no pocas veces también de ese hogar que no acabo siendo lo que prometía.

La sociabilidad de bar es consecuencia del acto elemental de salir de casa para encontrarse con otras personas con las que se establece un nexo duradero o efímero, pero que necesita de un proscenio, un medio que funciona como una especie de líquido amniótico, un contenedor de cualidades sensibles –la decoración, la luz, el olor, los sonidos, las texturas– que le dan un determinado sabor al conjunto, una materialidad singular invisible, que nos obliga a volver porque sabemos que alguien, pero sobre todo algo, nos espera.

Estas apreciaciones son preámbulo a una serie de reflexiones y propuestas mediante las cuales un colega antropólogo, Sergio Gil, desarrolla el principio anotado aquí del bar como máquina de socializar, acelerador de partículas de los social que hacen que estas colisionen entre sí y generen la fuerza y la energía de los cuerpos en compañía y comunicándose. A partir del reconocimiento de la naturaleza del bar como receptáculo y emisor de sociabilidad, Sergio propone una teoría y una práctica del bar a partir de cuatro vías de conocimiento. La primera, provista por la etnografía como técnica para la observación sistemática de la actividad humana y su interacción con su medio ambiente, en este caso de lo que sucede en un bar y cómo sucede, es decir cómo el bar es un nicho en que pueden reconocerse hechos tanto repetitivos como excepcionales, cada uno de los cuales es como un cuadro dramático en que se escenifica constantemente la comedia de la vida. 

Otro sería la disciplina antropológica, que le sirve para apreciar el bar como cumpliendo funciones sociales y organizado a partir de códigos y pautas, esto es maneras de hacer específicas que permitirían reconocer la existencia de una auténtica cultura de bar. A hacer notar que Sergio no solo usa la antropología y en concreto la antropología de la alimentación, sino que propone un sistema explicativo e interpretativo propio que presenta como gastroantropología, una subdisciplina que reconoce la gastronomía como universo regido por leyes y principios propios, que no son meras proyecciones de la sociedad, sino que la producen y la hacen posible.

Por otro lado, el entendimiento que Sergio Gil hace de las lógicas sociales y culturales que organizan desde dentro la actividad de un bar resulta, por supuesto, de su experiencia profesional, la de alguien que ha hecho bares, esto es que ha creado entornos destinados no solo a consumir bebidas y alimentos, sino a albergar y propiciar sociedad. Por último, la otra fuente de luz con que en este libro ilumina el sentido y el valor del bar como institución social es la propia biografía del autor, su vida, que es, como la de tantos y tantas, una historia de bares, unos para cada etapa de nuestra vida; otros por cada faceta de nuestra personalidad.

La conclusión principal que se desprende de las páginas que vienen es que hay barrios o zonas de una ciudad de sociabilidad intensa y continuada, es decir donde se desarrolla una vitalidad hecha de encuentros entre amigos, amantes, vecinos, negociadores, conocidos y también desconocidos. Cuantos más bares más vida social; cuanta más vida social, más bares. Hay lugares donde no hay bares, como por ejemplo ciertos complejos urbanos en los que la gente suele salir poco o nada, o bloques o urbanizaciones en los que la vida social se limita a la que se da en recintos interiores cerrados al exterior. En esos lugares o en sus alrededores no hay bares, lo que indica que en ellos no hay vida social, aunque mejor sería decir, sencillamente, que lo que no hay es vida a secas.


Una bibliografía de bares


La foto es de Craig Reilly

Comentario para Sam Rune, entonces estudiante de máster, en enero 2017

Una bibliografía sobre bares
Manuel Delgado

Te propongo algunas referencias a propósito de lo que serían unas ciencias sociales de los bares, es decir de la socibilidad de bar.

Por ejemplo: Sherri Cavan: Liquor License: An Ethnography of Bar Behavior. Chicago: Aldine Publishing Company, 1966 Luego Thurén, B.: “Conquistando los bares: placer y poder en el acceso a espacios de negociación cultural” en Actas del IX Congreso de Antropología de la FAAEE, Barcelona, Septiembre de 2002. Nos lo mandó para el simposio que coordinábamos con Teresa Tapada y Juanjo Pujades.

También Bases, A. 1990. "De la sociabilité au café", a Joubert, S. y E. Marchander, Le social dans tous ses états, L'Harmattan, París; Bozon, M. 1982. "La fréquentation des cafés dans une petite ville ouvrière, une sociabilité autonome", Ethnologie française, XII 137-47; Castelain, J.-P. 1989. Manières de vivre, manières de boire. Alcool et sociabilité sur le port, Imago, París; Clarisse, E. 1986. "L'aperitif: un rituel social", Cahiers Internationaux de Sociologie, 54-61; Cuche, D. 1990. De l'alcoolisme au bien boire, L'Harmattan, París; Dufour, H. 1989. "Cafés des hommes en Provence", Terrain, 13 81-6; Mann, B. 1976. "The ethics of fieldwork in a urban bar", en Rynkiewich, M. A. y M. A. e. Spradley, Ethics and Anthropology: Dilemmas in Fiedwok, J. Wiley & Sons, Nova York, 95-106; Nahoun-Grappe, V. 1991. "Le temps de la pause: boire un coup", Société, 31 53-6.

Desde una perspectiva històrica, mírate Scholliers, P., ed. 2001. Food, Drink and Identity. Cooking, Eating and Drinking in Europe since the Middle Ages, Berg, Nova York/Oxford. Un libro que está muy bien es uno que se titula Cafes and Bars. The Architecture of Public Display, de Christoph Grafe (Routledge), porque hay un capítulo destinado a explicar el nacimiento y la evolución de este tipo de espacios semipúblicos. En esa linea, tienes también Des Tabernes aux Bistrots, de Luc Bihl-Vilette (L'Âge d'homme). Luego está el trabajo de Desjeux, Jarvin y Taponier, el de Regards anthropologiques sur les bars de nuit, L'Harmattan.

Más. Por ejemplo, A.E. Thomas, (1978) "Class and sociability among urban workers: a study of the bar as a social club. Medical Anthropology, 2: 9-30; R. Britton (1983) "The Australian pub: best mates, good cheer, cold beer. Landscape, 27: 1-9; M.A. Katovichh y W.A. Reese (1987) "The regular: full-time identities and memberships in an urban bar.", Journal of Contemporary Ethnography, 16: 308-343; J.M. Kingsdale (1973) "The`poor man's club': social functions of the urban working-class saloon." American Quaterly, 25: 72-489, y C.E. Richards. (1963-64) "City taverns", Human Organization, 22: 260-268

He encontrado un filón repasando números antiguos de Urban Life. Completad la busca, pero de entrada me he encontrado con S.A. Cahill (1985) "Meanwhile backstage: public bathrooms and the interaction order”, 14: 33-58; E.E. LeMasters (1973) "Social life in a working-class tavern", 2: 27-52. En el número 5, de 1976, hay dos cosas: J.W. Cloyd, "The market-place bar: the interrelation between sex, situation and strategies in the pairing rituals of homo ludens”: 293-312, y P.A. Nathem, "Prickly pear coffee house: the hangout": 75-104.

Tengo también dos referencias de ponencias presentadas a congresos de lo que no sé si tenemos actas. Mirad a ver: J.A, Kotarba, "The serious nature of tavern sociability", presentado en el Annual meeting of the Society for the Study of Social Problems en 1977, i D.C. Snow, C. Robinson y P. L. McCall, "Cooling out men in singles bars and night clubs: observation on the survival strategies of women in public places", presentado en el Annual meeting of the Society for the Study of Symbolic Interaction, en 1987.






Bares

        La foto es de Steve Huff


Publicado en Seres urbanos de El País, el 12 de julio de 2020

Bares
Manuel Delgado

De todos los anuncios relativos a la desescalada, seguro que no de los más esperados fue la reapertura de los bares. ¿De qué esa impaciencia, para algunos auténtica ansiedad? ¿Un bar es solo un establecimiento en que se sirven bebidas, en que hay dispuestas mesas en el interior y muchas veces en el exterior, que disponen de una barra en la que se puede consumir incluso de pie y que están atendidos por profesionales especializados en servir? Esos rasgos definirían bien en qué consisten este tipo de locales y sus antepasados y parientes –cantina, bodega, taberna, tasca, bar restaurante, bar musical, pub, café, cervecería, chiringuito, whiskería, licorería, coctelería, tugurio...–, pero deberíamos añadir que el servicio que ofrecen es también el de poner a disposición de sus clientes un microclima destinado a favorecer un cierto tipo de interacción humana.

Los bares pueden ser clasificados en función del tipo de relación que esperamos tener con ellos y en ellos. Así, hay bares en los que se entra, que son como áreas de servicio y descanso que permiten a los viandantes hacer un alto en su camino para, por así decirlo, repostar y restaurarse al lado o cerca de desconocidos, que pueden dejar de serlo en cualquier momento. Hay también bares a los que se baja, bares vecinos y de vecinos, de proximidad, que están insertos en la vida de barrio y cuyos frecuentadores se suelen conocer entre sí, aunque sea de vista. Son los bares carajilleros, los de toda la vida. Por último, tenemos los bares a los que se va, es decir, puntos de reunión no por fuerza cercanos a los que se acude de manera recurrente para coincidir con amistades o, al menos, gente parecida. Son importantes, puesto que constituyen auténticas sedes sociales de grupos de amistad y lugar de referencia que convoca un determinado perfil de consumidor con quien se empatiza automáticamente por compartir gustos, aficiones, actividades o ideas.

En este último caso hay tantos tipos de bares como afinidades sociales: bares estudiantiles, gays, futbolísticos, falangistas, alternativos, bohemios, elitistas, hípsters, para turistas, de diseño, de la movida… A veces estas denominaciones temáticas implican pleonasmos. Así, hay “bares de copas”, como si todos los bares no lo fueran. O bares etiquetados como “de ambiente”, cuando todos los bares, queriéndolo o no, poseen y suscitan una atmósfera que los caracteriza. Y por supuesto que todos los bares son “de alterne”, en el sentido que la mayoría de veces vamos a ellos a alternar con otras personas, aunque sea con el barman. Un bar siempre es incompatible con la soledad; si quieres estar solo, no vayas nunca a un bar.

En esas mesas interiores o exteriores, o en cada barra de bar se desarrolla una intensísima actividad social determinante para todos y cada uno de los concurrentes. En primer lugar porque no existe ninguna forma de identidad compartida que no requiera de ese templo que es para ella un bar. Apreciación acreditada en que hasta no hace mucho a los asiduos a un bar se les llamara, no por casualidad, parroquianos. Luego, porque en cada encuentro en un bar se dirimen cuestiones que siempre son en un grado u otro fundamentales. En un bar casi todos los presentes están negociando algo: los términos de una empresa, de un amor o de una amistad. En un bar todo el mundo está pactando algo, llegando a acuerdos, conspirando o haciendo planes, algo que nos acaba de recordar Salvi Danés en su último libro. En un bar todo el mundo habla con alguien con quien “ha quedado” y con quien o con quienes mantendrá un lazo que habrá de renovarse a cada cita.

Los bares proveen de escenografías para los sentimientos. En los bares se ríe, se charla animadamente, pero también se ven semblantes serios o apenados. En los bares, a veces, discretamente, se llora. En ellos se bebe porque se está alegre o porque se esta triste, pero nadie bebe sin compañía. Es posible que alguien dé la impresión de estar comiendo o bebiendo solo. No es cierto. Bebe o come con alguien que no está.

El bar es el lugar de y para los amores a primera vista, de los disgustos, de las reconciliaciones y el de las despedidas para siempre. Cabiendo en él toda la vida social, también hay en esos sitios una lugar para el conflicto, incluso para la violencia. De hecho existe un tipo de enfrentamiento físico que lo tiene como escenario natural: la “pelea de bar”, con casos con tanta repercusión como el de Alsasua. En todo caso, en los bares se coincide con personas a las se ama, se quiere o al menos cuya cercanía se aprecia –y de ahí que estén sentadas en torno a una misma mesa–, pero también con seres desconocidos que, justo ahí, en ese bar, dejaron de serlo, seres que aparecieron de la nada y que pudieron marcar nuestra vida y luego desvanecerse para siempre –que difícil es olvidar a quien apenas conoces-, pero que pudieron surgir para quedarse en ella para siempre. ¡Y cómo añoramos los bares que fueron nuestros y dejaron de estar, como el del Museo de la Radio en Lavapiés! Atención: España está perdiendo bares.

Una parte importante de nuestra vida como individuos ocurrió y ocurre en bares o lugares parecidos, pero eso también vale para la vida de las naciones. El intento de golpe de estado de Hitler en 1923, el “putsch de Munich”, arrancó de la Bürgerbräukeller, una cervecería. Operación Galaxia es el título del operativo policial que desarticuló un complot militar cuya concreción se conoció el 23 de febrero de 1981 en el golpe del coronel Tejero. Galaxia era el nombre de una cafetería madrileña. Seguro que no hay acontecimiento o proceso histórico en el mundo moderno que no haya ideado o preparado en locales así. Y seguro que los grandes hechos públicos que se avecinan se están planeando ahora mismo o dentro de un rato en torno a la mesa de un bar.

Por eso hemos echado tanto en falta los bares en estos meses de confinamiento. La sociabilidad de bar es consecuencia del acto elemental de salir de casa para encontrarse con otras personas con las que se establece un nexo duradero o efímero, pero que necesita de un proscenio, un medio que funciona como una especie de líquido amniótico, un contenedor de cualidades sensibles –la decoración, la luz, el olor, los sonidos, las texturas– que le dan un determinado sabor al conjunto, una materialidad singular invisible, que nos obliga a volver porque sabemos que alguien, pero sobre todo algo, nos espera. Quien ha hecho toda una teoría del bar es Sergio Gil, un antropólogo que sabía estas cosas y las ha aplicado a los bares que más que montar, ha creado.

Existen barrios o calles de una ciudad de sociabilidad intensa y continuada, es decir donde se desarrolla una vitalidad hecha de encuentros entre amigos, amantes, vecinos, negociadores, conocidos y también desconocidos. Al margen de si el barrio o la calle son de una clase u otra, cuantos más bares más vida social; cuanta más vida social, más bares. Hay lugares donde no hay bares, como por ejemplo ciertos complejos urbanos en los que la gente suele salir poco o nada, o bloques o urbanizaciones en los que la vida social se limita a la que se da en recintos interiores cerrados al exterior. En esos lugares o en sus alrededores no hay bares, lo que indica que en ellos no hay vida social, aunque mejor sería decir, sencillamente, que lo que no hay es vida a secas.




La identidad com a relació


La foto és d'Andrew Prokos

Nota per els estudiants d'Introducció a l'Antropologia sobre la base interaccionista de les teories antropològiques a propòsit de les identitats col·lectives. Enviada el 8 de desembre de 2012

La identitat com a relació
Manuel Delgado

Com vaig mirar d’explicar-vos, les perspectives que avui sostenim des de l’antropologia a propòsit de la identitat col.lectiva –l’’etnica, però qualsevol altra també– amplien d’alguna manera les que l’interaccionisme simbòlic i la microsociologia estructural-funcionalista havien apuntat sobre la del propi individu, sobre tot usant el valor teòric self, del que vam estar parlant. Recordeu que es tracta d’entendre, prenent al propi individu com a referent, la condició construïda, contingent i situada de qualsevol definició o presentació identitària.

Al respecte, vaig explicar-vos que el primer interaccionisme simbòlic, a partir del programa teòric de Georg H. Mead (Espíritu, naturaleza y sociedad, Paidós), el postulat essencialista que afirma el prevalgut absolut d'allò únic sobre el múltiple. Aquesta premissa suposa que els continguts de la informació vehiculats en l'acte de comunicació són, poden ser o han de ser transmesos de manera perfecta i no problemàtica, sempre a partir de la presència d'un subjecte que rep estímuls i reacciona davant ells, o que els emet. Aquesta teoria concep l'existència d'un univers de la permanència, poblat d'entitats humanes estables carregades de veritat. Més envadant, i això ja entronca amb el que us estava defensant a classe seguint Erving Goffman –La presentación de la persona en la vida cotidiana, Amorrortu–, en la interacció cada individu que participa no busca altra cosa que salvar la cara, mantenir la seva imatge, acabar sense ensurts allò que ha començat i sortir del pas de la millor manera possible. Per a la microsociologia l'individu ha de ser dividit entre un personatge (caracter), que tracta d'imposar-se en cada interacció, i un intèrpret (performer), que disposa de les facultats mentals i intel·lectuals indispensables per a posar en escena aquest personatge de manera eficaç. Però, ignorant deliberadament l'intèrpret, l'estudi del qual es remet directament a la sociobiología, aquesta perspectiva treballa només amb el personatge, aquell que ha de presentar-se en la immediatesa de les circumstàncies socials.

És així com es defineix el self com un «efecte dramàtic», el producte derivat d'una representació en situació. Això no vol dir que l'individu no percebi el seu subjecte com una unitat no esclatada, ni tampoc que faci per defensar la seva unitat biogràfica. El que vol dir és que l'anàlisi de la situació com un conjunt de contingències, com una arena de conducta molt més que d'expressivitat o de comunicació, afebleix d'una forma irreversible aquesta idea d'unitat del propi subjecte, al mateix temps que la fa inasible per a l'investigador.

L'anàlisi que aquesta línia sostindria desisteix doncs de tota presumpció ontològica, de tot postulat subjetivista. De fet no hi ha pròpiament actors, sinó sols personatges. El self interaccionista ja no és una essència sinó una tasca, un procés. És aquí que entra en acció el deute amb la teoria de Durkheim a propòsit del ritual i el sagrat, amb la que us trobareu l’any que ve a classe d’Antropologia Religiosa. Per a Durkheim, el ritual és un acte formal, convencionalitzat, mitjançant el qual un individu reflecteix el seu respecte i la seva consideració per algun objecte de valor últim o al seu representant. A partir d’ací s’entén que l'ànima d'un ésser humà específic és una porció de sacralitat, una espècie d'expressió individualitzada de la divinitat. L'ego, el Jo, és certament un déu, un petit déu si es vol, però a un déu que, com a tal, reclama ser honrat constantment amb tot tipus de litúrgies. 

Els ritus li permeten a l'individu mantenir els atributs morals propis, com l'honor, l'estima, l'orgull. D'altra banda el face work, el treball de façana, en tant que pràctica deliberada i conscient, sosté la constitució d'un subjecte únic que defensa costi el que costi la seva permanència i la seva perdurabilitat. Els ritus, elements de conducta concebuts com espais socialment definits per regles normatives específiques, estableixen aquests límits sagrats que no han de ser superats, doncs la seva vulneració posa en perill i ofèn, viola, la sempre fràgil identitat. És per aquesta causa que es postula en tot moment la sancionabilitat dels atemptats contra l'individu, car impliquen evidències de la precarietat de la nostra veritat personal, el nostre Jo presumptament essencial.

A partir d’aquest marc teòric que atorga a la ritualització un paper central, la interacció cara a cara és concebuda com una circumstància social en el curs de la qual els individus demostren la seva acceptació de les normes d'acceptabilitat mútua. Les relacions que els individus estableixen estan sotmeses a un joc de transformacions adaptatives que permeten acomodar les significacions a un criteri que no és mai de veritat, sinó de versemblança. En aquesta perspectiva, la qüestió de la “autèntica” identitat del subjecte i, per tant, la de la possibilitat de la sinceritat, no tenen cap lloc. La veritat no es presenta aquí com una qualitat immanent a un self que assegura i garanteix la unitat de l'individu i la possibilitat de comunicar-la als demés. Aquesta unitat és entesa com una propietat que es confereix a l'individu per una audiència que juga en l'actualitat de cada context situacional. La persona, aleshores, ja no és una entitat que se semioculta darrera els esdeveniments, sinó una fórmula variable per a comportar-se convenientment.

Cada expressió no és, així doncs, la revelació d'una realitat interior, la presentació externa d'alguna cosa interna, la transmissió d’experiències subjectives que la persona “sincera” faria al seu interlocutor. La interpretació de les accions dels altres és possible perquè existeix un codi comunicatiu compartit, una norma que permet atribuir un sentit a tot el que l'individu fa, però les nostres actuacions requereixen ser constantment ratificades i aprovades. Aquesta fita s’obté perquè els uns i els altres no vindiquem un altra definició de nosaltres mateixos que no sigui aquella que els altres estan en disposició d'acceptar. És perquè els supòsits de l'individu sobre si mateix s'adeqüen al seu lloc normativament aprovat en el grup que la identitat reivindicada o actuada i la identitat atribuïda coincideixen. En el món d’allò creïble -que no el d’allò real- l'espontaneïtat de l'experiència és simplement inconcebible, ja que apareix socialment organitzada i reclama i obté de l'individu que estableixi la relació entre ell mateix i les coses del món d’acord amb uns principis d’acceptabilitat que no poden ser contravinguts.

És així que se’ns porta a desemmascarar la ficció del subjecte com a reducte unificador inapel·lable que sobreviu a les lluites que la persona manté contra les constants inclemències estructurals a les que es veu sotmès a cada moment. Aquesta impugnació de una interioritat substantiva coincideix amb la crítica de la lògica de la identitat que arrenca en Nietzsche i que en Adorno i Horkheimer, així com en Foucault, es tradueix en desemmascarament del «principi joïc sistematitzador», és a dir del subjecte interiorment regit i intencionalment orientat, el subjecte constituent i proveïdor de sentit.

Allò que ens diuen no ens informa d’una veritat personal en darrera instància inaccessible, i fins cert punt prescindible, sinó de la manera com l’altra persona aspira a que ens la prenguem. El mite de la sinceritat és sols la lògica derivació d’un altre mite: el mite de la interioritat (és el títol d'un llibre de Jacques Bouveresse sobre Wittgenstein, Le mythe de l'intériorité, Minuit, 1987). Mireu-vos també un llibre de François Laplantine que es diu El sujeto. Ensayo de antropología política (Bellaterra).

En resum. La comunicació no ens posa al corrent del que els altres són, sinó d’allò que volen que creiem que són; no ens diuen què pensen, sinó que és el que volen que pensem que pensen. En tant que acte eminentment social, la transmissió d’una veritat amb aspecte i format de fidedigna és sempre una maniobra que, part d’una estratègia, aspira a que els demés ens prenguin com allò que intentem semblar. Com crec que us he repetit diverses vegades a classe, és impossible i irrellevant estar segurs de si una persona que plora en la nostra presència està trista o no; el que està clar és que vol que ho estiguem nosaltres.




dimecres, 1 d’octubre del 2025

Masas faústicas



Comentario para los estudiantes de la asignatura Antropologia dels Espais Urbana del Màster d'Antropologia i Etnografia de la UB, en septiembre de 2017.

Masas faústicas
Manuel Delgado

La segunda parte de la clase la dediqué a explicar algo acerca de ciertas perspectivas que se asientan en las premisas sociologistas propias de la escuela durkheimniana y en su noción de efervescencia colectiva en el estudio del ritual, pero que le añaden ingredientes filosóficos tomados del vitalismo de Nietzsche o de Bergson, y derivan en algo así como un dionisismo social, en el sentido de que atribuyen al individuo embriagado y abandonado a una alegría irresponsable de la fiesta o el motín, liberarse de su propia moral de esclavo para elevarse en la ejecución de un destino urgente y superior para el que todo escrúpulo es un estorbo a desdeñar. El resultado sería una concepción de los hervores sociales como una suerte de supersociedad orgiástica que realizaría algo equivalente a la voluntad de vivir shopenhaueriana, para cuyo despliegue es necesario superar el principio de individuación y que el sujeto acepte diluirse en una confusión indiferenciada.

La constatación en esa clave de esos momentos en que la consciencia colectiva deviene pasión aparece recogida por los teóricos del Colegio de Sociología, que, en los años 30, hacen una lectura propia del marco teórico establecido por la primera sociología francesa. Es el caso de Georges Bataille o Roger Caillois, que definía la fiesta como “el paroxismo de la sociedad”. La atribución de una lucidez despiadada a las masas, desde una perspectiva que bordea el irracionalismo, la encontramos también en la visión que de ellas se proyecta desde la antesala de los movimientos totalitarios, que en algunos de sus exponentes bascula entre el desprecio y la fascinación. Ese sería el caso de la Konservative Revolution. Acordaos que hace una semana traje a clase la obra de uno de sus miembros, Ernest Jünger, El mundo transformado (Universitat de València), para que os fijarais en el capítulo "El rostro transformado de la masa", en el que, arrancando en la analogía de "gigantescas energías que ya es posible dominar desde pequeños espacios", repasa imágenes de congregaciones humanas de todo tipo: de protesta, uniformadas, deportivas... Lo mismo para los comentarios sobre el "alma de la masa" de su compañero de escuela Oswald Spengler. Recordar los párrafos que os leí en clase en los que se expresa su atracción por la naturaleza fáustica de las multitudes en La decadencia de Occidente (Revista de Occidente), que es un libro publicado en 1918.

En esta familia de perspectivas que podríamos llamar pasionales cabría  incluir la de Elias Canetti y su Masa y poder (Muchnik). La suya no procede propiamente de las ciencias sociales ni de la filosofía, sino de alguien consagrado a la literatura, a quien, a pesar de ello, se debe una de las obras más mencionadas sobre la naturaleza de las masas, que cabe enmarcar en esa misma percepción de estas como entidades con vida e inteligencia propias, que nacen, se desarrollan y mueren a partir de la densidad o proximidad anímica y física de los cuerpos que la integran. Es más, Canetti va más allá y propone una tipificación de las masas y un desglose de las potencialidades de sus euforias, contemplándolas, también en su caso, como despliegue de dispositivos automáticos de vida social, a través de los cuales lo colectivo se ejercía y se ejercitaba como energía sin forma en condiciones de generar realidades, figura que encontraría su ancestro en la horda primitiva —la muta u jauría humana— y su actualización en la multitud contemporánea. En todos los casos, la vocación de la masa, sostiene Canetti, es sobrepasar todos los límites y, para ello, diluir toda individualidad en pos de la generación de una fuerza común, vivificada por "el mismo sentimiento de su potencia y pasión salvajes", crónicamente insaciable, pero sometida siempre a su vez a "ocasiones y las exigencias sociales".

El eco de estas interpretaciones de la acción de las masas, leídas como una suerte de afirmación dionisiaca de la sociedad o de un segmento ofendido de la misma, lo encontramos más tarde en situacionistas como Robert Vaneigem, bajo la figura de lo que llama el "intermundo" o "nueva inocencia", aquella a la que se despertar con el "alba roja de los motines [que] no disuelve las criaturas monstruosas de la noche. Las viste de luz y de fuego, las esparce por las ciudades, por los campos… La nueva inocencia es la construcción lúcida de una destrucción. La barbarie de los motines, el incendio, la salvajada popular, los excesos que vituperan los historiadores burgueses, son precisamente la vacuna contra la fría atrocidad de las fuerzas del orden y de la opresión jerarquizada". Esto pertenece a Tratado del saber vivir para jóvenes generaciones (Anagrama).

Encontramos desarrollos de esa misma raíz en Michel Maffesoli en varias de sus obras, como El tiempo de las tribus (Icaria) o De la orgía (Paidós), sobre todo cuando remite a nociones como “centralidad subterránea”, “familiarismo natural”, “nebulosa afectual”, “comunidad emocional”, "viscosidad social" y otras formas de nombre un tipo de ente colectivo no basado en vínculos contractuales, conglomerado humano amorfo, sin límites precisos, inconmensurable, pura potencialidad, auténtica “carne de vida” en que se expresa lo divino social. Como advertía Jean Duvignaud, en esa misma dirección, la amoralidad anómica de los agregados humanos masivos –ocasionales, mutables...– responde a la amoralidad que, de pronto, acaban de percibir en toda ley social. Otros ejemplos serían Castoriadis o Blanchot, a quienes dedicaré un comentario en la próxima clase.




dimarts, 30 de setembre del 2025

Las cadenas del corazón y el descrédito de lo externo

Foto de Oliver Wilke

Notas de la clase de l'asignatura Nous entorns religiosos, del Màster d'Antropologia i Etnografia de la UB, del día 22/4/13

LA SECULARIZACIÓN COMO SUBJETIVIZACIÓN 
Manuel Delgado

Por secularización entendemos, en primer lugar, el proceso que lleva a los individuos a sustraerse de la dominación de símbolos e instituciones sagradas, haciendo que la religión se repliegue del vasto territorio hasta entonces bajo su control en las sociedades tradicionales –la vida de la comunidad en su totalidad– a ese nuevo espacio restringido que era la propia conciencia personal, y ya no bajo la forma de rituales externos sino de la vivencia emocional de lo sobrenatural. La secularización es, entonces, idéntica al proceso de acuartelamiento de lo sagrado en lo que Hegel llamaba el ser consigo mismo del individuo, esto es en el sujeto y su subjetividad, que quedan eximidos de la obediencia hasta entonces debida a los principios que la religión vehiculaba en sus ritos y mitos. Secularización es, así pues, subjetivización.

La subjetivización, la inmanencia de los sentimientos íntimos y la búsqueda de una autencidad personal son los factores discursivos que cimentan los valores del individualismo, sistema jurídico-filosófico propio de las sociedades modernizadas que coloca al individuo psicofísico como fundamento y fin de todas las leyes y relaciones morales y políticas. La premisa de la individualización es, desde el Renacimiento, la de que la persona debe dirigir su conducta al margen de los presupuestos morales heredados de la tradición y cuya obediencia la comunidad a la que pertenece vigilaría. Para que se diese ese proceso de subjetivación e individualización, del que dimanará la figura moderna del ciudadano, era indispensable que lo sagrado –es decir el determinante último de la existencia humana– abandonase el que había sido su carácter factible y objetivo, ya que su realidad no podía resultar de un acuerdo intersubjetivo, cuyo tema era el cosmos social, sino de una vivencia puramente íntima, cuyo asunto fundamental iban a ser ahora los estados de ánimo personales. La creencia se despliega en un nuevo territorio: el de la psicología o ciencia de la vida interior, aquella cuyas necesidades y requerimientos pasarán a ser la nueva competencia de la piedad religiosa. La religión en el plano de lo público se reduce a una pura retórica o, como mucho, a un humanismo secular, mientras que sólo es reconocida como significativa y pertinente en su nueva localización: la «experiencia del corazón». La dicotomía sagrado/profano pasa a equivaler a la de privado/público, o mejor, intimo/público.

La renuncia de la religión a continuar llevando a cabo lo que había sido su tarea en los sistemas sociales no modernos –aglutinar a los miembros de una comunidad en torno a determinados valores y pautas para la acción– dejaba en libertad a los individuos para elegir sus propias reglas morales, puesto que la vida social había dejado de tener un sentido único y obligatorio. Se rompía con la identificación comunidad-religión, ya que esta última aparecía restringida a producir estructuras de plausibilidad fragmentarias y con una eficacia que sólo podía funcionar a nivel individual o, como mucho, familiar o de comunidades muy restringidas y encapsuladas, pero nunca del conjunto de miembros de una sociedad cada vez más globalizada.

Es contra esa institución religiosa de la cultura que el movimiento anticlerical actúa en la España contemporánea, con lo que se conduce como una versión contemporánea de aquella misma violencia que el proceso de secularización había desplegado en tantas ocasiones como había sido preciso contra las formas premodernas de religiosidad, basadas en los ritos públicos, en el poder atribuido a las imágenes y en la autoridad de los sacramentos. Es más, en cierto modo el anticlericalismo no sería sino una ideologización politizante de la lucha contra los sacramentos emprendida tanto por la Reforma como por sus precedentes medievales, incluyendo ahí la propia revolución islámica, que eran ya de algún modo anticlericales, por mucho que el término fuera acuñado por el librepensamiento burgués del XIX.

La fun­ción de las personas, objetos y lugares agredi­dos por los icono­clastas estaba siendo la de consagrar, es decir sancionar y dar a conocer de una manera incontestable, un estado de cosas cultural, y por tanto transpolítica. Ese orden a desbaratar debía ser ocupado por otro cuya autoridad no se vehicularía ya por la acción ritual, sino por medio de inte­riorizaciones éticas que pres­cindirán para su cumplimiento de cualquier fiscalización que no procediese de la propia conciencia personal y del ejercicio del libre arbitrio. La tipifica­ción del ritual como una pauta de símbolos que hace patente la estructura social conduce a una comprensión alterna­tiva de las hasta ahora ofrecidas respecto del fenómeno anti­clerical e icono­clasta español, que permite conceptuali­zarlo ahora como una modali­dad en especial virulenta del impul­so antisacramental que car­ac­teri­za el advenimiento de la Razón Moderna.

El aparato litúrgico y funcionarial católico aparecía a disposición del hipostatamiento de los viejos modelos de sociedad y como factor de resistencia frente a los grandes propósitos del proceso modernizador, al servicio de la imposición del sistema capitalista y de las formas socio-políticas que le eran propias. Esos grandes objetivos se traducían en tres dinámicas no menos esenciales, las de secularización, subjetivización y politización. Esas tres dimensiones que se acaban de citar son en realidad una sola. La secularización es subjetivización, en la medida que implica la renuncia de lo sagrado a encontrar otro espacio en que manifestarse que los territorios que la psicología reclamará como su jurisdicción: la vivencia emocional e íntima de lo sobrenatural. A su vez, la subjetivización es el requisito más innegociable de la politización. La supresión de los lugares y las conductas sacramentalizadoras, que hacían incontestablemente reales la comunidad, sus límites y sus leyes, era fundamental para transitar del la vieja congregación de las consciencias a la moderna congregación de las emociones y las experiencias, un vínculo éste último que no vulneraba el principio cristiano reformado, adoptado por la moral política secular, de la autonomia de las consciencias en la fe y la gracia. 

El individuo quedaba liberado así de las cadenas que el ritual le imponía, quedando a merced de la elección de su propio camino moral y a la espera de merecer esa luz interior con que el Espíritu Santo alumbra el corazón de los elegidos. Marx entendió muy bien ese paso dado por la Reforma: «Lutero [...] venció a la servidumbre por la devoción, porque la sustituyó por la servidumbre en la convicción. Quebró la fe en la autoridad porque restableció la autoridad de la fe [...]. Liberó al hombre de la religiosidad externa porque hizo de la religiosidad el hombre interior [...]. Emancipó de las cadenas al cuerpo porque cargó de cadenas el corazón».

Tenemos ahí los cimientos de la imagen calvinista del ciudadano cristiano, materia prima del pensamiento político moderno. La desactivación de la eficacia simbólica permitía el proyecto de disolución de aquel reino espiritual de Cristo que espacial y temporalmente se encarnaba en las figuras intercambiables de la comunidad social y de la comunidad de los fieles. Es más, que hacía de la comunidad social la expresión visible, transubstanciada, de la presencia de Cristo en la tierra, a la que los individuos psicofísicos debían plegarse sumisamente, negando incluso una inmanencia subjetiva de la que el despotismo de la costumbre impedía la emancipación. La iconoclastia de los reformadores, y su expresión laica contemporánea, el anticlericalismo, dirigían toda su energía destructora contra el principio sacramental que la práctica religiosa ordinaria había extendido a la totalidad de los objetos, lugares y funcionarios sagrados. Esas cosas, esos sitios y esas personas veían arrebatada su capacidad salvífica y se veían limitados, en el mejor de los casos, a ser reconocidos como signos visibles de una fe trascendente que, puesto que sólo puede ser interior, ellos estaban contribuyendo a profanar. Ese Reino de Cristo ya no se reconocería más en la comunidad, considerada como un todo objetivado, sino sólo en la privacidad del corazón humano sólo ante Dios. La congregación de los creyentes pasaba de ser la presencia física sacramental de Cristo, para devenir una mera reunión de sujetos solitarios que buscaban consuelo ante la intangibilidad absoluta de la divinidad.

La politización se asienta en la proyección a nivel del gobierno de las cosas humanas del mismo principio que había urgido una modificación radical en las relaciones con lo sagrado, a partir de la reforma protestante, esa misma modificación que se planteó como prioritaria la supresión del poder de los sacramentos. Se denunciaba la presunción de que los rituales podían trascender de la condición de actos de admisión y conmemoración que la Reforma les había aceptado, para alcanzar una eficacia instrumental en la constitución y la institución de lo real. La radical división cartesiana y protestante entre los ámbitos de lo externo-mundo y lo interno-espíritu, la misma que había servido para descalificar la pretensión católico-popular de que el principio de la transubstanciación eucarística era ampliable al conjunto de cultos materiales, serviría para dividir tajantemente los planos de la invisible comunidad de los santos y la visible corporeidad del Estado, entre el Reino espiritual y el Reino Civil o Político. Nos hallamos, así pues, en el fundamento teológico del núcleo duro de la laicidad: la división entre Iglesia y Estado, que oculta la radicalización absoluta del corte sociedad civil-poder político.

Toda la teología reformista no hace más que insistir en una división: la que establece el enfrentamiento dialécti­co entre el «interior» y el «exterior». Lo «exterior» es lo corporal, lo social, lo visible, la naturaleza, y todo ello se expresa naturalmente en las declinaciones del rito. Lo «interior» es lo espiritual, lo subjetivo, lo inefable, la fe, la esencia, todo lo que sólo puede existir bajo la fisca­lización de la soledad del individuo y la moral introyectada en lo más inconmovible de su ser. De un lado, el ordenamiento de la fe espiritual, del otro la corrupción de la materiali­dad corporal. Es la negación de la sensibilidad por la sen­timentalidad, la religión del corazón.

Los usos sagrados del espacio y del tiempo eran, por ello, un asunto de vital importancia en ese drama civilizatorio del que el anticlericalismo contemporáneo no dejaba de ser un episodio más. La desacralización del espacio debía conducirse no sólo como una secularización, sino también como una desacramentalización: lo santo no podía reconocer una dimensión espacial ni temporal para ejercer su eficiencia, tal y como los rituales y enclaves católicos pretendían. Lo inefable no tiene, no puede tener un lugar o un momento en el plano mundano, a no ser por la vía de lo alegórico-representacional. Por definición el espacio y el tiempo pertenecían, en el dualismo cartesiano y en la teología protestante, al campo categorial de lo exterior, asociado al cuerpo, a la materia, es decir a aquellas vías por las que lo único sobrehumano que podría manifestarse serían potencias malignas. El interior –el corazón, la casa– es el lugar de la norma, de la regla, de lo cálido, de lo alto, de lo moral y de la verdad .

El exterior –el cuerpo, la calle– lo es de lo desregulado, lo desordenado, lo bajo, lo negativo, lo hostil, lo pulsional, lo frío, lo inmoral y la mentira. El interior es el lugar de esa nueva forma de fiscalización que se presenta en tanto que autocontrol. En el exterior en cambio la vigilancia siempre es complicada. Afuera ni los restos de la comunidad social ni los nuevos poderes de la centralidad política tienen nunca asegurada la obediencia. En cuanto al sujeto, la vulnerabilidad de lo verdadero, la necesidad de mantenerlo preservado de un mundo extrínseco por definición maligno, hace improbable que el proyecto personal se pueda confundir con un desplazamiento en los nuevos espacios hipercomplejos de la modernidad urbana. Debe buscarse siempre en el sagrario personal.

El Maestro Eckehart lo planteaba con claridad: «Nada estorba tanto al alma a la hora de conocer a Dios como el tiempo o el espacio». O: «Si el alma quiere percibir a Dios, ha de estar por encima del tiempo y del espacio». Por su parte, tampoco la comunidad espiritual puede materializarse, puesto que la Iglesia es invisible e inefable y los creyentes deben aceptar que el mundo objetivo y sensible es un domino sometido a la constante amenaza del pecado, el desorden y las pasiones, amenaza que sólo la obediencia al Estado civil puede mantener a raya. El poder de Dios ya no sería más un poder geográfico, como tampoco sería un poder cronológico. Actúa en y sobre el espacio y el tiempo, pero no está, no puede estar ni en el espacio ni en el tiempo.




El sujeto es lo que nos sujeta

La foto es de Yanidel

Fragmento de De la estructura al acontecimiento. El dentro y el afuera en la sociedad contemporánea, texto en el catálogo de la exposición Revolving Doors, comisariada por Montse Badia en la Fundación Teléfonica, Madrid, 2004. 

El sujeto es lo que nos sujeta
Manuel Delgado

La variante extrema del dentro en que se produce nuestra inmanencia –nuestra virtualidad como seres que pueden ser algo en sí mismos, al margen del mundo externo– es también el escenario de represiones que obstaculizan su desarrollo y nos impiden “encontrarnos a nosotros mismos”. Esos problemas subjetivos suelen ser contemplados como la causa de nuestras dificultades a la hora de relacionarnos con los demás. Esa idea –la de que un yo averiado es la causa, que no la consecuencia, de nuestros problemas, que pasan a ser siempre de un modo u otro personales, en el doble sentido de individuales y relativos a la personalidad– es la que ha suscitado la aparición de una especie de ciencia del sujeto llamada psicología, a la vez que motivaba un alud de ofertas místicas de renovación/restauración del yo en forma de todo tipo de religiones. Un mercado se ponía así al servicio de autonomías personales experimentadas como dañadas o en mal estado. Lo constituían, de un lado, los profesionales de la reparación del sujeto deteriorado –los psicólogos– y los proveedores de sujetos completamente nuevos –las diferentes corrientes religiosas que concurrían al supermercado de la trascendencia.

Ahora bien, no se ha sabido siempre reconocer cómo el supuesto yo interior se ha convertido en el instrumento más sofisticado que concibiera pudiese al servicio de la dominación, una dominación que ya no procede de alguna instancia divina o humana, pero exterior, cuya vigilancia puede ser eventualmente burlada, sino de una voz autoritaria que suena desde dentro y no puede, por tanto, ser desacatada. La alienación puede ser de este modo ignorada en su fuente real –que procede siempre de contingencias sociales que están ahí fuera– y ser percibida como procedente del mal funcionamiento del objeto sagrado por excelencia en nuestros días, esto es del sujeto. Esa fetichización del yo hace más tolerables las relaciones de sometimiento, interioriza la represión y se naturaliza como artefacto de control que, por mucho que se aparezca como fuente de imperativos éticos, no suele ser otra cosa que un dispositivo de disciplina social y políticamente determinado.
        
Esa verdadera revolución cultural que, de la mano de Descartes y Calvino, implicó el brutal divorcio entre interioridad y exterioridad –de la que dependió el surgimiento del sujeto moderno– no se pudo llevar a cabo sino a partir de una devaluación absoluta del exterior, de ese afuera, en que ya no podía haber más que silencio y desolación, puesto que la experiencia de lo verdadero sólo podía llevarse a cabo dentro de cada cual. El mundo dejaba así de hablar y de mirarnos, dado que era un inefable interior lo que había que atender. Ni los demás ni la naturaleza –todo lo que estaba fuera alrededor– podían ser fuentes fiables de certeza, en tanto no había nada en ellos que pudiera satisfacer una demanda inconmesurable de autenticidad y confianza. Allí fuera no había nada que fuera susceptible de garantizar la fijeza de un yo víctima de un malestar que no podía ser aliviado, ya que tampoco se sabía qué causaba su angustia o su insatisfacción. Todo conflicto pasaba entonces a ser vivido en clave psicológica, es decir que ya no podía reconocer en el exterior las causas de su mal, sino que buscaba lo que le afectaba en ese dentro abisal cuyo fondo no se podía atisbar. Del mismo modo que se era incapaz de encontrar en el exterior lo que le podría salvar, tampoco encuentra allí las desigualdades o agravios que le afectan en realidad. Las causas del dolor interior están en el interior, se sostiene, y por tanto han de ser atribuidas a la pérdida de sustancia o integridad del sujeto.

Ese fue el gran desastre: la obligación que se le impuso al yo de atrincherarse en sí mismo, hacerse hipocondríaco ante las acechanzas de la discontinuidad y la contradicción que lo asediaban desde el exterior. Todos los habitantes de las afueras de uno mismo –incluso los seres que podríamos llegar a amar– pasaban a ser apreciados como potenciales conjurados contra la integridad del sujeto. Ese –el propio yo– era el territorio que había que defender a toda costa de un mundo imaginado como manteniendo un pacto abominable con el demonio y la carne y del que no cabía esperar nada que fuera realmente valioso. La naturaleza, los demás y nuestros propios sentidos –sus agentes– no podían ser sino obstáculos que nos apartaban de una presunta experiencia psicológica pura que llenará un interior que se sentía tan vacío como el mal reputado exterior.

En cambio, he ahí el principal lastre que nos impide escapar hacia un exterior que siempre estuvo y está lleno: lleno de mundo. Acaso nuestro objetivo no debería ser otro que vencer esa ruptura terrible que, como nos recuerda Lévi-Strauss, un día se encarnizó con nosotros y nos obligó a concebir como incompatibles, “el yo y el otro, lo sensible y lo racional, la humanidad y la vida”. En pos de esa meta, acaso imposible, es el sujeto lo que nos sujeta, puesto que es lo que no convierte realmente en sujetos, en el sentido de seres atados o asidos.

¿Cuándo nos daremos cuenta de que la lucha pendiente no es la que nos permitiría liberar el yo, sino liberarnos de él? ¿Y si fuera cierto lo que proclama el lema de una famosa serie televisiva y la verdad estuviera ahí fuera, en lo que uno se encuentra al cerrar una puerta tras de sí para salir y no para entrar? En cambio, insistimos en pensar que es de dentro, de un interior invisible e inefable, de donde cabe esperar la revelación de lo que somos o de lo que creemos o queremos ser realmente, y que ni hemos sido, ni somos, ni seremos. Pánico a los desmanes de una existencia social y una comunicación con el universo que sólo pueden ser exteriores, en la medida que buscan saciar otra sed no menos imperiosa: la de todos los otros y la todo de lo otro. Vértigo ante la evidencia de que penetrar en cualquier afuera nos obliga a multiplicarnos y a ser diferentes a nosotros mismos. Negación testaruda de que es cierto que es en el afuera, en nuestros alrededores, donde residen nuestros peores enemigos, pero también los cómplices que nos ayudarían a combatirlos. Pavor ante la heterogeneidad del ser; ansia y nostalgia por el Uno perdido o abandonado. Todo lo que está ahí, esperándonos a la salida, mancha, amenaza ese dios maltrecho que está en nuestro interior, y que somos nosotros mismos. 




divendres, 19 de setembre del 2025

Contra l'educació en valors


Contra l'educació en valors
Manuel Delgado

Entrevista per a la Revista de l’Escola d’Adults de Girona a propòsit de l’educació en valors. Publicada al número de maig de 2012.

-Què és l'antropologia social? Dit d'una altra manera, a què es dedica un antropòleg?
L’antropologia social és una disciplina que assumeix la tasca d’estudiar fenòmens socials aplicant sobre ells mètodes qualitatius i comparatius. Aquestes serien doncs les característiques singular de l’antropologia: el coneixement de la vida humana en contextos concrets dels que es participa durant un període perllongat i sostingut –és a dir l’etnografia– i la pràctica de la comparació, de manera que si la sociologia estudia la societat, l’antropologia estudia les societats i ho fa amb l’objectiu de propiciar una reflexió sobre la condició humana que, en ordre a definir-la, tingui en compte totes les seves manifestacions.

-Què és l'educació en valors?
“Educació en valors” és un pleonasme. Tota educació educa en valors, ho vulgui o no; ho reconegui o no. A la pràctica, el que avui es presenta com a educació en valors no és altra cosa que un mecanisme d’adoctrinament que garanteix que tot educand o educanda seran competents a l’hora d’utilitzar un llenguatge políticament correcte. Això és la conseqüència de que els continguts d’aquesta educació en valors sols remet a un conjunt de principis abstractes i nebulosos que no tenen res a veure amb la realitat, sinó amb els valors místics que se suposa que presideixen o haurien de presidir la realitat, però que ningú ha vist ni veurà mai en aquesta realitat. En realitat és com una mena de nova soteriologia, una mística que es passa el temps invocant paraules sagrades que no signifiquen res, que són pur fum, però que cal conèixer i saber usar en ordre a obtindre un cert nivell reconeixement social. L’educació en valors no serveix per orientar les conductes –que estan determinades per interessos, no per principis–, sinó per orientar les converses.

-Què opines de matèries del tipus "educació per a la ciutadania"?
L’educació a la ciutadania forma part d’aquestes noves estratègies educatives que busquen garantir noves formes de submissió. Es tracta de convèncer a l’alumne d’una ficció: que realment viu en una societat democràtica, lliure, igualitària i justa, l’encarnació de la qual seria aquest personatge abstracte que és el ciutadà. La paradoxa es que estem educant per a la ciutadania a nens i nenes que mai seran iguals, perquè molts d’ells i d’elles estan condemnats a priori a no poder gaudir d’aquesta equitat que conceptes com els de ciutadania els promet, per ser dones, per ser pobres, per pertànyer a un grup social estigmatitzat. És més, en un cas extrem de cinisme institucional, eduquem en valors de ciutadania a milers de nens i nenes els pares i les mares dels quals no són ni seran mai ciutadans. Se’ls amaga l’evidència: que els treballadors estrangers no són ciutadans, ni ho seran, perquè la ciutadania és una qualitat legal, no moral. I una qualitat de la qual ells i elles no se’n beneficiaran mai.

-Qui triomfa en una societat com la nostra, ho fa precisament perquè no té cap mena de valor?
Com abans he suggerit, triomfa qui és capaç d’actuar sense escrúpols, però és capaç, quan convé, de demostrar la seva capacitat de manipular un llenguatge adient, basat en la referència constant a principis abstractes suposadament “superiors”. Triomfa qui no diu el que pensa, sinó qui pensa el que diu. Triomfa no l’honest, sinó el “virtuós”, és a dir l’hipòcrita.

-Podem dir que l'èxit d'una persona implica necessàriament el fracàs de moltes altres?
Obvi. És el lògic. El problema és que una expectativa d’èxit il.limitat i indefinit, que és ara el que ens anima, no pot ser mai satisfeta. No es pot tenir prosperitat i sort en tot. Si triomfes en els negocis, perdràs en l’amor o en les relacions personals. En la nostra societat ningú triomfa del tot en tot, per tant tothom, sense excepció, te motius per sentir-se un fracassat, perquè ho és realment en masses coses.

-Vas dir que qui més predica els valors és el primer d'abandonar-los en circumstàncies adverses... Correcte?
No exactament. No cal que es produeixen condicions adverses per abandonar uns valors que mai s’han tingut, sinó sols com a mers recurs retòrics. Ni tampoc és una qüestió personal sols, sinó institucional. No són les persones les que adapten a conveniència als seus suposats “valors” ètics. Són els propis governs que es proclamen servidors de grans valors els que no tenen cap problema en prescindir-ne. Aquesta és la lògica del sistema capitalista: amb una mà generar permanentment les arbitrarietats i injustícies que el nodreixen de beneficis i, amb l’altra, dedicar-se a dispensar lliçons de moral. És com en altres èpoques els discursos cristanoides dels bons sentiments i de la caritat, que és el mateix que era diuen “solidaritat”. Tenen raó aquells que afirmen que entre nosaltres hi ha persones i grups que són incompatibles amb els nostres valors, i són els que manen.
Un cas ben il.lustratiu el vàrem tenir al nostre país amb motiu del Fòrum Universal de les Cultures 2004. Un grandiloqüent i solemne discurs que parlava de “sostenibilitat”, “pau”, “diàleg intercultural”, “tolerància”..., però que en realitat no era més que un burda coartada per amagar una colossal operació d’especulació immobiliària.

-Com s'ha d'educar els fills? Els hem d'ensenyar a ser "bones persones" o els hem d'ensenyar a sobreviure en la societat actual?
Es pot ser bona persona i sobreviure a la nostra societat; el que no es pot és ser bona persona i enriquir-se.

- Quina actitud (pel que fa als "valors") creus que hauríem de tenir els docents de les escoles d'adults davant dels alumnes, sobretot tenint en compte la seva tipologia tan diversa?
Educar no pot voler dir ensinistrar, ni domesticar. Educar vol dir transmetre i compartir informació, coneixements, sabers i, naturalment, principis –és a dir axiomes ètics. D’aquests no se m’antullen de més fonamentals que el de la dignitat i l’honradesa. Pel que fa mi, personalment, com a pare i com a professor, el meu repertori de valors és prou simple i es resumeix en l’estrofa d’una cançó de Julio Iglesias que diu: “Siempre hay / por qué vivir, / por qué luchar / Siempre hay / por quién sufrir / y a quien amar”.






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