Es mostren els missatges amb l'etiqueta de comentaris Métraux. Mostrar tots els missatges
Es mostren els missatges amb l'etiqueta de comentaris Métraux. Mostrar tots els missatges

diumenge, 21 de febrer del 2021

El cuerpo como acaecer

La foto es de Bill Cunningham

Del artículo "Tránsitos. Espacio público, masas corpóreas", en A. Ortiz-Osés y P. Lanceros, eds., La interpretación del mundo. Cuestiones para el tercer milenio, Anthropos, Barcelona, 2006, pp. 111-132. 

EL CUERPO COMO ACAECER
Manuel Delgado

Fue Leroi-Gourhan (El gesto y la palabra, Universidad Central de Venezuela) quién percibió como toda estética reposa sobre la conciencia de las formas, pero sobre todo sobre la conciencia del movimiento. El gesto, como irrupción operativa y transformadora del cuerpo en el espacio, está sometido a los ritmos. Éstos son, en primer lugar, viscerales, comunes con la animalidad y, más allá, con la vida, puesto que la asociación forma-movimiento es consubstancial a no importa qué comportamiento activo. Todos los seres animados lo son a partir de las respuestas motrices que dan a los ritmos externos –alternacias del día y la noche, de las estaciones– e internos –las cadencias fisiológicas– que perciben y sobre las que se inscribe toda actividad.

Los ritmos primarios, las sinergias elementales, se relacionan, también entre los humanos, con la conducta nutritiva, con los ritos del apareamiento, con el comportamiento tempo-espacial y la adaptación a un medio cualquiera en general. Ahora bien, en el ser humano, esos ritmos básicos se trascienden y alcanzan una dimensión tanto ética como estética. El movimiento es ahora, cuando es un humano quien lo ejerce, objeto de especulación formal, al tiempo que la forma es dotada de un dinamismo que tiende a distorsionarla y convertirla en símbolo. Ese uso específicamente humano del ritmo no consiste en adaptarse a los ambientales o endógenos, sino justamente en lo contrario: en alterarlos, en contrapuntuarlos, en desmentirlos, ya sea por la aceleración, ya sea por la negación. Y es ahí que entra en juego el ritmo del trabajo, la sincronía en los andares, las repeticiones rituales, pero ante todo la danza y las técnicas del éxtasis, consistentes en el desajuste, la ruptura del equilibrio rítmico, la convulsión, el desbaratamiento de toda armonía natural. 

Eso por la vía del desquiciamiento que produce de la danza frenética que lleva a la posesión, la cadencia obsesiva que permite el viaje chamánico o el simple aceleramiento del ritmo respiratorio, que permite ciertas formas de alteración mística de la experiencia. Pero también se puede llegar a idénticas metas por el camino de una negación radical de los ritmos, por medio de la ascesis absoluta, la abstinencia sexual, el ayuno, la inmovilidad total, la danza quieta, tal y como las concepciones orientales del cuerpo nos han enseñado. En un caso y en otro, Leroi-Gourhan cita el ejemplo del acróbata y el danzante como las pruebas de esa capacidad humana de generar universos en los que la esclavitud operatoria ha quedado abolida y donde ya no rige el peso ni el equilibrio. El ritmo ya no es el de la naturaleza, sino el que la colectividad dicta, puesto que hasta en la soledad del asceta está presente el grupo. El esqueleto y la musculatura ya no son entonces un mero instrumento para la supervivencia, sino el puente que permite toda inserción significativa en el universo. 

Ni que decir tiene que esa virtud de la danza para enunciar radicalmente los usos específicamente culturales del cuerpo continúa vigente. Las películas, las comedias musicales o una danza contemporánea que parece preferir escenarios públicos así lo explicitan, al darle a los protagonistas de la interacción en público imaginaria la oportunidad de dejar de hablar con palabras para pasar a emplear intensivamente el propio cuerpo. Las somatizaciones a que los actores y actrices musicales o los bailarines se abandonan para expresarse –en un momento dramático en que, en efecto y como en la posesión, sólo pueden contar en última instancia con su propio cuerpo– no hacen sino radicalizar esa percepción de que no es que el cuerpo sirva para comunicar subrogadamente cuando fracasa el lenguaje hablado, sino que toda comunicación –incluyendo la verbal– es, en último término, corporal. La cinésica y la proxémica hablaron en efecto del lenguaje como un conjunto de gestos verbales y la semiótica ha puesto de manifiesto como toda enunciación lingüística no hace otra cosa que trasladar al lenguaje verbal movimientos del cuerpo, como lo demuestra la sistemática utilización que hacemos de esquemas corporales para nuestras metáforas. Como ha señalado Paolo Fabri en El giro semiótico (Gedisa), toda experiencia tiende a ser enunciable en última instancia a través de metáforas del cuerpo, es decir, de figuras que conciben el cuerpo como un magma adaptable a todo estado de ánimo o a cualquier sensación, por abstractos que éstos pudieran resultar. 

Entendemos ahora cómo sostener la naturaleza socialmente construida del cuerpo es lo mismo que reparar en la condición corporalmente organizada de la sociedad. Socialización es ciertamente somatización. Toda expresión, toda comunicación humana, cualquier intercambio social, acaban siendo, por ello, incorporados, en el sentido de reducibles o ampliables a una experiencia corporal del mundo. Es tal principio, acaso siempre de algún modo intuido, el que se encuentra en la base de esa expresividad radicalmente somática que es la danza, asociada no a la capacidad expresiva de un supuesto interior inmanente sino como una modalidad expeditiva de sociabilidad, cuya manifestaciones extremas serían –por la confianza primordial que depositan en la musculatura, los apéndices, los tendones, las articulaciones, las membranas, la piel...– el amor sexual y la lucha cuerpo a cuerpo. En el baile nos encontramos con una sociedad que, en efecto, es sociedad de cuerpos que se mueven y, por tanto, de energías, entrecruzamientos, cambios de posición, miradas. Sociedades a primera vista, en el sentido de que los concertantes están en presencia física inmediata unos de otros y deben inferir quién es cada cual a partir de las marcas evidentes, insinuadas u ocultas que se inscriben en la superficie del otro.

Es fácil entender entonces por qué ese espacio consagrado a una forma específica de sociabilidad basada en la danza al que llamamos baile ha tenido esa virtud de devenir metáfora de la vida social en general. El baile, en efecto y por mucho que aparezca bajo un aspecto trivial, es –se sabe bien– un verdadero acelerador de partículas de la vida social, un escenario en que contemplar cómo se agudiza la sociedad como juego de conexiones y cómo en ese juego el cuerpo asume un papel mucho más que protagonista. El espacio que sirve como lugar de encuentro de quienes deciden salir a bailar en el entoldado, la sala de fiestas, la discoteca, el guateque, etc., no hace, por lo demás, sino conducir a sus últimas consecuencias las mismas lógicas que rigen en la calle y en los demás espacios públicos, como si de pronto esas potencialidades larvadas que pueden intuirse en la vida cotidiana merecieran la posibilidad de realizarse, como si las miradas cruzadas casualmente en el metro o en cualquier terraza de un café, pudieran completar una negociación iniciada en silencio y a distancia, como si todas las sociedades que al menos dos personas están a punto de generar siempre –y que quedarán abortadas inmediatamente– gozaran de una segunda posibilidad. Zona franca, liberada de aduanas y peajes, en que dejarse llevar por la pura discontinuidad de los aconteceres, apertura a un juego consistente en agudizar la misma tarea liminal de la calle, y que no consiste sino en remover constantemente las fichas de lo social y en permitirle a cada cual negociar los términos de una identidad que ha devenido, de súbito, una pasta que se adapta a cada circunstancia, que se amolda como puede su aspecto y que gasta su tiempo en una gama inmensa de actividades, que van de la exhibición al disimulo.

Se entiende también que la calle sea el espacio social por excelencia. En ella –ese dominio que no puede ser nunca del todo dominado– contemplamos los mejores momentos de eso que Mauss llamó sabiamente, en un artículo con el que nunca nos mostraremos suficientemente deudores, “las técnicas del cuerpo”, la magia de la más simple postura de la mano, del ademán, ejecutado además por quién sólo es ese desconocido para nosotros, una masa corpórea con rostro humano. Es en ese enigma que camina y con quien nos cruzamos en que se resume esa cierta verdad del gesto, del acto realizado, pero también de todos los potenciales de que podría ser motor, la pluralidad ilimitada de expresividades y energías, la súbita actividad frenética no sólo del otro, sino de todo lo otro, lo deseado en secreto y lo temido que el desconocido literalmente encarna.

La vieja analogía entre cuerpo y ciudad, a la que Sennett dedicara una excelente obra (Carne y piedra, Alianza), recibe ahora, con todo lo dicho, un importante matiz. A la ciudad concebida por el arquitecto o el urbanista le corresponde un cuerpo hiperorgánico, una máquina tan perfecta como la que imaginaran Wright o Le Corbusier en sus proyectos, tejido celular preciso, con su corazón, sus intestinos, su aparato locomotor, su sistema nervioso y circulatorio, su cerebro, pero si sexo, sin deseo, sin el estremecimiento que procura la carne, sin la tensión que suscita la actividad muscular, sin poros, ni piel. Frente a ese cuerpo acabado con que sueña la ciudad planificada, el cuerpo inacabable de la ciudad real, de lo urbano. De un lado, cuerpos que son o que están, puesto que todos y cada uno de ellos es un estado, tan estado como la ciudad-Estado en que son instalados bajo control y a condición de que permanezcan en todo momento localizados y previsibles. Del otro, una sociedad de cuerpos que permanecen siempre en danza, cuerpos que en este caso ni son ni están, sino que suceden; que pertenecen no al orden de la estructura y de la función, sino del acontecimiento. A un cuerpo reversible y mesurable, fijado al suelo de su estructura –la ciudad como sitio sitiado– se le opone o le permanece indiferente otro cuerpo idéntico a lo urbano, un cuerpo nomádico, que camina, que se arrastra, que salta, que se revuelca, que sólo sabe de intensidades, que no es ni siquiera propiamente una anatomía, sino una amalgama indiferenciada de pensamiento, de carne y de deseo.

dilluns, 8 de gener del 2018

Carisma e inmigración

La foto está tomada de globalpost.com/
Consideraciones para Ángela Cebrían, estudiante del Màster d'Antropologia i Etnografia de la UB

CARISMA E INMIGRACIÓN
Manuel Delgado

De lo que he leído de lo que llevas hecho jo ya te digo lo que pienso. Hay algunas cosas que están bien a efectos tuyos, es decir porque te han obligado a enterarte de cosas y, por ejemplo, trazar un poco el mapa histórico y geográfico del pentecostalismo. Pero yo no insistiría en ese asunto de cara a la tesis. Es decir, a la cuestión de qué es el pentecostalismo y a sus precedentes pietistas, metodistas, etc., a lo paralelos con otros cultos carismáticos o de posesión y al papel que juegan en ciertas sociedades, no le deberías dedicar demasiado espacio. Yo no pasaría de dos o tres páginas, y siempre en la línea del "como todo el mundo sabe", es decir apuntar cuatro cosas que despliegas como para arrancar, pero con la convicción de que el lector –en este caso el tribunal- está al caso. Y luego muchas pelotas fuera en la línea de "al respecto me remito a…".

Hazme caso. En relación con tu trabajo, te repito lo que te defendía en el anterior mensaje. Pasa de complicarte en cuestiones de tipología. No tiene el menor interés establecer si tus modelos etnográficos son o no son nuevos movimientos religiosos o si pueden o no emparentarse con los llamados movimientos sociales. De hecho, no sería para nada pertinente un criterio que segregara los nuevos movimientos religiosos de otras adscripciones a partir de características que no le son en absoluto exclusivas. Léete el mensaje que te mandé hace unas semanas y verás que te hablo de ello. Y lo mismo con otras tipologías viables, como las propuestas por Wilson de las que hablamos. O sea, hablas de una corriente que es carismática, conversionista, incluso milenarista, puesto que creen en la parusía. Pero limítate a apuntar esas cuestiones comentándolas como de pasada. Que nunca dé la impresión de que dudas que lo que resumes son cosas que todo el mundo sabe o debería saber.


En tu trabajo, hasta la página 8 bien. Apuntando el asunto. Luego, el punto 3.1 descártalo para la tesis. Tiene un tono de entrada enciclopédica que queda un poco naïf. Ha estado bien que lo hayas hecho, pero no lo recuperes para la tesis. Al menos tal y como está. En cambio, el 3.2 puedes aprovecharlo bastante como marco teórico, aunque yo no me complicaría demasiado con lo del "campo religioso". En mi opinión unos prolegómenos teóricos demasiados cargados son fatigosos y retrasan el abordaje de esa dimensión empírica que deberías considerar prioritaria.


Tú trabaja con unos mimbres teóricos y conceptuales que son los que son, pero tampoco les des muchas vueltas. Tu trabajo está bien, pero creo que pierdes el tiempo con tanto preámbulo. O sea, le rindes homenaje de reconocimiento a los referentes canónicos como Weber, Berger, Luckman, Giddens y los demás teóricos de las dinámicas de modernización como dinámicas de secularización y subjetivización, y va que chuta.


Es más, yo de ti iría lo antes posible al grano y situaría la cosa en el campo del papel adaptador de estos cultos carismáticos a procesos de incorporación de inmigrantes a sociedades anfitrionas. Sobre todo por lo que me explicaba, tan interesante, sobre como un mismo soporte doctrinal y de culto –el pentecostalismo–, asociado a colectivos inmigrados con una misma procedencia nacional, puede desplegar estrategias de adaptación tan diferentes como los casos que tú estás contemplando. Eso es con mucho lo más interesante y original de tu proyecto. Sigui por ahí.


Yo me centraría en el referente que me prestan trabajos como los que te mandé de María del Mar Griera y cosas por el estilo, muy centradas, insisto, en el papel de los cultos carismáticos en dinámicas de integración de inmigrantes en las sociedades de acogida. 
Sinceramente, en un caso como el que te interesa a mi lo que me viene a la cabeza son los trabajos de la Escuela de Rhodes-Livingston en los 60 en África, justo para ver el papel adaptativo de estos cultos en los que se la exaltación del individuo y su experiencia son del todo compatibles con un fuerte espíritu comunitarista. Creo que justo lo que la antropología nos enseña es a desconfiar de cualquier "gran teoría", mucho más en un ámbito tan delicado y cargado de connotaciones como es el religioso.

Mira, atiende. Yo te digo lo que haría. Primero, pasaría de consideraciones de orden demasiado general. Los marcos teóricos ya están ahí y que tú los evoques no podrá evitar, aunque parece lo contrario, que la sensación que des sea de inseguridad. Cuanto más se invocan grandes teóricos y teorías, más de la impresión de que el investigador que defiende su tesis o tesina necesita recurrir a "primos de Zumosol" conceptuales para venir en su auxilio. Da por descontados esos referentes o dedícalos un espacio pequeño, consistente en limitarte a saludarlos y darles las gracias. ¿Me entiendes?

Y si has de asumir un referente teórico sólido, te remito a uno que para mi es indiscutible y que veo poco citado, por lo menos en nuestros ambientes. Me refiero a Jacques Gutwirth, el padre, por así decirlo, con Colette Pétonnet i Gérard Althabe, de la antropología urbana francesa.


Este hombre inventó una especie de subdisciplina que llamó "antropología urbana religiosa", a la que la Archives des Sciences Sociales des Religions dedicó un monográfico en su número 73, en 1991. También tienes un libro en homenaje a él que va en esa dirección y que compilaron Colette Pétonnet y Yves Delaporte. Se titula Ferveurs contemporaines (L'Harmattan, 1993). En este hay varios artículos muy interesantes, algunos sobre pentecostalistas brasileños y gitanos y algún otro sobre cultos en contextos de migración.


Gutwirth publicó en los años 80 una monografía que ahora continua siendo del todo un modelo a seguir. Me refiero a Les judeo-chrétienns d'aujourd'hui (Cerf, 1986), un estudio sobre una comunidad de judíos mesiánicos –judíos que mantienen la liturgia y el credo hebraicos, pero que han asumen la venida de Cristo como Mesías.


Sería magnífico que te hicieras con ese libro o que buscaras cosas en Gutwirth, y vieras lo bien que te van como guías de trabajo. Él trabajaba siempre sobre esa dimensión concreta en la que tienes que centrarte, y lo más importante es que te advertía del matiz que merecían las investigaciones ordinarias sobre estos asuntos que interpretaban cultos como los pentecostales como mecanismos de protección y refugio en los que una cierta comunidad se enclaustraba en su cubículo de fe para protegerse del mundanal ruido. Las teorías derivadas de Weber, Berger, Luckman, etc, van en esa dirección. Lo que quiero que hagas es otra cosa, que es al que te hubiera enseñado la lectura de los trabajos de Gutwirth, que es que lo has de ver es lo contrario: no como esos colectivos se protegen del mundo, sino como se adaptan a él y cómo lo hacen desde estrategias diferentes, pero nunca arbitrarias.


Es como si se contemplaran estas corrientes religiosas tendidas a la manera de "puentes sobre aguas turbulentas", por recordar la canción, como instrumentos casi ecológicos, en el sentido de que despliegan maneras de maximizar recursos tales como redes de apoyo mutuo, por ejemplo.


Es decir, la pregunta que debes hacer y hacerte es: esas dos iglesias, ¿qué hacen? ¿Qué se hace en ellas y quién lo hace? Sólo rezan y alaban a Cristo. Fíjate y veras que, "de paso" y como aquel que no quiere la cosa, hacen bastantes cosas más y no por fuerza "espirituales". Esa son las cuestión básica: ¿para qué están sirviendo estos cultos, aparte de para sentir la alegría en el corazón por la presencia literal del Espíritu. A las función digamos psicológica, seguro que le encuentras otras virtudes y otras capacidades.


Pero, además, está todo el enfoque que Gutwirth le daba a este tipo de cuestiones: quiénes eran los participantes del culto, dónde se reunían, a qué dedicaban su tiempo, en qué trabajaban… Una auténtica etnografía en el sentido más clásico, pero también una indagación en la que la variable "ciudad" asumía un papel central, lo que hacía de los resultados ejemplos excelentes de una recuperación de la vieja ecología urbana en la que los fenómenos religiosos merecían un protagonismo especial.


El problema es que he mirado y el que digo, Les judeo-chrétienns d'aujourd'hui no está en ninguna biblioteca catalana. He mirado en Amazon y vale 60 euros. Si fuera más barato lo compraba. A ver si lo quieren comprar para la biblioteca. 
El que sí que está es Vie juive traditionelle, una cosa más antigua que hizo sobre una comunidad hassídica (Minuit, 1970). También tienen el de Ferveurs contémporaines y luego una compilación con Colette Pétonnet que se titula Chemins de ville (L'Harmattan, 1987), en que hay varios trabajos interesantes sobre cultos en contextos migratorios. Estas dos compilaciones las tengo, o sea que si no las consigues en la biblioteca ya te las dejo yo. Tienes una bibliografía completa de Gutwirth en http://halshs.archives-ouvertes.fr/halshs-00003930. Por si quieres buscar algo suyo.



Canals de vídeo

http://www.youtube.com/channel/UCwKJH7B5MeKWWG_6x_mBn_g?feature=watch