dijous, 7 de desembre del 2023

De la diferencia a la desigualdad

La foto es de Álex Cámara para AhoraGranada

Fragmento de El inmigrante como usuario. Diversidad cultura y espacio público, en Enrique Onrubia, ed., Cartografía cultural de la enfermedad, Universidad Católica San Antonio, Murcia, 2003, pp. 55-81.


De la diferencia a la desigualdad
Manuel Delgado

Frente al empleo demagógico de la «diversidad cultural», que presume de entrada que sólo algunos de entre nosotros son diversos y el resto no, y que la sociedad está dividida en cuadrículas culturales claramente definidas que han de ser reconocidas y aceptadas, la alternativa, por lo que hace a una educación en valores, reclamaría un cierto retorno a los viejos principios republicanos de la civilidad, que, por principio, es ajeno a cualquier reconocimiento de aquellos a quienes se aplica más allá o antes de su identidad básica como personas. Frente al reconocimiento de las diferencias, los principios democráticos igualitaristas –que los relativistas radicales han tildado como «particularismo etnocéntrico teñido de universalidad»–, todo y ser cierto que son un producto específicamente europeo, son el único instrumento que nos puede servir para organizar una sociedad cada vez más mundializada, pero fundamentalmente cada vez más heterogénea, compleja, paradójica y contradictoria. 
Esta apuesta a favor de los valores constituyentes de la modernidad no cuestiona en absoluto que las persones tienen identidad propia y que ésta identidad recibe su sentido frecuentemente incluyéndose en contextos asociativos  específicos, como pueden ser una familia, una confesión religiosa, un partido político o una comunidad de personas procedentes de un mismo país, colectividades todas ellas culturales sin duda. Tampoco discute que en la vida pública los individuos esperan recibir un trato que tenga en cuenta sus  particularidades, ya sean psicológicas, familiares, sociales, culturales, etc. Lo que se rebate es el presupuesto según el cual sólo algunas personas han de recibir este tratamiento que focaliza sus diferencias, puesto que todos los concurrentes en las actividades en público podrían reclamar con razón que las suyas son condiciones vitales igualmente únicas e irrepetibles. Esta consideración especial, que «reconoce» sólo algunos «diferentes», coloca de hecho a su presunto beneficiario en una especie de estado de excepción y sirve per señalar su presencia en tanto que usuario como una anomalía que ha de ser explicada públicamente y neutralizada por medio de una relación singular.
Como alternativa a la perspectiva diferencialista, una atención que trasladase al campo de los servicios públicos los valores de la ciudadanía haría suyos los viejos principios del republicanismo político, según los cuales no es pertinente una consideración sustantiva de las diferencias humanas, definidas todas ellas a partir de una condición absolutamente contingente y procesual. El elogio del ámbito público presume que todas las personas que en él concurren, sus usuarios, son diferentes pero –dejando de lado aquellos rasgos que incidan directamente en la prestación de servicios que reclama– su diferencia deberíoa resultarle indiferente a una sociedad y a un Estado que si se autoasumen como democráticos es, por principio, porque son neutrales, laicos, no sólo en el plano confesional, sino también en el cultural, y que, por tanto, no tienen nada que decir sobre el sentido último de la existencia humana ni sobre otros valores generales que no fueran aquellos de los cuales depende el bienestar y la convivencia del conjunto de  sus miembros o administrados o, en el caso de un servicio público, de sus atendidos. 
No es que se entienda que la sociedad es uniforme, sino precisamente todo lo contrario: lo que se constata es que la vida social es demasiado plural y complicada para someterla a una única cosmovisión. La convivencia, se entiende, sólo es viable limitando los efectos disolventes de una heterogeneidad que aumenta constantemente y que no puede ni ha de ser totalmente vencida, puesto que de ella depende la prosperidad e incluso la supervivencia misma de esta sociedad. Con esta finalidad, unos mínimos de consenso garantizan que la copresencia entre distintos y hasta entre incompatibles será posible y podrá brindar sus efectos benéficos en forma de todo tipo de simbiosis. En este contexto, cada cual –por descontado– tiene derecho a concebir el universo como crea pertinente, en función de sus propias convicciones o de la visión que se desprenda del grupo humano de que se siente parte, pero sus opciones culturales constituyen un asunto estrictamente privado que sólo ha de ser tenido en consideración si afecta de algún modo el servicio público ante el que se presenta en tanto que usuario. Cualquier sistema de atención pública, en ese sentido, se entiende que debe regirse por reglas que no son las que ordenan la vida personal de cada cual, sino otras de un orden superior. Repitamos entonces que esta perspectiva no tiene presente nunca quién es cada persona que demanda una atención a la que tiene derecho, sino únicamente qué le pasa. 
Tenemos entonces que existen dos campos de integración. Uno privado o incluso íntimo, en que el individuo asume –se presupone que voluntariamente– unos determinados sistemas de mundo sustantivos. El otro, público, marcado en principio por el libre acuerdo a la hora de poner entre paréntesis los sentimientos, ideas y motivaciones singulares en nombre de la conformación ética de una sociedad civil y de una sociedad política igualitarias, de las cuales el protagonismo absoluto recae en un ser sin atributos, masa corpórea inidentificada, perfil indeterminado al que la simple presencia física otorgaría derechos y obligaciones, personaje anónimo que bajo ningún concepto debería verse obligado a dar explicaciones sobre sus adhesiones morales particulares. Esta figura que encarna los principios de igualdad y universalidad democrática no es otra que la del ciudadano, la concreción práctica del cual es, como ha quedado sostenido más atrás, la del usuario, personaje al que se hace depositario de derechos sociales asociados a la ciudadanía democrática y lugar en que se hace o debería hacerse posible y concreto el equilibrio entre un orden social desigual e injusto y un orden político que se supone equitativo. El usuario se constituye así en depositario y ejecutor de derechos que se arraigan en la concepción misma de civilidad democrática, en la medida en que es en él quien, como si fuese naturalmente, recibe los beneficios de un mínimo de simetría ante los avatares de la vida y la garantía de que tendrá acceso a las prestaciones sociales y culturales necesarias para un elemental desarrollo como persona. El ámbito público es, entonces –o más bien debería ser–, esa esfera en que un Estado, entendido como macrohecho social garantiza la solidaridad y arbitra a partir de criterios de justicia la interdependencia entre segmentos e individuos.
El usuario, cualquier usuario, sea cual ser «su cultura», se conduce en función de principios de acción que no están determinados por premisas cosmovisionales o pautas culturales abstractas, sino por las contingencias específicas a las que tiene que hacer frente y a contextos sociales a los que sabe que es urgente que aprenda a adaptarse. La realidad demuestra que los inmigrantes que han de amoldarse a nuevos cuadros de convivencia y a formas de relación con la Administración inicialmente inéditas para ellos, no tardan en entender qué es lo que les conviene y cuáles son las estrategias de interacción que deben llevar a cabo para obtener una situación lo más ventajosa posible, dentro de las limitaciones a las que son sometidos. 
Se pone de manifiesto la razón de los planteamientos de inspiración pragmática que han puesto el acento en lo cultural no como un conjunto de determinantes ideacionales, sino como un repertorio de recursos y técnicas para la acción adecuada, que siempre encuentran a posteriori racionalizaciones mentales con que legitimarse. Se trata de ópticas –etnometodología, interaccionismo simbólico, lingüística interaccional– que han trabajado la cuestión de las actividades prácticas en la vida ordinaria y las propiedades lógico-racionales de las actividades cotidianas. Se concibe a los interactuantes en cada coyuntura venciendo la indeterminación y produciendo sociedad a base de prescindir o poniendo entre paréntesis predeterminaciones socio-culturales previas, así como calculando sus acciones en función de las contingencias en que se van hallando comprometidos y de los objetivos prácticos a cubrir en relación, por ejemplo, a la Administración pública de la que en última instancia dependen. El actor social elabora constantemente una teoría práctica, una razonamiento sociológico práctico mediante el que todo individuo socialmente adiestrado y que pugne por resultar competente establece, describe y capta su normalidad y su racionalidad. Los sujetos de una ordenación social se comprometen en establecer y evidenciar el carácter racional de su forma de actuar. 
    No se trata de que los interactuantes sociales y con la Administración invoquen un código a la hora de definir el carácter coherente y armónico de una interacción. Lo que se produce, como mucho, es una glosa o comentario sobre las pautas culturales que se supone que le sirve a esos mismos sujetos que interactúan para organizar sus prácticas de interacción entre ellos y con el mundo. Esto implica que el plan, la congruencia, la tipificidad de cualquier acción, es decir, las condiciones racionales de la conducta práctica no son fijados o reconocidos como consecuencia de una regla o método obtenido independientemente de la situación en que tales propiedades son usadas, sino realizaciones contingentes de prácticas comunes organizadas socialmente desde dentro o políticamente determinadas desde el exterior.
De este modo, los estudios empíricos demuestran lo relativamente fácil y rápida que es la adaptación de los inmigrantes a los contextos en que se van viendo involucrados, casi siempre muy distintos de los que habían caracterizado la sociedad de partida. Así, el trabajo de Adriana Kaplan sobre la incorporación de las mujeres de origen senegambiano al sistema de salud público catalán pone de manifiesto una progresiva y casi automática adaptación funcional al nuevo marco, por encima o al margen de sus referentes culturales originarios, revatiéndose de ese modo la idea de que las inmigrantes, en su relación con los servicios sanitarios públicos, están constreñidas por órdenes normativos preexistentes, ya sean de tipo familiar, religioso o social. Este y otros trabajos análogos, advierten de cómo se van modificando las actitudes de los usuarios inmigrantes del sistema de salud, en función de los nuevos factores económicos y sociales a los que se han de amoldar. 
En este ámbito público que la modernidad inaugura –al menos sobre el papel– como el lugar de la epifanía de los valores democráticos las expresiones de pluralidad se dan por descontadas. El igualitarismo democrático que el Estado asume la tarea de gestionar no niega que existen singularidades; antes al contrario: se adapta normativamente a un universo en que las particularidades proliferan infinitamente, en que las composiciones comunitarias mutan constantemente y no tienen fronteras estables y en las que ni tan sólo el individuo puede ser reducido a su propia unidad, puesto que también él es una multiplicidad inorgánica e incongruente de rasgos. Lo que se proclama desde el igualitarismo es que las diferencias existentes, incalculables ya, son irrelevantes a la hora de recibir los beneficios de vivir en una sociedad que se presume –al menos políticamente– justa. 
    La diferenciación generalizada es un hecho y basta, e incluso lo que pueda tener de conflictivo su despliegue se considera un fenómeno casi natural y no por fuerza negativo. En este marco se interpreta que los principios de integración civil y política son lo bastante lábiles como para permitir que cada universo simbólico concurrente en la vida cotidiana pueda asumirlas en sus propios términos. Una atención pública que, frente a la retórica en última instancia vacía y larvadamente racista del multiculturalismo, viese recogidos en su espíritu los principios de actuación de la civilidad, el civismo y la ciudadanía no podría pasar por alto que estos valores, por mucho que se instalen en la fundación misma del proyecto cultural de la modernidad, está muy lejos de haberse cumplido. La vida social y la actuación real de las instituciones de las que depende la atención pública en cualquier orden  aceptan sólo nominalmente los principios igualitaristas democráticos y por doquier se hace patente cómo son la asimetría y las prácticas excluyentes lo que definen las parcelas más importantes de la vida colectiva.
El servicio público –sanidad, vivienda, justicia, servicios sociales, enseñanza...– es el dominio en que debería contemplarse el paso de un Estado como función-poder a un Estado como función-serv¡cio. Ante este último no debería haber otra cosa que ciudadanos libres e iguales que se benefician de un concepto de Administración pública orientado por principios racionales de universalización y totalización, es decir de superación de las segmentaciones y los enfrentamientos en una esfera realmente accesible a todos. Que eso no sea en absoluto así es algo que debería hacernos pensar y preocuparnos, sobre todo por lo que hace a la evidencia de lo lejos que estamos de ver cumplido el viejo proyecto cultural y ético de la modernidad.

dimarts, 5 de desembre del 2023

És possible una antropologia no implicada?

La foto és de Matt Weber


Conferència inaugural Curs 2023-24
Departament d’Antropologia Social
Universitat Autònoma de Barcelona
30 d’octubre del 2023

És possible una antropologia no implicada?
Manuel Delgado

I.
Bon dia. M’ha fet molt feliç que compteu amb mi per inaugurar el vostre curs acadèmic. Moltes gràcies. M’ha fet il·lusió perquè no pot ser més que el resultat d’un afecte personal i professional que us ben asseguro que és mutu i també perquè em dóna l’oportunitat de pensar i fer pensar en veu alta sobre qüestions que em volten fa temps pel cap com a professional tant de l’antropologia com de l’educació universitària. Són coses que fa temps que vinc cavil·lant a partir de la meva experiència al llarg de les quatre dècades que porto parlant a i amb estudiants de la nostra disciplina.

Durant tots aquests anys puc donar fer d’una constant, que és la freqüència i regularitat amb què les persones que decideixen entrenar-se acadèmicament en l’antropologia estan i se senten involucrades en causes socials a les quals creuen que poden contribuir a partir de la seva activitat com a antropòlegs i antropòlogues. Són joves que orienten la seva acció entrecreuant interessos científics i principis ideològics o/i ètics en busca de congruència entre el seu involucrament en lluites socials –immigració, habitatge, gènere...– i l’elecció de les seves temàtiques de recerca, de manera que una arena i l'altra coincideixen i se superposen.

La persistència a l’hora d’interpretar la pràctica investigadora com una prolongació de la militància social treballa a partir del pressupòsit que l’antropologia pot produir coneixements positius per a l’emancipació dels ésser humans allà on els siguin negats drets o pateixin postració. Aquesta sensibilitat ha pres darrerament formalitzacions teòriques amb denominació d’origen, algunes ja antigues, però que prenen ara un protagonisme creixent en els ambients acadèmics. Aquest seria el cas de l’antropologia implicada, la investigació-acció, l’antropologia amb orientació pública i altres formes de recerca aplicada pretesament contributives a la transformació social.

Aleshores penso en fins quin punt té alguna cosa de presumptuosa la premissa que des d’aquestes perspectives s’assumeix que l’antropologia pot ser una forma d’activisme. Ho trobo pretensiós i mancat de la mínima humilitat que suposa reconèixer les limitacions de la nostra disciplina dins l’àmbit universitari, en tants sentits determinada pels servilismes i claudicacions que coneixem i patim i dels quals sempre som d’alguna manera còmplices.

Estudiar col·lectius humans víctimes de l’opressió i l’arbitrarietat dels poders o/i que creiem en justa lluita no tenim motius per pensar que els millora a ells, per més que estiguem convençuts que ens fan millors a nosaltres. És com si el lampista activista tingués la pretensió que, cada vegada que arregla una aixeta en un centre social okupat o a un pis de persones migrades, estigués practicant la "lampisteria implicada".

No estic dient que l’antropologia aplicada –i la teòrica també– no impliqui implicació. De fet, desenvoluparé el contrari. El que em produeix una certa incomoditat és la certesa que es pot arribar a tenir entre nosaltres que l’antropologia acadèmica, per si mateixa, pot ser un instrument per al canvi social. Aquesta inquietud la visc des de dues òptiques que no són per mi contradictòries, sinó en certa manera paral·leles. D’una banda, crec que és necessari l’enderrocament d’un ordre social injust, que no és que generi injustícies, sinó que se n’alimenta. En un moment de penombra com el que vivim, procuro contribuir si més no a resistir els seus estralls.

Ho faig des d’una militància política i sindical a la qual em vaig incorporar amb 14 anys i que mai no he abandonat. Aleshores em vaig sumar a la clandestinitat antifranquista a les files de la Joventut Comunista. Des d’aleshores mai he deixat la meva militància comunista. I això mateix pel que fa a la meva adhesió al sindicalisme de classe. He estat acomiadat de la feina, detingut diverses vegades, empresonat, processat per set sotmès a consell de guerra... I no parlo de “pecats de joventut”. L’última vegada que em va tocar passar per comissaria tenia 55 anys.

Però mai m’he involucrat a tall d’ “intel·lectual compromès”, que és un títol que em sembla ridícul i que m’ha ofès quan m’ha estat aplicat. He militat políticament i sindicalment de manera interessada, és a dir, en nom dels meus interessos com a fill de la classe obrera que sóc i com a treballador que me'n sento.

Com deia, en paral·lel, la meva perspectiva com a antropòleg és molt diferent. Crec sincerament que l’antropologia és una disciplina negativa, pessimista i àdhuc cínica, i que l’antropòleg hauria de rebutjar qualsevol cosa que el fes acceptable i fer seu el principi pascalià que res ens pot consolar si ho pensem detingudament. Això és el que em va ensenyar l’Alberto Cardín, ben relacionat ja que va estar amb el vostre Departament i que va justificar la meva presència a l’homenatge que fa més de vint-i-tres anys li vau dedicar a l’enyorat mestre Ramón Valdés, per procurar dir en honor seu les paraules que en Cardín li hagués dedicat.

Per tant, òbviament veig amb simpatia i afinitat la voluntat de contribuir a les lluites socials des de l’activitat que anomenaríem científica, però em neguiteja la supèrbia que atribueix a la tasca investigadora virtuts que em semblen excessives pel que fa a la convicció que podem resoldre o ajudar a resoldre ni tan sols una sola de les arrugues que fan tan lleig el món on vivim. M’incomoda sobretot tenir la sensació que, sovint, aquestes postures de compromís social des de l’antropologia acadèmica són la resposta a la crida personal a “fer alguna cosa” amb relació a uns mals de la societat que ens afecten especialment en un pla moral.

I és aquí on és pertinent establir la genealogia d’aquesta lògica del concerniment personal tan present en les ciències socials en general i dins l'antropologia també. Una arqueologia de les ciències socials activistes permetria respondre a la pregunta de per què, per exemple, l'antropologia urbana sembla que s'especialitza gairebé sempre en "problemes de la societat contemporània", com si l'antropòleg que hagués optat per estudiar la seva pròpia societat només estigués legitimat a actuar sobre gent marginada, alternativa, rara, sectària, estrafolària, minoritzada, considerada com a conflictiva o malalta, en lluita, en trànsit...

És a dir, grups humans que la majoria social o l'ordre polític prèviament han problematitzat, la qual cosa fa, per cert, que l’antropòleg o antropòloga poden aparèixer complicats involuntàriament en el marcatge i la fiscalització de dissidències o presències tingudes per alarmants, encara que hi vagi per donar-los un cop de mà, a la manera de l'«expert en l'estigmatitzat» a què es refereix Erving Goffman.

II.
La tendència a assignar a qui practica l’antropologia –i de molts i moltes practicants a assumir-les com a pròpies– tasques d'inventariat, tipificació i escrutament de «sectors conflictius» de la societat –és a dir, immigrants, sectaris, joves, gitanos, malalts, marginats, etc.– demostraria la inclinació a fer de l'antropologia de les societats industrialitzades una mena de ciència del que els poders i les majories socials considera anomalies i les desviacions, dels esgarriats i els indesitjables.

No serà que l'antropologia de temàtiques urbanes és, sense saber-ho, encara lleial al que va ser i va voler ser l'Escola de Chicago, que, com se sap, respon als requeriments de l'activisme pastoral protestant? Em refereixo, en concret, als settlements, la intenció dels quals va ser convertir els barris perifèrics de les grans ciutats en expansió en laboratoris en què posar a prova iniciatives de progrés sociomoral capaces d'atemperar els excessos del liberalisme capitalista i el darwinisme social imperant. Recordem que el seu marc fou el del cristianisme social reformista, el puritanisme lleument d'esquerres de la Social Gospel, que es va llançar als carrers de les grans ciutats per rescatar-ne totes les víctimes d'un capitalisme cada cop més desproveït de la seva justificació transcendent, cada vegada més immisericorde.

Aquest és un tema ben interessant. El mateix context de The Fundamentals va incloure reflexions de signe reformista i un dels grans representants del fonamentalisme, William B. Riley, va sostenir que calia no donar l'esquena al que estava passant a les ciutats, sinó, al contrari, anar-hi per solidaritzar-se amb els treballadors i democratitzar al màxim la vida civil. Tot això es va concretar en campanyes per elevar el to moral de les classes pobres urbanes, víctimes no tant de la seva pobresa com de la seva desorientació.

Translació al camp del treball positiu del que al llarg del XIX s'havia convertit en una lectura filantròpica de la vella caritat cristiana, entesa ara com a contribució al restabliment d'un ordre socionatural més just, alienat per causes essencialment morals, que derivaven alhora de les noves formes de vida que havia comportat la revolució industrial. D’aquí que les ciències socials fossin invitades al segle XIX com a ciències morals.

Les ciències socials es van convertir en un front més del redemptorisme religiós que dominava la societat nord-americana al principi del segle passat, com havia succeït a Europa al llarg del XIX de la mà dels primers passos de la sociologia i l'antropologia. En molts dels volums de The Fundamentals, s'hi proclamava la importància de recórrer al mètode científic per reconèixer i aplicar la voluntat divina, i, sobretot, per intentar «ajudar tots els nostres germans en els assumptes socials».

Els sociòlegs de Chicago no només van ser investigadors lliurats a la pràctica d'una disciplina acadèmica, sinó també apòstols que volien rehabilitar, amb una mà a la Bíblia i l'altra a la Ciència, la doctrina del pecat original, i fer-ho sota la forma d'una nova responsabilitat social, una fórmula que substituïa la vella solució individual del protestantisme tradicional per la convicció que la salvació de cadascú només era possible a través de la salvació del tot social.

Lògica de l'involucrament que resulta alhora d'una teologia social que portava així fins a les darreres conseqüències el segon manament més important de la Llei, després del d'«estimaràs el Senyor, el teu Déu, amb tot el teu cor, amb tota la teva ànima, amb tota la teva ment», que no és sinó «estimaràs el teu proïsme com a tu mateix» (Mt. 22, 34-40; Mc. 12, 28-31; Lc. 10, 25-28). Aquest «amor al proïsme» neotestamentari –ja present, no obstant això, al Levític, 18, 19– es recull en el mateix comiat de Crist: «estimeu-vos els uns als altres...» (Jn. 15, 12), i s'entronca amb la filantropia o «amor als homes». Tot això en el si de la situació crònicament crítica de la nova ciutat, escenari permanent d'un desgavell que embogeix, en què és fàcil trobar corroborada fins a la màxima expressió la visió protestant d'un ésser humà no menys sempre en crisi.

D'aquest quadre derivava una mena de teologia urbana que també ho era d'un nou exili del poble de Déu, una nova travessia del desert, mudat ara en allò que Spengler hauria d'anomenar a L'ocàs d'Occident «el demoníac desert de llambordes». El carrer passava a concebre's com un espai radicalment sense Déu, agudització de la caiguda de l'home i la corrupció de la natura, a l'antípoda de tot el que hagués pogut semblar transcendent, a mercè de tota mena de perills morals, teatre per al deliri i l'absurd d'una vida quotidiana sense sentit, habitada només per somnàmbuls sense ànima. És a partir de tals conviccions que l'Escola de Chicago desplega el seu activisme salvacionista, valent-se dels instruments positius de les ciències socials.

Aquestes ciències socials no es van conformar amb ser morals; van voler ser també moralistes, en el sentit que la seva pretensió va ser ajudar a millorar la societat, diagnosticant-ne els mals i orientant-ne les reformes. Als Estats Units, la contribució de les ciències socials a l'humanitarisme de base cristiana es va investir de pragmatisme, d'un pragmatisme que reclamava de les ciències socials més que teories: mètodes, estratègies, tècniques d'observació i d'enregistrament que permetessin elevar el to moral de la vida urbana i que alleugeressin els mals que derivaven de la seva condició desestructurant.

III.
Cal insistir que no estic sostenint en absolut que no sigui procedent reconèixer la condició inevitablement implicada de tota tasca científica, sobretot si es pretén “social”. Sols pretenc advertir sobre la pretenciositat de justificar-ho formalitzant-ho teòricament i la trampa, per dir-ho així, d’escapolir les arrels més morals que socials de cert tipus de compromís antropològic. Aquest èmfasi no és aliè –ho reconec– a les dècades que porto impartint Antropologia Religiosa i d’insistir a classe sobre l’origen místic i teològic sovint insospitat de les nostres conviccions i també sobre fins qui punt la impugnació que es fa des del progressisme laic contra el llenguatge religiós no es formula des de fora, sinó de de dins d’una esfera que en la mesura que és com si fos religiosa, és religiosa.

Res a afegir, respecte a això, al que escrivís fa temps Pierre Bourdieu sobre com un dels elements provatoris de la dissolució d’allò religiós en la societat contemporània és la conversió de les ciències socials en una font d’allliçonaments moralistes i als i les seves practicants en una espècie de capellanots.

El que volia dir-vos és que cal tenir humilitat i entendre que el nostre paper com investigadors i investigadores és generar coneixement, però fent-ho conscients que la misèria de la nostra disciplina és la seva grandesa, que és exercir una estranya professió consistent a extraure –sempre som d’alguna manera extractivistes– sabers de gent que en sap més que nosaltres, als quals els deurem els nostres èxits acadèmics i als quals mai no els podrem retornar el que ens donin.

Sovint ens oblidem i ens desentenem d’elles i d’ells un cop conclosa la nostra tasca investigadora. Cal acceptar que potser la feina de generar coneixement no tindrà transcendència en la vida d’aquestes persones l’experiència de les quals, tal i com ens ha estat confiada, quedarà congelada en el nostre benefici als nostres TFM, tesis, comunicacions, ponències i articles. I, segons com, tant de bo que no serveixi de res, perquè si ha de servir és poc probable que sigui per millorar la seva vida. Sobretot, no ens oblidem que som nosaltres qui necessitem d’aquestes persones que observem i a qui fem parlar. Tingueu-lo clar: elles no ens necessiten.

Això és el que us volia explicar o més aviat compartir. Com veieu, no són certeses ni savieses el que us he exposat, sinó més aviat dubtes i confusions, que al capdavall és allò en què hauria de consistir la docència: a donar a conèixer les nostres inseguretats i fracassos, que indiquen no el que sabem sinó el que ens queda per saber i que és el que les persones que tenim davant nostre a classe han d’esbrinar. Les nostres millors troballes, les nostres millors idees, no les tindrem nosaltres, sinó vosaltres.




dimarts, 28 de novembre del 2023

Memorial de futuro

La fotografía procede de http://radiodx.es/

Artículo aparecido en El Pais el 25 de marzo de 2008, con motivo del estreno de la película de Jesús Garay "Mirant al cel". 

MEMORIAL DE FUTURO
Manuel Delgado

Son varias las virtudes de “Mirant al cel”, la película de Jesús Garay sobre los bombardeos que padeció Barcelona durante la guerra civil, estrenada como una de las iniciativas sobre el tema del Memorial Democràtic. De entrada, las de índole estricta-mente cinematográfica, como aporte a la interesante línea de documental de creación que se está produciendo en la ciudad en los últimos años. Luego, como contribución a la vindicación de la biografía combativa de Barcelona, de la mano de un realizador al que ya debíamos “La Mari” (2002), una rara incursión desde el cine a la lucha de los barrios bajo el franquismo. Pero hay otra cualidad que merece ser destacada en la película: la de subrayar el valor simbólico, pero también la belleza inmensa e intensa de uno de los lugares más impresionantes de Barcelona: el Turó de la Rovira.

No es sólo que esa colina en pleno centro geográfico de la ciudad permita una contemplación excepcional de la masa urbana que la rodea. Ni tampoco el valor histó-rico que alberga, ubicación, entre otras cosas, de lo que fue de la defensa aérea de Barcelona. Es la potencia del sitio mismo, la energía que destila, las reverberancias sensibles y emocionales de todo tipo que suscita, incluso entre aquellos que nada sa-ben de su historia; su silencio, las huellas que allí se amontonan, algunas recientes, como las pintadas permanentemente renovadas que todavía hacen más alucinante el escenario. Un paraje en el que casi nunca hay nadie, pero que nunca está vacío, satu-rado como se intuye siempre de ausencias. Ese cúmulo de sensaciones es el que Jesús Garay ha sabido transmitir en sus imágenes.

Es la suerte que espera a ese sitio lo que inquieta, levantándose como se levan-ta en medio de un viejo objetivo de depredación urbanística: los Tres Turons, la pe-queña sierra que forman los cerros de la Rovira, la Creueta del Coll y el Carmel. El sector ya había sido objetivo de planes durante el franquismo, que, apenas modifica-dos, se reavivan ahora, vinculados a reforma del Carmel, un barrio que pronto será atractivo para clases medias ávidas por ubicarse en zonas con “sabor popular” y, de paso, con magníficas vistas sobre Barcelona. El proyecto de parque cuenta con la oposición vecinal, por cuanto implica la afectación de 900 viviendas que se encuentran dentro de su perímetro previsto, entre ellas las del conjunto Labernia, excelente ejemplo de urbanización de mediados del siglo XIX. El objetivo parece claro: desalojar la futura zona verde y densificar su entorno con nuevas construcciones –9.500 previstas–, cuyos nuevos destinarios es dudoso que pertenezcan a las clases populares que hasta ahora habían habitado en esa parte alta de la ciudad.

La cuestión es cuál va a ser el porvenir de las casamatas desde las que se pro-tegía Barcelona de la aviación italiana y de todo su entorno. Si para el conjunto del Turó de la Rovira, los vecinos tienen razón en vindicar que el futuro parque –sin duda necesario– respete las viviendas, por lo que hace a la localización principal de la pelí-cula de Garay cabe preguntarse si los cambios que se acercan sabrán mantener y sub-rayar el aliento especial que ahora mismo ya desprende el sitio sin querer. Cabe temer que a ese lugar de memoria le aguarde el mismo vergonzoso porvenir que deparado al Camp de la Bota, sobre el que se extendió el aséptico emplazamiento del Fórum de las Culturas, para el que el calvario de casi dos mil personas allí fusiladas entre 1939 y 1952 no pareció demasiado relevante. Por no hablar de la Cárcel Modelo, quién sabe si reconvertida un día en centro comercial, o del Castillo de Montjuïc, condenado a convertirse en parque temático del buenrollismo institucional, en este caso bajo la forma de Museo de la Paz.

¿Y si se habilitara el fortín antiaéreo del Carmel como Museo de la Resistencia, una instalación con la que cuentan muchas ciudades europeas con menos méritos que Barcelona para hacer en y de ellas el elogio de la lucha por la libertad? Un lugar así serviría para hacer tomar consciencia de que el recuerdo no tiene que ver nada con el pasado, sino con una prospectiva de futuro en relación con el cual lo rememorado es pertinente y significativo. Evocar es invocar, y en este caso sería este el entorno ideal para rebatir un malentendido que hoy se empeña en cultivar la historia oficial: el de que aquí miles de seres humanos perdieron la vida o la libertad defendiendo la demo-cracia. Esa no es toda la verdad. La inmensa mayoría de las víctimas del fascismo lo fueron porque se las consideró involucradas en una auténtica transformación de la sociedad. Aquella ciudad que las baterías del Turó de la Rovira defendían no estaba siendo castigada sólo porque celebraba elecciones cada cuatro años, sino porque hab-ía visto triunfar una verdadera revolución social. Es de eso de lo que habría que hacer también memoria: del hijo que en aquellos días terribles de 1938, como escribiera Pere Quart, llevaba Barcelona en sus entrañas, aquel hijo al que no dejaron ni dejarán nacer.




diumenge, 19 de novembre del 2023

La gramática secreta. Antropología y vanguardia

"Au rendez-vous des amis", de Max Ernst

Artículo publicado en la revista Diagonal, número 87, abril 1987

LA GRAMÁTICA SECRETA
Antropología y vanguardia
Manuel Delgado

Hay lugares que están justamente en la frontera que separa el mundo de lo otro. Esa frontera puede ser visible, cuando aquello de lo que nos preserva es de la alteridad exterior, esto es, de todo aquello que perteneciendo a un orden ajeno es percibido como irracional y estólida o perversamente ingenuo. Al otro lado del límite se encuentran aquellos que hemos llamado primitivos, bárbaros o salvajes, pero también nuestros rústicos, los hacedores de la cultura folk. Todos ellos pueblan la inmensa e impalpable jungla que rodea la ciudad, y que la ciudad teme, desprecia y ambiciona digerir entre sus cada vez más hambrientas murallas. Ellos son los moradores de la naturaleza. 

Pero hay otra frontera, ésta invisible. Los espacios que separa son plásticos y delimita territorios imperceptibles, que se sobreponen y confunden en el seno mismo de las ciudades y de cada uno de sus habitantes y de cada una de las experiencias que configuran su textura cotidiana. La vieja razón de la polis ha sabido desde siempre que la fortaleza del mundo que generó es sólo una ilusión y que, aliadas con las potencias que acechan desde fuera, las fuerzas de lo distinto y no comprendido coexisten con nosotros dentro mismo del caparazón y asedian desde el interior la imposible sensatez del día. Paul Eluard había constatado ya la presencia de otros mundos en el mundo, esto es, en aquello que los que hablan por los altavoces habían decidido que era el único mundo posible, el único orden lógico, la única razón razonable. A todo ello le habían llamado lo real, aún sabiendo que las voces de los otros, de dentro y de fuera, desmentirían aquella artificial unidad del cosmos que ellos necesitaban para establecer su imperio. Eran ahora las inaudibles palabras de los dementes, de la infancia, de las mujeres, de las multitudes, de la sexualidad, de todas las locas de la casa, que vociferaban por los pasillos y las calles su discurso alucinado y obsceno. 

Como una pústula repugnante, todas esas voces formaban un murmullo informe y atronador en que se desplegaban todos los poderes de la alteridad y la disidencia. Aún más allá, en los propios dominios de la personalidad, la conciencia parecía predispuesta a la deslealtad, y los sueños y el deseo, la fantasía y las pasiones venían a contribuir al trastorno de la armonía ficticia del orden que un día mostraron como el destinado a dominar el orbe. Al otro lado de la frontera los monstruos inconcebibles de la diferencia contestaban orgullosos y testarudos las propuestas de unificación y resistían incombustibles todos los intentos de destrucción o de domesticación. Eran la irrupción de los discursos extraños de la gestualidad del caos exterior o de todas las discordancias que desdecían la coherencia interior. Una sedición constante se pronunciaba con la risa, el paroxismo, el terror, la fascinación... Noticias recientes de lo irracional, deslizamiento hacia un reino desquiciado, caligrafía del delirio, vehemente expresión de un poder que no era el de los poderosos. 

Esas fórmulas de la alteridad, designadas como lo exótico para su variante exterior, lo maravilloso, lo mágico, lo extraordinario, lo espantoso... para sus expresiones en el seno mismo del mundo dominante, recibieron, a partir de finales del siglo pasado, la atención de dos maneras particulares e inconfundibles de estar ante las cosas. Esas maneras correspondían a los cultivadores de una ciencia que había decidido especializarse en el estudio de lo extravagante y extraño, la antropología, y a los que, desde la vanguardia creativa, se habían propuesto explorar los arcanos de la experiencia. Ambos habían decidido irse a vivir y a trabajar en los territorios de la frontera, fuera de la visible o de la invisible. Sabiendo que en este lugar sólo puede hacerse de aduanero o de contrabandista, habían optado inequívocamente por poner su mirada al servicio de la segunda de las alternativas. 

De manera inevitable los vanguardistas del arte habrían de acabar desembocando de una forma u otra, en la reflexión etnológica. De manera remarcable, el surrealismo protagonizaría un curioso fenómeno de maridaje con la antropología, que vendría a reemplazar el amor imposible y jamás correspondido que sintieron un día por aquella visión que, en un momento dado (después tal vez menos), había compartido con él la vida fronteriza: el psicoanálisis. Desdeñoso de aquel indeseado cortejo, el freudismo preludiaba con su desinterés y su desprecio hacia los surrealistas la que acabaría siendo una relación con vocación redentora hacia la alteridad. 

Del grupo más militantemente surrealista, aquel que encabezara André Breton, habrían de desgajarse dos de sus más indiscutidos exponentes, para ir a parar a una filosofía de claro matiz e inspiración etnológica, en el caso de Georges Bataille, o al más puro trabajo etnográfico sobre el terreno (en Brasil, en Africa), en el caso de Michel Leiris. Como había señalado el historiador del cine surrealista Ado Kyrou, “le marvelleiux est populaire”. La fascinación que sobre Bataille y Leiris ejerció no sólo como al resto del movimiento el arte y la cultura de los indios orientales o africanos sino también el vilipendiado folklore tradicional, pletórico de gestos, palabras, ritos y mitos asombrosos, portavoz de la disonancia cultural de las clases populares celosas de una sabiduría ajena e inamistosa con respecto de la “alta cultura” burguesa. 

Tanto para Bataille como para Leiris, la fiesta de los toros española pasaba a resumir todo el atractivo de los ceremoniales populares, donde se saciaba tanto la búsqueda surrealista de nuevos planos de realidad, como la atención rigurosa y metódica mediante la cual la antropología había expresado su proyecto de descubrir las leyes secretas que hacían de cualquier actividad humana la manifestación de un orden lógico, de una racionalidad profunda y distinta, que era presentado por ello como inexistente e indeseable si era sospechosa de ser desafecta al sistema oficial, de organizar la percepción del mundo. 

En España, la búsqueda de las zonas periféricas de la cultura conducía, un y otra vez, a una ritualística y a una red mítica aún extraordinariamente densa y vigente. Lorca encontrará en los gitanos, la otra raza interior, una disidencia parecida a la de su poética, como ocurrirá con los negros neoyorquinos. Por su parte, Luis Buñuel, que acaba de protagonizar dos experimentos fílmicos de gran osadía vanguardista (Le chien andalou y L’âge d’or) descubre que el más allá de todo lo dicho sólo puede venir de un documento etnográfico como Las Hurdes, una preciosa muestra del más incontestable cine antropológico. El caso de Buñuel no es en absoluto insólito. Otros muchos creadores del cine de vanguardia europeo acaban asumiendo que el documental antropológico, esto es aquel que recoge fielmente la vida cultural tal y como se da, es un vehículo de trascendencia de lo real, a través precisamente de la propia apología de la realidad. Lo que se es consciente de que la realidad de los hombres comunes contiene suficientes dosis en sí misma de elocuencia poética y también de trasparencia a la hora de poner de manifiesto lo precario de cualquier concepción de univocacidad del mundo. El cine así, puede cumplir una misión que la antropología había de convertir en su más ansiado objetivo, la de estudiar al hombre vivo, y, al hacerlo cuestionarlo. Cavalcanti, Murnau, Vertov, Ruttman, Calder, Richter, Man Ray, Ernst, Duchamp y otros muchos, procedentes la mayor parte del surrealismo, pero también de otros campos de influencia como el constructivismo o el expresionismo, contribuyen con una mirada cercanísima a la del antropólogo, a desvelar la intimidad semioculta de la realidad, mostrándola en toda su extensión significativa. 

Mucho después, y en España nuevamente, un director de la Escuela de Barcelona, Jacinto Esteva, lleva este compromiso, que hace que el cineasta de vanguardia acabe, como única forma de transfundir su propia indagación sobre el mundo, ejecutando la ceremonia de mirar lo vivo de improviso, a sus últimas consecuencias. Rueda entre 1963 y 1970 uno de los más sorprendentes filmes de toda la corriente, quizás el más crispado y también el más tierno: Lejos de los árboles, una película documental sobre el ritualismo violento en nuestro país. En otras formas de creación el proceso de tránsito se produce de manera parecida. El teatro, por su condición intrínseca de ritual, habría de descubrir también en la antropología un referente insustituible a la hora de aceptar y de vindicar lo arcaico y ancestral de su naturaleza y también de su función. Esto, que tan bien lo han comprendido gestes como la de La Fura dels Baus entre otros, lo había presagiado ya, en los umbrales de la demencia, Antonin Artaud. La experiencia que Para Leiris había significado su viaje con la expedición Dakar-Djibuti, de la que surgió L’Afrique fântome, para Artaud fue su contacto con el México indígena, cuyo fruto quedaría reflejado en Los Tarahumara. La afinidad de los dos surrealistas sería, en relación con la etnología análoga y en el mismo año aparecen dos obras extraordinariamente parecidas, que son una reflexión de raíz antropológica sobre el espectáculo: Miroir de la tauromachie, de Leiris, y Le Théâtre et son double, de Artaud. Para ambos la etnología era, sobre todo, un vehículo de rencuentro con lo sagrado y un intento por desentrañar las claves de su eficacia ante el espíritu humano a la vez su creador y su destinatario. 

El propio André Breton no podría evitar toparse con las posibilidades infinitas de la antropología y utilizar los vericuetos de su forma de estar ante el mundo. En 1943 tiene lugar su encuentro con Elisa, la que sería su compañera hasta el final de la que surgiría entonces ese maravilloso libro que se llama Arcane. Con Elisa, Breton visita la península de Gaspesi, en la desembocadura del río San Lorenzo en el Artico, donde se reproducirá la sensación de estremecimiento que le produjo su visita al Teide. Pero también pasa algún tiempo con los indios hopi del sur de los Estados Unidos. En uno y otro lugar, Breton toma conciencia que tanto la naturaleza como sus habitantes son igualmente depositarios de ese inmenso sistema de analogías y oposiciones mediante el cual el hombre, allí donde esté y sea cual sea su época, es capaz de hacer inteligible el lenguaje de la autenticidad y de la vida; Breton descubre que has sociedades en que el pensamiento mágico domina, en que no hay diferencia entre la mirada y la interpretación y donde la acción de la mente se vuelve inmediatamente ejecutiva. Y todo ello, respondiendo a una coherencia perfecta, cuya mecánica parecía responder a leyes exactas aunque desconocidas para quien las observa desde fuera de sus categorías. 

Ya se había producido entonces el encuentro más fundamental entre los surrealistas y acaso el más genial e innovador de los antropólogos posteriores a la última guerra mundial: Claude Lévi-Strauss. El contacto con sus teorías va a suponer para el movimiento surrealista la aportación de un discurso teórico que venía a confirmar plenamente el lugar de su discurso en orden a constituirse en base de mucho más que un mero movimiento «artístico»: en una opción renovadora del hombre y del mundo, en una nueva actitud vital y una animosidad distinta, cuyos efectos sobre la concepción del universo habitado y pensable habrían de ser estratégicos también para la propia ciencia. No se trató solamente de una influencia de tipo teórico, sino de un pedazo compartido de la historia de la creatividad y de la ciencia. En una confluencia, acaso irrepetible y absolutamente extraordinaria de ciencia, sabiduría e intuición, demostrando lo arbitrario de las divisiones que las supone irreconciliables o simplemente entidades diferentes. En un mismo chalet de dos plantas de Greenwich Village, Lévi-Strauss ultimaba sus Estructuras elementales del parentesco, mientras en la habitación de al lado Yves Tanguy pinta y Claude Shannon inventaba los cerebros eléctricos. Lévi-Strauss habría de recordar, no sin nostalgia, como en aquel Nueva York de los años cuarenta Max Ernst, André Breton, Georges Duthuit y él frecuentaban, en busca de objetos imprevistos, los pequeños anticuarios de la Tercera Avenida. 

Claude Lévi-Strauss, el creador de la antropología estructural y uno de los pensadores más influyentes del siglo XX, ya había repetido su entusiasmo con un movimiento, el surrealismo, que en tantas cosas se había anticipado, intuitivamente, a la aproximación directa, sin intermediarios, ejercitando el pensamiento en estado salvaje en dirección a la vida toda, como la categoría básica ara comprender todas las culturas y la vertebralidad cognitiva misma de la condición humana, es decir, el aparato de conceptualización mediante el cual, inconscientemente, somos capaces d experimentar significativa y organizadamente la realidad. Él, que tantas veces había expresado su desinterés y su desconfianza hacia la pseudo-trascendencia que latía afectadamente en las obras del cubismo o de la pintura abstracta, nunca dejó de citar las obras de sus amigos surrealistas y naïfs como un ejemplo perfecto del resultado de la labor del artista como mediador, a través del cual se restituyen en el inconsciente los vínculos que unen al que mira con aquello que mira. Pocos como el tantas veces cercano al surrealismo Octavio Paz, para entender la significación extremadamente sustantiva de la obra de Lévi-Strauss, al que dedica su El nuevo festín de Esopo. Para Octavio Paz, la antropología, representada por el autor francés de La alfarera celosa, pero también por otro admirado suyo como es Carlos Castaneda (para quien escribió el prefacio de Las enseñanzas de don Juan), es la última y l única posible de las ciencias poéticas. Y si es así no es en el sentido literaturista del calificativo, sino en la potencia que la poesía, como la música o la danza o las matemáticas, tiene de convertirse en un metalenguaje que se sitúe en un nivel de inteligibilidad por encima de las lenguas particulares de cada sociedad. 

En cuánto a esto, la posibilidad es también la que tienen en común los creadores que han deliberadamente optado por irse a vivir a las fronteras de lo aceptado como real por quienes deciden, para allí reencontrarse con los cultivadores de la mirada antropológica y, para, juntos aceptar el valor de la paradoja y la perplejidad visceral e irrenunciable que conlleva el contacto atento con la alteridad en cualquiera de sus expresiones. Allí, ambos reiniciarán la búsqueda, sabiendo que lo que hoy no son preguntas sin respuesta, sino respuestas a unas preguntas que no conocemos. Estaremos en la zona del peligro, pero también en la de la esperanza y la decencia de esa humanidad que mora en la otredad cercana o remota. Defendiéndolo, haciendo nuestra su lucha por existir íntegramente, no haremos sino reconocer lo mucho que se nos parece y su manera de hablar de lo que siendo, quizás nunca nos dejen ser. 

Allí se está sin concesiones en el centro de la espiral inmóbil, en el más prohibido lugar del laberinto, en todos los rincones del cuarto de los ecos... Descubriremos que no habitamos la frontera, sino que es la frontera quien nos habita. 






dissabte, 11 de novembre del 2023

El beso

La foto es de Mikaël Theimer

Apuntes para el espacio "El rincón y la esquina" del "Hoy por hoy" en la Cadena SER, del 9 de noviembre de 2022

El beso
Manuel Delgado

El beso es una forma de comunicación no verbal cuyo instrumento fundamental son los labios.
En primer lugar cabe establecer una clasificación de los besos, porque besos hay de muchos tipos.
La principal es con lengua o sin lengua.
Los con lengua son eróticos, pero hay besos eróticos que no son boca a boca, como el beso negro.
Los con lengua solo se pueden jerarquizar a partir de la intensidad y sobre todo la profundidad de penetración de la lengua.
Los sin lengua y no eróticos son más variados: besos en la frente, besos en la mejilla, besos en la boca no sesuales, besos en la mano, picos, piquitos.
Hay besos en la boca no sexuales. Como el beso comunista. Breznev o Gorbachov eran especialistas.

Los besos no tienen porqué ser humano-humano. Por ejemplo, los boxeadores pueden besar la lona.
Se pueden besar fotos.
En plan religioso, se pueden besar imágenes, anillos, estampitas, escapularios, crucifijos, rosarios, los pies.
Hay gente que lo primero que hace cuando baja del avión es besar el suelo, besas la tierra.
Y hay gente que merece que besemos el suelo que pisa.

Tampoco tienen los besos por que implicar contacto físico, como los besos al aire o los besos, besitos o muchos besos por correo en papel o electrónicos. Para esos últimos hay un montón de besos emoticones.
Los besos no tienen porque ser signo de afecto.
Pueden ser sinónimos de traición, como el de Judas.
O el mafioso, el beso de la muerte.

El beso apasionado como técnica para iniciar un relación o cortejo se enfrenta con problemas morales e incluso legales nuevos en el momento actual. Cuándo y cómo lanzar una iniciativa de beso se plantea como un problema en tanto se supone que ha de ser espontáneo y sobrevenido. Solicitar un primer beso de plantea complicado, aunque habrá que acostumbrarse. Estamos en vías de prohibición de los besos robados.

Por cierto, me pido algo de esa maravilla que es Besos robados, de Truffaut.
Como ya habréis pensado en Sara Montiel, sugiero "Por un beso que le dí en el puerto", de Manolo Escobar. Es uno de mis referentes intelectuales. En serio.
Aunque el tema importante es esos besos que nunca dimos o nos dieron, los besos perdidos.
¿A dónde van los besos perdidos? ¿Se encuentran con las llamadas y los niños perdidos?




La sociedad en migajas

Foto de Frank Jakson

Reseña de Erving Goffman y la microsociología, de Isaac Joseph, traducción de María Marta García. Gedisa, Barcelona, 1999. 125 páginas. Publicada en Babelia, el suplemento cultural de El País, el 4 de noviembre de 1999.


LA SOCIEDAD EN MIGAJAS
Manuel Delgado

La sociología y la antropología clásicas se han centrado en las estructuras estables, en los órdenes cristalizados y en los procesos positivos, siempre en busca de lo determinado y de sus determinantes. En paralelo, haciendo poco ruido y ocupando un lugar periférico en los programas académicos, otros teóricos de la sociedad humana han atendido lo pequeño, lo que hubiera podido antojarse insignificante, las migajas de lo social, los residuos sociológicos que las grandes líneas teóricas desdeñaban y tiraban a la basura. Entre los postulantes de esta microscopia social destacan las figuras de sus pioneros, Gabriel Tarde y George Simmel, pero sobre todo la de quien fuera el más fértil y creativo de sus cultivadores, Erving Goffman (1922-1982), buena parte de cuya obra esta traducida al castellano.

Acaba de presentar Gedisa una buena introducción a la obra de Goffman, que nos sirve además para conocer lo último de Isaac Joseph, de quién Gedisa ya había versionado su El transeúnte y el espacio urbano (1988) y que hace poco publicaba en Francia la muy interesante La ville sans qualités (L´Aube). Joseph representa esa corriente europea que fusiona con éxito la preocupación pragmática –tan norteamericana– por la eficacia de la acción con la preocupación lógica –tan francesa– por las propiedades inherentes que lo hacen posible.

Erving Goffman y la microsociología es un recorrido por alguno de los mejores aportes conceptuales de Goffman. De la mano de Joseph vamos descubriendo sus deudas con Durkheim y con el primer interaccionismo simbólico de G.H. Mead, así como algunas de las puertas temáticas y metodológicas que fue abriendo a lo largo de su vida. Ese repaso arranca en una situación trivial: la entrevista que una demandante de empleo, Susana, protagoniza en una oficina de colocación. Ese momento social de aspecto insustancial sirve para ir desenmarañando la madeja de usos, componendas, impostaciones, rectificaciones y apaños que van emergiendo sobre la marcha y en los que late un microrganismo social secretamente inteligente.

Allí dónde las grandes teorías sociológicas o antropológicas apenas distinguirían más que la sombra de lógicas institucionales y causalidades estructurales, Goffman veía dramas, transacciones, reciprocidades no siempre simétricas, protocolos etológicos que recordaban la condición biótica y subsocial de las relaciones humanas en público. En ese ámbito, las «buenas maneras» son convenciones superficiales que no tardan en demostrarse ejes para la convivencia entre desconocidos, o, lo que es igual, para esa forma de vida a la que damos en llamar urbana. Porque lo que se agita y entrecruza hasta el infinito en la vida cotidiana son eso, masas corpóreas que ocultan una interioridad que en realidad no poseen sino como mito y que reclaman ser tenidos en cuenta o ignorados no en función de lo que realmente son o creen ser, sino en función de lo que parecen o esperan parecer. Son máscaras que son sólo lo que hacen y lo que les sucede.

Tal negociación constante entre apariencias hace de los actores de la vida pública exhibicionistas cuyo objetivo es mostrarse en todo momento a la altura de las situaciones por las que van atravesando. Su meta no es conocer, ni comprender, sino resultar adecuados, afirmarse competentes, hacerse aceptables, saberse el papel, convencernos de la pertinencia de sus gestos, de sus respuestas y de sus iniciativas. Se evalua, ante todo, su capacidad para adaptarse al medio o para intentar modificarlo, usando para ello la manipulación de las impresiones, la astucia, la ambigüedad y la mentiras. Ese sujeto no es un sujeto, sino el objeto de aquel otro con quien pacta las accesibilidades, los compromisos, las luchas o las indiferencias. Cada acontecimiento, cada secuencia es, entonces, un universo social en miniatura.






dimecres, 8 de novembre del 2023

L'atzar, el destí i el castic

La foto és de Nate Robert, Yomadic

Resposta a Carme Lillo, estudiant del Grau d'Antropologia Social de la UB, gener de 2017

L'ATZAR, EL DESTI I EL CASTIC
Manuel Delgado

En teoria, la mala sort és a dir la concatenació de desgràcies o contrarietats personals, pot ser atribuïda a diverses causes, totes elles amb una forta connexió filosòfica. Una d’elles és l’atzar, és a dir la precipitació ni lineal ni previsible d’esdeveniments aleatoris amb resultat perjudicial. Les persones que et contestin en aquest sentit fan seva una filosofia que concep l’univers com a caòtic, no el sentit de desordenat, sinó d’organitzat a partir de dinàmiques oscil·lant i de processos lluny d’equilibri. Aquesta filosofia està sostinguda pel marxisme, si més no a partir d’un concepte que faran seu els surrealistes: l’atzar objectiu. Mira’t La filosofia de la naturaleza, de Engels. Important serien obres com El azar y la necesidad, de Jacques Monod, o les incursions divulgatives de teòrics dels sistemes complexos, com ara Ilya Prigonine: La nueva alianza (Alianza), Tan solo una ilusión (Tusquets). 

Malauradament hi ha un reguitzell d’aplicacions a les ciències socials de la teoria del caos, el paradigma sistèmic, l’efecte papallona, el principi d’irreversibilitat, les teories sobre fractals o la física quàntica dels que t’hauries de preservar. És a dir, les persones que creuen que el que els hi passa és el resultat de la casualitat, sabent-ho o no, estan expressant la seva adhesió a principis que posen l’ordre de l’univers en qüestió i estan convençuts de l’involucrament a la seva vida de sistemes oberts, aperiòdics i al paper central de l’esdeveniment emergent i no per força reversible. En ciències socials el precursor d’aquesta visió, aplicada a la societat, seria Gabriel Tarde, de qui fa poc s’editava Las leyes sociales (Gedisa). Algunes recomanacions més: Georges Balandier, El desorden: La teoría social y las ciencias del caos. (Gedisa), Gregory Bateson, Espíritu, naturaleza y cultura. (Amorrortu), o Edgar Morin, Introducción al pensamiento complejo (Gedisa).

Un altre tipus de resposta atribuiria la fatalitat al destí. Aquí entrarien aquelles persones amb conviccions més deterministes, generalment derivades de creences religioses per les que el que passava “estava escrit”. L’Islam i els cristianismes més aliens al lliure arbitri erasmista en serien exemples. Penso sobre tot en el calvinisme i la seva doctrina a propòsit de la gratuïtat de la gràcia. El karma seria una forma d’autodeterminisme, en el sentit de principi de causalitat determinant per les pròpies accions. Ja saps que l’hinduisme, el sijisme, el jainisme i el budisme són famílies religions que contemplen la llei de la karma com clau explicativa del que ens passa.
En funció de quina sigui la resposta que obtinguis caldria que et remetessis a les fonts bibliogràfiques corresponents.
   
Ara bé, el problema que tens és que si treballes a base d’entrevistes has de confiar en que els entrevistats no tenen perquè dir-te el que pensen. Podria ser que no volguessin confiar-te que comparteixen un tipus de pensament causalista que descarta en el fons tot determinisme caòtic, sobrenatural o natural i atribueix les desgràcies personals o col·lectives a causes que són sempre totalment o parcialment d'ordre moral. Les informacions etnogràfiques han posat en relleu com, en un gran nombre de societats, l'origen simbòlic de la desgràcia es busca sistemàticament en dos tipus d'esdeveniments. D'una banda, es dóna per fet que és possible que la víctima de l'infortuni hagi estat objecte d'una agressió. Pot ser un atac a càrrec d'alguna instància malèvola invisible, procedent del transmón -geni, follet, fantasma, mal esperit, diable, Satanàs, etc ...-, o bé del malefici d'algun enemic amb poders -un bruixot o bruixa, algú amb capacitat de fer mal d’ull o portador de mala sort, com el nostre gafe.

Però la desgràcia també pot ser conseqüència del desacatament que un individu o el grup sencer hagin comès respecte de determinada prohibició ritual o tabú. En les societats cristianitzades, aquest perill que implica desobeir el sistema socialment instituït de interdiccions sagrades s'associa amb la idea de pecat. La idea de tabú té, així doncs, la funció d'establir els límits interiors i exteriors de la comunitat, garantir la conformitat social, controlar les incerteses, coaccionar tot intent de desobediència o desviació, mostrar tot dany com a conseqüència d'una vulneració al sistema de prohibicions vigent, assignar responsabilitats, i fer tot això amb la vehemència i la expeditividad que singularitza el sagrat i el fa temible. El punt de partida d'aquest tipus d'anàlisi sobre les interpretacions indígenes de l'infortuni va ser una obra clàssica de l'antropologia estructural-funcionalista britànica -Brujeria, màgia i oracles entre els azande, d'Evans-Pritchard (Anagrama), publicada originàriament en 1937 i de la que espero que te’n recordis que vàrem parlar abundantment a classe.

Recorda que el que vaig explicar és que ens trobem aquí davant d'una autèntica teoria de l'etiologia social de tota desgràcia. El principi en què tal convicció s'assenta és senzill d'enunciar: tot el que té efectes socials ha de tenir una causa igualment social. No es pot assumir que els trastorns que un accident o una malaltia pugui ocasionar en l'estructura familiar o en la distribució de la propietat, tinguin el seu origen en una casualitat, és a dir en un caprici de l'ordre natural. Si algú imputa l'incendi de casa als poders malèfics d'algun dels seus veïns, no és perquè ignori el fet empíric que de vegades es produeixen incendis, sinó perquè la propietat del foc és la de cremar fusta, però no la de cremar cases, i menys la casa, és a dir una propietat. En incorporar a l'àmbit de la societat humana, és a dir al investir d'un valor social, la desgràcia ha de trobar per força la seva explicació etiològica -per què a mi?, per què ara?, per què aquí? - En un fet igualment social, en la mesura que una conseqüència social no pot ser predicat d'una causa natural.

Veiem així com cada societat posseeix el seu propi repertori d'explicacions dominants per donar compte, en termes de culpa, de tota calamitat, descartant el paper de l’atzar  el destí, que liquidarien ràpidament la qüestió. Al seu torn, qualsevol desgràcia –qualsevol aparent “mala sort”- serà utilitzada per confirmar un sistema socialment predefinit de distribució de culpabilitat. Amb això, la societat o un sector en ella hegemònic pretén protegir els seus interessos, a través de mecanismes que aconsegueixen persuadir els seus potencials víctimes que es introdueixin al territori que s'estén més enllà del que està permès o aconsellat que abandonin la seva desviació i es s'avinguin a col·laborar.

Ara i aquí, la lògica que relaciona desviació i desordre amb impuresa i, en conseqüència, amb risc continua operant en la nostra pròpia societat. Per molt que la ciència hagi pretès trobar les "veritables causes" de les desgràcies que interessen a la integritat física de les persones o l'estabilitat de les comunitats, els dispositius de culpabilització moral romanen actius i operen mitjançant mecanismes no essencialment diferents d'aquells que caracteritzaven les societats "endarrerides". Avui, podem observar com un ús polític de les amenaces es desplega en no poques campanyes oficials de prevenció, que se sostenen en un discurs en el qual la dimensió simbòlica de l'adversitat és sistemàticament remarcada. En efecte, les recomanacions sobre com evitar els accidents domèstics o de trànsit, no contagiar-se de malalties o protegir la natura o el cos de brutícies conformen un sistema de representació que apareix obsessivament preocupat pels problemes derivats de la culpa i els seus càstigs. La “mala sort” sempre te un culpable i un culpable social.

Aquesta vigència dels vells mecanismes socials destinats a la producció del sentit de la desgràcia en termes de culpabilitat es troba en l'arrel de les nostres percepcions del risc. És en la seva posada en sistema cultural d'on el perill extrau el seu significat i suscita la alarmes. El que la percepció i l'acceptació del risc dramatitzen són apreciacions objectives, com les que els especialistes certifiquen, sinó consideracions que els subjectes fan sobre el medi ambient social en què viuen, així com interpretacions morals sobre les calamitats que tenen o poden tenir lloc en el seu si, i que són assumides també avui com el preu o bé d'una rebel·lia, bé de l'acció malèvola de tercers.

És aquesta circumstància la que precisament fa previsible que trobem en una societat com la nostra, a la qual sembla travessar crònicament una situació de crisi, una revitalització d'aquest mecanisme que assenyala constantment els límits del sistema i el preu que es paga per traspassar-los o, senzillament, per acostar-se massa a ells: la mala sort, que, com la bona, sols la tenen els que la mereixen.

Jo començaria llegint Mary Douglas, La aceptabilidad del riesgo según las ciencias sociales, (Paidós), Ulrich Beck, La sociedad del riesgo (Paidós); Col-legi de filosofía, Frontera i perill (Edicions 62); Susan Sontag, La enfermedad y sus metáforas, (Muchnik). I sobre tot, Mal natural, mal social, d’Ignasi Terrades (Barcanova).






dilluns, 6 de novembre del 2023

El Islam budificado de Kaliyuga en Indonesia


Pequeño oratorio musulmán en Howewer, una localidad de la isla de Serangan, cerca de Bali. Está tomada de http://www.liputra.com/

Apostilla a un comentario de ST en el blog, el 5.1.11
EL ISLAM BUDIFICADO DE KALIYUGA EN INDONESIA
Manuel Delgado

Comparto tu fascinación por ciertas formas de pensamiento oriental en las que acaso no deberíamos reconocer sino una profunda afinidad con sabidurías antiguas de las que justamente los gnosticismos serían la continuidad y el puente restaurado con Oriente. Y de hecho injusta sería la culpa que Lévi-Strauss lanza contra el Islam de haberse constituido en barrera que ha impuesto un ficticio abismo entre nosotros y los orientales, un abismo que la grandiosidad de la cultura grecobúdica que generó la presencia de Alejandro desmentiría.

Pero, ¿son el Islam y el pensamiento que nace y se desarrolla en Oriente tan incompatibles? Una sensibilidad como la sufí, en efecto y como apuntas, lo contradeciría, pero hay otro ejemplo que nos serviría igualmente para observar los resultados de esa labor que el Islam escriturista ha asumido de occidentalizar oriente -en el sentido de estandarizarlo cultural, política y económicamente-, acabando con lo que fue un precipitado filosófico como aquel del que fue escenario el archipiélago indonesio. En Indonesia, en efecto, los enemigos a batir en nombre del "verdadero Islam" han sido -además del colonialismo, en este caso holandés- el budismo, el hindo-budismo, el bali'ismo y, sobre todo, un islamismo altamente impregnado de la condescendía que ha caracterizado las tradiciones religiosas en Extremo Oriente. Como Clifford Geertz ha apuntado en varios de sus trabajos -entre ellos Observando el Islam (Paidós)- el establecimiento del islamismo en aquel país -salvo en Bali y en el interior de Borneo, zonas en las que nunca llegó a penetrar- se produjo bajo la forma de una adaptación multiforme y no impositiva a lo que ya era un crisol convivencial de estilos religiosos.

Esta penetración, que muchas veces se ejecutó con escasa escrupulosi­dad coránica, se pudo llevar a cabo a partir del siglo XVIII gracias a que el Islam se revistió de unos tonos panteístas y teosóficos adecuados a lo que era el substrato hindo-budista sobre el que se asentaba. Por descontado que se incorporó todo el patrimonio de la religiosidad popular, con sus fantasmas, profetas, dioses, yinns, etc. La diversificación a que la islamización se vio abocada podría contemplarse como dividida a grandes rasgos en una aristocracia alejada del ritualismo dominante, pero que se mantuvo fiel a un gnosticismo iluminista típicamente oriental; un campesinado fiel a las formas arcaicas de religiosidad y que practicaba un animismo fuertemente contemplativo, y una clase comercial que pasó a depender de la peregrinación a La Meca, como único contacto con la realidad extrainsular, y que logró un cierto compromiso entre la ortodoxia árabe y la tendencia a la metafísica de las filosofías del extremo oriente asiático. La figura capital para que tal acomodamiento se llevará a término de manera no conflictiva fue la de Sunan Kaliyaga, el más importante de los wali sanga o "nueve apóstoles" y a quién se atribuye la introducción del islamismo en la isla de Java.

Como se ve, el Islam logró en Indonesia englobar bajo una hegemonía laxa una mentalidad religiosa en la que cabían tanto la especulación panteísta típica de las religiones asiáticas como todo un conglomerado de creencias y prácticas animistas tradicionales, empeñadas todas ellas en la sacralización de la naturaleza y en la valoración del mundo físico como vehículo mediante el que establecer comunicación con el más allá. Formado en el hindo-budismo del reino de Mayapahit en que nació y practicante del yoga, Kaliyaga no tuvo que abjurar del medio ambiente religioso básicamente quietista del que procedía al recibir la luz del Corán, sino que entendió que está era la vía de adaptación a un cuadro histórico emergente que la civilización a la que pertenecía, y a la que no renunciaba del todo, estaba empezando a conocer de la mano de la presencia invasora de los holandeses.

No fue, pero, ni la aristocracia palaciega ni las clases populares las primeras en apartarse del sincretismo de Kaliyaga, sino la clase de los pequeños comerciantes. Fueron estos los que, forzados por la necesidad de mantener lazos con el resto del mundo islamizado, abrazaron el Islam sunita y establecieron enclaves ortodoxos en ciertas zonas no hinduizadas de Sumatra y de las islas Célebes. Aquella fue la plataforma desde la que se desarrolló el literaturismo islámico en el país, sobre todo por medio del santrismo -santri, estudiante de teología-, instrumento de un proceso de autopurificación compulsiva que tuvo como objetivos prioritarios liberar el Islam tanto del ritualismo naturalista de las clases campesinas como del disfraz que el hinduismo y el budismo malayos habían adoptado entre las élites políticas para parecer musulmanes. A finales del siglo XIX el santrismo empezó a ser equivalente a una adhesión dogmática a los principios morales, legales y litúrgicas del Islam coránico. Los kiyayi -ulemas javaneses- que dirigieron la comunidad santri pasaron pronto de la desmalayanización o a la antimayalización, en un movimiento parecido al que el filowahabismo había protagonizado en la India contra el hinduismo.

Como hubiera sido previsible, también los santristas hicieron compatible su denuncia contra las propias tradiciones indostánicas y el combate contra el invasor colonialista, de manera que fueron santri todas las múltiples insurrecciones antiholandesas que conoció Indonesia a lo largo del siglo XIX. Entre 1821-1828 se producen graves desórdenes de base religiosa, en el transcurso de los cuales un grupo de peregrinos fanatizados masacró a la familia real, bajo la acusación a haberse abandonado al hinduismo e intentaron imponer en Sumatra Occidental un régimen teocrático que debía empezar su hegemonía limpiando la inaceptable heterodoxia de las costumbres locales. En el noroeste de la misma isla diferentes revueltas dirigidas por kiyayis exterminaron casi toda la población blanca entre 1840 y 1880. Los atyehneses, descendientes de piratas que se presentaron como los musulmanes más entusiastas de Asia, mantuvieron una guerra de treinta años contra los holandeses en el norte de Sumatra, hasta ser derrotados en 1903. Como en las otras formas que había adoptado históricamente el reformismo violento de signo salafita, todos estos movimientos no conocieron -con la excepción de una revuelta en Java central entre 1826 y 1830, encabezada por un pretendiente al trono que se proclamó mesías-una dimensión carismática y se mantuvieron al margen del mahdismo.

En el plano teórico, la argumentación del islamismo santrista fue la misma que el del wahabismo saudí o indo‑pakistaní: el Islam escrito ya había establecido, con mucha mayor profundidad trascendente y con igual concreción, todo lo que la ciencia occidental presume haber descubierto. Así, el rechazo de la mística -sea sufí o filobudista-, la depuración de toda superchería que sacralice la naturaleza como vehículo de mediación y la restauración del Islam hermético, como prerrequisitos para el acuartelamiento de lo religioso en la fe privada y en la conducta moral que fue el instrumento que la Reforma cristiana.

El presente no ha hecho todavía del santrismo la modalidad dominante del islamismo en Indonesia. Pero el fracaso del gran proyecto de sincretismo cristiano-budista-hinduista-musulmano‑marxita de Sukarno en los años 60 y la sangrienta dictadura militar de Suharto posteriormente, colocan el integrismo islámico en disposición de constituirse en una fórmula doctrinal de elección en permanente estado de disponibilidad. Moraleja: una prueba más de cómo el famoso “integrismo” musulmán existe como consecuencia y en función de dinámicas de incorporación a la modernidad. Es decir, el caso indonesio nos advierte ds cómo el Islam debió su expansión mucho más a la fascinación que supo generar que a la fuerza y que la hizo en muchos casos en base a una adaptación de sus modelos doctrinales y de conducta a substratos religiosos locales, dando lugar a un diversificación de expresiones que sólo nominal y ficticiamente podían ser reducidos a la unidad. Fueron las necesidades de la incorporación a la Modernidad las que propiciaron, con cada vez mayor intensidad, la aparición de movimientos que ideologizaban el Islam y hacían del Corán un vehículo para la estandarización moral que el mundo moderno exigía como su requisito más innegociable.

Muchas gracias por tus aportaciones ST. Comparto muchas y aprendo de las demás.


Canals de vídeo

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