dissabte, 14 de setembre del 2024

Anonimato y mística del espacio público


La foto es de Nicolas Winspeare

Fragmento del artículo El fetichismo del espacio público
Multitudes y ciudadanismo a principios del siglo XXI, publicado en la revista CIDADES, Vol. 11, núm. 46 (2015): 46-83
  
ANONIMATO Y MÍSTICA DEL ESPACIO PÚBLICO
Manuel Delgado

El idealismo del espacio público se proyecta sobre la calle para obligarla a ser mucho más que el terreno en que se desarrolla un tipo singular de convivencia social entre extraños totales o relativos, que puede coagularse en ocasiones en esas formidables unidades de sentimiento y acción que eran las masas. Ahora debe ser sobre todo un escenario comunicacional en que los usuarios pueden reconocer automáticamente y pactar las pautas que los organizan, que distribuyen y articulan sus disposiciones entre sí y en relación con los elementos del entorno, siempre a partir no de sus pertenencias, sino de sus pertinencias, esto es de su capacidad para ser reconocidos como concertantes a partir de su buena conducta civil o urbanidad. Lo que se distingue ahí –siempre a nivel teórico, no real– no es un conjunto homogéneo de componentes humanos, sino una conformación de agentes dispersos que se ponen de acuerdo no en qué pensar o sentir, sino en cómo hacer que se encadenen armónicamente una serie ininterrumpida de acontecimientos, en un contexto que ha devenido una pura abstracción y en el que el conflicto es inconcebible, puesto que exige un estado de conciliación y reconciliación permanentemente reactivados a través de la negociación y el consenso. 

En estos casos los presupuestos de inferencia para la acción pertinente no sólo pueden prescindir de que cada cual se presente a sí mismo –es decir, se identifique– sino que se supone que pueden y deben hacer abstracción de su estatus social, de su aspecto fenotípico, de sus pensamientos, de sus sentimientos, de su género, de su ideología, de su religión o de cualquiera de las demás filiaciones o marcajes a las que se considera o se le considera adscrito, para tener en cuenta sólo sus virtudes morales, sus competencias comunicacionales y su capacidad de asumir decisiones colectivamente vinculantes.

En efecto, las bases del proyecto cultural de la modernidad, que el ciudadanismo reclama y apremia, se fundan no en la afirmación de las identidades particulares, ni tampoco en su negación, sino en su soslayo, es decir en la indeterminación de los individuos que constituyen la sociedad, puesto que quiénes son en la vida real –es decir al margen de la idílica esfera pública– es  irrelevante a la hora de concertar con quienes concurren los cauces por los que debe desarrollarse cada situación particular. En eso, y no en otra cosa, consiste la vida civil, es decir en vida de y entre conciudadanos que generan y controlan cooperativamente esa cierta verdad práctica que les permite estar juntos de manera ordenada. El ciudadanismo como ideología política actualiza entonces la noción hegeliana de civismo o civilidad como conjunto de prácticas individuales apropiadas en aras del bien colectivo, la labor que le permite al individuo liberarse de su propio interés, puesto que constituye, como escribiera Hegel, "el punto absoluto de tránsito a la sustancialidad infinitamente subjetiva de la ética, no más inmediata y natural, sino espiritual y elevada igualmente a la forma de la universalidad".

Se produce, como se ve, un traslado físico de los axiomas que rigen la arena pública democrática, constituida por individuos indeterminados que se pasan el tiempo intercambiando argumentos racionales, a la calle, convertida ahora en espacio público postulado por la tradición filosófica republicana, en la que se espera que se despliegue una sociedad cuyos componentes son reconocidos como concertantes al margen de su identidad y en la medida que saben actuar y actúan de forma adecuada y justificada. Pero en eso es en lo que se concreta la figura actual del activista, que ocupa el lugar del antiguo militante y que es eso: alguien que actúa, puesto que la lucha misma se concibe como el conjunto de actividades independientes de sujetos sociales independientes que actúan de manera creativa desde su propia unicidad, en cuyo ejemplo moral se adivina un mundo nuevo. En eso consiste la autonomía de quienes gustan de llamarse a sí mismo autónomos, adscritos a movimientos autónomos que conforman individuos no menos autónomos. Pero esa "autonomía" es congruente con la fetichización del individuo que representa la figura abstracta de ciudadano, para el que la experiencia democrática ideal debería estar sometida a la lógica de una desafiliación total. En eso consiste el mito del "hombre de la calle" de la civilización burguesa, concreción de ese ciudadano teórico que lo es porque puede ejercer y ejerce su presunto derecho al anonimato, es decir a aceptar un nicho común de existencia social en la que las clases y los enclasamientos han desaparecido como por encanto.

Imposible no asociar esas premisas de la importancia concedida para las tendencias neoizquierdistas precisamente al anonimato, que es en el fondo el estatuto que reclama ese personaje conceptual que es el ciudadano, ente en cierto modo celestial que se supone que está destinado a interpelar y ser interpelado por el Estado y por los demás en función no de quién ese, sino tan sólo de lo que hace y le pasa, todo ello en un espacio público concebido como marco informal atravesado y movido no, como la calle, por meros órdenes operativos interobjetivos eventualmente polémicos, sino sobre todo por la circulación en todas direcciones de fluidos comunicacionales intersubjetivos para los que el conflicto es un obstáculo a vencer mediante el diálogo. En individuo alcanza aquí no sólo su máximo nivel de institucionalización política, sino también su nivel superior de eficacia simbólica. Sale del campo de la entelequia, deja de ser una entidad teórica y se cosifica, aunque sea bajo la figura de un ser sin rostro, ni identidad concreta, puesto que, en la teoría republicana, hoy ciudadanista, le basta con ser una masa corpórea con rostro humano para ser reconocido como con derechos y obligaciones.

El ciudadano, en efecto, es por definición una entidad viviente a la que le corresponde la cualidad básica de la inidentidad, puesto que se encarna en la figura del desconocido urbano, cuyo estatuto es, en teoría, el de ser libre e igual al margen de cuál sea el lugar real que ocupa en un orden social jerárquico y estratificado que se puede hacer como si no existiera o como si ya no importara. Es a ese personaje incógnito, base del imaginario político liberal, al que le corresponde la misión de coproducir con otros desconocidos con quienes convive comarcas de autocomprensión normativa permanentemente renovadas, compromisos entre actores emancipados, que se encuadran en esa experiencia general de inindentidad que es la fantástica esfera pública democrática de la que las movilizaciones ciudadanistas se presumen exaltación, aunque en realidad la sociedad democrática así idealizada no vendría a ser, de hecho, más que una amplificación universal de la idea matriz de sociedad anónima mercantil, cuyos individuos participan en función no de su identidad, sino en tanto comparten conceptos que, colocados en la base de la jerga postpolítica, consiguen disimular su sentido original: intereses, acciones, valores...

Acaso sea porque la calle está claro que no está en condiciones de cumplir las expectativas puestas en ella por los partidarios del advenimiento de la democracia real —hasta tal punto son constantes los desmentidos de que pueda ser un espacio de igualdad, libertad y fraternidad—, que estos muestran su predilección por internet, un espacio público de nuevo cuño en que se puede hacer real la ilusión de una sociedad en red, trama de conexiones exclusivamente hechas de competencias comunicativas desencarnadas ejercidas por individuos autosuficientes, nexos de los que se puede entrar y salir libremente haciendo abstracción del lugar que cada cual ocupa en el organigrama social real. Esa sociedad metafísica —y por tanto indestructible— es la que permite realizar la utopía imposible fuera de un público universal, fundado, como querían Tarde y Park y restaurado por la izquierda bajo el nombre de multitud, en una coincidencia a distancia y que sólo de manera eventual se transformaría en coincidencia física, a la manera como vemos hoy en las smart mobs, flash mobs o mobs, que es el formato que asumen también hoy bien número de movilizaciones de temática política o civil en general.

Se cumple así, en ese nuevo dominio aparentemente sin dominio de las nuevas tecnologías, el objetivo final de la desactivación definitiva de las masas urbanas, ya no disueltas por la policía o el ejército, ni secuestradas por la demagogia de líderes aberrantes, ni embaucadas por la televisión, ni tampoco aletargadas por la hipnosis colectiva que les impone el gran espectáculo consumista. La dispersión de las masas ha sido posible sólo en la ficticia autonomía ejercida por individuos aislados en ese espacio dislocado por el que se desplazan sin salir de casa o inmóviles los cibernautas, un universo de encuentros incorpóreos en que se practica una sociabilidad pura en que solo prima la comunicación y el diálogo. Sólo de vez en cuando esa nebulosa metafísica se sustancia en convergencias materiales que no en vano asumen la asamblea como estado natural, puesto que no dejan de ser grandes chats en vivo en que se realiza el sueño dorado del público como conversación de todos con todos. Es en ese universo hiperabstracto en que la nueva multitud encuentra su única posibilidad de existir, puesto que afuera o alrededor de las redes sociales abstractas, lo que hay es lo que había: la brutalidad de las asimetrías, el despotismo de los poderosos, la violencia con que se sostiene el desorden del mundo y, como si nunca se hubieran ido del todo, las viejas y nuevas turbas, siempre al acecho, esperando el momento de la rabia y del asalto.





diumenge, 8 de setembre del 2024

El individuo como movimiento social

La foto es de José Segarra

Fragmento de la introducción a Ciudadanismo. La reforma ética y estética del capitalismo,
Catarata, Madrid, 2017.

EL INDIVIDUO COMO MOVIMIENTO SOCIAL
Manuel Delgado

El ciudadanismo es una corriente teórica más bien difusa que promueve nuevas formas de gestión y participación políticas en que se realicen los principios democráticos universales en que se dice sustentar el sistema liberal, pero que, se sostiene, aparecen adulterados por su usurpación interesada por parte de un sistema capitalista despiadado, al que se cree viable atemperar de la mano de su reforma moral. Por supuesto que el ciudadanismo plantea reivindicaciones sociales destinadas a mejorar la vida de las personas, pero su asunto principal es el de la consecución y el reconocimiento de un nuevo tipo de ciudadanía que alcance el horizonte ilustrado y del reformismo burgués del siglo XIX de una sociedad de seres libres, debidamente imbuidos de virtudes cívicas, compuesta por librepensadores cultos, a los que iguala su competencia para actuar como seres responsables que acuerdan definir y organizar cooperativamente los términos de su convivencia. El ciudadanismo vendría a ser una especie de democraticismo radical o fundamentalismo democrático, cuyo sentido aparece bien sintetizado en la consigna "democracia real, ya".

Los programas económicos ciudadanistas suelen ser meramente socialdemócratas —y más demócratas que socialistas— y se limitan a procurar restaurar en lo posible lo que fuera el Estado del bienestar, invistiendo de una dosis de sensibilidad social al sistema de libre mercado y aspirando no tanto a superar el orden capitalista, como a participar de él. El ciudadanismo n0 censura el capitalismo sino su versión neoliberal más despiadada y la  actividad perversa de una minoría desalmada de poderosos —"la casta"— contra la que la inmensa mayoría debe sublevarse. Esta moderación por lo que hace al orden capitalista, al que solo le reprochan sus excesos y su falta de escrúpulos, es del  todo compatible con una cierta vehemencia retórica, muy en la línea de la vieja tradición de los partidos radical-republicanos o incluso imitando el estilo de los populismos herederos del modelo peronista.

Del ideario ciudadanista destaca la puesta en valor del sujeto-ciudadano, es decir de la encarnación del individuo abstracto como receptor de derechos y responsabilidades naturales,  que limitan cualquier autoridad externa a él a la hora de consensuar compromisos entre personas particulares que se asocian voluntariamente en pos de objetivos comunes, siempre orientados por valores morales asumidos desde la conciencia soberana de cada cual. El ciudadanismo  eleva al individuo a su máximo nivel de eficacia simbólica como personaje conceptual, puesto que reconoce en él la imagen de un ser humano desnudo, sin atributos, desafiliado, solo cúmulo de  potencialidades de acción y desarrollo. Redime al individuo de sus inclinaciones individualistas a base de reactivar en él la vocación emancipadora con que nació de la mano del proyecto civilizatorio moderno, devolviéndole su dignidad original como instrumento de liberación de los constreñimientos de la tradición y de cualquier servidumbre u obediencia no consentidas.

El ciudadanismo es una corriente subjetivista, sin duda, en tanto considera que el sujeto es la única fuente legítima de verdad ética, pero afirma vindicar una subjetividad de orden no egoísta, sino solidaria, abierta a la ayuda mutua con otras subjetividades conscientes tanto de su irreductibilidad como de su mutua dependencia, responsables de sus capacidad para determinar la historia por encima e incluso contra las instituciones que dicen representarlas. El subjetivismo ciudadanista asume la dignidad radical que el liberalismo reconoció en el individuo y lo eleva al rango de verdadero movimiento social.



dimarts, 3 de setembre del 2024

Els rojos de Porcioles

José María de Porciones inaugurant l'elefant de la Ciutadella el novembre de 1957.
La fotografia és de Pérez de Rozas 

Comentari per la gent de l'OACU enviat el juliol de 2018
Els rojos de Porcioles
Manuel Delgado

Em demaneu exemples de com es va produir aquest relleu en els llocs de comandament de l'entramat político-institucional que va col·locant persones que, vinculades a les classes dominants, havien fet la "mili", per dir-ho així, a la clandestinitat antifranquista, com si aquesta hagués estat una mena de camp d'entrenament que els preparés per les activitats secretes pròpies dels contrapoders, però també dels poders, al mateix temps que els dotava de les necessàries dosis de legitimitat moral per a mostrar-se no com els hereus, sinó com els antagonistes que ocupaven el seu lloc per a posar-lo als servei del poble i la democràcia.

Pensa en el cas de l’Ajuntament de Barcelona. Els personatges centrals de la concepció i gestió del "model Barcelona" havien estat a les ordres directes de José Maria de Porcioles i tenien motius per expressar el seu reconeixement. La majoria d'ells ja estaven treballant en llocs estratègics de l'administració municipal predemocràtica, en les tasques de revisió del Pla Comarcal de 1953, que es desenvolupen a partir de 1964. El seu paper no hauria de ser marginal, sinó determinant en tots els sentits, ja que si alguna cosa va caracteritzar l'hegemonia del franquisme desenvolupista va ser la responsabilitat i la independència assignades als tècnics, com ara Albert Serratosa, director del PGM entre 1970 i 1975 i posteriorment del Pla Territorial Metropolità de Barcelona i president de l'Institut d'Estudis Territorials de la Generalitat de Catalunya. 

És a les ordres d’aquests personatges clau del continuum entre els Ajuntaments franquistes i els democràtics que s’incorporen professionals que militaven en organitzacions polítiques prohibides, però als que, al mateix temps, se’ls assignava responsabilitats clau en el disseny de la ciutat futura, és a dir de l’actual. Pasqual Maragall s'incorporarà als equips municipals a mitjan anys 60 i participarà en l'última fase de l'elaboració del Pla General Metropolità com a responsable del corresponent estudi econòmic i financer. Un dels principals ideòlegs de la Barcelona modèlica, Jordi Borja, s'incorpora al gabinet d'ordenació urbana municipal el 1968. Tots ells-i altres que compartien les seves perspectives sobre la ciutat: Ernest Lluch, Manuel de Solà Morales, Rubio Umbarella ...- serien “els rojos de Serratosa”, com se’ls coneixia en els ambients municipals.

Per descomptat que el protagonisme de tots aquests professionals en l'organització urbanística de Barcelona sota el porciolisme no suposava que donessin per bona la seva naturalesa autoritària i antidemocràtica, ni tan sols que no els guiés la millor de les intencions, fins i tot la convicció que estaven actuant a la manera de "infiltrats" de l'urbanisme progressista en el si del franquisme municipal. Es tracta de reconèixer que la incorporació d'aquests i altres professionals militants o vinculats a organitzacions antifranquistes al disseny d'una idea de ciutat que ells mateixos s'encarregarien d'aplicar més endavant no va respondre a la candidesa d'un sistema polític que es deixava envair per tot tipus de cavalls de Troia en matèria de planejament urbà. 

Costa no assumir que aquesta aparent anomalia d’activistes d’esquerra o d’extrema esquerra, al servei d’un govern municipal d’extrema dreta responia a que les forces i poders dels que depenia i anava a dependre el futur de Barcelona ja eren conscients de quin tipus de metamorfosi demanava el procés ja en marxa d’incorporar competitivament la ciutat al nou capitalisme global que s'entreveia i de qui havia de dependre la seva realització, és a dir de professionals dels que se sabia perfectament la seva implicació política suposadament subversiva.








dimarts, 27 d’agost del 2024

Sobre el origen teológico del concepto de habitus


La foto es de William Pipping

Fragmento del artículo de Marta Venceslao Pueyo y Manuel Delgado Ruiz, Somatizaciones del internamiento en un centro de justicia juvenil.La participación de los dominados en su propia dominación, en AIBR, Revista de Antropología Iberoamericana, vol. XII, núm. 2 (2017)

SOBRE EL ORIGEN TEOLÒGICO DEL CONCEPTO DE HABITUS
Manuel Delgado

Son conocidos los precedentes y paralelos del habitus bourdeiano, tanto como sistema de disposiciones, como en tanto que esquemas de percepción, pensamiento y acción, de los cuales la residencia y el instrumento no puede ser sino el cuerpo, cada cuerpo concreto. Esa idea relativa a la somatización del contexto social en que se existe deriva, en línea directa, de las habitualidades de Husserl, de las técnicas del cuerpo de Marcel Mauss y del modo existencial de lo social del que habla Merlau-Ponty, y se emparenta, por ejemplo, con el "cuerpo dócil" de Michel Foucault o con la autocoacción de Norbert Elias. En cambio, acaso no se ha profundizado en la deuda que ese concepto tan frecuentado por la filosofía y más todavía, y gracias a Bourdieu, por la sociología, tiene, como tantos otros debates presuntamente solo científicosociales, una fuerte raíz teológica, que va más allá de constituir su antepasado para advertirnos del sentido último de su vocación definitoria.

En efecto, ha quedado reconocido que son la fenomenología de Husserl y la sociología durkheimniana quienes recuperan el concepto aristotélico-tomista de habitus, y lo legan al sistema teórico propuesto por Pierre Bourdieu, pero no solo como hexis, en el sentido simple de disposición para actuar o estado activo, sino sobre todo en el escolástico de participación de la ley divina en la criatura racional o, si se prefiere, al contrario, de participación de la criatura racional en la ley divina. El habitus es, en efecto, concreción habitual de la gracia, don gratuito del Espíritu Santo que permite al ser humano consentir y cooperar libremente con la benevolencia de Dios, puesto que colabora con sus principios de la acción, el conocimiento y la voluntad, en cada acto. El habitus no es un auxilio para el alma, ni una virtud que se manifiesta circunstancialmente en la conducta, sino que constituye una cualidad sobrenatural infusa que perfecciona en su totalidad ese alma, al mismo tiempo exterior e interior a ella; poseerla es ser poseído por Dios, connaturalizarse con el Espíritu, obtener de él un estímulo constantemente activado que hace hacer, pensar y desear, que hace que Dios "se cuele" en la vida profana del ser y la ponga al servicio de su bondad, permitiendo que sea el propio ser creado el autor de los actos que le salvan, de tal forma que su libertad y su autodeterminación no se suprimen ni disminuyen. Se trata pues de la materialización de una eficacia espiritual, que solo se puede ejercer en última instancia en y mediante el cuerpo del gratificado. Es así que la interioridad de la gracia aparece conjugada sobre el resplandor del mundo corporal.

Esto es lo que nos hemos encontrado en un centro de internamiento del que los internados pueden entrar y salir libremente, porque arrastran su propia reclusión con ellos. Han entendido y han hecho propia la normalidad que los hace constantes, previsibles, inteligibles, cuya trayectoria –según Bourdieu– o carrera moral –para Goffman– hasta ese tiempo y lugar son historias bien construidas y congruentes, protagonizadas por seres totalizados, reducidos a la unidad en tanto "jóvenes delincuentes en fase de reintegración social". Es el habitus ­–en el sentido tanto sociológico como teológico– lo que hace de ellos seres no solo habituados, sino sobre habilitados, es decir entrenados y capacitados para ser quienes son, y, más aun, habitados, poseídos por dispositivos de acción, percepción y juicio que ellos no han generado, sino que les han sido infundidos por la instancia invariable y poderosa, al tiempo trascendental e inmanente, de la que forman parte y que les constituye.




diumenge, 25 d’agost del 2024

Respuestas a La Opinión de Murcia a propósito del arte actvista

Foto de Alan Lodge

Estas son las respuestas que envié a La Opinión a propósito de la 7ª edición de D.Nuevo Ensayo en el CENDEAC de Murcia, en torno al libro de Julia Ramírez, "Utopías artísticas de la revuelta" (Akal, 2014). La entrevista apareció publicada el lunes, 16 de junio de 2014.

Julia Ramírez al principio del libro aclara que va a entender la palabra “arte” como creatividad. De ese modo se aleja un tanto del arte como algo institucional y evita tener que entrar en una justificación normativa de lo que entiende por arte. ¿Cree que es importante señalar esta diferencia?
Es verdad que esa opción Implica sortear una  discusión conceptual que se puede considerar superada e  inútil. Lo que ocurre es que entonces resulta complicado establecer de qué estamos hablando, puesto que no hay actividad humana que no sea creativa. En esa consiste la singularidad de la especie humana: en que no solo vive en sociedad, sino que crea la sociedad en que vive.

Las relaciones entre arte y política han marcado una parte importante del siglo XX. Las “estéticas de protesta” que analiza Julia Ramírez en su libro se enmarcan dentro de ese horizonte. ¿Cómo analiza usted este tipo de expresiones artísticas?
El arte lleva mucho tiempo procurando contribuciones a la transformación social. Hubo grandes artistas que contribuyeron a la agitación y la propaganda al servicio causas revolucionarias. Es una última etapa, justo a la que el excelente libo de Julia nos remite, en que se ha producido un autonomización de las prácticas creativas con intenciones políticas. Parece como si se hubieran independizado de los proyectos políticos, sindicales y civiles, como si renunciaran a ponerse al servicio de la revolución y quisieran ser revolucionarías en sí mismas. Es difícil, en relación a ello, con experimentar una cierta inquietud, en tanto ese tipo de tendencias pueden implicar no una estética de la protesta, sino una estetización de la protesta, que no es lo mismo,  es decir una concepción de la protesta como mera puesta en escena, como show. 

Expresiones artísticas como las que revisa  Julia se producen como auténticas apropiaciones del espacio de la ciudad. ¿Cómo interpreta usted esta relación entre arte y espacio urbano?
También me intranqulizan. Al margen de la buena voluntad de sus convocantes y participantes, pueden ser una contribución a la espectacularización del espacio urbano, es decir  a esa meta de la promoción turística e inmobiliaria de las ciudades que es subrayar sus cualidades de  "creatividad", en orden a propiciar un ambiente atractivo para clases medias ávidas de ambientes intelectuales "rupturistas" y "alternativos".  

La represión policial de estas movilizaciones artísticas de protesta es otro problema decisivo, también señalado por Julia. ¿Cómo lee usted esta relación conflictiva entre reclamación plebeya y las fuerzas del orden?
Yo pienso que esta concepción de la protesta como performance, alejada de procesos sólidos y estructuras organizativas duraderas, es perfectamente asimilable por las autoridades, que pueden  verlas como expresiones "culturales" inofensivas, ajenas a la dialéctica de la lucha de clases y los antagonismos sociales, movimientos alternativos sin alternativas, cuestionamientos del sistema meramente estéticos y, por tanto, estériles.

Recientemente usted ha sido muy activo a la hora de analizar lo que estaba ocurriendo en Can Vies. ¿Se pueden establecer algún paralelismo con el libro que se analizará el jueves?
No. Para nada. Los hechos en la barriada de Sants de hace unos días no tuvieron nada de "creativos", en el sentido que Julia planteaba. Desde el punto de vista estético fueron más bien vulgares, con escasa preocupación por renovar las maneras de emplear la calle para la protesta. Solo fueron la repetición del modelo clásico de apropiación insolente del espacio urbano. Lo típico: carreras ante la policía, barricadas, caceroladas desde los balcones. Se puede decir que los revoltosos de Can Vias fueron escasamente innovadores, aunque no sé qué importancia puede tener eso.

¿Cree que es importante defender la diferencia entre el académico y el intelectual como pensador crítico e implicado?
Por supuesto. Un académico es alguien que trabaja aprendiendo y enseñando constantemente sobre cuestiones que son de su competencia y sobre las que puede expresarse de manera fundamentada, sea en su clase o donde se requieran sus servicios como funcionario público. Un intelectual no sé qué es; creo que es alguien que firma manifiestos de intelectuales. Cuando en algún contexto alguien me presenta como "intelectual" y peor como "intelectual comprometido", me siento ofendido. No quisiera parece arrogante y vanidoso en exceso, pero de verdad que me considero  y quiero que me consideren lo que soy: un profesor, esto es un trabajador de la enseñanza. Ese es el título del que me siento verdaderamente orgulloso.

Para terminar, dado que usted es catedrático de una universidad pública, nos gustaría saber cómo interpreta usted la situación actual de la educación superior.
Lamentable en todos los sentidos. Estudiantes que no pueden acabar sus estudios porque no se pueden pagar la matrícula; profesores que cobran una miseria y trabajan en precario; investigaciones que se interrumpen por falta de financiación; trabajo de reflexión frustrado por la lucha por las acreditaciones que te permitan promocionarte o simplemente conservar tu puesto de trabajo. En estos días merece la pena pensar en qué implica que tengamos la selección número uno del mundo y ninguna de nuestras universidades figure entre las doscientas más importantes de Europa y no digamos del mundo.





dissabte, 24 d’agost del 2024

Peligro: inmigrantes

Una calle del barrio de Roquetes, en Barcelona, levantado por inmigrantes españoles en los años 60.
La foto es de Sergio Daho

Artículo publicado en El Periódico de Catalunya, el 5 de mayo de 2003

PELIGRO: INMIGRANTES
Manuel Delgado


Como se ve, no ha servido de nada el solemne pacto firmado hace unas semanas en Barcelona entre las fuerzas políticas que pugnan por la alcaldía de no emplear el asunto de la inmigración en el debate electoral. A la mínima oportunidad, las opciones más escoradas a la derecha han recurrido al espantajo del “peligro” que los inmigrantes suponen para la seguridad pública, en el caso del Partido Popular, o para la supuesta integridad cultural de Catalunya, en el caso de Convergència i Unió. 

Nada que comentar acerca de las posiciones de Fernández Díaz. Los populares son lo que son y ya no tienen el mínimo escrúpulo en que se note que, en matería de inmigración, son un partido de extrema derecha. En cuanto a CiU los comentarios de Duran Lleida sobre el peligro de que los inmigrantes acaben “desfigurando” la personalidad cultural catalana advierten que la coalición que hoy manda en la Generalitat ni puede ni quiere ocultar su preocupación por la pureza cultural –antes racial– de Catalunya, una pureza que ni existe ni ha existido nunca fuera de la imaginación de quienes creen que la nación catalana es un hecho natural y no la consecuencia de la historia y los proyectos colectivos de sus gentes. Nada de nuevo en realidad. Hace un mes, Jordi Pujol volvía a explicitar, en una conferencia en Esade, su alarma ante el riesgo que implicaban los inmigrantes para su idea de lo que es la identidad catalana.

No deberíamos cansarnos de repetirlo. Quienes llegan a Catalunya no encuentran una cultura entendida como un todo coherente en que se inspira la conducta y el pensamiento de una sociedad. Si la cultura catalana es algo no es sino un precipitado que resulta de las aportaciones de quienes vinieron de fuera alguna vez, en avenidas humanas no muy distintas de las que ahora recalan en nuestros pueblos y ciudades. Los hijos de esos a quienes llamamos “inmigrantes” serán los catalanes autóctonos de mañana, portadores a su vez de las nuevas formas y los nuevos contenidos de una cultura catalana que no está acabada, sino en permanente construcción. Los inmigrantes no pueden “desfigurar” Catalunya, porque la configuran. Los inmigrantes no se integran en Catalunya, sino que la integran.

En ese orden de cosas, Maragall ha hecho bien en denunciar lo que constituye una expresión de racismo cultural, esa ideología de y para la exclusión social que entiende que el ámbito de integración de la pluralidad humana es una supuesta cultura homogénea y no la ley. Ahora bien, si realmente se reconoce que el Partido Popular es partidario de que se agudice todavía más el estado de excepción a que los inmigrantes viven hoy sometidos y si se afirma que Convergència i Unió está asumiendo un discurso esencialista que acaba justificando la postergación de quienes no den pruebas de su adhesión a una supuesta catalanidad, entonces, ¿qué tipo de legitimidad pueden aportar a un proyecto como el del Fòrum Universal de les Cultures, en cuyo patrocinio político aparecen tan directamente comprometidos a través del gobierno central y de la Generalitat?

Hasta ahora ya hemos visto cómo se entienden los llamados tres ejes del Fòrum: paz, sostenibilidad, diversidad. No sabemos qué concepto de paz se va a defender, pero está claro que por ahora no da para condenar la guerra de Irak. Tampoco estamos seguros de qué entienden por sostenibilidad, pero no se ve en qué forma el modelo urbanístico que acompañará el evento es un ejemplo de sensibilidad medioambiental. En cuanto a la diversidad cultural, hay quienes están sosteniendo que el llamado “problema de la inmigración” se resuelve mediante deportaciones sin garantias o exigiendo a quienes llegan lo que Maragall ha llamado “pureza de sangre”, cultural en este caso. ¿Son esas mismas opciones políticas e ideológicas –el PP i CiU respectivamente– las mismas que aparecen en los prospectos como convocantes y coorganizadoras de ese presunto canto universal a la amistad y la cooperación entre las culturas que se supone que va a ser el Fòrum? ¿Será una broma, no?






divendres, 23 d’agost del 2024

Estado de excepción

La foto es de Ángel García y está tomada de https://www.revista5w.com/temas/movimientos-sociales/tras-las-mantas-7747

Artículo publicado en El Periódico de Catalunya el 17 de enero de 2001

Estado de excepción
Manuel Delgado 

El informe anual que SOS Racisme hizo público ayer invita a hacer un balance de la aplicación de la Ley de Extranjería ya no negativo, sino de alarma ante lo que está suponiendo un grave compromiso para la homologación de España como Estado democrático y de derecho. De entrada, no se ve que ninguno de los aspectos del llamado «problema de la inmigración» con los que presuntamente se iba a acabar haya hecho otra cosa que agudizarse. Es más, se puede intuir que la voluntad de la ley nunca fue detener el supuesto aluvión de inmigrantes ilegales, sino asegurar que los que no iban a dejar de llegar permaneciesen a merced de las inclemencias de un mercado laboral atroz. La ley 8/2000 se ha comportado finalmente como una colosal máquina legal de producir ilegales.

De entrada, el documento sobre la inmigración en Catalunya que acaba de ser aprobado por unanimidad en el Parlament es, en casi todos sus contenidos, incompatible con el trato legal que reciben los extranjeros en España. El Informe 2001 de Amnistía Internacional acaba de denunciar el aumento de casos de vejaciones, agresiones y torturas contra extranjeros en situación irregular en el país, como resultado de la acción o la pasividad de los cuerpos de seguridad del Estado, incluyendo a los mossos d´esquadra. Para miles de nuestros vecinos España es un regimen policial en que rige el toque de queda y el estado de excepción, un país en que se puede ser detenido sin asistencia jurídica, confinado en centros de detención infames, sometido a un trato degradante y deportado sin garantías.

Y lo peor es que nuestra legislación actual y la manera como se está aplicando nos deja al margen del modelo de Europa democrática en gestación. Ya no se trata de las reiteradas acusaciones de inconstitucionalidad y de vulneración de la Declaración Universal de los Derechos Humanos aprobada por la ONU en 1948, cuyos artículos 2, 7 y 20 son ilegales en España. Además, la legislación española en materia de extranjería nos coloca de espaldas a los referentes que están orientando la construcción europea por lo que hace a los derechos de los residentes en los países de la Comunidad. Hace pocos días, la mayoría absoluta del Partido Popular propiciaba que el Parlamento español se negase a ratificar tres de los protocolos del Convenio Europeo de Derechos Humanos, firmado en Roma en noviembre de 1950.

España no asume aspectos de ese acuerdo internacional que han firmado países como Albania, Ucrania, Rusia o Rumania. Como el protocolo número 4, de 1963, que prohibe deportaciones masivas como las que se están produciendo ahora mismo. O el número 7, de 1984, sobre garantías de procedimiento jurídico que los inmigrantes indocumentados no disfrutan entre nosotros. Por último, no se ha suscrito el protocolo número 12, solemnemente aprobado el pasado noviembre con motivo del cincuentenario del Convenio de Roma y en que se obliga a la Administración a proteger a toda persona de la discriminación racista de que pudiera ser víctima. Todo esto sin contar con los problemas que provocará sin duda la toma en consideración del Tratado de Niza y, en concreto, de su Carta de los derechos fundamentales de la Unión Europea, firmada por los Presidentes del Parlamento, el Consejo y la Comision europeos el pasado 7 de diciembre. Sus artículos 6, 11, 15, 19 y 21 son inasumibles para la legislación vigente en España relativa a la inmigración extracomunitaria.

En resumen. Cabe preguntarse qué hacer ante una situación sólo en parte inédita para nosotros, cual es la llegada de miles de trabajadores jóvenes atraídos por nuestra demanda de mano de obra barata desde países más pobres que el nuestro. No está claro qué es lo que habrá que hacer para que la administración de este fenómeno se lleve a cabo de manera racional y justa; en cambio, sí que está claro que la vía que se está ensayando en España provoca muchos más problemas que los que pretendía solucionar y nos hace indignos de figurar entre los países civilizados del mundo. Internamiento de personas que han cometido el «delito» de existir, colas humillantes, malos tratos policiales, miles de seres humanos condenados a la clandestinidad, explotación, mafias, decenas de cadáveres flotando en las aguas del estrecho o frente a las costas canarias... ¿Puede ser ese el balance de una ley democrática?






dimarts, 20 d’agost del 2024

La sociedad en migajas

Foto de Frank Jakson

Reseña de Erving Goffman y la microsociología, de Isaac Joseph, traducción de María Marta García. Gedisa, Barcelona, 1999. 125 páginas. Publicada en Babelia, el suplemento cultural de El País, el 4 de noviembre de 1999.


LA SOCIEDAD EN MIGAJAS
Manuel Delgado

La sociología y la antropología clásicas se han centrado en las estructuras estables, en los órdenes cristalizados y en los procesos positivos, siempre en busca de lo determinado y de sus determinantes. En paralelo, haciendo poco ruido y ocupando un lugar periférico en los programas académicos, otros teóricos de la sociedad humana han atendido lo pequeño, lo que hubiera podido antojarse insignificante, las migajas de lo social, los residuos sociológicos que las grandes líneas teóricas desdeñaban y tiraban a la basura. Entre los postulantes de esta microscopia social destacan las figuras de sus pioneros, Gabriel Tarde y George Simmel, pero sobre todo la de quien fuera el más fértil y creativo de sus cultivadores, Erving Goffman (1922-1982), buena parte de cuya obra esta traducida al castellano.

Acaba de presentar Gedisa una buena introducción a la obra de Goffman, que nos sirve además para conocer lo último de Isaac Joseph, de quién Gedisa ya había versionado su El transeúnte y el espacio urbano (1988) y que hace poco publicaba en Francia la muy interesante La ville sans qualités (L´Aube). Joseph representa esa corriente europea que fusiona con éxito la preocupación pragmática –tan norteamericana– por la eficacia de la acción con la preocupación lógica –tan francesa– por las propiedades inherentes que lo hacen posible.

Erving Goffman y la microsociología es un recorrido por alguno de los mejores aportes conceptuales de Goffman. De la mano de Joseph vamos descubriendo sus deudas con Durkheim y con el primer interaccionismo simbólico de G.H. Mead, así como algunas de las puertas temáticas y metodológicas que fue abriendo a lo largo de su vida. Ese repaso arranca en una situación trivial: la entrevista que una demandante de empleo, Susana, protagoniza en una oficina de colocación. Ese momento social de aspecto insustancial sirve para ir desenmarañando la madeja de usos, componendas, impostaciones, rectificaciones y apaños que van emergiendo sobre la marcha y en los que late un microrganismo social secretamente inteligente.

Allí dónde las grandes teorías sociológicas o antropológicas apenas distinguirían más que la sombra de lógicas institucionales y causalidades estructurales, Goffman veía dramas, transacciones, reciprocidades no siempre simétricas, protocolos etológicos que recordaban la condición biótica y subsocial de las relaciones humanas en público. En ese ámbito, las «buenas maneras» son convenciones superficiales que no tardan en demostrarse ejes para la convivencia entre desconocidos, o, lo que es igual, para esa forma de vida a la que damos en llamar urbana. Porque lo que se agita y entrecruza hasta el infinito en la vida cotidiana son eso, masas corpóreas que ocultan una interioridad que en realidad no poseen sino como mito y que reclaman ser tenidos en cuenta o ignorados no en función de lo que realmente son o creen ser, sino en función de lo que parecen o esperan parecer. Son máscaras que son sólo lo que hacen y lo que les sucede.

Tal negociación constante entre apariencias hace de los actores de la vida pública exhibicionistas cuyo objetivo es mostrarse en todo momento a la altura de las situaciones por las que van atravesando. Su meta no es conocer, ni comprender, sino resultar adecuados, afirmarse competentes, hacerse aceptables, saberse el papel, convencernos de la pertinencia de sus gestos, de sus respuestas y de sus iniciativas. Se evalua, ante todo, su capacidad para adaptarse al medio o para intentar modificarlo, usando para ello la manipulación de las impresiones, la astucia, la ambigüedad y la mentiras. Ese sujeto no es un sujeto, sino el objeto de aquel otro con quien pacta las accesibilidades, los compromisos, las luchas o las indiferencias. Cada acontecimiento, cada secuencia es, entonces, un universo social en miniatura.






La plenitud del abismo


La foto es de Eric Kim


F
ragmento de La sociedad y la nada, conferencia invitada al 35 Congreso de Filósofos Jóvenes, celebrado en Barcelona en abril de 1998, dedicado a "Occidente y el problema del nihilismo". Apareció en el número 9 de la revista Mania.

 

La plenitud del abismo
Manuel Delgado

La hiperactividad social que generan las multitudes compactas en acción es una forma de lo que podríamos llamar negativización, nihilización o anonadamiento, es decir una reducción a la nada, regreso a un vacío parecido al del océano primordial sobre el que –por tomar la imagen cabalística–Yahvé aplica el sefirot. La naturaleza hiperactiva de esa nada recuerda la idea que del vacío se hace la física cuántica, que, «lejos de ser pasivo e inerte contiene en potencia todas las partículas posibles» (Prigogine y Stengers, Entre el tiempo y la eternidad), y que se corresponde a un estado energético fundamental de valor nulo, un universo vacío que se correspondería a un «estado excitado» del universo, un estado en que no hace otra cosa que radiar energía y curvarse. Desmentido de convicciones de la física convencional como la de que no es posible extraer energía de la nada, lo que se da en llamar «energía de punto cero», puesto que las fluctuaciones aleatorias de la mecánica cuántica permiten extraerla de un espacio que está vacio, es decir en el que no hay nada que esté presente.

A causa del principio mismo de incertidumbre, tal vacío, paradójicamente, está hirviendo de actividad. Si tuviéramos que pensarlo en términos de algún material esté sería, como hemos visto que pretendía Maffesoli viscoso, curiosamente la misma imagen que utiliza Jean-Paul Sartre para hablar de la nihilización en El ser y la nada. O, si se prefiere, un magma, como hubiera sugerido Cornelius Castoriadis: «Un magma es aquello de lo que pueden extraerse (o aquello en lo que se pueden construir) organizaciones conjuntistas en número indefinido, pero que no puede ser nunca reconstituido (idealmente) por composición conjuntista (finita o infinita) de esas organizaciones» (Coveney y Highfield, La flecha del tiempo). Si hubiera que imaginar esa substancia de la negación retomando las metáforas que nos presta la física contemporánea, nuestra figura sería la del plasma, ese gas en el cual los electrones se han alejado de sus núcleos y que es capaz de generar una gama infinita de inestabilidades y de fluctuaciones, no siempre controlables en el laboratorio.

Estas situaciones de «puesta entre paréntesis» o «en suspenso» de lo social orgánico, auténticos estados de excepción que implican un regreso a lo social amorfo e indiferenciado –viscosidad, magma, plasma–, supondrían una especie de escenificación de una sociedad devenida en pura potencialidad, disponibilidad a ser cualquier cosa, consciencia de que todo podría ser de otro modo. Había mucho en Durkheim de aquella convicción que enunciara Spinoza de que toda determinación implica, por fuerza, una negación. La reducción a la nada colocaba a los individuos que componían una comunidad ante la evidencia de que la distribución de roles –por inconmovible que pudiera antojarse–, las evidencias más inexpugnables, los axiomas más fundamentales podrían diluirse de pronto para dar paso a un mundo todo él hecho de incertezas, de inversiones, de desvanecimientos, es decir de posibilidades puras. Ante ella, la angustia, el vértigo, pero también la apertura radical, la libertad.

Durkheim lo había enunciado recordando que el ser humano «desde el origen, llevaba en sí en estado virtual –aunque prestas para despertarse a la voz de las circunstancias– todas las tendencias cuya oportunidad debía aparecer a lo largo de la evolución». Convicción de que cualquier institución, cualquier pensamiento, cualquier ordenamiento, cualquier plausibilidad coexiste con esa negación de sí que lo liquidaría, pero de la que en última instancia depende para existir y que está hecha de lo que no es, es decir de la confusión de todas aquellas opciones posibles o imposibles, imaginables o inimaginables, aceptables pero también abominables, que no son todavía, que ya no son, que no han sido nunca, que nunca serán. Lo desechado, pero también lo todavía no pensado. Es más, también lo no ideable, lo inconcebible. Lo alternativo viable, pero no menos todas las figuras de monstruos, incluso de aquellos monstruos que ni siquiera pueden ser sospechados. Voces de todo lo otro, que suenan al mismo tiempo, en un alarido enloquecido o en un rumor constante que en sí mismo no significan nada, que no son nada.

Esa negación no está del otro lado de lo social, no es lo contrario de lo social. El no-ser social no es lo que se opone al ser social, en términos de «sombra» o «lado oscuro». No complementa el ser social, sino que lo aniquila y lo genera luego. La negación social no produce la inversión de lo negado, sino un hueco, un vacio en ebullición. Del no-ser social se podría decir lo mismo que se ha dicho del no-ser por los grandes teóricos de la nada. No es, no puede ser, un ser, sino una acción, un proceso y un proceso que tiene en sí su propia fuente en energía. Como dice Sartre en El ser y la nada, «la nada no es, se nihiliza». Tampoco se puede decir que esté antes o después del cosmos social creado, a la manera de un principio caótico fundador o un final catastrófico hacia el que se avanza.

Está negación que suprime y funda al mismo tiempo el ser social está siempre presente. Por decirlo como Sartre, «la condición necesaria para que se posible decir no es que el no-ser sea una presencia perpetua, en nosotros y fuera de nosotros; es que la nada infeste el ser». Recordándole, añadiríamos, al ser social que él, puesto que se funda en la nada, es también, en el fondo, como quería Hegel del ser a secas, «pura indeterminación y el vacio». Más cruda es la aseveración de Heidegger en ¿Qué es la metafísica?: «Existir (ex-sistir) significa: estar sosteniéndose dentro de la nada». Sartre lo plantea magistralmente, por mucho que piense en otra cosa en apariciencia distinta del supersujeto durkheimniano : «La nada no puede nihilizarse sino sobre fondo de ser ; si puede darse una nada, ello no es ni antes ni después del ser..., sino en el seno mismo del ser, en su medio, como un gusano». La reducción a la nada de un organismo social coincide con su exaltación, con la puesta en escena de su totalidad, a la manera como lo planteara Hegel en Ciencia de la lógica : «El ser puro y la pura nada son lo mismo». Luego Heidegger: «Es preciso que la omnitud del ente nos sea dada para que como tal sucumba sencillamente a la negación, en la cual la nada misma habrá de hacerse patente» Y, más tarde, de nuevo Sartre, cuando nos hace notar cómo la nada designa «la totalidad del ser considerada en tanto que Verdad».

Esta paradoja de una nada o vacío absoluto que está siempre, incluso que funda y posibilita el mundo a partir de su hiperactividad constante, aparecía resuelta en la tradición cabalística, a la que el pensamiento de Durkheim y el de sus herederos no son en absoluto ajenos. El rabinismo –inspirador en ese aspecto del principio cristiano del cosmos como creado ex-nihilo– entendió que resultaba preciso concebir a Dios como generador del mundo por un acto de libertad y de puro amor, y no como guerrero victorioso que, en la mayoría de mitos cosmogónicos, vencía y sometía las energías caóticas anteriores a la fundación del mundo.

Las transiciones ininterrumpidas a que se abandonan las sefirot y del árbol sefirótico –tema en torno al cual gira la Cábala en su conjunto– dan por sentado que no puede existir un vacío o una discontinuidad si no es como parte misma de ese desarrollo de la potencia divina. La nada, concebida como ausencia de cosmos y como predominio de lo informe y lo no ordenado –es decir, de nuevo como un caos– sólo puede localizarse formando parte de la propia esencia divina, existiendo en su seno desde siempre, de manera que el abismo coexiste con la plenitud de Dios. A partir del siglo XIII los cabalistas emplean con frecuencia la imagen de Dios como aquél que «habita en las profundidades de la nada». Se trata de lo que el Zóhar identifica con la luz que rodea al En-sof o infinito, lo sin principio, lo no creado. Pero insistentemente se asocia con la existencia más honda de la divinidad, la profundidad radical de Dios, que se exterioriza como energía creadora en las emanaciones de las sefirot. La nada es, entonces, la raíz primera, la raíz de raíces, de la que el árbol de la creación se alimenta : la esencia misma de Dios.




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