divendres, 19 de maig de 2023

El desorden

La foto es de Jordi Secall

Artículo aparecido en El País el 29 de mayo de 2005, en relación con la "Ordenança de mesures per fomentar i garantir la convivència ciutadana a l'espai públic de Barcelona", cuya versión definitiva sería aprobada en diciembre de ese mismo año. La fotografía es Jordi Secall y corresponde al desalojo de inmigrantes encerrados en la catedral de Barcelona la noche del 5 al 6 de junio de 2004, coincidiendo con la celebración del Fòrum Universal de las Culturas.

EL DESORDEN
Manuel Delgado


El civismo es hoy uno de los discursos políticos centrales de nuestras autoridades políticas y mediáticas. Su deterioro fue el asunto central del último pleno municipal en Barcelona y de todo tipo de pronunciamientos más o menos escandalizados en las últimas semanas. El civismo concibe la vida social como un colosal proscenio de y para el consenso, en que ciudadanos libres e iguales acuerdan convivir amablemente cumpliendo un conjunto de preceptos abstractos de buena conducta. El escenario predilecto de ese limbo es un espacio público no menos ideal, en que una clase media universal se dedica al ejercicio de las buenas prácticas de urbanidad. En ese espacio modélico no se prevé la posibilidad de que irrumpa el conflicto, puesto que la calle y la plaza contemplan la realización de la utopía de una superación absoluta de las diferencias de clase y las contradicciones sociales por la vía de la aceptación común de un “saber comportarse” que iguala.

Barcelona es un ejemplo de cómo, a la que te descuidas, el sueño de un espacio urbano desconflictivizado, por el que pulula un ejército de voluntarios ávidos por colaborar, se derrumba en cuanto aparecen los signos externos de una sociedad cuya materia prima es la desigualdad y el fracaso. Y es porque lo real no se resigna a permanecer secuestrado que nuestros espacios públicos no pueden ser un cordial ballet de ciclistas sonrientes, recogedores de caquitas de perro y pulcros paseantes incapaces de tirar una colilla al suelo. ¿Quiénes son los responsables de que se frustre esa expectativa de ejemplaridad que debe presidir la vida pública en la ciudad? Parece que esas bolsas crecientes de ingobernablidad se nutren de las nuevas “clases peligrosas”, aquellas que el nuevo higienismo social, como el del siglo XIX, clama por ver neutralizadas, expulsadas o sometidas a toda costa: los jóvenes, los inmigrantes, los drogadictos, las prostitutas, los mendigos y esa nueva clase obrera que constituyen los trabajadores extranjeros y sus familias.

Sobre los inmigrantes como factor de “suciedad” nada que añadir a lo obvio: es pura xenofobia. En cuanto a las prostitutas, tampoco nada novedoso, puesto que son viejos personajes de las pesadillas de quienes quisieran que Barcelona fuera una ciudad ordenada y obediente. Con los indigentes y drogadictos, formarían ese submundo de lo que en algunas ciudades latinoamericanas llaman “desechables”, aquellos contra los que se está animando a actuar con fines profilácticos, si hace falta como vemos que ocurre de vez en cuando con las acciones de cabezas rapadas igualmente preocupados por la impureza que corroe nuestras metrópolis.

En cuanto a los jóvenes, tampoco queda claro a quién corresponde atribuir responsabilidades incívicas. Se habla de extranjeros borrachos, por ejemplo, que se identifican como nuevos nómadas –los travellers– o turistas pobres, aunque es posible que a su lado encontremos un buen número de estudiantes universitarios de casa bien que han acudido por miles a una ciudad publicitada internacionalmente como un colosal e ininterrumpido espectáculo al aire libre. Por cierto, es curioso que haya quejas al respecto del consumo juvenil de alcohol en público en una ciudad como Barcelona, en que el botellón no alcanza ni de lejos las dimensiones que conocen otras ciudades españolas como Madrid.

Luego tenemos el capítulo de fiestas descontroladas. Hace tiempo que los espacios festivos han demostrado su fracaso en orden a constituirse en ámbitos felices de cohesión social y alguien debería recordar los graves desórdenes que conocieran las fiestas de Gracia ahora ha hecho treinta años, el resultado de los cuales fueron veinte detenidos y un herido como consecuencia de los disparos al aire de la policía. Y es que la fiesta es lo que siempre ha sido, un territorio en que la condición crónicamente problemática de la vida social encuentra una oportunidad en que expresarse. En ese campo se confunden varias cuestiones. Por una parte, la del consumo masivo de alcohol, que no se ataja porque en gran medida depende de él la financiación de esas fiestas. Lo que ocurre es que luego se acabará sosteniendo que los desmanes los han provocado jóvenes borrachos de cerveza vendida por los “lateros” pakistaníes y no por la que les han servido los “buenos ciudadanos” que atendían las barras legales.

En cuanto a la implicación de grupos alternativos, es un argumento perfecto para el hostigamiento policial contra la disidencia política radical. Igual no es casual que la asignación de culpa a movimientos sociales anticapitalistas en altercados como los de Gracia precediera en unos días a un informe en que los Mossos d’Esquadra daban cuenta de la localización en Barcelona de activistas entre cuyos “crímenes” figuraba la difusión de ideas anarquistas y "antisistema".

En resumen, lo que se da en llamar incivismo no es otra cosa que la afloración de realidades sociales que se niegan a ponerse entre paréntesis para que se vea confirmada la ilusión de que el desorden social ha sido derrotado por la “buena educación”. Y es que, como sostenía aquí hace unos días Josep Ramoneda en un sentido parecido, si uno lee lo que escribieran hace no mucho en estas mismas páginas Oriol Bohigas (27 de julio) o Félix de Azua (11 de agosto) sobre el pozo de podredumbre en que se había convertido Barcelona, se llega a la conclusión de que lo que molesta a nuestros intelectuales burgueses no es la miseria o la marginación; lo que les molesta es tener que verla.

Mención aparte merece la invocación al término “vandalismo” para aludir a una nebulosa de conductas en la que manifestaciones de cultura urbana como son los grafitti se mezclan con formas de gamberrismo en las que una visión más profunda debería reconocer los elementos de un lenguaje hecho de rabia y rencor contra ciertos aspectos del mundo en que se vive. Todo acto de violencia es un acto de comunicación, cuyas causas no pueden ser atribuidas de manera simple a una patología psíquica o social. Y recuérdese: explicar no es justificar.

Por otra parte, y al respecto, cabría reconocer el descomunal abismo que, en cuanto a efectos, separa la llamada “violencia urbana” de la violencia urbanística. El pasado 15 de julio, Bernat Puigtobella publicaba en El País un merecido elogio a esa pequeña gran obra que es Destrucción de Barcelona (Mudito & Co.), de Juanjo Lahuerta, un libro que no trata precisamente del aumento de las conductas incívicas, sino de la devastación de que ha sido víctima Barcelona en los últimos años a manos del diseño urbano. Porque, si una papelera quemada es un “acto de vandalismo”, ¿qué calificación convendría a esos barrios populares desahuciados en masa y destruidos por las excavadoras, a ese centro histórico despanzurrado para construir parkings o a ese borrado para siempre de los restos y los rastros de lo que un día fuera una de las ciudades más apasionantes y apasionadas de Europa?





dijous, 4 de maig de 2023

Sobre las raíces caritativas de las ciencias sociales urbanas


Imagen de Caracas que tomé desde el Hotel Hilton, en marzo de 2008

Mensaje para mi colega y amigo Mikel Fernandino, en relación con una discusión mantenida en febrero de 2014.

SOBRE LAS RAÍCES CARITATIVAS DE LAS CIENCIAS SOCIALES URBANAS
Manuell Delgado

Sobre el papel de la antropología que me preguntas, el segundo de los asuntos de tu correo. Tú piensa en lo que implica que las jurisdicciones que se nos presuponen sean lo que son. ¿Qué se espera que hagas profesionalmente como antropólogo? ¿A qué se supone que te tienes que dedicar? La antropología, hoy y aquí, es la ciencia social de los naufragios y las disonancias sociales, siempre vistos como el resultado ineluctable de una forma de vida crónicamente catastrófica, y que muchas veces, casi siempre, se ejerce en nombre de principios que nunca dejaron de ser, de una manera u otra, altruistas, filantrópicos, sensibles y responsables ante el dolor ajeno, activistas del bien y del amor desinteresado hacia el otro.

En el momento actual, una parte importante de la antropología profesional está consagrada a lo que algunas asignaturas de la especialidad anuncian como «problemas de la sociedad contemporánea». Esos problemas, en contra de lo que el sentido común podría sugerir, no son el precio de la vivienda ni las tasas de desempleo, sino las drogas, los inmigrantes, los enfermos de sida, los ancianos, los barrios problemáticos, los gitanos, las «tribus urbanas», las «sectas», los minusválidos, los indigentes, los presidiarios. Volvemos al principio de nuestra exposición. Haz un repaso a lo publicado en los últimos años por antropólogos españoles interesados en los «mundos contemporáneos» o en las «sociedades complejas». Haz inventario de en qué consiste la «antropología aplicada» o la «antropología urbana» en España. Todas esas denominaciones cultan la mucho más clara de «antropología de la marginación social», con tres grandes orientaciones: a), minorías étnicas marginadas; b), inmigración y suburvialización, y c), segmentos de población marginados y otras subculturas de «alto riesgo». Apenas nada más.

¿Lo ves? Es el reencuentro con aquella misma insistente inquietud de los teóricos de Chicago por saber y dar a conocer más sobre lo que, todavía hoy, la prensa escenifica melodramáticamente como las «lacras» del presente, la misma buena voluntad por ser últiles a la sociedad, por descubrir el rostro humano de los desfavorecidos, por hacer una didáctica de la tolerancia y la comprensión, por hacer manifiesto hasta qué punto quiénes llevan la peor parte de la sociedad del bienestar merecen un mayor volumen de ayuda por parte de la Administración.

Aquella heterogeneidad generalizada, la sobreposición constante de formas de pensar y de hacer, que deberían haber sido reconocidas como lo que eran –un hecho y basta– fueron problematizados por los teóricos de Chicago como consecuencia de los postulados morales que determinaron su trabajo. No hay que olvidar que el propio rechazo de la vida urbana que buena parte de los teóricos de Chicago asumieron como fundamental era ya de por sí un signo de adscripción a principios bíblicos que conciben toda ciudad terrena como la inversión de la Jerusalén celestial y que se concretan mitológicamente en las ciudades blasfemas de Babel, Babilonia, Sodoma o Gomorra. En el propio Apocalipsis de Juan la ciudad aparece como el lugar infame por excelencia. Una parte de la Escuela de Chicago trasladó al campo de la práctica de las ciencias sociales el presupuesto teológico protestante que fundó las ciudades norteamericanas modernas y orientó su desarrollo : a partir de la inmanencia del sujeto y de la interioridad personal como sagrario, el diseño de la ciudad se asienta en la abominación de un espacio exterior marcado por la confusión, el desorden y la crueldad.

Los postulados morales que impulsaban a la mayoría de teóricos de Chicago eran, a su vez, la derivación de una inquietud filantrópica de matriz no menos religiosa, determinada por el hecho de que prácticamente todos los miembros de su primera hornada eran hijos de pastores protestantes –Thomas, Burgess, Faris– o procedían del trabajo social –Wirth, Thrasher, Shaw–. Las preocupaciones sociales de los chicaguianos no estaban guiadas sólo por una mera voluntad científica, sino que resultaban de la convicción de que los estragos producidos por los procesos de incorporación a la sociedad urbana debían ser dulcificados por medio, entre otras cosas, de un mejor conocimiento sobre la composición y la vida de las clases populares, en gran medida conformadas por inmigrantes que empezaban a hacinarse en las barriadas periféricas de las grandes ciudades americanas o que constituían guetos cuyo modelo habían importado de Europa (Robert Park, The Ghetto, 1928).

En esos nichos de pobreza y desarticulación social, al mismo tiempo sitios y estados mentales, aislados espacial y moralmente del resto de la sociedad, era previsible la aparición de patologías sociales de todo tipo, desde la anomia hasta el crimen. Los teóricos de Chicago fueron una suerte de destacamento científico-social entregado a redimir a los habitantes de los slums o barrios bajos menos de lo paupérrimo de sus condiciones de vida que de la desorganización psicológica y moral que cabía esperar en ellos. Sus habitantes eran gentes que, al fin y al cabo, habían ido a enfrentarse a una sociedad sin corazón, individualista, sin que los mecanismos de control y de organización que habían conocido en sus culturas de partida sirvieran para nada. A la deriva en un mundo atroz, los pobres estaban abocados al alcoholismo, la delincuencia, la marginación o simplemente a la desesperación.

Es sabido que el movimiento sociológico de Chicago –como otros análogos en Inglaterra y Estados Unidos– respondió a los requerimientos de una corriente de activismo pastoral protestante conocido como los settlements, cuya intención fue la de convertir los barrios periféricos de las grandes ciudades en expansión en laboratorios en que poner a prueba iniciativas de progreso socio-moral capaces de atemperar los excesos del liberalismo capitalista y el darwinismo social imperante. El marco general es el del cristianismo social reformista, el puritanismo levemente de izquierdas de la Social Gospel –del que, por cierto, Obama no dejaría de ser un exponente actual­- que se lanzó a las calles de las grandes ciudades con el fin de rescatar de ellas a todas las víctimas de un capitalismo cada vez más desprovisto de su justificación trascendente, cada vez más inmisericorde. El propio contexto de The Fundamentals -de donde, por cierto, procede el término "fundamentalista"- incluyó reflexiones de signo reformista y uno de los grandes representantes del fundamentalismo, William B. Riley, sostuvo que eran necesario no dar la espalda a lo que estaba pasando en las ciudades, sino, al contrario, ir a ellas para solidarizarse con los trabajadores y democratizar al máximo la vida civil. Todo ello se concretó en campañas para elevar el tono moral de las clases pobres urbanas, víctimas no tanto de su pobreza como de su desorientación. Traslación al campo del trabajo positivo de lo que a lo largo del XIX se había convertido en una lectura filantrópica de la vieja caridad cristiana, entendida ahora como contribución al restablecimiento de un orden socio-natural más justo, enajenado por causas esencialmente morales, que se derivaban a su vez de las nuevas formas de vida que había traído consigo la revolución industrial.

La solidaridad y el activismo social puritanos se derivan aquí de una concepción singular del ascetismo intramundano al que se refiriera Max Weber. Si el ascetismo místico y contemplativo adopta, según Weber, una posición de espera indolente de la salvación, puesto que el individuo es sólo un recipiente de la divinidad, el ascetismo antimundano de tipo activo contempla al ser humano como instrumento de Dios, comprometido por ello a la redención de la vida. La ascética activa es intramundana, en el sentido de que opera en el mundo y lo hace en calidad de conformadora de una racionalización de la vida que pretende liberar a ésta de la corrupción de la criatura y de la condición contaminante y pecaminosa del mundo material. El místico asceta se acredita contra el mundo a través de su pasividad, de su acción, de su apartarse. En cambio, el ascetismo activo testimonia la posesión de la gracia a través de la acción, y una acción que se aplica sobre una sociedad en proceso de putrefacción, marcada por la deslealtad hacia Dios y sus leyes y que debe ser liberada o aliviada del pecado, al tiempo que se preparan las condiciones para el advenimiento del mundo nuevo anunciado por las profecias.

Las ciencias sociales se convirtieron en un frente más del redentorismo religioso que dominaba la sociedad norteamericana a principios del siglo pasado, como había ocurrido en Europa a lo largo del XIX de la mano de los primeros pasos de la sociología y la antropología. En no pocos de los volúmenes de The Fundamentals se proclamaba la importancia de recurrir al método científico para reconocer y aplicar la voluntad divina, y, sobre todo, para tratar de «ayudar a todos nuestros hermanos en los asuntos sociales». Los sociólogos de Chicago no sólo fueron investigadores entregados a la práctica de una disciplina académica, sino también apóstoles que querían rehabilitar, con una mano en la Biblia y la otra en la Ciencia, la doctrina del pecado original, y hacerlo bajo la forma de una nueva responsabilidad social, una fórmula que sustituía la vieja solución individual del protestantismo tradicional por la convicción de que la salvación de cada cual sólo era posible a través de la salvación del todo social. Lógica del involucramiento que resulta a su vez de una teología de lo social como totalidad holística, cada uno de cuyos componentes depende –es solidario– de todos los demás.

Se llevaba así hasta las últimas consecuencias el segundo mandamiento más importante de la Ley, después del de «amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente», que no es sino el «amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt. 22, 34-40 ; Mc. 12, 28-31 ; Lc. 10, 25-28). Ese «amor al prójimo» neotestamentario –ya presente, no obstante, en el Levítico, 18, 19– se recoge en la propia despedida de Cristo : «amaros los unos a los otros...» (Jn. 15, 12), y se entronca con la filantropía o «amor a los hombres», presente en la propia tradición judia y recogido ya por Filón. Raíz misma del principio de caridad que se ilustra en la parábola del Buen Samaritano (Lc. 19, 25-37), asentado a su vez sobre la superioridad del amor sobre la justicia, en el sentido de que el amor se brinda a todo ser humano al margen de sus méritos: «El precepto del amor al prójimo no suprime la justicia ; lo que hace más bien es colmarla, superándola y dando al prójimo más de lo que le pertenece estrictamente». Todo ello en el seno de la situación crónicamente crítica de la nueva ciudad, escenario permanente de un desbarajuste que enloquece, en que es fácil encontrar corroborada hasta su máxima expresión la visión protestante de un ser humano no menos siempre en crisis. Frente los efectos disolventes de la heterogeneidad absoluta, Cristo, la unidad que salva.

Es a partir de tales convicciones que la Escuela de Chicago despliega su activismo salvacionista, valiéndose de los instrumentos positivos de las ciencias sociales. Éstas ya habían emergido en Europa en el siglo XIX con una clara vocación moralista y, desde un principio, merecieron ser denominadas «ciencias morales», puesto que trabajaron a partir del presupuesto de que la sociedad humana podía distinguirse de otras en que era la consecuencia de valores institucionalizados, fuera por la vía del consenso o de la tradición. Esas ciencias sociales no se conformaron con ser morales; quisieron ser también moralistas, en el sentido de que su pretensión fue ayudar a mejorar la sociedad, diagnosticando sus males y orientando sus reformas. Y de ese momento a nosotros, los antropólogos de aquí y ahora, no ha habido ni un paso. Continuamos, ahí, vigilando el camino y comprometiéndonos “científicamente” y algunos incluso políticamente, en la solución o el alivio de las catastróficas consecuencias de la acción de quienes nos pagan.




dilluns, 1 de maig de 2023

La ciudad ideal como derrota final de lo urbano

La Ville Radieuse de Le Corbusier (1933)

Propuesta de comunicación para el IX Congreso Geocrítica 2016

LA CIUDAD IDEAL COMO DERROTA FINAL DE LO URBANO
Manuel Delgado
  
Entre las raíces morales de la utopía urbanística está el referente cristiano del advenimiento de una tierra sin mal, cuya concreción es una ciudad: la Nueva Jerusalén de la promesa escatológica del Apocalipsis, modelo de todas las utopías urbanísticas posteriores.

La utopía es, en efecto, un modelo topográfico que se fundamenta en la inspiración celestial de una estructura espacial y constructiva organizada de manera lógica, de la que resulta una ciudad no solo modelada, sino también modélica. Los monasterios medievales ya eran, de alguna forma, concreciones que anticipaban el sueño bíblico de la Ciudad Ideal. Más adelante, la sociedad urbana perfecta concebida por Francesc d'Eiximenis en el siglo XIV, de acuerdo con  las profecías milenaristas de Joaquim de Fiore;  las utopias renacentistas —Alberti, Filarete, Di Giorgio, o barrocas— Moro,  Doni, Campanella, Bacon—, implicaron idéntica proyección urbanística de perfección socioespacial, una morfología hecha de círculos y polígonos perfectos, de volúmenes simétricos y de repeticiones, que pretenden inspirar idéntica regularidad en las relaciones políticas y sociales reales. A las ciudades ideales católicas le seguirá la reformada, la Cristianópolis del pietista Johann Valentin Andreae, en el siglo XVII. En todos los casos, la ortogonización del espacio se convierte en ortogonización de la sociedad que hace uso de ella.

Casi siempre encontramos en medio de esa ciudad perfecta un volumen arquitectónico que remite a las fuentes trascendentes de la armonía social obtenida y expresa una síntesis en piedra de los valores universales en que se funda. En el centro de Bensalem, la capital de la Nueva Atlántida de Bacon, la Casa de Salomón; también en el centro del anillo más interno de la Civita Solis de Campanella, la residencia del sacerdote supremo, de forma circular, seis veces mayor que la catedral de Florencia, el mismo referente que adopta el templo que describe Anton Francesco Doni en el núcleo de la Ciudad Radiante, que aloja cien sacerdotes y cuya cúpula sobrepasaría cuatro o cinco veces la de Santa Maria di Fiore. Tanto el utopismo ilustrado del XVIII  —Morelly, Babeuf—, como el socialismo utópico del XIX —Owen, Fourier, Cabet, Saint-Simon; incluso la menos autoritaria de Bellamy— vuelven a insistir en torno a la misma idea de congruencia urbana que, como es sabido, inspirará proyectos como el de Cerdà en Barcelona,  inventor del urbanismo como ciencia de la ciudad planificada. En el centro del falansterio, el templo, no por casualidad al lado mismo de la torre de vigilancia.

Es cierto que el proyecto urbano no aparece en el mundo contemporáneo ya como teológico, sino más bien racional y práctico, fundamentado en conocimientos geométricos, matemáticos, técnicos, así como en principios jurídicos, políticos y éticos laicos, pero eso no debe ocultar que se está en todos los casos ante una teleología secularizada, en nombre de la cual el enclave consagrado a las nuevas divinidades domina el paisaje. El Movimiento Moderno y sus utopías —la Usonia de Wright, la Ville Radieuse de Le Corbusier­— repiten ese talante alucinado de todo urbanismo, angustiado por las indisciplinas que una vez y otra alteran una imposible armonía del espacio,  obcecados también en  hacer de él ejemplo a seguir. Para ello la sociedad urbanizada no puede ser sino una sociedad dócil, protegida de toda inestabilidad, a salvo de no importa qué excepción respecto de los mecanismos precisos que la hacen posible, todo al servicio de la ciudad imposible con que sueñan los técnicos de la ciudad, un anagrama morfogenético que evoluciona sin traumas.

El urbanismo nace y existe como un dispositivo tanto ideológico como técnico-administrativo destinado a la reordenación de ciudades percibidas como inaceptables. La insistente representación de la ciudad como lugar de perdición y estridencias es congruente con la vocación utópica del urbanismo, puesto que todo proyecto utópico no existe contra el orden sino contra el desorden percibido y como respuesta ante la desestructuración generalizada de cualquier forma de vertebración social que caracteriza, según sus detractores, la vida metropolitana contemporánea, con su tendencia tanto a la hibridación como a la desobediencia.

En ese sentido, las ciudades contemporáneas reproducen el desacato contra el que se concibió el proyecto alucinado y milenarista de la Nueva Jerusalén: Babel, la ciudad que desatiende el mandato divino de euritmia y estabilidad y encarna un proyecto específicamente humano de organización social, es decir que se funda sobre una blasfema suplantación-exclusión de Dios. Babel forma parte de una saga de ciudades-ramera —Babilonia, Ninive, Enoc, Sodoma, Gomorra, Roma— que son representadas como espacios caóticos, saturados de signos flotantes, ilegibles, hipersocializados, recorridos constantemente y en todas direcciones por una multitud anónima y plural hasta el infinito, a veces iracunda, a veces invisible, magma turbulento y espontáneo de imposible lectura. Reverso en clave humana de la ciudad celestial, prístina y esplendorosa, comprensible, tranquila, lisa, ordenada, dividida en comarcas fáciles, pero no por ello accesibles. De ahí que el urbanismo asuma una misión que no deja de ser divina, puesto que es la que encomienda un dios que detesta la ciudad  real, infame y sacrílega, indiferente a las regulaciones e incapaz de regularidades, puesto que se nutre de lo mismo que la altera.

El urbanismo pretende ser ciencia y técnica, cuando no es sino discurso, y un discurso que querría funcionar a la manera de un ensalmo mágico que desaloje o domestique el diablo de lo urbano, es decir la incertidumbre de las acciones humanas, los imprevistos caóticos que siempre acechan, la insolencia de los descontentos. El urbanista se conduce como un agente divino que lucha contra ángeles caídos que se niegan a rendirse.




dijous, 27 d’abril de 2023

Sospecha y elegancia. El caso Patricia Heras


Fragmento del artículo "Sospecha y elegancia. De la distinción al estigma: el caso de Patricia Heras", incluido en el libro colectivo Ciutat morta. Crónica del caso 4F

SOSPECHA Y ELEGANCIA
De la distinción al estigma: el caso de Patricia Heras
Manuel Delgado

Eso fue lo que le pasó a Patricia Heras la madrugada del 5 de febrero de 2006. La historia es bien conocida. La muchacha y su acompañante, Alfredo, sufren un accidente de bicicleta y acuden a un servicio de urgencias hospitalarias. Allí unos policías les identifican como posibles agresores de un compañero que ha sido herido en unos incidentes aquella misma noche. El criterio fundamental que le permite a los agentes "reconocer" a estos y otros supuestos atacantes es la manera como visten y se peinan, que, de acuerdo con el sistema clasificatorio que están aplicando para establecer el grado de peligrosidad de un o una joven, responde a lo que la jerga oficial llamaría un o una "antisistema".

Patricia Heras había decidido vestirse aquella noche de etiqueta, precisamente porque lo que quería era resultar etiquetable. Escribe en su diario sobre lo que decidió ponerse para salir: "Así que más feliz que una perdiz con mi nuevo corte de pelo a lo Cindy Lauper, me pongo unos piratillas negros con mis zapatos de hebillas y unas cuantas redes ceñiditas al cuerpo con mi nuevo sujetador de ejecutiva putón. Y hecha un pincelito me preparo para discurrir un poco por esta mágica ciudad". Esas páginas del diario, consagradas a la pesadilla de su detención, están llenas de referencias a la puesta en escena de sí misma que Patricia había preparado para salir de fiesta: su dificultad para quitarse la red que llevaba por debajo del sujetador cuando la obligan a desnudarse, "truquillos para que no se bajen los hombros"; las prendas y objetos que le obligan a depositar: "forro polar del cuello, pinchos de silicona verde, anillos... ".

Patricia era una mujer de ideas cuestionadoras de la heteronormalidad, adoptaba actitudes sexuales transgresoras y estaba comprometida con la creación postporno, pero lo que estaba haciendo a la hora de escoger su atrezo era exhibir su adhesión a una determinada cultura, en este caso la cultura queer,  entendiendo cultura como manera de hacer. En este caso no es que Patricia fuera o no queer, sino que se vestía como si lo fuera, en un escenario y un contexto —el espacio público, una salida nocturna— en que las personas intentan ser tomadas no por quienes son, sino por quienes quieren parecer, que puede coincidir o no con lo primero. De hecho, en su diario Patricia narra sus intentos para convencer a la policía de que es menos rara de lo que parece y que desde luego no es ninguna antisistema, sino casi todo lo contrario. Les repite: "No somos okupas, tenemos casa, estudios, trabajos...". Luego, a la jueza: "No soy okupa, no soy punky y no soy una desarraigada".

La tragedia de Patricia es que tuvo que toparse con policías que eran incapaces de distinguir sus adhesiones estético-culturales. Aquellos policías no es que no hubieran leído a Judith Butler, ni supieran qué es el transfeminismo; es que no tenían ni idea de moda alternativa. En el transcurso de su calvario, tal y como ella misma lo relata, Patricia introduce varios toques de ironía en esa dirección. En un momento dado, la mossa d'esquadra que la cachea critica su aspecto, "preguntándome cómo tienes el valor de llevar por camiseta unas medias de rejilla". Poco después, uno de los policías que la custodia en los calabozos de la comisaría, "me da hasta algún consejo de belleza, léase consejos de peluquería." La propia Patricia subraya la ignorancia policial en materia de estéticas juveniles: "En fin, mucho de peluquería y luego no saben distinguir entre una siniestra y una punky y eso que hace unos añitos el estado se gasto su dinerito en instruir a nuestra policía en tribus urbanas, o fue en secretos de belleza."

Para los agentes, aquella mujer y el resto de detenidos no eran personas elegantes, que se habían arreglado para salir de noche y que seguramente lo habían hecho con sus mejores galas, sino gente con pinta extraña, "punkis", "guarros", "perroflautas", cuyo aspecto extravagante los convertía en peligrosos anarquistas, capaces de romperle la cabeza a su compañero. En el último párrafo del apunte de ese día, Patricia da en el clavo del por qué de su desgracia y lo explicita en un tono sarcástico, al referirse a cómo su peinado en damero había sido su perdición: "Mi corte de pelo el más famoso de toda la ciudad. Parece increíble pero me acusaron de homicidio y posteriormente de atentado contra la autoridad por los pelos."

Patricia fue detenida, maltratada, juzgada y condenada a muerte —porque esa fue la sentencia real que recayó sobre ella— por haberse querido distinguir, por haber querido ser identificable e identificada, y por haberlo fatalmente conseguido, pero no por lo que y por quien ella quería.




dimecres, 26 d’abril de 2023

Una forma andaluza de ser catalanes



Artículo publicado en El Periódico de Catalunya el 18/8/1997
        
UNA FORMA ANDALUZA DE SER CATALANES
Manuel Delgado

Catalunya es un excelente ejemplo de cómo las sociedades ur­banas actuales necesitan producir e importar constantemente di­versi­dad cultural. En primer lugar porque sólo la diferen­ciación hace viables las grandes con­centraciones demográfi­cas. También porque la segmentación de las poblaciones ur­ba­nizadas en identidades diferenciadas, unidas entre sí por aquello mismo que las se­para, constituye un mecanismo que les permite a los indivi­duos y a los grupos encontrar en el sen­timiento de per­tenencia un refugio frente a la masificación y la des­persona­lización que caracterizan la vida en las grandes ciu­dades. Por su­puesto que esa proliferación de adscrip­ciones particulares ‑étnicas, religiosas, ideológicas o basadas sim­plemente en gustos estéti­cos o afi­ciones deportivas‑ no tiene porque re­sultar conflic­tiva. Bien al contrario, es un instru­men­to de integra­ción fun­damental, puesto que garantiza que nadie dejará de en­contrar su sitio en la ciudad.

En ese orden de cosas podemos ser testigos de la emer­gencia hoy entre nosotros de una enérgica con­ciencia de co­muni­dad. Se trata de ese enorme colectivo que conforman los inmigrantes andaluces y sus descendientes, a los que tendre­mos que empezar a llamar catalanoanda­luces, puesto que con toda la razón se reclaman andaluces y al mismo tiempo catala­nes, o, lo que es lo mismo, iguales pero distin­tos de los demás ciudadanos de Catalunya. El éxito que cono­cen las Sema­nas Santas andaluzas, las Romerías del Rocío o, ahora mismo, la Feria de Abril de Santa Coloma de Gramanet, advierte de la capacidad de convocatoria que es capaz de desplegar la evoca­ción de Andalucía para muchos de nuestros conciudadanos.
        
Entre quiénes contemplan como positiva la aparición de una sólida identidad catalanoandaluza se encuentran desde siempre los partidos de izquierda, cuyo nacionalismo no se ha basado nun­ca en la existencia de una "esencia" de la catala­nidad y para los que para ser catalán basta con considerarse como tal. Desde ese punto de vista los inmigrantes andaluces no deben integrarse en la cultura catalana, puesto que la integran de pleno derecho desde el momento mismo que decidie­ron estable­cerse aquí. La postura de la izquierda en favor de que las mani­festaciones cul­turales catalanoandaluzas pasaran a depender del Departament de Cultura es bien significativa.

La posición del catalanismo conservador ‑que siempre ha sostenido una idea puramente metafísica de catalanidad‑ ha sido más ambigua. Incomprensiblemente, el II Con­grés de la Cultura Popular i Tra­dicional Catalana que ha organizado la Generalitat y que se acaba de clau­surar ha atendido para nada estas expresiones de cultura popu­lar, a pesar de que son de largo las más im­portantes que tienen lugar en Catalunya. Aún así, los parti­dos del ca­talanismo esencia­lista no quieren quedar al margen de las escenifica­ciones del "hecho diferen­cial" andaluz en Catalunya y plantan sus casetas en el recin­to de Can Zam.

Que el nacionalismo progresista haya apoyado con todo su entusiasmo las manifestaciones culturales andaluzas en Cata­luña no tiene nada de contradictorio. Frente a quiénes desde posturas xenófobas denuncian la "contaminación" que estas fiestas podrían suponer para una inexistente "pureza" cultu­ral catalana, el catalanismo de izquierdas ha visto en la diver­sidad étnica y en sus aportaciones no sólo un factor de enrique­ci­miento cultural, sino también una herramienta al servicio de la emancipa­ción nacional de los catalanes, es decir del conjunto de los ciudadanos de este país, sin exclu­sión alguna.

Esta postura del catalanismo de izquierdas ha percibido que la organización de una cultura andaluza en Cataluña no tiene nada de obstáculo para la incorporación de los inmi­grantes a la sociedad catalana. Expresa, es cierto, una nos­talgia de la tierra de origen, pero una nostalgia que se re­suelve trasladando aquí una versión depurada de lo mejor de lo que se recuerda de allí ‑Semanas Santas sin curas, Ferias de Abril sin señoritos...‑, de tal manera que estas celebra­cio­nes les sirven a los andaluces para mantenerse fieles a sus raíces..., sin tener que volver físicamente a ellas ja­más. Una forma, como se ve, de hacer al mismo tiempo dos co­sas en apariencia antagónicas: sentirse unidos para siem­pre a Andalucia, al mismo ti­empo que les es dado romper definitiva­mente con ella.

Por otra parte, el que los inmigrantes y sus hijos y nietos afir­men su andalucidad ha resultado fundamental para hacer inviable la aparición de una etni­cidad "caste­llano-es­pañola" basada en el idioma, como han pretendido sin éxito ciertos sectores cuya expresión política acaba de fracasar electoralmente en Catalunya. La identidad catalano-andaluza ha ce­rrado el paso al sur­gi­mien­to de una catastrófica divi­sión de Cata­lunya en dos: los ­"caste­llanos" y los "catala­nes". Y es así que la existencia de una pode­rosa con­cien­cia andalu­cista ha acabado siendo el mejor aliado con que podía contar la polí­ti­ca de normalización lingüís­tica en Ca­talu­nya.

¿Cómo no ver con simpatía que tantos de nuestros vecinos hayan descubierto una forma catalana de ser andaluces, o, si se prefiere, una forma andaluza de ser catalanes?


Hermenéutica y conspiración

La fotografía és de Daniellks

Comentario para Cecilia Vergnano, enviado el 26 de agosto de 2022

Hermenéutica y conspiración
Manuel Delgado

Toda lectura de un texto sagrado es siempre interpretación, incluyendo la literaturista propia de los fundamentalismos. La prueba es que las lecturas al pie de la letra de, por ejemplo, la Biblia, no coinciden. Piénsalo. Es así. Si las lecturas literaturistas fuera realmente no interpretativa todas estarían de acuerdo en qué está diciendo el texto que creen que no interpretan. Pero no lo están, luego son hermeneusis.

Interesante el uso que hacemos, también en antropología, de las premisas de la hermenéutica, es decir indagación sobre la verdad oculta en cualquier discurso. Ahí esta toda la tradición de la antropología intertretativa.

Lo que pasa es que eso desvela hasta qué punto las ciencias sociales son herederas o continuadoras de la teología. En este caso, la hermenéutica es un invento de Schleirmacher, que es un teólogo protestante que la concibió como método de análisis del texto bíblico. Lo que hace la antropología interpretativa es eso, entender la cultura como un texto cuyo sentido último debe ser desvelado.

Pero, ojo, hermenéutica no es exégesis. Hermenéutica es interpretación, exégesis puede ser interpretación pero también explicación. Yo soy de pensar que la antropología no debe interpretar, sino explicar, que quiere decir tratar de poner de manifiesto que unas cosas están relacionadas con otras cosas y forman, en su conjunto, un cierto sistema.

Lo otro de la mentalidad conspiranoide es lo que intuyes. En nuestro ambiente político, la convicción que tenemos de que el neoliberalismo tiene planes y somos sus víctimas es incontestablemente verdad, puesto que cumple con el requisito que reclama toda verdad, que es simplificar las cosas.Es que si no hay una conspiración nos abandonamos a la evidencia de que no existe un orden que rija el universo, aunque sea un orden perverso.

Mira. Hay dos películas que ilustran esa doble perspectiva. Por una lado, Matrix, en que se nos deja claro que hay unos hilos oscuros que manipulan la realidad en función de sus planes. Todo está previsto y nuestra sumisión responde a que no conocemos hasta qué punto estamos todos manipulados. En algún lugar, alguien malévolo tiene un plan. En Cube hay una situación angustiosa que los protagonistas intentan, en efecto, interpretar. Manejan la posibilidad de una intervención extraterrestre o un pérfido plan militar. Al final, descubren que no hay ningún plan, que nadie está conspirando, que arriba no hay nadie.

Es todo la consecuencia de una lógica loca y absurda. El horror, el horror, el horror, como dicen las últimas palabras de Kurtz en El corazón de las tinieblas. Todas las teorías conspiranoicas intentan exorcizar esa posibilidad..Las ciencias sociales, la filosofía, las religiones denuncían y luchan contra un mal que necesitan. 





dijous, 20 d’abril de 2023

Romanticismo y antropología

"Paisaje de crepúsculo con dos hombres", de Caspar David Friedrich

Artículo publicado en la revista Universitas, 2-3 (1988) : 55-57

ROMANTICISMO Y ANTROPOLOGIA
Manuel Delgado

"Mon coeur désire tout, il veut tout, il contient tout. Qué mettre à la place de cet infini qu’exige ma pensée... ?"
(Obermann, Étienne Pivier de Senancour)

Está próxima –si es que no se ha producido ya– la edición española de la compilación que, bajo la dirección de Britta Rupp-Eisenreich y con el título de Historias de la antropología (Jucar), recogió las ponencias y comunicaciones presentadas al congreso que se celebrara en París, en 1983, acerca de la formación del pensamiento etnológico durante los siglos XVIII y XIX. Resulta significativo que un buen número de estas contribuciones -de la consagrada a la Volkerkünde alemana al artículo que glosa el aspecto antropológico de la personalidad de Charles Nodier- aludan, en primer término, al papel estratégico que jugara en la construcción de la disciplina la influencia romántica, especialmente por lo que hace a las primeras fases del movimiento en países como Francia y Alemania.

Estas constataciones no son del todo originales, puesto que ya Lévi-Strauss había formulado una apreciación parecida en su famoso artículo «Las tres fuentes de la reflexión etnológica»,al indicar al primer romanticismo como uno de los puntos de referencia, a partir del cual la antropología adopta una personalidad específica en el tratamiento del problema del «otro». Este valor inspirador alcanza a determinar –señala el fundador de la antropología estructural. Los aspectos de mayor ascendente de la obra de Tylor o Morgan, que son también los más alejados del esquema darwiniano y del evolucionismo sociológico ingenuo y que se constituyen en directos deudores de las interpretaciones regresivas de principios del XIX.

Pero, ¿qué tienen esos primeros pasos del romanticismo que ver, ya no únicamente con las raíces de la antropología sino con la propia sensibilidad etnológica más actual? Sin saberlo, Arnold Hauser nos proporciona una respuesta para ello en sus comentarios sobre los orígenes del movimiento romántico, a principios del siglo pasado: «Hubo también antes generaciones que tuvieron el sentimiento de haber envejecido y desearon una renovación, pero ninguna todavía había llegado a hacer un problema del sentido y de la razón de ser su propia cultura y de si su modo de ser tenía algún derecho de ser así y representaba un eslabón necesario en el conjunto de la cultura humana».

Quienquiera que conozca la literatura antropológica actual, especialmente la europea, y que haya percibido y de algún modo hecho suyo el sentimiento de melancolía de desapego por los valores habitualmente mostrados como inalterables que destila, entenderá leyendo a su vez a los primeros románticos, el paralelismo que la evidencia escrita permite establecer entre ambas animosidades. Se trata de una incomodidad crónica, una desafecto con relación a la propia era en que ha tocado vivir, lo que en el caso del romanticismo inicial se llamaba el «mal du siècle». Con ello, esa sensación de comunión con el universo entero y esa vocación de totalidad que ya preludiaba Rousseau en sus Confesiones. Novalis lo definía como una «nostalgia», que tomaba a veces la forma de un «afán de estar en el hogar en todas partes», y la creación literaria como un sueño «de aquella tierra natal que está en todas partes y en ninguna». 

Lo que decía Schiller de aquellos románticos, bien podría valer para un buen número de cultivadores de la etnología moderna: «desterrados que languidecen por su patria». La definición de Novalis de en qué consiste la poesía romántica, bien podría pasar por una declaración de principios metodológica en etnografía: «El arte de mostrarse ajeno respecto de un objeto y, sin embargo, hacerlo conocido y atractivo... el arte de dar a lo ordinario un aspecto misterioso, de dar a lo conocido la dignidad de lo desconocido».

Habría muchas otras correspondencias: el valor vertebral asignado a la alteridad, la decepción con respecto al tiempo y al mundo en que se vive –con el que se mantiene una relación a medio camino entre el rencor y la expiación–, lo que alguien llamaba una cierta «irritabilidad del sentimiento», el ejercicio constante de saltos mortales en los que la razón se arriesga y, sobre todo, esa voluntad de disolver antinomias que se han desvelado ficticias: la vida y la inteligencia, la naturaleza y la cultura, el acontecimiento y lo permanente, el presente y la historia, la soledad y la sociedad, el alma y el cuerpo, lo racional y la pasión... Bien poca distancia hay entre lo que uno puede encontrar en libros como el Tristes tropiques, de Lévi-Strauss, el Afrique fantôme, de Leiris o el L’exotique est quotidien, de Condominas y la intensa búsqueda que hombres como Friedrich Schlegel emprendieron para superar toda sensibilidad y fundar la propia concepción del mundo en algo mínimamente sólido, a pesar de la subjetividad y del sentimentalismo de que toda su obra está anegado. Como decía Novalis, y con él , casi dos siglos después, los exegetas que operan desde el pensamiento etnológico de hoy mismo, «la vida es una enfermedad de la mente».

Este ánimo lo encontramos muy bien en encarnaciones de este espíritu insatisfecho como son, para el pre-romanticismo, el Saint-Preux de Rousseau o él propio escritor en sus ya citadas Confesiones, el protagonista del Obermann de Senancour, el Wherter de Goethe o , muy especialmente, el René de Chautebriand. Todos tienen en común el pesimismo y el escepticismo más desesperanzado, el calvario íntimo de la emigración, una incurable melancolía y, frente a una realidad que de pronto ha devenido absurda, un exaltado e insaciable deseo de abarcarlo todo y de ser abarcado por todo. Esa es la premisa moral a partir de la que se hilvana el romanticismo inicial, con Chautebriand, Mme. De Staël, Senancour, Constant, Nodier y todos aquellos que se sienten herederos de Rousseau y del racionalismo del siglo XVIII, que no del XIX. Protagonistas de un punto de apoyo del razonamiento antropológico, de entonces y de ahora, su estado de lucidez –aquel que paradójicamente conduce a no entender casi nada– hace de los modernos etnólogos sus deudores, en aspectos que no necesariamente son sólo de tipo intelectual o ético, sino que, como el caso de Clastres, pueden también alcanzar una analogía formal, incluso en sus más trágicos extremos.

Este parentesco con respecto a las fases iniciales del espíritu romántico, debería dar que pensar, especialmente a quienes gustan de autoestimular una visión ideológicamente tranquilizadora de la antropología y del tipo de explicaciones por ella propiciadas. Se trata de esa llamémosle paradoja que hace, como señala en el último capítulo de las Historias –dedicado a las sociedades de antropología británicas en el siglo XIX–, George Stocking, que la antropología actual tenga bastante más en común con las corrientes apologéticas y degeneracionistas de principios de siglo pasado -políticamente contrarrevolucionarias y ultramonarquicas, y portavoces de la Iglesia Romana en el plano religioso-, que con el evolucionismo y las tendencias «científicas» que caracterizaron dominantemente sus postrimerías.

Si es factible –como habitualmente se reconoce– trazar una línea directa que, iniciándose en Vico, acabaría desembocando en la moderna antropología interpretativa que practican un Sahlins o un Geertz, por ejemplo, atravesando fructíferamente el pensamiento de Montesquieu, Rousseau, Comte, Durkheim, Mauss, Lévi-Strauss, etc., es indiscutible que esa línea recogería lo esencial de las aportaciones de De Bonald, De Maistre y Chautebriand, esto es, los principales exponentes de las doctrinas que Marvin Harris –ese entrañable memo– calificaba de «básicamente oscurantistas y anticientíficas», pero que fueron el fundamento teórico sobre el que se sustentó el primer romanticismo y aquella fase del desarrollo de la etnología, de cuyas últimas consecuencias, tanto en el plano científico como en el plano moral, estamos ahora siendo protagonistas, como militantes o como espectadores.




dimarts, 18 d’abril de 2023

Deconstruyendo "Lost". II. El camino de los muertos

Jóvenes ndembu en una ceremonia de iniciación, fotografiados por Victor Turner

Esto es una de los apartados de Los mundos intermedios entre la vida y la muerte. El caso de Lost (Perdidos), conferencia pronunciada en las Jornadas sobre la vida y la muerte. Identidad, creencias y ritual, celebradas en el Museo de América de Madrid, en noviembre de 2010

DESCONSTRUYENDO "LOST" II: EL CAMINO DE LOS MUERTOS
Manuel Delgado

Se está sosteniendo que el asunto nodal que organiza en torno suyo la serie “Lost” es el de la vida después de la muerte y el papel decisorio que asume en el destino final del difunto la responsabilidad personal y el balance que cada cual hace de lo que ha sido su vida terrena. Los lances a que se ven sometidos los protagonistas son cuadros escénicos de los temas centrales de su existencia como seres vivos, dramas sociales –por tomar una expresión debida a la teoría de la performance de Victor Turner- a los que se enfrentan para reflexionar sobre quiénes han sido y cómo cabe evaluar sus propios actos pasados. Al tiempo, como sea que se plantea un enigma a resolver –qué ha causado la situación en que se encuentran–, las aventuras de los náufragos del vuelo de la Oceanic son también los hitos que les conducen a la adquisición de un conocimiento secreto. El presupuesto de partida es que todos los personajes de la serie han fallecido en el accidente de avión y que su permanencia en la isla corresponde a la de un estado intermedio en el quedan atrapados de manera provisional antes de incorporarse de manera plena a su estatus final en el mundo de los difuntos.

El escenario de “Lost”, por tanto, es una suerte de lugar intermedio entre la vida y la muerte definitiva, un ámbito neutro en el que lo que le espera al difunto todavía no se ha acabado de dilucidar. Esa especie de vestíbulo se corresponde plenamente con una topografía del más allá abundantemente registrada en diferentes sociedades y épocas y que establecería que, al morir, el individuo lleva a cabo su tránsito al Otro Mundo en lo que se representa como un viaje, desplazamiento o estancia temporal, en el transcurso de los cuales tendrá que someterse a pruebas o juicios de los que dependerá su futuro en la sociedad de los no-vivos. Se trata de los “períodos intermedios” de los que Robert Hertz, en su clásico sobre la representación social de la muerte publicado póstumamente en 1917, ilustra su extensión y su recurrencia en diferentes épocas y culturas (La muerte y la mano derecha, Alianza). Por mencionar sólo algunos casos bien conocidos, pensemos en el famoso Pert em hru o Libro de los muertos egipcio o numerosas ars moriendi medievales, por no hablar de todas las variantes de lo que, evocando el título de un libro de Remo Guidieri sobre el transporte al mundo de los ancestros entre las comunidades asiáticas de Polinesia y Melanesia, en tantas sociedades sería la ruta o el camino de los muertos (El camino de los muertos, FCE).

Esa situación transitoria –de la que “Lost” vendría a ilustrar una variante actual– puede tipificarse plenamente con lo que la etnología religiosa clásica ha estudiado como ritos de paso, un concepto acuñado por Arnold Van Gennep en una obra bien conocida publicada originalmente en 1909: Los ritos de paso (Alianza). Más en concreto, ese estado intermedio se homologaría con la fase liminal de esos transportes rituales, aquella en el que el neófito que se encuentra en la antesala del más allá definitivo, luego de haber abandonado el universo de los mortales, ya ha perdido las características propias de su fase anterior como ser vivo, pero todavía no ha adquirido el rango o condición que le aguarda en su final transmundano, por ejemplo en el Cielo o en el Infierno. Se trataría de un umbral cuyo ocupante de paso experimenta un estado de ambigüedad estructural o, si se prefiere, un estado interestructural, es decir a medio camino entre posiciones estables en la geografía total de los universos, hecha de comarcas cerradas e incompatibles, aunque interconectadas mediante diferentes oberturas o canales. En esa etapa intermedia en que se produce la metamorfosis del iniciado, éste es socialmente instalado en una situación extraña, definida precisamente por la naturaleza alterada e indefinida de sus condiciones, dado que lo que habían sido sus referencias culturales básicas se han diluido o trastocado.


En su estudio sobre los ndembu de Zambia, Victor Turner es quien mejor ha descrito y analizado este periodo marginal o liminal, en cuyo transcurso al pasajero ritual se le ve “atravesando por un espacio en el que encuentra muy pocos o ningún atributo, tanto del estado pasado como del venidero”. Ya no es lo que era, pero todavía no es lo que será, puesto que “es ni una cosa, ni la otra; o tal vez es ambas al mismo tiempo; o quizás no está aquí ni allí; o incluso no está en ningún sitio –en el sentido de las topografías culturales reconocidas–, y está, en último término, entre y en mitad de todos los puntos reconocibles del espacio-tiempo de la clasificación estructural” (La selva de los símbolos, Siglo XXI). A partir de todo ello podríamos tipificar la isla en que se desarrolla “Lost” como un ejemplo de limen o umbral, a los accidentados abandonados en ella como seres liminares o liminoidales –por emplear también ahora un concepto que Turner propone para los personajes de ciertas obras de ficción– y a sus aventuras como pruebas equivalentes a aquellas a las que los transeúntes rituales han de enfrentarse en su transcurso por la fase intermedia de los pasajes rituales, en nuestro caso el que separa y a la vez une el mundo de los vivos y el Más Allá.


divendres, 14 d’abril de 2023

De potencias oscuras y causas vagabundas

La foto es de David Jonson

Consideraciones para los estudiantes del Màster en Antropologia i Etnografia de la UB, a raíz de los disturbios en Londres y otras ciudades inglesas en agosto de 2011.

DE POTENCIAS OSCURAS Y CAUSAS VAGABUNDAS
Sobre la lógica social de la horda
Manuel Delgado

Buena oportunidad la que nos han prestado los acontecimientos en las ciudades inglesas –y en tantas ciudades de tantos sitios de manera más o menos regular en las últimas décadas– para recordar como la actual noción de público sólo se entiende, desde finales del XIX, como una especie de antídoto moral de otro concepto al que me refería hace unas entradas: el de chusma o populacho, relativo a una acción de masas que aterrorizaba al poder burgués y hacía inviable su control sobre las ciudades. En concreto, además de a John Dewey desde el pragmatismo norteamericano, me viene a la cabeza la aportación al respecto de uno de los pensadores más interesantes de la primera sociología francesa: Gabriel Tarde. Para Tarde, en La opinión y la multitud (Taurus) el público implica un tipo de acción colectiva que sólo se pueden entender en contraposición a la multitud, ese personaje al que, en efecto, se había visto protagonizando a lo largo del siglo XIX todo tipo de revoluciones y algaradas sociales y a las que la primera psicología de masas –Izoulet, Sighelle, Rossi, Le Bon, más tarde el propio Freud– estaba atribuyendo un condición infantil, criminal, bestial, primitiva, incluso diabólica, sobre todo por su tendencia a convertirse en horda incontrolada. Ese tipo de agregado humano, sobre cuya preeminencia el mundo contemporáneo alertara Ortega y Gasset en su conocido ensayo La rebelión de las masas, ha continuado siendo localizado en el momento actual, sobre todo en revueltas “sin ideas” como las que hemos conocido estos días en las ciudades inglesas. Es como contrapeso a esa tendencia psicótica atribuida a las multitudes, que vemos extenderse ese otro tipo de destinario deseado para la gestión y el control políticos: la opinión pública, es decir la opinión del público como conjunto disciplinado y responsable de individualidades.

En cambio, sería interesante pensar con detenimiento qué y quiénes configuran esa especie de sombra oscura a la que los medios atribuyen los estragos y los desmanes de estos y otros días, y que –cosa curiosa– suelen catalogarse bajo el epígrafe genérico de “violencias urbanas”.

Acaso la primera línea de interpretación que decidió rescatar de la irracionalidad la actuación de la turba de la irracionalidad fuera la de la sociología de los comportamientos colectivos. En su arranque, los teóricos de la Escuela de Chicago consideraron con seriedad el permanente estado de crisis que la multitud parecía experimentar, su tensión crónica, los inopinados movimientos de alarma, de euforia o de pánico que registraba y que a Robert E. Park, uno de los teóricos de la Escuela de Chicago, le traían a la cabeza la agitación frenética de la bolsa. Desde el interaccionismo simbólico, a finales de los años 30, se propuso una sistematización en el estudio de los fenómenos de masas que, entre sus tareas, incluía el estudio de conductas colectivas hostiles. Lejos de las servidumbres psicopatológicas, las actuaciones de las multitudes amotinadas empezaron a ser tipificadas como nuevas formas de interacción para afrontar y redefinir situaciones no estructuradas. La acción de lo que hasta entonces había sido presentado como chusma o turba podía ser estudiada en función de lo que los interaccionistas llamaban “conductividad estructural”, así como de otros factores, como son la tensión estructural, la existencia de creencias generalizadas o los factores dramáticos desencadenados no pocas veces por rumores. No obstante, la sociología de las conductas colectivas nunca dejó de ver los furores o fervores masivos como disfunciones resultantes del debilitamiento del control social y del fracaso de las pautas culturales en orden a hacer frente a cuadros de indeterminación. La actividad tumultuosa se constituía así en una variable de desviación y desorganización sociales, una prueba de la naturaleza desestructurante de la vida urbana y la manifestación de una infantil búsqueda de soluciones elementales en situaciones de conflicto.

Superando los prejuicios, pero sintetizando los avances, una sociología de la turba que entre sus objetos incluyera las audiencias frenéticas de hooligans o fans, debería ser capaz de levantar un método de registro y de análisis que reconociera en las exasperaciones colectivas formas extremadamente complejas y eficientes de autogestión social. Para ello, sería preciso regresar a conceptos de la sociología clásica que intentaron aproximarse a lo social concibiéndolo no sólo como organización o estructura, sino también como energía o fuerza. De ahí la noción, debida a Durkheim en Las formas elementales de la vida religiosa, de efervescencia colectiva, lo social llevado a un punto de ebullición, fuente que desprende el calor básico del que depende el funcionamiento de cualquier sociedad.

Otros teóricos habían llegado a apreciaciones parecidas a propósito de lo que se interpretaría como una especie de forma 0 de sociedad, totalidad viviente, dotada a una inteligencia y una corporeidad comunes, pero sin organicidad alguna, como conformando una pasta o magma informes que podía verse agitándose sin fines concretos, abandonada a una especie de inercia vital que podía expresarse por el puro placer de hacerlo. Se trataba de conjunciones en las que, a la manera como se representa la horda primitiva, el individuo quedaba del todo arrebatado por estados de ánimo, pensamientos y actos cien por cien colectivos, en los que se registraban intercambios y acuerdos tanto mentales como prácticos que no requerían de mediación orgánica alguna y que se antojaban la consecuencia de una comunicación “sin hilos”, acaso como una variante de aquella “telepatía salvaje” de la que hablara un día Frazer en su Rama dorada (FCE). Es en esas oportunidades en que podemos ver desplegarse y actuar aquellas energías elementales que constituyen la sociedad, al mismo tiempo que la destruirían en cualquier momento.

La efervescencia colectiva, como también la solidaridad mecánica durkheimniana, en tanto formas de vida social radical, inorgánica y fuertemente emocional, basada sobre todo en una copresencia física llevada al límite, se parecerían a lo que Max Weber denomina Vergemeinschaftung o “relaciones comunitarias”, espacio previo a toda deliberación, ajeno a toda racionalidad, vivido como natural por unos componentes que se reconocen automáticamente unos a otros, se sienten vínculados por lazos de deber recíproco y mutuo agrado y que comparten el sentimiento subjetivo de constituir un todo, a diferencia de las distintas formas de sociedad, que están en todos los casos fundadas en los intereses compartidos de sus miembros. De semejante idea deriva también un concepto tan básico para la sociologia weberiana como el de Gemeinschaftshandeln o “acción común”, comunidad puramente emocional de naturaleza rasante y aestructural qie encontraría ejemplos, según Weber (en Economía y sociedad, FCE), en las relaciones derivadas de la piedad religiosa, de la idea de nación o de la atracción erótica.

Reencontramos ese mismo tipo de intuición teórica, relativa a dispositivos automáticos de vida social, en la que lo colectivo podía ejercerse como energía sin forma, pero con enorme capacidad formalizadora, y que se expresaría en las figuras primitivas de la horda y contemporáneas de la multitud turbulenta. Está presente, sin duda, en la sociología de Michel Maffesoli (El tiempo de las tribus, Icaria), sobre todo cuando considera el papel de lo que llama “centralidad subterránea”, “familiarismo natural”, “nebulosa afectual”, “comunidad emocional” y otras formas de hipervitalismo social. Algo parecido cabría decir de la manera como Toni Negri (La anomalía salvaje, Anthropos) ha recuperado y reinterpretado la noción spinoziana de potentia, para referirse a la capacidad creativa de la multitud. El mismo Negri, en esa misma línea y junto con Michel Hardt (Multitud, Debate) , ha regresado al concepto de multitud para referirse a un sujeto colectivo no basado en vínculos contractuales, conglomerado humano amorfo, sin límites precisos, inconmesurable, en cierto modo monstruoso, pura potencialidad, auténtica “carne de vida”. Son sólo algunos ejemplos de una persistencia en la vindicación de la turba de la que encontraríamos variables en otros pensadores contemporáneos como Canetti, Deleuze, Guattari, Foucault, etc.

Nos encontraríamos también, a su vez, con la reactualización de intuiciones que la mitología y la filosofía antiguas ya habrían cultivado de una u otra forma. No cabe pensar sino en el sefirot de la mística judía, la fuerza de vida o capacidad creadora de Yahvé, la energía que ejerce sobre el océano abisal y caótico anterior a la creación, el tehom. Platón, en su Timeo, se refiere a esa “potencia oscura” a la que llama Necesidad o a la “causa vagabunda” que incorpora al mundo un factor de inestabilidad y desorden.

Acaso sería ese el sentido de la vigencia de ese tipo de acción social en configuraciones humanas de aspecto insensato, que tienden a escandalizar por su resistencia a cristalizar y a comportarse de acuerdo a premisas estandarizadas de racionalidad. La vieja horda –lo que los diccionarios definen como “comunidad de salvajes nómadas”, pero también como “grupo de gente que obra sin disciplina y con violencia”– sobrevivió bajo la figura de la muchedumbre devenida patulea, un personaje colectivo cuyas acciones podían ser consideradas irracionales, puesto que éstas no eran, por emplear la clásica tipología weberiana, ni “racionales con arreglo a fines”, ni “tradicionales” -repetidas inercialmente ante estímulos habituales–, ni siquiera “emotivas” –orientadas por sentimientos o pasiones–, sino simplemente “no sociales”, hasta tal punto se traducían en alteraciones mentales colectivas, parecidas a las que experimenta, según Weber, el individuo víctima de locura de amor o el odio más cerril.

Rescatándolas del pozo ciego de irracionalidad a la que han sido lanzadas, unas ciencias sociales de la acción de las turbas deberían reconocer en sus aparentes delirios la agitación de ese protoplasma social al que se calificó como solidaridad mecánica, efervescencia colectiva, comunidad afectual o communitas. Sus expresiones –también bajo la forma desmesurada y pasional de los públicos fanáticos, incluyendo hooligans y fans- serían otras tantas oportunidades que lo social se brinda a sí mismo de advertir del buen estado y la disponibilidad de sus mecanismos de “puesta a 0”, es decir de los dispositivos que en cualquier momento le permitirían volver a empezar, regresar a la pasta informe inicial, hecha de cuerpos sin nombre, sobre la que y a partir de la cual ejercer una fuerza conformadora cualquiera. En la turba nadie es nada en concreto, ninguno de sus componentes individuales es lo que había sido ni lo que sería después de conformarse la masa y de que ésta actúe, pero su ebullición es el requisito para el parto de cualquier futuro, puesto que es de su actividad estocástica que ese futuro habrá de surgir.

La vehemencia de la horda no deja de tener, como se ha pretendido, un fuerte factor instintivo. Pero ese instinto no es un instinto animal, sino social. Si asusta es porque su aspecto grosero y brutal se escapa de una ética a la que es del todo indiferente, puesto que la turba, por decirlo de algún modo, va siempre “a la suya”. La crueldad y la arbitrariedad de muchas de sus expresiones parece desconcertar por su aspecto enloquecido, pero en realidad es porque preocupa que su falta de compasión sea secretamente lógica, es más, porque acaso manifieste una forma superior de racionalidad, una racionalidad oscura pero lúcida a la vez, ubicada más allá de la moral.

La vieja horda salvaje, como las multitudes festivas o insurrectas contemporáneas, parecen no tener corazón, en el doble sentido de epicentro orgánico y lugar de la lástima. Tampoco tienen cerebro, en el sentido de núcleo neurálgico o de capacidad para el sentido común. Pueden tener cabecillas, pero no cabeza, no sólo en el sentido de que “la hayan perdido” –como suele decirse de los enfervorizados por cualquier causa–, sino también en el de que dan la impresión de ser acéfalas. No piensa, no siente; sin inteligencia y sin moral, se exhiben como una pura musculatura, un sistema de articulaciones y tendones que sirve para aplicar una fuerza que puede desperdiciarse en objetos y objetivos inútiles, pero que advierte cómo en cualquier momento, a la menor oportunidad, estaría en condiciones de desencadenar todos los cambios posibles, en cualquier dirección. Entre tanto esa ocasión no se dé esa potencia continuará ahí, caótica y sin forma, ejercitándose de tanto en tanto de forma gratuita y arbitraria, como un súbito asilvestramiento de lo social.



Canals de vídeo

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