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divendres, 23 de febrer del 2024

La fiesta o la identidad hecha trizas

La fotografia és de Tony Linck y fue tomada en los Sanfermines de 1947

Fragmento de la intervención en el ciclo Fiesta, tradición y cambio, celebrado en la Universidad de Granada en enero de 1999. El texto completo apareció publicado como La ciudad y la fiesta. Afirmación y disolución de la identidad, en Javier García Castaño, ed. Fiesta, tradición y cambio, Universidad de Granada, Granada, 2000, pp. 73-96

LA FIESTA O LA IDENTIDAD HECHA TRIZAS
Manuel Delgado

Hemos visto cómo la fiesta, en tanto que dispositivo social destinado a realizar lo imaginado, puede hacer visible una comunidad que la vida cotidiana sólo permitiría anhelar. Esa fiesta ejerce en esos casos una fuerza centrípeta y formalizante. Pero, como ya se ha adelantado, esa misma energía que la fiesta descarga, esos mismos acontecimientos que suscita, pueden hacer justo lo contrario: aplicar su potencia en un sentido centrífugo y desfigurante, y hacerlo llevando hasta su extremo la inestabilidad propia de los espacios urbanos, las propiedades estocásticas de lo que ocurre en las calles o las plazas de cualquier ciudad, su virtualidad a la hora de hacer que proliferen sin límites las interacciones entre desconocidos que han puesto en suspenso quiénes son y se abandonan a una interrelación en gran medida sometida a todo tipo de incertezas, en la que las adaptaciones identitarias han de ser constantes. La fiesta, en este caso, no reclama comunión alguna, no demanda un principio de conformidad con contenidos explícitos de ningún tipo, puesto que ni sostiene ni se deja sostener por discurso concreto alguno, que no sea, como mucho, el de ese conjunto elemental de reglas de cortesía que organizan una vida cotidiana que ya era antes un baile de disfraces y una gran comedia de la disponibilidad.

La fiesta, entonces, no dice nada, sino que se limita a hacer, se convierte en escenario para una acción polidireccional, por no decir espasmódica, convulsa. Su escenario natural, la calle, realiza de este modo al máximo su condición última de lugar para la acción, marco ecológico de todo tipo de actividades y agitaciones, ámbito en que, siguiendo a Hannah Arendt, se desarrollan los modos de subjetivización no identitarios. Por ello, la calle en fiestas se convierte en algo distinto y en cierto modo contrario a los territorios de identificación comunitaria o familiar. Para integrarse en la realidad que la fiesta así orientada genera no hace falta ser, sino sólo estar, o, mejor dicho, acontecer. Quienes participan así en la fiesta se limitan a suceder, devienen su propio evento o el evento de otros. Cada cual es lo que parece o quiere parecer: su propio cuerpo, puesto que es su corporeidad y sólo su corporeidad lo que le otorga derechos y deberes festivos.

En estos casos la fiesta basada en la fraternidad difusa, al contrario de la basada en la fraternidad fusional, conduce a su máxima expresión la inautencidad que caracteriza el espacio urbano, las potencialidades de la pura exterioridad y del anonimato, la renuncia a la identificación. La comunidad, como su propio nombre indica, se basa en la comunión, pero lo que el accidente tempo-espacial provocado por la fiesta ha suscitado ahora es una unidad social que –como las que hace y deshace sin parar la vida pública– no se basa en la comunión, sino en la comunicación. No es una fusión, sino una fisión o, si se prefiere, una difusión. La comunidad no requiere que sus miembros se comuniquen, puesto que no tiene nada que decirse: son lo mismo, piensan lo mismo, comparten una misma visión del mundo, están ahí y en ese momento justamente para volver a comulgar juntos. 

En cambio, la colectividad que la fiesta centrífuga genera está ahí para que las moléculas que la componen jueguen a ignorarse y atraerse de acuerdo con movimientos impredecibles. Mientras que la fiesta comunal –o la dimensión comunal de una fiesta– anula las distancias entre individuos, la fiesta colectiva –o la dimensión colectiva de la fiesta– afirma esas distancias, puesto que es del juego con ellas del que dependen las sociabilidades sobre la marcha que se van desencadenado sin solución de continuidad. Es cierto que a las fiestas se puede asistir con el fin de recordar y dar a recordar quién es cada cual, es decir lo que entiende o quiere dar a entender que es «su identidad». Pero no es menos cierto que también se puede uno sumar a la fiesta, sumergirse en el torbellino que suscita, justamente para lo contrario, es decir para olvidarse de quién se es, anular momentáneamente el nicho identitario que cada cual se asigna o le asignan, para anonadarse, esto es para volverse nadie, nada, para disfrutar de las posibilidades inmensas del anonimato y de la máscara, para disfrutar al máximo de la infinita capacidad socializadora que concede el simulacro, las medias verdades, los sobreentendidos, los malentendidos y hasta la mentira.

Se reencuentra aquí, en contextos urbanos, la communitas a la que dedicara su atención analítica Victor Turner (El proceso ritual, Taurus). Y reaparece de la mano de esas eventualidades programadas que consisten en la ocupación tumultuosa del espacio urbano por parte de personas ordinarias que se abandonan a un intercambio generalizado y sin límites. Esta producción de communitas no constituye una excepción, sino una intensificación o aceleramiento de lo que son las condiciones cotidianas de existencia de ese espacio urbano, vectores de fuerza que son al mismo tiempo disolventes y liberadores. Henri Lefebvre advirtió en su día ese fenómeno, al referirse al «paso de lo cotidiano a la fiesta en y por la sociedad urbana» (La vida cotidiana en el mundo moderno, Alianza). Eso es así en tanto que el espacio urbano vive en una permanente situación de communitas atenuada, en la medida en que todo él está hecho de liminalidades, es decir umbrales, tierras de nadie. Si la fiesta puede generar territorios identitarios, también puede suscitar el establecimiento de tiempos o espacios fronterizos, es decir tiempos y espacios sin amo, límites que sólo pueden ser cruzados y en los que cada cual deviene contrabandista o fugitivo. Planteado de otra manera: la fiesta procura la intensificación máxima de las propias cualidades rituales de la vida cotidiana, esa substancia básica que Goffman había percibido alimentado las interacciones. Al contrario de lo que ocurre en el estructural, en el campo situacional la posición de los copresentes es, por definición casi, de tránsito. En ese territorio movedizo los protagonistas lo son de un permanentemente activado rito de paso, una suite de protocolos en que se despliega la ambigüedad crónica de los encuentros, la dialéctica constante que la naturaleza reversible de éstos demanda entre vínculo y puesta a distancia, entre seducción y desconfianza mutuas.

Se entiende entonces en su sentido más radical en qué consiste la calle como ese espacio en que siempre está a punto de ocurrir alguna cosa, incluso alguna cosa que trastoque lo hasta entonces dado, que lo desintegre como consecuencia de una apertura a lo incierto y al azar. La comunidad puede ver entonces en la fiesta lo que ya creía entrever en la actividad normal de las calles de cualquier gran ciudad: su peor enemigo, puesto que en la fiesta, como en la calle, se produce la apoteosis natural de sociabilidad en la que el distanciamiento une y los intervalos son puentes. Si el modelo de la fiesta comunitaria se proyecta hacia lo doméstico en forma de celebración familiar y hacia lo político en forma de conmemoración patríotica, el modelo de la fiesta disolvente –de la que el carnaval es sin duda el paradigma– se proyecta sobre la actividad ordinaria en los espacios urbanos, ámbitos constituidos e instituidos en la heterogeneidad y en los que la convivencia se produce no con personas, sino entre personas. Y entre personas que se han hecho presentes y participan sin ser concitadas a confesar cuáles son sus adhesiones culturales, sus convinciones ideológicas o religiosas, sus orientaciones sexuales, sus fortalezas o debilidades morales. Espacio de traidores y agentes dobles. Esas siluetas que se agitan no han sido inquiridas a confesar sus motivaciones íntimas. Ni siquiera sus verdaderas intenciones.

Esa disolución festiva del orden social, el regreso a las turbulencias que lo originaron –pero que no están antes, sino que permanecen en todo momento debajo–, no implica una negación. Antes al contrario. El desbarajuste festivo proclama lo que, antojándose el anuncio del inminente final del cosmos social, es en realidad su principal recurso, su requisito, su posibilidad misma. La efervescencia festiva ha generado otro cuerpo, pero un cuerpo que no es otra cosa que un puro orden muscular, un ser que piensa sin cerebro, que respira por la piel, que digiere con los ojos.





dimarts, 11 de maig del 2021

La identidad com a relació


La foto és d'Andrew Prokos

Nota per els estudiants d'Introducció a l'Antropologia sobre la base interaccionista de les teories antropològiques a propòsit de les identitats col·lectives. Enviada el 8 de desembre de 2012

La identitat com a relació
Manuel Delgado

Com vaig mirar d’explicar-vos, les perspectives que avui sostenim des de l’antropologia a propòsit de la identitat col.lectiva –l’’etnica, però qualsevol altra també– amplien d’alguna manera les que l’interaccionisme simbòlic i la microsociologia estructural-funcionalista havien apuntat sobre la del propi individu, sobre tot usant el valor teòric self, del que vam estar parlant. Recordeu que es tracta d’entendre, prenent al propi individu com a referent, la condició construïda, contingent i situada de qualsevol definició o presentació identitària.

Al respecte, vaig explicar-vos que el primer interaccionisme simbòlic, a partir del programa teòric de Georg H. Mead (Espíritu, naturaleza y sociedad, Paidós), el postulat essencialista que afirma el prevalgut absolut d'allò únic sobre el múltiple. Aquesta premissa suposa que els continguts de la informació vehiculats en l'acte de comunicació són, poden ser o han de ser transmesos de manera perfecta i no problemàtica, sempre a partir de la presència d'un subjecte que rep estímuls i reacciona davant ells, o que els emet. Aquesta teoria concep l'existència d'un univers de la permanència, poblat d'entitats humanes estables carregades de veritat. Més envadant, i això ja entronca amb el que us estava defensant a classe seguint Erving Goffman –La presentación de la persona en la vida cotidiana, Amorrortu–, en la interacció cada individu que participa no busca altra cosa que salvar la cara, mantenir la seva imatge, acabar sense ensurts allò que ha començat i sortir del pas de la millor manera possible. Per a la microsociologia l'individu ha de ser dividit entre un personatge (caracter), que tracta d'imposar-se en cada interacció, i un intèrpret (performer), que disposa de les facultats mentals i intel·lectuals indispensables per a posar en escena aquest personatge de manera eficaç. Però, ignorant deliberadament l'intèrpret, l'estudi del qual es remet directament a la sociobiología, aquesta perspectiva treballa només amb el personatge, aquell que ha de presentar-se en la immediatesa de les circumstàncies socials.

És així com es defineix el self com un «efecte dramàtic», el producte derivat d'una representació en situació. Això no vol dir que l'individu no percebi el seu subjecte com una unitat no esclatada, ni tampoc que faci per defensar la seva unitat biogràfica. El que vol dir és que l'anàlisi de la situació com un conjunt de contingències, com una arena de conducta molt més que d'expressivitat o de comunicació, afebleix d'una forma irreversible aquesta idea d'unitat del propi subjecte, al mateix temps que la fa inasible per a l'investigador.

L'anàlisi que aquesta línia sostindria desisteix doncs de tota presumpció ontològica, de tot postulat subjetivista. De fet no hi ha pròpiament actors, sinó sols personatges. El self interaccionista ja no és una essència sinó una tasca, un procés. És aquí que entra en acció el deute amb la teoria de Durkheim a propòsit del ritual i el sagrat, amb la que us trobareu l’any que ve a classe d’Antropologia Religiosa. Per a Durkheim, el ritual és un acte formal, convencionalitzat, mitjançant el qual un individu reflecteix el seu respecte i la seva consideració per algun objecte de valor últim o al seu representant. A partir d’ací s’entén que l'ànima d'un ésser humà específic és una porció de sacralitat, una espècie d'expressió individualitzada de la divinitat. L'ego, el Jo, és certament un déu, un petit déu si es vol, però a un déu que, com a tal, reclama ser honrat constantment amb tot tipus de litúrgies. 

Els ritus li permeten a l'individu mantenir els atributs morals propis, com l'honor, l'estima, l'orgull. D'altra banda el face work, el treball de façana, en tant que pràctica deliberada i conscient, sosté la constitució d'un subjecte únic que defensa costi el que costi la seva permanència i la seva perdurabilitat. Els ritus, elements de conducta concebuts com espais socialment definits per regles normatives específiques, estableixen aquests límits sagrats que no han de ser superats, doncs la seva vulneració posa en perill i ofèn, viola, la sempre fràgil identitat. És per aquesta causa que es postula en tot moment la sancionabilitat dels atemptats contra l'individu, car impliquen evidències de la precarietat de la nostra veritat personal, el nostre Jo presumptament essencial.

A partir d’aquest marc teòric que atorga a la ritualització un paper central, la interacció cara a cara és concebuda com una circumstància social en el curs de la qual els individus demostren la seva acceptació de les normes d'acceptabilitat mútua. Les relacions que els individus estableixen estan sotmeses a un joc de transformacions adaptatives que permeten acomodar les significacions a un criteri que no és mai de veritat, sinó de versemblança. En aquesta perspectiva, la qüestió de la “autèntica” identitat del subjecte i, per tant, la de la possibilitat de la sinceritat, no tenen cap lloc. La veritat no es presenta aquí com una qualitat immanent a un self que assegura i garanteix la unitat de l'individu i la possibilitat de comunicar-la als demés. Aquesta unitat és entesa com una propietat que es confereix a l'individu per una audiència que juga en l'actualitat de cada context situacional. La persona, aleshores, ja no és una entitat que se semioculta darrera els esdeveniments, sinó una fórmula variable per a comportar-se convenientment.

Cada expressió no és, així doncs, la revelació d'una realitat interior, la presentació externa d'alguna cosa interna, la transmissió d’experiències subjectives que la persona “sincera” faria al seu interlocutor. La interpretació de les accions dels altres és possible perquè existeix un codi comunicatiu compartit, una norma que permet atribuir un sentit a tot el que l'individu fa, però les nostres actuacions requereixen ser constantment ratificades i aprovades. Aquesta fita s’obté perquè els uns i els altres no vindiquem un altra definició de nosaltres mateixos que no sigui aquella que els altres estan en disposició d'acceptar. És perquè els supòsits de l'individu sobre si mateix s'adeqüen al seu lloc normativament aprovat en el grup que la identitat reivindicada o actuada i la identitat atribuïda coincideixen. En el món d’allò creïble -que no el d’allò real- l'espontaneïtat de l'experiència és simplement inconcebible, ja que apareix socialment organitzada i reclama i obté de l'individu que estableixi la relació entre ell mateix i les coses del món d’acord amb uns principis d’acceptabilitat que no poden ser contravinguts.

És així que se’ns porta a desemmascarar la ficció del subjecte com a reducte unificador inapel·lable que sobreviu a les lluites que la persona manté contra les constants inclemències estructurals a les que es veu sotmès a cada moment. Aquesta impugnació de una interioritat substantiva coincideix amb la crítica de la lògica de la identitat que arrenca en Nietzsche i que en Adorno i Horkheimer, així com en Foucault, es tradueix en desemmascarament del «principi joïc sistematitzador», és a dir del subjecte interiorment regit i intencionalment orientat, el subjecte constituent i proveïdor de sentit.

Allò que ens diuen no ens informa d’una veritat personal en darrera instància inaccessible, i fins cert punt prescindible, sinó de la manera com l’altra persona aspira a que ens la prenguem. El mite de la sinceritat és sols la lògica derivació d’un altre mite: el mite de la interioritat (és el títol d'un llibre de Jacques Bouveresse sobre Wittgenstein, Le mythe de l'intériorité, Minuit, 1987). Mireu-vos també un llibre de François Laplantine que es diu El sujeto. Ensayo de antropología política (Bellaterra).

En resum. La comunicació no ens posa al corrent del que els altres són, sinó d’allò que volen que creiem que són; no ens diuen què pensen, sinó que és el que volen que pensem que pensen. En tant que acte eminentment social, la transmissió d’una veritat amb aspecte i format de fidedigna és sempre una maniobra que, part d’una estratègia, aspira a que els demés ens prenguin com allò que intentem semblar. Com crec que us he repetit diverses vegades a classe, és impossible i irrellevant estar segurs de si una persona que plora en la nostra presència està trista o no; el que està clar és que vol que ho estiguem nosaltres.


diumenge, 17 de gener del 2021

Identidades en acción


Fragmento del prólogo para Arianna Re, Identidades en proceso de construcción. Reflexiones sobre la auto-identificación totonaca en los estudiantes de la Universidad Intercultural El Espinal, Veracruz, México, UNAM, México DF, 2015

IDENTIDADES EN ACCIÓN
Manuel Delgado

Bien está que se nos vayan aportando evidencias fundamentadas de hasta qué punto es preciso descartar la presunción teórica para la que a toda identidad étnica o de cualquier otro tipo le correspondería una concepción del mundo cerrada y completa, alterable por fenómenos de contaminación o decadencia. El excelente informe de investigación que Arianna Re nos presenta a continuación insiste en que la antropología explica las culturas, pero no por ello defiende que las culturas expliquen algo. Las revisiones que en los años 60 y 70 del siglo pasado reconsideraron el concepto de identidad cultural desde el marxismo —Balandier, Riberiro—, el estructuralismo —Lévi-Strauss— o el interaccionismo simbólico —Barth— ya le negaron a esta toda sustantividad y reconocieron su valor real más bien como incierto nudo entre instancias, irreales en sí, inencontra­bles cada una de ellas por separado, y a las que no les correspondería ningún contenido específico o, mejor dicho, a las que les podrían corresponder unos contenidos específicos cualesquiera. 

De esa razón son los presupuestos que le permiten a la autora seguir cómo los estudiantes totonacos de una de las universidades interculturales mexicanas construyen su identidad como indígenas como una categoría adscriptiva que resulta de su interacción con otros y con el Estado. El caso estudiado pone de manifiesto cómo una unidad identitaria supuestamente discreta —la totonaca— no nutre la clasificación que la clasifica, sino que resulta de ella, demostrando una vez más que no nos diferenciamos porque somos diferentes. sino que somos diferentes porque nos diferenciamos o nos diferencian. 

Como señala y va ilustrando la investigadora a partir del objeto de su indagación, las afirmaciones identitarias, incluso su exacerbación, solo se pueden entender, tal y como se dan hoy, como consecuencia de procesos asociados a la globalización al tiempo cultural y económica del planeta. Es la promiscuidad cultural, la proliferación de espacios abstractos como los cibernéticos, el flujo de capitales y verdades, el aumento de las interrelaciones y las mixturas, lo que lleva a desvanecerse toda ilusión de pureza y a buscar el contrapeso de tal frustración en autenticidades que, ajenas al mundo, no pueden ser más que puramente teóricas y encontrar su confirmación sólo en el convicción ideológica o en la efusión sentimental. Sólo en ese plano del pensamiento y la emoción puede restablecerse una verdad identitaria nunca conocida, pero que se puede sentir como perdida o enajenada. Frente al desorden y la fragilidad de lo real, sólo queda ya la estabilidad inmutable de identidades que no pueden ser sino imaginarias, es decir construidas en el fragor del conflicto y la crisis, como materias primas y al mismo tiempo resultado ineluctable de las grandes dinámicas de mundialización.

Ahora bien, conviene remarcar que los mecanismos que distribuyen los encapusalamientos identitarios pueden conocer diferentes razones y tener distintos efectos. Por un lado, la tendencia actual a absolutizar la diferenciación étnica o nacional se traduce en algunos casos en la sustitución del viejo racismo biológico por otro que naturaliza las peculiaridades culturales. Es cierto que hace bastante que el viejo racismo biológico dejó de ser la ideología responsable de la mayoría de situaciones de discriminación que se producen en la actualidad. Hoy por hoy, los marcos de desigualdad más importantes que afectan a comunidades diferenciadas en un sentido negativo no se justifican en razones genéticas, sino sobre todo en la presunción que ciertos rasgos culturales, valorados como peyorativos, permiten colocar al grupo que se supone que los detenta en los estratos más bajos de una determinada jerarquía al tiempo social y moral y justifica su situación de vulnerabilidad social, con frecuencia sin derechos o con menos derechos que el resto de la población. Hablamos de lo que se presenta en la actualidad como racismo diferencialista, racismo identitario, fundamentalismo cultural o racismo cultural, términos intercambiables que remiten a las nuestras estrategias discursivas de y para la exclusión social.

Tenemos por tanto que la identidad es, hoy, el instrumento discursivo mediante el que personas y grupos enteros son colocados en desventaja en la vida social, como consecuencia de su asignada incompetencia crónica e insalvable para incorporarse a la vida civil plenamente normalizada por causa de su singularidad "cultural", como ocurre con "minorías étnicas" de un determinado país o con trabajadores extranjeros "etnificados", es decir clasificados popular y administrativamente en función de etiquetas culturales casi siempre del todo arbitrarias.

Ahora bien, una vez constatado que, en efecto, tanto la exclusión como la inclusión forzosa de grupos humanos es hoy ejecutada en base a argumentos en clave identitaria, no es menos cierto que la identidad puede servir –y sirve con idéntica eficacia– para que esos mismos grupos sociales maltratados busquen en la identidad –no pocas veces aquella que se les asignó con fines estigmatizadores– un instrumento a través del cual sintetizar sus intereses particulares y la lucha por su emancipación. Sabemos bien que ese ha sido el caso de todas los conflictos antiimperialistas, de todas las guerras de liberación nacional y de todas las vindicaciones de sectores que se sienten de un modo u otro inferiorizados injustamente y plantean contenciosos vindicativos. Es el caso de comunidades nativas de todos los continentes numerosos países y, en general, por todo tipo de grupos minoritarios —léase minorizados— por sus características reales o atribuidas. Así vemos que grupos hasta ahora estigmatizados pueden reclamar su reconocimiento como diferentes y diferenciables a partir de aquel rasgo que los estigmatizada. En Europa, por ejemplo, los trabajadores extranjeros pueden asumir la catalogación "étnica" que se les ha atribuido o el epíteto siempre de algún modo despectivo de "inmigrantes" para defender sus derechos, en la línea de la vieja consigna indigenista “Como indios nos conquistaron; como indios nos liberaremos”.

Ese uso del diferencialismo como argumento para las luchas en pos de la equidad se basa en un postulado lógico, cual es que para ser reconocido alguien o algo como sujeto –colectivo, en el caso de las identidades grupales del signo que sea– es indispensable ser habilitado antes como entidad diferenciada y diferenciable. De ahí la consigna antirracista “Todos iguales, todos diferentes”. No es casual, puesto que la identidad es el requisito que todo Estado moderno exige siempre a sus interlocutores. En otras palabras, no se puede interpelar o ser interpelados por una Administración, del tipo que sea, sino se detenta algún tipo de reducción a la unidad que permita identificarse –aparecer como dotado de identidad, individual o colectiva– ante ella.

Esa versatilidad que podemos apreciar en los usos del concepto de identidad está a la altura de un mundo en que están en permanente tensión tendencias que, siento antagónica, pueden convivir en el seno de un mismo colectivo social autoconsciente de una singularidad que no puede ser sino artificial y construida. De un lado las inclinaciones heterofóbicas o alterofóbica, es decir a experimentar rechazo y miedo a la heteroge­neidad y a buscar, a veces de manera frenética y agresiva, una homogeneidad absoluta entre los individuos y los grupos que forman la sociedad de la que se participa o el propio grupo en sí mismo. Esa la base de los movimientos racistas y del nacionalismo excluyente así como de los mecanismos de estigmatización y de marginación que afectan a aquellos considerados excesivamente o inaceptablemente distintos. También sería el caso de políticas oficiales ante el pluralismo cultural de naturaleza más o menos reactivas, es decir, que se plantean estrategias para hacer frente o domesticar a las tendencias a la diversificación de las sociedades contemporáneas, procurando respuestas normativas que se plantean casi siempre en términos de asimilación forzada de los considerados extraños, que a menudo son presentados como una amenaza para la supervivencia de la cultura autóctona del país que los recibe e incluso para el conjunto global de los principios abstractos que debe regir el conjunto de todas las sociedades, es decir los derechos humanos universales. En Europa lo sabemos bien por la insistencia en mensajes en ocasiones de origen institucional que urgen a afrontar la amenaza cultural extraeuropea en orden a la preservación de la "cultura de Occidente", lo que implica la segregación de todos aquellos que se muestren recalcitrantes ante el principio de homogeneización que les imponen, la clandestinización de prácticas consideradas problemáticas y la institucionalización de guetos donde el grupo sólo puede ser lo que es en sus relaciones internas.

Pero ese clima de rechazo y desconfianza ante la heterogeneidad, se desarrolla otro no menos intenso que podríamos llamar heterofilico o xenofilico, que consistiría en una reivindicación del derecho a la diferencia cultural para el propio grupo, pero también con aquellos con los que convive en contextos siempre en una grado u otro globalizados. Esta actitud no se limita a considerar que el pluralismo cultural es enriquecedor, sino que toma conciencia de su inevitabilidad, como requisito para que se realicen con eficacia la complejidad funcional de las sociedades actuales e intuyendo que, en un plano aún más profundo y estratégico, para que la inteligencia pueda ejercer su acción ordenadora sobre la experiencia.

Tenemos entonces que la identidad justifica dinámicas contradictorias y conflictivas y, por ello mismo, creativas. Es muy posible que haya demasiados factores sociales, económicos, históricos e incluso psicológico‑afectivos complicados en la génesis de la intolerancia para pensar que la convivencia en las sociedades actuales, cualquier que sean sus dimensiones, se liberará por completo algún día de los enfrentamientos entre identidades. La capacidad de autorrenovación que presentan los discursos y las actitudes agresivas contra los que sólo pueden ser acusados de ser lo que son se ha puesto de manifiesto en el fracaso de las campañas oficiales antirracistas y en pro del derecho a la diferencia. Estas iniciativas se han centrado en vagas proclamaciones éticas y sentimentales y en simplificaciones que han reducido las cuestiones abordadas a su caricatura y que, como máximo, han servido para tranquilizar la conciencia de los sectores bienpensantes de cada sociedad. Frente a los planteamientos que diseñan sociedades armonizadas de una forma inverosímil, debemos esperar una renovación perpetua de las relaciones crónicamente problemáticas de los grupos humanos coexistentes. Algunas luchas generadas o justificadas por la diferencia cultural se apagarán, pero aparecerán otras nuevas. En cuanto al prejuicio, la marginación, la discriminación, la segregación, el racismo, el sexismo, la xenofobia y otras modalidades de estigmatiza­ción, son mecanismos que han demostrado su eficacia para excluir y culpabilizar a ciertas identidades —viejas y nuevas— a lo largo de los siglos, y sería ingenuo pensar que quienes detenten la hegemonía política o social en cada momento dejarán de ejercerlos alguna vez. Más aún, seguro que encontrarán formas cada vez más ingeniosas para expresarlos y aplicarlos.

La investigación de Arianna Re permite reconocer, a través de un caso concreto —y en ello reside su valor especial— cómo las sociedades son plurales por definición; que no hay "culturas híbridas", puesto que todas lo son. Cada porción de humanidad en que nos fijemos —por pequeña que sea­— está conformada, hoy, por humanidades diferenciadas que el desarrollo económico y demográfico ha llevado a vivir en marcos geográficos cada vez más restringidos. No hay duda de que los problemas del futuro, aún más que los del presente, tendrán mucha relación con esta situación donde la tendencia a la homogeneización cultural se compensará con una intensificación creciente de los procesos de diferenciación cultural. Para encarar estos problemas y mantener a raya las tendencias al abuso, la intolerancia y la exclusión, habrá que hacer realidad dos principios fundamentales, aparentemente antagónicos, pero que de hecho se necesitan uno al otro. Por un lado, el derecho a la diferencia, es decir, el derecho de los grupos humanos a mantenerse unidos a los demás por aquello mismo que los separa; por el otro, el derecho a la igualdad, es decir, el derecho de aquellos que se han visto aceptados tal y como son a ser indiferenciables en la lucha por la justicia.




diumenge, 19 de gener del 2020

La catalanitat en litigi


Miguel Poveda
Article publicat al Quadern de Cultura de El País, el 30 de maig de 1996. L'article s'ha d'entendre en el context de la polèmica suscitada per la negativa de les colles sardanistes, castelleres i geganteres i d'actuar en una jornada dedicada a la cultura popular i tradicional a la Festa Major de Lleida, com a protesta per a la incorporació al programa d'una exhibició de jotes i sevillanes a càrrec de diverses cases regionals de la ciutat. Sobre aquests fetsm consulteu els diaris del 10 de maig de 1996. 

LA CATALANITAT EN LITIGI
Manuel Delgado

L'hostilitat exhibida per certs exponents de la presump­ta autenticitat catalana contra manifestacions folklòriques "alienes" fa no gaire, a Lleida, no va estar un fet aïllat. Ja abans se n'havien desqualificat expressions cultu­rals dels immi­grants com in­dignes de ser homologades en tant que cata­lanes. Va ser el cas de la negativa eclesial a be­neir les imatges tretes en processó per les co­mu­nitats an­da­luses a Setmana Santa, amb aldarulls com els que de Pineda de Mar al 1987. O el de la polèmica entorn la pro­hibi­ció al 1988 dels corre-­bous cruents, dels que es va in­sistir en que eren la conse­qüèn­cia del veïnatge de va­lencians o a­ragone­sos o de l'assentament de forasters entre nosaltres.

Aques­tes i altres oportunitats han permès per­cebre l'e­xis­tència al nostre país d'un discurs latent, enca­ra di­fús, que reclama la necessitat de preservar una suposada in­tegri­tat cultu­ral de Catalunya, davant un col.lectiu d’immigrants concebut a la manera d'un autèntic exèrcit d'ocu­pació. Aquest rebuig a l'intrusisme cultural de la "gent de fora" és del tot ho­mo­lo­ga­ble amb el neora­cisme di­fe­rencia­lista que ha vin­gut a substi­tuir el des­acreditat ra­cisme biològic. Com Mi­chel Wie­viorka ha posat de manifest, l'experiència demostra que la xenofòbia cultural, si no asso­leix una mínima articu­lació ideo­lògi­ca, resta un vague substrat sentimen­tal que pot, com a molt, le­gitimar mesures governamentals antiinmi­gra­tòries, però no corrents de signe fei­xis­tit­zant, a la manera dels que es regis­tren a ­Fran­ça, amb el Front Na­cio­nal de Le Pen, o a Àustria, amb el Partit Llibe­ral de Joerg Haider.
        
La pregunta a formular-se seria, aleshores, la de si existeix a Catalunya la possibilitat de que aquest racisme cultural, escassament precisat i sense vertebrar, trobi el mitjans de transcendir al nivell po­lític, i si al­guna de les formacions polítiques actuals esta­ria en condicions d'esde­venir eventualment el seu vehicle.

Si fem un cop d`ull a la història de les teories sobre qui i què constitueix la identitat ètnica catalana, ens tro­bem amb una línia obertament integra­dora, per la qual la ca­talanitat és un territori de portes obertes i de continguts plurals i can­viants. Aquesta tradició nacionalista, com­pati­ble amb l'in­ternacionalisme i el cosmopolitisme, l'inaugu­ra Roca i Farre­ras i se­gueix amb, entre d'altres, Martí i Julià, Francesc Lay­ret­, Sal­vador Seguí, Rafael Campalans, An­dreu Nin, Joan Como­re­ra o Jaume Com­pte, i es concreta políticament en la Unió So­cia­l­ista, el Bloc Obrer i Camperol, el Partit Cata­là Pro­letari, el POUM i el PSUC. És l'entorn d'a­quest últim que ha generat nocions tan afortunades com "altres ca­ta­lans" (Can­del), "ca­ta­lans de la immigració" (Gutiérrez Di­az) o "ca­ta­lans vin­guts d'al­tres terres" (López Rai­mundo), o la dis­tin­ció entre "na­ció fetitxe" i "nació popu­lar" (Ribó). Aques­ta orien­tació l'assumeix avui el na­cionalis­me d'es­que­rres que ha trobat acomodament en el PSC o Inicia­tiva per Catalu­nya, però també en el sí d`alternatives ober­tament in­dependen­tis­tes, com ho de­mostrava des de la Crida Jordi Sán­chez, procla­mant: "Ca­talu­nya serà xar­nega o no serà".         

A les antípodes d'aquesta visió d'una Catalunya en la que ningú té dret a excloure ningú, una altra postura apareix con­vençuda de que hi ha una dimensió inefable en la que es mani­festa la Catalunya eterna i essencial, a la que sols po­den ser admesos aquells que demostrin acatament abso­lut als seus estereotips. Es tracta del naciona­lisme místic que va animar la imaginària Catalunya pairal de la Re­naixença o el nacio­nal-excursionisme noucentista, i que va tenir l'oportu­ni­tat de trobar la seva natural desem­bocadura feixista als anys 30, de la mà de No­saltres Sols o dels escamots d'Estat Català. Tret de topades com les de Lleida, les emergències de l'integrisme cultural es restrin­gei­xen avui a poca cosa més que espo­ràdiques de­claracions d'Om­nium Cul­tural o del Front pel Ple­bi­scit per la Indepen­dència de Cata­lunya contra el cavall de Troia espa­nyolista que representen, segons ells, les Romerias del Rocio o les Fires d'Abril a Catalunya.

Podria semblar esperable que aquestes postu­res haguessin de trobar acollida en el si d'una opció clarament con­servado­ra i primordialista com és Conver­gència i Unió. Però la veri­tat és que CiU no ha recolzat mai explícitament postures xe­nòfo­bes i, de fet, en l'a­fer de la Festa Major de Lleida, va ser el senador convergent Josep Varela un dels més crítics amb els boi­co­tejadors. Pel que fa al go­vern de la Ge­nera­li­tat, és ben cert que a l'Expocul­tura, que es va celebrar a l'octu­bre de 1994 i de la que el President Pu­jol va dir que repre­senta­va "l'ànima de Catalu­nya", no apareixien represen­tades les cultures dels catalans "d'adopció", d'igual forma que tampoc hi eren en el recent II Congrés de Cultura Popular i Tradi­cional Catalana. En canvi, l'oficial Centre de Promo­ció de la Cultura Popular i Tradicional Catalana sempre ha mostrat una bona predis­posi­ció a incloure en la seva juris­dicció la globa­litat de pro­duccions culturals dels catalans, sense excepcions.

Més compromesa és la posició d'Esquerra Repu­blicana. En els incidents de la Festa Ma­jor de Lle­ida va ser el represen­tant d'ERC a La Pae­ria l'ú­nic que es va mostrar par­tidari de l’actitud dels que s'autoarrogaven l'encarnació de la cultura catalana. Abans, ERC havia prota­go­nitzat episo­dis de purifi­cació cultural tan delirants com la demolició d'un toro d'Os­borne a Ta­rragona. Al seminari El naciona­lisme català a la fi del segle XX, ce­le­brat a Vic al febrer de 1987 i publicat per La Magrana, Jo­sep-Lluís Carod-Rovi­ra va soste­nir que "a ho­res d'ara podem par­lar d'una cul­tura ètnica ca­talana, entesa com un bloc comú de for­mes de vi­da, in­terpretació, ac­ció, orga­nitza­ció i expressió", un "univers simbòlic" amena­çat pels "moviments migrato­ris del grup ètnic dominants, a través de la penetració demogràfi­ca massiva de gent de fora del pa­ís".

Tota aquesta qüestió no és llenç ni mica anecdòtica. A Catalunya hi ha un neoracisme larvat, l'objecte del qual no són les inofensives i fins i tot estètit­zants minories ètni­ques dels magrebins o els sene­gambesos, amb les que és ben fàcil mostrar-se solida­ris, sinó centenars de milers d'immi­grants provinents d'al­tres comunitats de l'Estat. Continuarà sent aquesta xenofòbia una energia desordenada i innòcua o, per contra, aconseguirà arribat a activar-se políticament? En gran mesura, és obvi que la resposta depèn de l’actitud que pren­gui al respecte Convergència i Unió. Però és més gran la res­pon­sabilitat que ha d'assumir l'opció polí­tica que més vulnera­ble s'ha mostrat fins ara a aquests tipus de temp­ta­cions. Caldrà, en aquest sentit, que Esquerra Repu­bli­cana es ma­ni­festi amb total claredat a propòsit de què entén que és la cul­tura popular na­cio­nal ca­talana, sobre tot si vol con­firmar que mereix l'­espai va­cant que el projecte comú de l'­esquerra a Catalunya ha pre­vist per ella.   

                   

divendres, 10 d’agost del 2018

Ells som nosaltres


Fragment del pròleg al llibre d'Ignasi Martí, Francesc Bardají i Antonio Peralta, Habitatge i convivència al Baix Camp. Immigrants en la línea de flotació. Tarragona: El Mèdol, 2003.


ELLS SOM NOSALTRES
Manuel Delgado

La lluita per dignificar la vida dels immigrants és, doncs, idèntica a la que aspira a millorar la situació dels barris populars, que han d’abandonar la postració a què apareixen ara per ara condemnats i assolir uns nivells més acceptables de qualitat en tots els camps: l’urbanístic, però nogensmenys l’ensenyament, la sanitat, la seguretat, etc. També són instàncies de poder polític més immediat de les que depèn un espai públic era el marc on es desplegaven les formes més actives i fèrtils de la convivència civil, a més de l’escenari per excel·lència de la integració democràtica. No s’ha d’oblidar que les ocupacions que practiquen els nous veïns dels carrers i les places no són sols la conseqüència, com es presumeix, d’inèrcies culturals, sinó de la pròpia insuficiència dels habitatges en ordre a garantir pràctiques de sociabilitat que troben en els llocs públics l’únic escenari viable. Per tant, es mantenia que totes les persones, sense excepció, pel simple fet de ser persones, haurien de veure garantit el gaudiment i l’accessibilitat sense traves d’aquest espai públic, entès per definició com espai accessible a tots.

A partir d’aquesta premissa –es poden i s’han de fer coses en clau local per la bona gestió dels fluxos migratoris que s’anaven assentant als nostres pobles i ciutats–, el document prenia partit inequívocament pels valors de la plena ciutadania i la integració no sols social, sinó també política i legal dels estrangers no comunitaris, als què es reconeixia el seu dret a esdevenir automàticament catalans pel fet de contribuir mitjançant el seu treball a la prosperitat del país. El document recordava –un cop més– una cosa que no s’ha d’oblidar mai: que la situació actual és sols relativament nova; que la societat catalana ha estat, des de dècades, una societat composada per gent d'orígens molt diversos, i que el país ha estat destinatari de fluxos massius d’immigrants en altres moments, en condicions ben difícils i amb problemes d’acollida tant o més greus que els actuals, com sabrà qualsevol persona que recordi com es van produir l’arribada d’immigrants del Sud espanyol als anys cinquanta i seixanta. El que resulta nova és la manera com el fet migratori –que hauria de ser reconegut sols com justament això: un fet i prou– està sent el nucli de discursos que tenen l’immigrant com un personatge públic al què s’obliga a jugar el paper no únicament d’una peça clau del moment actual del desenvolupament capitalista, sinó el d’un autèntic operador simbòlic destinat a pensar el desordre social des de dins. En aquest sentit, és ben cert el que el document del Parlament apuntava, a propòsit de que, a l’hora de parlar de la immigració com a fenomen global, no era tota la població estrangera la que es tenia en compte: són alguns orígens i alguns estrats socials els que es computen a l’hora de que els mitjans de comunicació i els polítics parlin dels “problemes de la immigració”. Entesos –no cal dir-ho– com els problemes que presumtament ens provoquen els immigrants, no com els que han de patir ells.

El document era prou clar pel que fa als temes sobre els que el present treball es pronuncia de manera perital, sobre tot pel que fa a la qüestió del territori i els problemes d’habitatge. S’apuntava que les polítiques al respecte haurien de permetre a tothom –convé subratllar, a tothom– trobar casa en bones condicions a preus assequibles i que les polítiques urbanístiques haurien de garantir que aquests habitatges accessibles a tothom es trobarien en llocs indiscriminats, ubicats a totes les poblacions i a tots els barris, justament per evitar que passes el que ja està passant: que la immigració més mancada de recursos econòmics i socials acabi concentrant-se de manera forçada en zones deteriorades, molt sovint per esdevenir un factor estratègic per la seva rehabilitació, però sense poder evitar la constitució de guetos. Ara bé, no s’oblidava que aquesta política exigia de les autoritats públiques decisions importants i actuacions enèrgiques, en la mesura en què era evident que hauria d’enfrontar-se a interessos econòmics molt forts. Per aquesta causa es postulava que, donat que moltes actuacions desitjables depenien dels municipis i els consells comarcals, en ordre a exercir una equitat que les regulacions generals ni tant sols insinuen, resultava del tot indispensable dotar aquestes instàncies locals de molts més recursos i competències dels que gaudeixen ara.

No ens enganyem, en matèria urbanística hi ha poques vindicacions que siguin pertinents sols en relació als immigrants, bàsicament perquè una bona part de les deficiències estructurals i les injustícies que els immigrants han de patir són consubstancials a com avui s’organitza el conjunt de la societat. S’explicitava per això que “totes les actuacions s'haurien de dirigir al conjunt de la població. No només als immigrants. I si es veu convenient alguna discriminació positiva derivada de situacions particulars de precarietat, s'hauria de dirigir a tota la població que es troba en unes circumstàncies semblants”. Els ponents que van redactar l’informe vam ser conscients en tot moment que lluitaven no sols contra un marc legal a totes llums injust, sinó contra una opinió pública molt sensibilitzada davant un fenomen social relativament nou, però espectacular, que estava implicant canvis notables en la configuració dels paisatges humans quotidians i que obligava a reconsideracions sobre la identitat pròpia i aliena no sempre fàcils. En aquest sentit, el document final demanava que es vetllés perquè el discurs polític i mediàtic sobre la immigració evités magnificar el tema, “procurar situar-lo en els seus termes justs, i destriar-lo d'altres qüestions que tenen entitat pròpia i diferenciada i que poden dificultar molt l'articulació social, ben al marge de la immigració: les desigualtats econòmiques i socials, l'atur, l'urbanisme especulatiu, els abusos de poder”.

La moral que se'n desprèn d’aquest treball que presentem sobre l’ocupació física i simbòlica del territori per part de les noves onades migratòries que arriben al Baix Camp és, en essència, la mateixa que els parlamentaris catalans van assumir nominalment aprovant per unanimitat l’informe sobre immigració del juny del 2001, per molt que fets immediatament posteriors apuntaren que aquesta adhesió entusiasta havia estat més aviat insincera. Aquell document afirmava en el pla de l’ètica civil el que aquest estudi confirma per la via d’una recerca científica de la màxima solvència: que Catalunya ha d’estar en condicions d’oferir als que venen a instal·lar-s'hi un horitzó interessant i just en ordre al seu assentament. Per això és indispensable generar un projecte cultural i polític compartit per tots, en condicions de ser pensat en clau no tant de coherència com de cohesió, que entengui que no pot haver més prosperitat que la compartida i que dibuixi fites l’assoliment de les quals sigui atractiu per a tothom i que cada segment social pugui assumir en els seus propis termes. No cal dir que en pos d’aquests objectius és nefasta la insistència en presentar la immigració com un “problema”, i menys encara com el “principal problema” del país, una font d’ansietat col·lectiva que cal alleujar de la forma que sigui, incloent-hi actuacions excepcionals front un perill social, fins i tot civilitzatori, que cal exorcitzar per mitjà de polítiques d’emergència nacional.

Si aquest treball sobre les condicions de vida dels nouvinguts als pobles i ciutats del Baix Camp ens permet arribar a alguna conclusió inequívoca, seria la de que aquells que anomenem immigrants es troben, com el títol de l’obra suggereix, realment en la línia de flotació. Pero no de la seva, sinó de la nostra. Ells no senyalen, com es pretén oficialment des de les imatges que els mostren com a menesterosos que demanen misericòrdia, el fracàs de la seva vida allà, sinó la frustració d’un projecte de vida aquí que vam conjurar-nos un dia perquè estigués basat en la justícia i la igualtat. El límit que els immigrants indiquen i encarnen i que ens és mostrat aquí com a punt de ser desbordat per la realitat és la de l’anomenat estat del benestar, la garantia del qual havia d’anar a càrrec d’una administració pública interessada en què res prevalgués per damunt del bé de la majoria. Sobre ells –els immigrants– es projecta la imatge del desmantellament de la cosa pública com salvaguarda d’una prosperitat que fos de debò de tots, i no sols d’alguns. I és per no reconèixer el malbaratament de les nostres perspectives com a societat que ens inventem l’estranger pobre com una figura externa, personatge al què fem jugar sobre l’escenari el paper de causant del desastre. Pero ell és nosaltres, perquè nosaltres vam ser com ell i ho continuem sent en secret, nouvinguts a una societat que cada dia ressuscita. Els que marquem amb la denominació d’origen immigrant no s’han d’integrar a Catalunya: integren Catalunya i l'han integrat sempre. Ells són la línia de flotació, però el naufragi seria el nostre.



divendres, 10 de novembre del 2017

El parany multicultural


La foto és de Wald Fulgenzi

Article publicat a l'Avui el 5 de novembre de 2000

EL PARANY MULTICULTURAL
Manuel Delgado

Estem fent el que cal per a prevenir actituds socials excloents envers aquells que han estat presentats com a culturalment «diferents», una forma sovint eufemística de dir «problemàtics»? Els discursos ara per ara hegemònics relatius a la multiculturalitat o la interculturalitat, així com una no menys confusa defensa del «dret a la diferència», son, avui, les ideologies racistes per antonomàsia, aquelles que més estan fent per substituir el vell i desacreditat racisme biològic per un altre basat en el determinisme cultural, molt més eficaç cara a mostrar com a naturals i irrevocables les diferències humanes.

Una major consideració dels trets singulars dels que se suposa que depèn la integritat dels membres de certes comunitats és perversa i distorsionadora. Imagina la societat dividida en compartiments comunitaris exemptes i tancats, organitzats a partir d’estructures cognitives i costumàries pròpies i més aviat impermeables. Dins de cadascun d’aquests suposats cubicles culturals cada persona viuria immergida en un univers de significacions del qual no voldria ni al capdavall podria escapar. Aquest discurs emfasitza sobretot la necessitat que les instàncies socials d’integració no perdin mai de vista qui són aquells als qui pretén incorporar, és a dir: quina és i en què consisteix llur identitat.

Enfront de la perspectiva diferencialista, no estaria de més tornar a invocar el vells principis del republicanisme polític, segons els quals no és pertinent una consideració de les diferències humanes, definides totes elles a partir de una condició del tot contingent. Totes les persones són diferents però –de banda d’aquells trets que puguin implicar un desavantatge objectiu i els efectes dels quals hagin de ser alleugerits pels mecanismes socials de regulació i equilibrament– la seva diferència ha de resultar indiferent a una societat i a un Estat que són, per principi, neutrals, laics no sols en el pla confessional, sinó també en el cultural, i que, per tant, no tenen res a dir sobre el sentit últim de l’existència humana ni sobre altres valors generals que no siguin aquells dels quals depèn el benestar i la convivència del conjunt dels seus membres o administrats.

No és que s’entengui que la societat és uniforme. Ben al contrari: el que es constata és que la vida social és immensament plural i complexa. En un escenari tan heterogeni com el que vivim, uns mínims de consens haurien de garantir que la copresència entre distints serà possible i podrà brindar els seus efectes benèfics en forma de tota mena de simbiosis. Cadascú –per descomptat– té dret a concebre l’univers com cregui pertinent, en funció de les seves pròpies conviccions o de la visió que es desprengui del grup humà de què se sent part, però les seves opcions culturals o religioses constitueixen un afer estrictament privat que sols ha de ser tingut en consideració si eventualment arriba a afectar aquells dominis on es realitza la vida col.lectiva i, no cal dir-ho, si vulnera una llei democràtica. Aquesta perspectiva no té present mai qui és cada persona, sinó només què fa i, sobre tot, què li passa.

D’acord amb això, es produeixen dues instàncies d’integració de la persona: una privada, en què l’individu assumeix –es pressuposa que voluntàriament– uns determinats sistemes de món, i una pública, marcada pel lliure acord a l’hora de posar entre parèntesis els sentiments, idees i motivacions singulars en nom de la conformació ètica d’una societat igualitària, de la qual el protagonisme absolut recau en un ésser sense atributs, massa corpòria inidentificada a la qual la simple presència física hauria d’atorgar drets i obligacions i que mai no hauria de ser obligat a donar explicacions sobre les seves adhesions morals particulars. Aquesta figura anònima que encarna els principis d’igualtat i universalitat democràtica no es altra que la del ciutadà.

Des de la perspectiva democràtica les expressions de pluralitat es donen per descomptades. L'igualitarisme no nega que hi ha singularitats, sinó que simplement les considera irrellevants. La diferenciació generalitzada és un fet i prou, i fins i tot el que pugui tenir de conflictiu s’hauria de considerar un fenomen gairebé natural i no per força negatiu. En aquest marc s’interpreta que els principis d’integració civil i política haurien de ser prou làbils com per permetre que cada univers simbòlic pugui assumir-les en els seus propis termes. Per damunt de les idiosincràsies específiques, són els principis de la interacció social constant els que determinen una realitat en què els elements de diferenciació –els «trets culturals»– no són, com es pensa, la font que determina els encontres, sinó el seu resultat. No són les diferències el que provoca la diferenciació, sinó que són les lògiques i dinàmiques de classificació diferenciadora el que dóna com a fruit les diferències que classifiquen. No ens diferenciem perquè som diferents: som diferents perquè ens hem o algú ens ha diferenciat prèviament.


dijous, 4 de maig del 2017

Lábiles lenguas


Columna publicada en El Mundo el 11 de febrero de 1998

LÁBILES LENGUAS
Manuel Delgado

La sociedades complejas actuales suelen estar compuestas por grupos étni­cos que se niegan a re­nunciar a las singulari­dades que les distinguen. Estoy entre quienes piensan que la varie­dad de lenguas y cos­tum­bres en un mismo marco social es un patrimo­nio, al tiempo que un factor de integra­ción civil de grupos huma­nos uni­dos por a­quello mis­mo que los separa. Se sabe, es cierto, que una igualdad total en­tre esos grupos di­ferenciados es imposi­ble y que uno de los segmentos cultura­les presentes ‑el mayorita­rio o el de mayor prestigio‑ acaba­rá resulta­ndo dominante, lo que no es incom­patible con un trato de res­peto e incluso de pro­tec­ción hacia los o­tros co­lectivos con los que ha de convivir.

En las antípodas de ésta, otra actitud combate lo plural en nom­bre de la homogeneiza­ción cultural de la sociedad. Un ejem­plo de ese tipo de posturas lo tenemos en la agresividad que con­tra las instituciones y símbolos catalanes están desple­gando ciertos am­bientes político-periodísti­cos ul­traes­pa­ñolistas, incapaces ya de continuar disi­mu­lando la condi­ción fas­cis­tizan­te y progolpista de sus argu­mentos.

Ese intento neofranquista de bo­rrado de la realidad mul­ti­cultural del Estado español está empleando como caballo de bata­lla la descalificación de una política lingüística que, unanime­mente consensuada en su momen­to, aspira a resti­tuir el catalán en el lugar preponderante que le corresponde como idioma de la et­nia anfitriona, en este caso la catalana, un asunto que motivara a Clau­di Esteva Fabregat, a quien la Universi­tat de Barcelona ren­día justo homenaje hace po­co, a escribir un li­bro fundamen­tal: Estado, etnicidad y biculturalismo (Península). La dema­go­gia antica­ta­lana en ese campo se basa en una falsa reali­dad: la de la exis­tencia en Cataluña de una co­munidad cas­te­lla­noparlante exenta. Cual­quier observa­dor puede consta­tar lo normal que resulta que los hijos y nie­tos de los emi­grantes hablen catalán  y hasta qué punto es insólito que la lengua intervenga como un factor determinante a la hora de estable­cer vínculos de amistad o parentesco.

Una serie de TV3 recientemente concluida plasmaba con tino esa labilidad de las fronteras etnolingüísticas en Ca­taluña. Me refiero a "Oh, Europa!", que venía a defender lo impu­ro y bastar­do como aquello de lo que los catalanes ex­traían su persona­li­dad nacional y su fuerza histórica y cul­tu­ral. Esa Cataluña en minia­tura que era el grupo de tu­ristas en gira por Europa incluía dos per­sona­jes cas­tella­no­par­lan­tes, exce­lentemente interpretados por Mon­tserrat Pé­rez, como es­posa y madre de na­ciona­lis­tas convenci­dos, que la ado­raban, y por Paco Alon­so, en el papel de entraña­ble papá gai que viajaba con su hijo ‑"¡Te he dicho que no me llames mamá, llámame Margot!"‑, tam­bién homofílico, pero cata­lano­hablante. Memo­rable aquella es­cena del capí­tulo final en que am­bos prorrum­pen a hablar en cata­lán, como el resto, en presen­cia de las gentes del último de los países visi­ta­dos: España. Se reafirmaban, así, en una iden­tidad que sólo enton­ces y allí po­dría haberse antojado dudosa.                                        




dimecres, 11 de gener del 2017

La identidad de los catalanes


Artículo publicado en El Periódico de Catalunya el 8 de agosto de 2001

LA IDENTIDAD DE LOS CATALANES
Manuel Delgado

La clausura de la última escuela de verano de la Joventut Nacionalista de Catalunya sirvió para que el presidente de la Generalitat plantee con claridad la urgencia de trabajar en un proyecto de país –Catalunya– que no tuviera como eje ni único ni principal la noción de identidad cultural. Con ello no hacía sino explicitar un cambio de rumbo en la definición de la catalanidad que se aprecia en el discurso nacionalista, un cambio que se orienta cada vez más en el sentido de una renuncia a las presunciones esencialistas en favor de un mayor énfasis en los valores de ciudadanía como la materia prima de toda convivencia democrática entre distintos. El proyecto de una Carta de derechos y deberes de los catalanes que se presentará pronto en el Parlament, como iniciativa de su propio presidente, Joan Rigol, es una prueba de cómo esa relectura en clave cívico-social de la condición de catalán está siendo asumida por las propias instituciones.

Ni que decir tiene que esa redefinición ideológica no puede separarse del  aumento de la población inmigrada en Catalunya, fenómeno que una reciente encuesta ha colocado en el primer lugar de las preocupaciones ciudadanas. Esa pluralidad humana que no deja de crecer no podrá hacer nunca suyo un proyecto de país que se base en rasgos compartidos y sólo podrá ser integrada si se acepta que lo que da identidad a los catalanes no es tanto su cultura como su sociedad. Cualquier catalanidad que se presuponga fundada en contenidos culturales positivos –lengua, costumbres, pasado histórico, carácter, religión...– acabará, se quiera o no, resultando excluyente, en la medida en que un número cada vez mayor de personas avecinadas en Catalunya no estará en condiciones de demostrar que los comparte. En cambio, establecer que lo que convierte en catalán a alguien es la participación en una vida común por definición compleja e incluso eventualmente conflictiva es una garantía de que todo aquel que esté –y por el simple hecho de estar– merecerá ser considerado como ciudadano catalán a todos los efectos, sean cuales sean sus adhesiones culturales particulares.

El problema con que topará esa reconsideración doctrinal sobre el lugar de la identidad en la construcción nacional de Catalunya es cómo convencer de su premura y de su inevitabilidad a las propias bases del nacionalismo conservador. Invitado a una discusión con Bienve Moya y la consellera de Enseñanza, Carme-Laura Gil, sobre las relaciones entre identidad y globalización en aquel mismo contexto –la escuela de verano de la JNC–, poco antes de la intervención del President, tuve que escuchar como los asistentes repetían invocaciones a una supuesta personalidad cultural de los catalanes de la que el idioma, la historia y el temperamento eran ingredientes insustituibles. Es decir, vuelta a premisas del tipo: «El poble és un principi espiritual, una unitat fonamental dels esperits, una mena d´ambient moral que s´apodera dels homes i els penetra i els emotlla des que neixen fins que moren» (Prat de la Riba, La nacionalitat catalana, 1906). Premisas que el propio Pujol suscribía en 1976, definiendo la identidad catalana como «una personalitat col·lectiva dotada de coherència i capacitat formativa capaç per tant de donar una definida i operativa manera de ser als seus homes» (La immigració, problema i esperança de Catalunya).

Como se ve, el pensamiento de Pujol ha seguido un proceso que ha acabado reconociendo que la singularidad de Catalunya reside más en el dinamismo de su sociedad que en sus inercias culturales. En cambio, un segmento importante de militantes nacionalistas parece tener graves dificultades a la hora de asumir ese cambio de registro y sigue entendiendo que la catalanidad es un conjunto de cualidades místicas unificadoras –una mentalidad, un carácter, una forma de ser– que permite jerarquizar a los presentes en el territorio en función de su grado de impregnación de tales virtudes primordiales, al tiempo que excluye a los incompatibles con ellas.

Pero, ¿la identidad de los catalanes es eso? ¿Una especie de principio metafísico que los posee, sólo que a algunos más que a otros? ¿O más bien una articulación en movimiento constante que conforman las maneras de hacer, de pensar y de decir de todos aquellos que se consideran a sí mismos catalanes y que, haciéndolo, deberían recibir automáticamente y de golpe el pleno derecho a serlo?



dilluns, 5 de setembre del 2016

La Andalucía virtual


Columna publicada en El País el 27 de abril de 1993

LA ANDALUCÍA VIRTUAL
Manuel Delgado

Mi padre, que en paz descanse, se pasó toda su vida de inmigrante en Barcelona rememorando su origen, Almadén, un pueblo minero manchego al que se refería con nostalgia como “la tierra”. Llegada la jubilación, vio el momento de realizar su sueño de retorno y decidió reencontrarse con aquel tan añorado paisaje. Tardó dos semanas en volver despavorido. El objeto de sus ensoñaciones ya no existía y empezaba a sospechar que nunca había existido en realidad. Por lo demás, debía regresar si es que quería continuar saboreando platos típicos -gachas, migas, orejas de fraile- que allí no preparaban tan bien como en su casa. 

El fenómeno no es nuevo. Ya Lévi-Strauss constataba cómo las comunidades descendientes de eslavos en Estados Unidos mantenían costumbres extinguidas ya en sus países de origen. Y es que los sentimientos de diferenciación contribuyen a que las personas y los grupos puedan adaptarse a las sociedades urbanas relativamente protegidos de sus tendencias desestructuradoras. La segmentación de las sociedades industrializadas en identidades es un recurso de resistencia que permite que la incorporación a las mismas pueda hacerse en términos de integración y no de desintegración.

La Feria de Abril que está celebrándose estos días en Santa Coloma es un ejemplo palmario de ello. La comunidad andaluza celebra su denominación de origen, expresando, además que tal autoidentificación no es incompatible con la que pueda establecerse con la cultura anfitriona, es decir, la catalana. Estamos, de este modo, ante uno de esos felices casos en que dos formas de auto nombrarse no se excluyen, sino que prefieren articularse sin llegar a confundirse del todo.

Pero lo que más me interesa de esta Feria de Abril es la naturaleza puramente imaginaria de la Andalucía que allí se evoca. El recinto ferial se constituye, de hecho, en una especie de Eurodisney étnico, y el visitante lo que hace es penetrar en un mundo de fantasía e ilusión que se reproduce un país, que ni ha existido ni existirá jamás. En efecto, de igual forma que las procesiones de la Semana Santa andaluza en Cataluña se hacen de espalda a la Iglesia, en las calles del ferial catalán los caballos enjaezados son montados paródicamente por probables obreros de la construcción disfrazados de latifundistas. Andalucía conoce así su utopía social en Cataluña: una Semana Santa exenta de curas y una Feria de Abril expurgada de señoritos.

Tenemos así que los andaluces rinden homenaje estos días a sus raíces, pero lo hacen mediante un auto fraude, escamoteándose que esas raíces no se hunden en un sitio real, sino allí mismo, en aquel momento preciso en que la irrealidad de la fiesta les brinda la ficción escénica de una Andalucía inviable en Andalucía. Al visitar su feria, creen regresar a su tierra o a la tierra de sus padres, cuando lo que hacen es comprar un pasaje para el País de Nunca Jamás. O, mejor, par introducirse en una de esas reconstrucciones virtuales que tant éxito tienen en los modernos parques de atracciones y que permiten la maravilla de t4ransitar por el interior de un espejismo.


divendres, 28 de juny del 2013

Algunas cosas sabidas, pensadas y vividas en relación con el proceso soberanista en Catalunya

Cabecera de L'Insurgent, órgano de Estat Català-Partit Proletari,  luego Partit Català Proletari ,
uno de los partidos que conformaron el PSUC

Palabras de apertura de las III Jornades Doctorals en AntropologIa de la Universitat de Barcelona, el 3 de junio de 2013

ALGUNAS COSAS SABIDAS, PENSADAS Y VIVIDAS EN RELACIÓN CON EL PROCESO SOBERANISTA EN CATALUNYA 
Manuel Delgado

Una vez llegó a mis oídos que un colega que creía amigo me censuraba a mis espaldas reprochándome que me ocupara con demasiada asiduidad de cuestiones "de actualidad". Era cierto, como lo era que en nuestro mundo académico está mal visto pronunciarse acerca de lo que algunos consideran cuestiones mundanas, alejadas o ajenas a los rigores del trabajo científico. Acaso tengan razón, pero lo cierto es que no siempre puede uno sustraerse de decir lo que piensa sobre cuestiones de su tiempo y lugar, aunque trate siempre de hacerlo desde la perspectiva disciplinar en que está inscrito. Se es consciente de que seguramente lo propio sería mantenerse sabiamente a distancia, como si nuestro reino no fuera de este mundo. Pero lo es y es por ello que se me permitirá que, a la hora de abrir estas III Jornadas del programa d'Estudis Avançats en Antropologia Social de la UB, diga algunas cosas que creo que sé, que he pensado y que he vivido, de cuyo precipitado resulta una determinada postura política en relación al proceso que es posible que acabe desembocando en la independencia de Catalunya.

¿Qué sé o creo saber? Sé, como antropólogo social, que el nacionalismo en su forma contemporánea guarda una notable analogía con la religión, de la que vendría a ser su sucedáneo, no sólo porque parece conformado como un sistema de mitos y ritos, sino sobre todo porque los procesos de secularización que, a partir de la Ilustración, acompañaron las distintas vías de acceso a la modernidad le asignaron una tarea de articulación ideal y emotiva de la sociedad idéntica a la que habían desempeñado hasta entonces cultos y credos. Ahora bien, si la antropología nos ha enseñado algo importante es que las conductas religiosas explícitas o implícitas no deben ser estudiadas sino en acción, es decir en función de su despliegue en contextos concretos y de las funciones que cumplen y los objetivos que satisfacen o tratan de satisfacer en cada uno de ellos. Lo mismo por tanto por lo que hace al nacionalismo, que en sí mismo no es mucho más que un conjunto de certezas generales, una forma a la que le corresponden contenidos no ya distintos, sino con frecuencia antagónicos, y cuya eficacia movilizadora puede aparecer invertida al servicio de causas y metas que no pocas veces se antojan incompatibles entre sí, a pesar de que invoquen entidades místicas –la patria, la historia, la tradición, la raza, la cultura, la ciudadanía...– idénticas.

Digamos que los cultos patrióticos aparecen implicados en procesos muy distintos entre sí, entre los cuales es evidente que un buen número tienen que ver con la constitución y el mantenimiento en Estados que, desde su misma formación, han aspirado a la homogeneidad o cuanto menos a la congruencia de sus componentes identitarios y que han visto como una fuente de ansiedad cualquier desmentido de la uniformidad buscada, castigando o excluyendo a los sospechosos de haber vulnerado o cuestionado las fronteras simbólicas que protegen de los peligros que acechan toda supuesta esencia. Para ello esas entidades nacionales no han dudado en negar o vulnerar el derecho de otros colectivos a reclamar en su seno una identidad propia, por construida y artificial que esta fuera también, pero que nunca lo sería más de aquella otra que pretende subsumirlas. En ese sentido es cierto lo que a veces se afirma de que lo que se opone a un nacionalismo suele ser otro nacionalismo o, al menos, una identidad en apariencia alternativa a la nacional o étnica, que sería la del cosmopolita, que, como todo el mundo sabe, es aquel que esté donde esté, vaya donde vaya, siempre se sentirá por encima de los demás. Es decir, todo nacionalista se siente y se sabe superior a los demás nacionalistas, aunque siempre será superado por quien se proclama "ciudadano del mundo", que estará seguro de que tiene motivos para considerarse a si mismo superior tanto a unos como a otros.

También sé hasta qué punto el nacionalismo ha tenido expresiones agresivas y devastadoras, acaso intensificadas en fases históricas recientes como consecuencia de las grandes inercias de la homogeneización cultural que acompaña la economía capitalista y su implementación global, que conllevan un desdibujamiento de los perfiles y de los límites culturales y suscita un mundo cada vez más invertebrado y modular, más regido por códigos desconocidos. Frente a esa consciencia de crisis e inseguridad, a la proliferación de espacios abstractos como los cibernéticos, al flujo constante de capitales y verdades, al aumento de las interrelaciones y las mixturas..., se desvanece toda ilusión de pureza y se busca el contrapeso de tal frustración en autenticidades que, ajenas al mundo, no pueden ser más que puramente teóricas y encontrar su confirmación sólo en el dogmatismo ideológico o en la efusión sentimental. En casos extremos, sólo la violencia fanática podrá restablecer esa unidad nunca conocida, pero que se puede sentir como perdida o enajenada. Ante la fragilidad de lo real, sólo queda ya la estabilidad inmutable de las identidades más feroces, aquellas que se alimentan de sus propios frenesís, que serán tanto más severos cuanto más se empeñe la experiencia en desmentirlos y que no dudarán en aplastar, en cuanto sea preciso, aquello o aquellos que se atrevan a recordarle que sólo puede existir como sueño para unos y pesadilla para otros.

Ahora bien, una vez constatado que, en efecto, tanto la exclusión como la inclusión forzosa de grupos humanos es hoy ejecutada en base a argumentos en clave identitaria, también forma parte de lo sabido que no es menos cierto que la identidad étnica o nacional –siendo esta última la politización de la primera– puede servir –y sirve con idéntica eficacia– para que esos mismos grupos sociales maltratados busquen precisamente en la proclamación de su identidad –no pocas veces aquella que se les asignó con fines estigmatizadores– un instrumento a través del cual sintetizar sus intereses particulares y la lucha por su emancipación. Como ocurre con las demás religiones, el nacionalismo puede ser un instrumento de dominación, pero también un estímulo para la impugnación de los poderosos y el desacato. Sabemos bien que ese ha sido el caso de todos los conflictos antiimperialistas, de todas las guerras de liberación nacional y que ha aparecido con frecuencia al lado o atravesando vindicaciones de sectores que se deciden a poner fin a la inferiorización de que son víctimas. Ese uso del diferencialismo como activo o reactivo en pos de la equidad se basa en un postulado lógico, cual es que para que alguien o algo sea reconocido como sujeto –colectivo, en este caso– igual a los demás sujetos es indispensable haber sido habilitado antes como entidad diferenciada y diferenciable en condiciones de interpelar o ser interpelada por no importa que administración política centralizada, incluso aquella contra la que se está en lucha.

Lo que es incuestionable es que cada configuración histórica y cultural ha conocido maneras distintas de actuar ese emulsionador libre, por así decirlo, que son los sentimientos e ideas nacionalistas con otros componentes de cada realidad, dependientes a su vez de su propio desarrollo económico, de la correlación de fuerzas sociales presentes o de las relaciones entre sociedad civil y Estado, entre otros factores, haciendo que un mismo nacionalismo haya podido recibir apropiaciones del todo distintas al interseccionarse con variables como la clase social o la religión. El caso catalán es bien significativo al respecto. No cabe discutir que un cierto nacionalismo cultural apareció al servicio de los intereses de la burguesía industrial frente al freno que para sus objetivos suponía un Estado central incompetente en orden a garantizar el acceso a la plena modernidad. Pero no es menos cierto que importantes sectores populares asumieron el catalanismo como un elemento cohesionador que reforzara en clave nacional sus luchas. 

En cualquier caso, el ejemplo catalán vuelve a poner de manifiesto como la asunción de una identidad étnica o nacional no puede ser entendida al margen de la manera como fracciones sociales con intereses y objetivos específicos la emplean como fuente de legitimidad. Dicho de otro modo: tanto las formalizaciones doctrinales como a las emanaciones sentimentales de tipo patriótico sólo deberían resultar comprensibles como la manifestación de conflictos en el seno de una estructura social dada, usufructo concreto de un referente permanentemente móvil y, por tanto, procurador de todo tipo de sombras y ambivalencias. 

Hasta aquí lo sabido. Pero también está ahí lo vivido. Entra en juego en este caso la experiencia de quien fuera un chava del barrio de Hostafranchs, un hijo de charnegos que intentó amar y creyó posible una España republicana que ahora contempla la más remota de todas las posibilidades; que inició su militancia comunista de ahora mismo a los 14 años y que desde entonces vivió inmerso como inseparables doctrinalmente las reclamaciones nacionales catalanas y de clase..., una apreciación que compartía la policía política franquista con su obsesión de definir a los suyos como "rojos separatistas". Pero esos son sólo algunos elementos reconocibles como políticos que destacan en un tumulto de recuerdos biográficos del que emanan a borbotones imágenes, texturas, olores, sabores y sonidos. Esa identidad no es en realidad ninguna identidad, puesto que no aceptaría ser reducida a unidad alguna. Como toda identidad, no es otra cosa que un incierto nudo entre materiales vivenciales incomprensibles por separado. Los elementos de esa identidad magmática conformarían un continuo cuyos elementos sólo se distinguirían entre sí a partir de principios lógicos de analogía y correspondencia. Esa identidad puede ser experimentada, pero no pensada. Para hacerla inteligible es preciso convertirla de continua en discreta, de analógica en digital. Es entonces cuando la identidad se convierte en identificación que te permite o le permite a otros distinguirte a partir de tu ubicación en una trama clasificatoria en que toda diferencia se convierte en oposición. 

Es entonces cuando las circunstancias obligan a esa brutal simplificación que convierte la fragmentaria, compleja y contradictoria experiencia de cada cual en adhesión forzada o voluntaria, a veces hasta entusiasta, a una etiqueta sin la cual no es posible salir a jugar a la historia. Puestos a convertir lo sabido y lo vivido en decisiones políticas, concluyes que una ecúmene confraternal entre los llamados "pueblos de España" es la más improbable de las quimeras. Piensas que acaso puedas rescatar a Catalunya de los parásitos sociales que se han pasado décadas vendiéndola y ahora proclaman suya. Te imaginas que acaso se está ante una oportunidad irrepetible de volver a empezar y de inaugurar otra forma de vivir y convivir. Has entendido que, interpelado por los hechos, tienes que elegir, con la intuición de que lo más probable es que en algún lugar cercano del camino te espere la decepción. Pero los tiempos que corren no te esperan y uno acaba sumergiéndose en los acontecimientos creyendo que los protagoniza y que su devenir depende de ti. Consciente de su propia ingenuidad se siente uno entonces vanidosamente llamado..., y acude. 




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