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dimecres, 20 d’agost del 2025

La antropologia interpretativa en la actualidad

Paul Ricoeur

Apartado final de la entrada "Antropología interpretativa" en Andrés Ortiz-Oses y Patxi Lancerós, eds. Diccionario de hermeneútica, Universidad de Deusto, Bilbao, 1997, pp. 57-67.

LA ANTROPOLOGÍA INTERPRETATIVA EN LA ACTUALIDAD
Manuel Delgado

La totalidad de expresiones derivadas de aquello que Apel llamó la «transformación semiótica del kantismo» han acabado recalando, explícitamente o no, en la problemática, tal y como la inaugura Heidegger y la desarrolla luego Gadamer, de las condiciones que hacen posible o no el conocimiento a partir de un yo conocedor. El dasein o ser-allí heideggeriano se ha convertido en el "estar allí" de Geertz en sus disquisiciones sobre lo autorial en literatura etnográfica de El antropólogo como autor. Junto con Gadamer, aunque distanciándose de él al reconocer una dimensión del ser que trasciende el lenguaje, ha sido Paul Ricoeur el filósofo que más ha influenciado en el panorama general de la antropología interpretativa. El paso fundamental que llevó la idea de símbolo propia de la antropología simbólica al que manipula la actual antropología interpretativa incluyendo en su ala más radical a los antropólogos posmodernos se debió precisamente a la capacidad que tuvo la concepción ricoeuriana de metáfora de romper con la oposición entre pensamiento y acción que había impuesto el neopragmatismo de Geertz, que se empeñaba en mantener la vieja identificación utilitarista entre símbolo y estrategia. La teoría de Ricoeur sobre la metáfora y el símbolo superaba también la discusión que la antropología británica había conocido a propósito de la racionalidad, al tiempo que descalificaba la pretensión, ampliamente mantenida desde todas las variantes del empirismo anglosajón, de que existía una dimensión expresiva o connotativa de la metáfora cuya función era no sólo extrainstrumental, sino también extradenotativa, y que se reducía sus tareas a las meras de evocación y ornamentación figurativa.

El razonamiento de Ricoeur de que toda metáfora pertenece al discurso lo que llama «metáfora de la oración» , que se mantiene en tensión con el significado literal a través de la estructura de la oración, abría nuevas posibilidades a la exégesis de costumbres o prácticas culturales hasta entonces concebidas como de racionalidad enigmática o inverosímil. La interpretación metafórica destruía el comentario literal al arrastrarlo a una contradicción, que era, a su vez, generadora de significado y, por ello, predicativa, fuente de mundo. Ese método hermeneútico de Ricoeur, basado en las relaciones dialécticas entre entendimiento, explicación y comprensión, así como la idea de que todo acto comunicativo posée una contenido propositivo y una fuerza ilocucional, han resultado fundamentales en la antropología social de la dos últimas décadas. El camino que recorre Victor Turner desde su militancia en la escuela funcionalista de Manchester a la antropología de la experiencia y la pefomance que elabora tomando como base a Dilthey, pasa sin duda por Ricoeur. 

La idea de que la determinación de lo útil exige el concurso de una mediación simbólica, fundamento de la crítica de Sahlins al materialismo cultural del que había sido él mismo transfuga, está abiertamente inspirada en la manera como Ricoeur vincula palabra, significado y acción. Quienes heredaron de Turner el liderazgo intelectual en Chicago, como James W. Fernández, llevaron su asimilación de la hermeneútica ricoeuriana a reclamar para la antropología el estatuto de tropología, es decir de modalidad de la retórica, consagrada al conocimiento o explicación de los tropos o «palabras apropiadas ausentes». Se han de destacar incluso intentos serios de sintetizar la hermeneútica de Ricoeur con enfoques sugeridos desde el estructural-marxismo tanto filosófico –Althusser– como antropológico –Meillassoux, Godelier–, así como desde cierta historiografía culturalista de inspiración no menos marxiana –Thompson, Williams–. Entre nosotros, ese descubrimiento de Ricoeur por parte de la escuela lisoniana ha provisto de trabajos de indudable valor, como los debidos a María Cátedra, Frigolé, Joan Prat, Zulaika o Sanmartín, entre otros.

En una segunda fase de su evolución intectual, Ricoeur distinguió el símbolo de la metáfora, al atribuir al primero un origen prelingüístico y al resituar dialécticamente, a partir de tal condición extrasemántica, las relaciones entre naturaleza y cultura, un tipo de conclusión a la que Mary Douglas ya había llegado desde presupuestos neodurkheimnianos en su Símbolos naturales, pero todavía más afín a la antropología estructural y su teoría del pensamiento simbólico como metalenguaje, es decir como dominio en que los significados no significaban ya el signo, como sucede en el nivel semiológico convencional, sino la significación misma. En efecto, ese concepto ahistórico y arreferencial del símbolo, que lo señalaba como consecuencia de una economía del pensamiento, era resultado de la recuperación que en cierto momento hizo Ricoeur del objetivismo lingüístico de Saussure, lo que suponía tenderle una mano a aquel "kantismo sin sujeto trascendente" que el filósofo atribuía a Lévi-Strauss. Como es sabido, el autor de El pensamiento salvaje no se condujo con reciprocidad con respecto a la afirmación de Ricoeur de que "nunca podrá hacerse hermeneútica sin estructuralismo", y no quiso aceptar la invitación a ampliar su sintaxis a una semántica que se interesase por los contenidos. Por otra parte, el distanciamiento o epoché husserliano era difícilmente compatible con el estatus epifenoménico que Lévi-Strauss asignaba al significado con respecto de la estructura.

Si Lévi-Strauss declinó la invitación de Ricoeur a extender la etnología a una hermeneútica, no puede decirse lo mismo de lo que hoy es el grueso de la antropología social y cultural. La cuestión de fondo se ha planteado en torno a si la interpretación es o no una actividad descifradora que nos permite acceder a alguna forma de realidad. Desde la hermeneútica, tal fue la presunción no sólo de Ricoeur, sino también tanto de Apel como de Habermas, y hasta puede especularse sobre si, a pesar de Vattimo, en Ser y tiempo Heidegger no participaba de una cierta voluntad reconstructi¬va, capaz de descubrir intenciones en las acciones humanas y en los actos comunicativos en general. En esa dirección es que los nuevos eclecticismos que configuran la antropología actual admiten la necesidad de una exégesis de las culturas, entendidas como textos, que no cierre la posibilidad de acceder a los significados desde otros horizontes distintos a los que constituían su fuente inmediata. Eso supone que, al margen de los proyectos liquidacionistas de la antropología que los posmodernos encarnan, la mayoría de etnólogos están por ir más allá de las intencionalidades subjetivas, y de los contextos particulares históricos y culturales a los que puede atribuirse su génesis, en tanto consideran viable una reconstrucción de las pautas que orientan las expectativas mútuas de los interlocutores en el intercambio comunicacional. Lo «real» existe, por mucho que no como hecho instrumental y objetivo, sino más bien, y como Ricoeur quería, bajo el nuevo aspecto de una polisemia hacia la que es posible proyectarse y regresar.

Tal sería la base de esa teoría hermeneútica de la cultura que la antropología social y cultural convoca a redefinir el campo semántico sobre el que opera, sin otro objeto que el de adaptarse a las dramáticas mutaciones históricas que la envuelven. Pero esa hermeneútica que la antropología asume como requisito para prolongarse y sobrevivir no concluye en un estallido de la disciplina, como los posmodernos pretenden, sino en lo que Ricoeur definía como una «nueva aprehensión del sentido por medio de un pensamiento reflexivo o especulativo», o, siguiendo ahora a Habermas, en una «comprensión de sentido que, en lugar de la observación, abre acceso a los hechos».

Esa asunción de la hermeneútica supone que la antropología social y cultural ha confesado la fragilidad de sus métodos, lo fragmentario de sus observaciones y la precariedad de cuanto pueda afirmar de los mundos que compara. Tales constataciones, que tanto comprometen la vocación que un día experimentara la antropología de devenir productora de saber nomológico, hacen de la interpretación un instrumento refundador de la disciplina, capaz de desautorizar las pretensiones del positivismo –y de la lógica de dominación a que obedece– de convertir la etnología en una más de sus prótesis operativas. Tendría lugar, con ello, un episodio parecido a aquél en que Franz Boas desmanteló otra forma de ingenuidad pseudocientífica –el evolucionismo unilineal del XIX–, haciendo posible así el alumbramiento de la antropología moderna. Esa reconversión gnoseológica de la antropología, mediante la que se reclama un lugar no marginal para la intersubjetividad, no tiene por qué significar la renuncia a lo que da sentido a una disciplina que nació y existe para dar repuesta a enigmas que la precedieron. Como en sus inicios, continúa siendo necesario y urgente el combate contra la apariencia y por dar con las tecnologías recurrentes y los esquemas inerciales que se ocultan tras la infinita multiplicidad de los acontecimientos culturales, para esclarecer de este modo el repertorio de mecanismos de que los seres humanos se han valido y se valen para pensar ese universo en que viven y que crean.



dissabte, 29 de juliol del 2023

La religión como ámbito de los detritos clasificatorios

La foto es de Matt Weber

Fragmentos del artículo "Religión", incluido en Joan Prat y Ángel Martínez eds., Ensayos de Antropología Cultural. Homenage a Claudio Esteva Fabregat, Ariel, Barcelona, 1996.

LA RELIGIÓN COMO ÁMBITO DE LOS DETRITOS CLASIFICATORIOS EN ANTROPOLOGÍA
Manuel Delgado

El epígrafe antropología religiosa, de las religiones o de la religión sirve para designar una subdisciplina de contenidos más problemáticos de la cuenta. A las condiciones dificilmente contorneables del objeto que aspiraba a conocer, la antropología religiosa está por lo general sometida a unas connotaciones extracientíficas que otros dominios también discutibles ‑lo económico, lo político, el parentesco‑ no han tenido que padecer. Por si fuera poco, la antropología de la religión no sólo reclama autoridad científica sobre un campo ya de por sí comprometido, como es el de la religión, sinó que, por si fuera poco, pretende evaluar otros que sobreentienden afines, como son la magia, el simbolismo, la mitologia, etc. Además, en cuanto se insta un desdibujamiento que subsuma la presunta condición especial de lo religioso en otras esferas ‑ideologia, cosmovisión, imaginario, mentalidad, sistema de representación, etc.‑, el territorio a cultivar abarca entonces, de manera ya del todo impracticable, la casi totalidad de producciones ideacionales y sentimentales que ha estado en condiciones de producir el ser humano.

En principio, sería adecuado establecer que la antropologia de la religión estudia instituciones, procesos, estructuras o funciones a las que un cierto criterio permite hallar en tanto que parcela exenta de la cultura, segregable para su disección analítica del resto de las que se supone conformando la vida de las sociedades. De hecho, tal espacio declarado franco es aquel en el que el resto de grandes bloques temáticos tradicionales en antropología ‑parentesco, economia, política‑ desisten de penetrar, hasta tal punto pertenece aquello que la habita al capítulo de lo puramente ideal o emotivo. Así, resultan separados para su interpretación todos aquellos aspectos de la cultura que no resulten homologables en tanto que tecnológicos o instrumentales y que, por esta causa, merecen ser exiliados a los territorios de lo simbólico, una vez rescatados de los abismos de la estolidez humana a los que la racionalidad vulgar los habia condenado.

La antropología religiosa tiende, por tanto, a devenir por ese sesgo una antropología de lo inefable, es decir, una antropologia de todas aquellas figuras que han representado, en el proceso de etiquetado y marcaje de las jurisdicciones científicas, lo que podriamos llamar la "parte opaca" de los aspectos sensibles de la realidad, y siempre a partir de una ausencia o de un exceso: lo irracional o pre‑racional, lo extra‑ordinario, lo irreal, lo ilógico, pre‑lógico, lo no‑científico, lo sobre‑natural, lo extra-normal, lo meta‑físico, lo extra‑empírico, etc. O bién a partir de un tajante divorcio de lo real en dos esferas antagónicas, habitadas por cosas patentes unas, por intangibles las otras: lo instrumental y lo expresivo, lo material y lo ideal, lo empírico y lo simbólico, lo profano y lo sagrado, lo ordinario y lo trascendente. Expulsados a un país de espejismos y desmesuras, lo religioso y sus parientes, lo mágico y lo mítico, no han podido merecer con frecuencia otra cosa que explicaciones inevitablemen­te parecidas a los vaporosos perfiles que se les atribuía.

En cambio, si se aceptase la religión en tanto que sistemas conceptuales, simbólicos o de representación solo especial a causa de la vehemencia de sus argumentos y operaciones, manteniendo a raya las amenazas de esencialización que la asedían, muchos de los malentendidos a que han estado sometidos se disolverían. El misticismo devendría entonces solo una "puesta en valor" de conductas, objetos, lugares, personas, ideas o instáncias a los que un estatuto especial ha convertido en poderosamente elocuentes. Entendida como una forma particularmente expeditiva y elaborada de hacer y de decir, destinada a justificar la organización del mundo y el sentido de la experiencia, la religión y la magia clarifican su lugar en la distribución por conceptos de aquello real de una manera no por fuerza oscura. Por otra parte, su caracterización también en tanto que tecnologias de categorización y conocimiento cancelaría, a buen seguro, la artificial distancia que las separaba de las otras variables de lo real que se habían catalogado como "materiales", al tiempo que estas veían reconocida su propia dimensión invisible.

Este último postulado es el que permitiría formular una clasificación en el conjunto de teorías que han aspirado a conocer el sentido de los ritos, las creencias y los mitos. De una lado pueden situarse quiénes han insistido en imaginar un objeto de conocimiento que formaba parte de la propia condición humana ‑el homo religiosus‑ y que tenía siempre un lugar vacante entre las instituciones culturales de todas las sociedades y de todas las épocas. Del otro, quiénes, de acuerdo con el supuesto anterior, han renunciado a toda definición positiva de religión y de magia y ha tratado los contenidos tradicionales de estos ámbitos sin ninguna concesión al tipo de trascendentaliza­ciones con los que se daba por sentado que las ideas o actitudes místicas merecian ser distinguidas de todas las demás. Haremos un repaso por estas perspectivas, adoptando como punto de partida aquel momento en que se reacciona contra la simplifica­ción reformista del evolucionismo social ingenuo y en el que las manifestaciones religiosas concretas son tomadas seriamente, sin verse afectadas ni por posturas intervencionis­tas, ni por juicios peyorativizantes.

Una cierta línea de pensamiento en antropología hace ya mucho que dimitió de todo tratamiento sustantivizador de una dimensión de lo social que ya toda clase de trascendentalismos había conseguido colonizar. Otras escuelas, en cambio, dieron por bueno el juego de las esencias y se entregaron al estudio de aquel lado opaco del ser humano que se pensaba institucionalmente o psicológicamen­te configurándose siempre y en todas partes. Las servidumbres metafísicas y teológicas de nociones tales como cosmovisión, estado de consciencia, experiéncia religiosa, etc., asumidas acríticamente como centrales, hicieron el resto. De manera inevitable, una antropología religiosa así nada podía hacer por evitar la anexión del campo mágico y religioso al gran imperio de los conceptos confusos.

Disciplina que fue en principio de las ideas idiotas, esa antropología religiosa que daba por buena la ilusión mística, y se empeñaba además en hablar de ella en términos no menos místicos, nada hizo por rescatar de la oscuridad extensas parcelas de la actividad humana. Dándole sin parar vueltas a la la religión y la mágia como entidades segregables del dominio general de los sistemas de representación y pensamiento o del medio ambiente ideológico general, no han hecho mas que continuar manteniendo los contenidos de la falsa demarcación que creaban en el exilio de aquello puramente ideacional, y a la que podían enviarse las más indigeribles producciones de la alteridad cultural. En todas estas décadas, la antropología religiosa no ha hecho sinó alimentar una superchería más grande incluso que las que en otro tiempo se imaginaran componiendo su objeto: la de que la religión es una substancia intercultural y ahistorica. La custodia de la dimensión misteriosa de la cultura frente a los peligros de lo contingente ha sido posible conservándola protegida por toda clase de vaguedades periódicamente renovadas, eventualmente disfrazadas de rigor, y que no hacían otra cosa que remitir una vez y otra a la zona pantanosa e inaccesible de las emociones. De esta manera, los estudiosos que habían continuado cultivando los supuestos emocionalistas y soteriológicos del "hecho religioso" habían acabado por engendrar una auténtica paraciencia social, entregada al conocimiento de materiales puramente ectoplasmáticos.

Pero, ¿qué puede explicar que la antropología, en tanto que disciplina académica que se presume más o menos científica, haya tolerado la presencia en sus filas de unos especialistas consagrados al estudio de fantasmas, aparecidos, milagros, poseidos y místicos, asuntos por lo demás tan dignos de ser estudiados en serio como cualquier otro objeto de la vida social? La respuesta acaso sea la siguiente. En realidad, la presencia académica de estos asuntos en un subámbito disciplinar ha servido para que la antropología más positiva, más segura de la solidez de sus objetos, pudiera contar siempre a mano con un reservorio, algo así, si se nos permite la comparación, como un cuarto trastero, en el que encerrar su propia sombra, la "hermana loca" de la finca epistemológica que había logrado levantar. He aquí la justificación última de una subdisciplina conocida como antropología de la religión: la de devenir un auténtico pozo ciego al que una autoproclamada antropología de lo claro y lo diurno pueda vaciar sus propios detritus clasificatorios.




dijous, 9 de febrer del 2023

Sobre l'anticlericalisme popular


Crema dels convent dels jesuïtes de Madrid, maig de 1931

Consideracions per l'historiador Paul Preston l'agost de 2012

Sobre l'anticlericalismo popular
Manuel Delgado

La ira sagrada és el primer dels tres llibres en els que vaig buidar la meva tesi doctoral. Després vindrà Las palabras de otro hombre. Anticlericalismo y misoginia, que em va treure Muchnik –i dels que tampoc en queden exemplars–, i el que tens, Luces iconoclastas, del qual -vaja- l'editorial -Ariel- va decidir cremar les existències que li quedaven.

Entre el primer i l'últim hi ha una clara evolució. Són deu anys de diferència. A La ira sagrada és l'argument explicatiu remet clarament al registre teòric neodurkheimnià de Mary Douglas, sobre tot a la idea d'antirritualisme, és a dir d'un rebuig de l'extraversió ritual que acompanyaria el procés de modernització i que la pròpia Església acabaria assumint. Però després vaig adonar-me'n que en realitat el procés de civilització, per dir-ho com faria Elias, no havia trencat amb la famosa gàbia de ferro weberiana. Ans al contrari. I el temps no ha fet més que corroborar que el món modern és potser cada cop més ritualista. El que vaig fer és desplaça l'eix explicatiu cap a terrenys teòrics més influenciats per la semiòtica, que plantejaven la violència anticlerical no com antirritualista, sinó com antisacramental. És a dir, el que es desqualificava no era el ritual, sinó la pretensió que el ritual podia ser no sols simbòlic, sinó eficaç, és a dir operar canvis objectius en la realitat sempre i quan s'executés sense defecte de forma.

El valor de La ira sagrada, però, crec que continua sent el d'advertir com, per damunt de la seva adscripció ideològica, tots els testimonis i els estudiosos coincidien a l'hora de conrear una imatge espasmòdica dels avalots iconoclastes, associats a l'anomenat, per distingir-lo del cult, "anticlericalisme popular". Quan vaig enfrontar-me al tema vaig topar-me amb una hegemonia absoluta d'interpretacions dels tumults anticatòlics basats en la presumpta forma morbosa que adopta l'acció col.lectiva no controlada políticament. Desconnectat de motivacions ideològiques clares i d'objectius definits, conceptualitzat en tant que epifenomen marginal -una mena d'exsudat macabre que no va poder‑se evitar, la violència contra l'Església trobaria la seva arrel en un confús i mal canalitzat sentiment de rancúnia vers el clergat i el seu paper polític i socioeconòmic. Aban­donats a l'espontaneï­tat demolidora i atroç de munions desbocades, els comportaments de fúria cleròfoba vindrien a constituir-se en una mena d'al.lucinant col.lecció d'escarafalls i ganyotes, un paisatge aberrant absolutament impracticable per l'anàlisi històric.

Aquell treball pretenia reconsiderar aquesta estranya realitat que fins aleshores havia estat contemplada com el resultat d'un desbordament psicòtic del populatxo. Del que es tractava era d'estimar que darrera d'aquests esdeveniments d'aspecte alienat podíem trobar una estructura, un es­que­ma significatiu que orientava ocultament els subjectes actuants. Això implica connectar ordenadament els fets i les idees explicitades pels anticlericals amb altres dispositius i instàncies extra‑polítics de la cultura, dels que és viable conjeturar un concurs determinant en la gènesi i les formes de l'odi contra l'Església.

El problema bàsic que, per mi, havia fet de la fenomenologia de l'anticleri­calisme popular un "punt cec" pels contemporaneïstes havia estat el de que no s'ha atès el contingut fortament simbòlic de les actituds sacrofòbiques. No ha existit la voluntat d'instal.lar l'antagonisme contra la religió catòlica dins d'una racionalitat estructurant. Sabem que es cremaven esglé­sies, que es rebentaven confessionaris, que es defecava a les piles baptismals i se li treia els ulls a les imatges dels sants, i que es martiritzava als capellans sovint amb una extraordinària crueltat, però ben poc se'n ha fet per relacionar aquests episodis amb el que representaven una església, un confessionari, una pila baptismal, la imatge d'un sant o un capellà, única possibilitat de veure revelat el sentit que tenien aquelles actuacions pels seus executors i llurs víctimes i els tipus culturals que mimaven o combatien, o potser totes dues coses alhora. Es a dir, procurarem associar la contingència dels successos amb el recurrent de les estructures, reconeixent que un esdeveniment -qualsevol esdeveniment- és sempre una relació entre una cosa que passa i una pauta significativa subjacent. O, plantejat d'una altra manera, traslladarem el fenomen de la violència anticlerical del domini de les causes al dels significats.

Això no vol dir que desautoritzes les lectures que s'havien fet des del contemporaneïsme de la violència sacrílega contemporània a Espanya. Més que polemitzar amb elles o oposar-s'hi, les explicacions que se suggerien volien afegir-se a les ja disponibles, complementant-les. Aquesta aportació que pretenia no era per força incompatible amb les altres, sinó que procurava posar en sistema els esdeveniments iconoclastes prenent com a marc teòric el gran absent en les visions fins ara ofertes sobre el tema, aquest estris conceptual que els etnòlegs considerem insubstituïble i que anomenen cultura, és a dir el conjunt de tecnologies materials i representacionals amb que una comunitat es relaciona amb la vida.

De totes formes, una aproximació com la que proposava a La ira sagrada no era tampoc del tot original. Al capdavall, m'orientaven les experiències explicatives, per exemple, de Nathalie Z. Davis o David Riches sobre la iconoclàstia hugonota o treballs com el de Georges Rudé sobre els aldarulls Gordon al Londres de finals del a XVIII. I sobre tot el que defensava Gabriele Ranzato en la seva polèmica amb Hilari Raguer a finals dels 80.






dijous, 30 de juny del 2022

Maneras de ser

La foto és de Tommy Ton

Reseña de 
Estilos de pensar. Ensayos críticos sobre el buen gusto, de Mary Douglas, traducción de Alcira Bixio, Gedisa, Barcelona, 1998, 220 páginas, publicada en el suplemento Babelia de El País, el 14 de junio de 1998

MANERAS DE SER
Manuel Delgado

La obra de Mary Douglas es una de las mejores muestras de hasta qué punto la antropología puede competir ventajosamente con otras ciencias sociales a la hora de explicar fenómenos actuales, y hacerlo a partir de presupuestos teóricos que la propia autora había ensayado en sociedades muy diferentes de la nuestra, tal y como reflejan sus dos obras más conocidas, Pureza y peligro (Siglo XXI) y Símbolos naturales (Alianza). 

Este Estilos de pensar nos permite contemplar «en panorámica», por así decirlo, esa versatilidad explicativa del antropólogo en su propia sociedad. Se reúnen aquí una serie de artículos relativos a temáticas bien distintas, que quedan hilvanadas por la propia argumentación teórica que se nos propone. El libro se abre con un análisis sobre el cuento de Caperucita Roja, en que aparece complicado el debate feminista. Sigue otro capítulo sobre el sentido velado que tienen para un paciente la elección de médico y de terapia, así como la noción misma de enfermedad. A continuación, tres apartados atienden las dinámicas de adhesión y conflicto que se disimulan tras las conductas llamadas «consumistas», y que le devuelven al consumidor un papel activo que no siempre se le reconoce. Otros tres capítulos le permiten a Mary Douglas regresar a un asunto que conoce bien, cuál es el de los sistemas de clasificación que organizan simbólicamente al reino animal y determinan nuestra relación con sus miembros.

Todos estos temas parecen distintos y distantes entre sí. En cambio, Mary Douglas nos demuestra cómo responden positivamente a una perspectiva que los contempla como escenario de juicios y preferencias socialmente significativos, es decir pertinentes en orden a que una sociedad dada –la nuestra en este caso– se hable a sí misma de sí y, haciéndolo, se constituya. Se propone para todos estos fenómenos de aspecto tan dispar un mismo método de análisis que ella llama cultural, empleando la noción de cultura en el sentido durkheimniano de estilo, forma o manera de, un criterio de clasificación social que se manifestaría en las figuras del gusto y hallaría su fuente de jerarquización en los grados que separan el refinamiento de la vulgaridad. 

Este análisis reconoce en toda actividad social hoy –hasta en sus expresiones más aparentemente triviales, como ir de compras o hacerse vegetariano– las marcas del conflicto entre cuatro grandes tipos culturales, que responden a sendas formas ideales de vida comunitaria y a otras tantas formas de lucha por hacerlas realidad. Esa tipificación de las culturas o «estilos de pensar» en pugna, y por tanto interdependientes, reconocería una modalidad individualista, que opta por compromisos débiles, que es competitiva y que se inclina por la tecnología, la actividad de riesgo y la ostentación ; otra jerárquica, formal, adherida a las tradiciones y que sostiene una sólida red de parientes y amigos ; una igualitaria, contraria a las formalidades, espontánea, que prefiere la sinceridad y las relaciones basadas en valores espirituales, y una última, la ecléctica, tan introvertida como imprevisible, que opta por la desvinculación aunque sea pagando el precio del aislamiento.

Cada una de esas variables tiene su propia visión de lo que debe ser la vida en sociedad, así como su propio concepto de qué es ser justo o injusto, quién es culpable y quién inocente. Cada una posée y exhibe morales distintas, disputa zonas de influencia, recluta seguidores que, a su vez, se incorporarán con entusiasmo a los esfuerzos por neutralizar al contrario cultural. Nuestra sociedad, según Mary Douglas, se mantendría en una permanente situación de guerra fría entre esas formas culturales. Son incompatibles. Por ello –y no a pesar de ello– conviven. Se necesitan. Su hostilidad mutua garantiza que nunca llegarán a separarse, puesto que liberadas de su enemistad, morirían irremisiblemente.




diumenge, 28 de novembre del 2021

¿Cómo se llega a ser "inmigrante"?



Comentario para los/las estudiantes del Grau d'Antropología Social de la Universitat de Barcelona, a raíz de una pregunta de uno de ellos. En mayo de 2016.


¿CÓMO SE LLEGA A SER INMIGRANTE?
Manuel Delgado

Vamos a ver. Esto fue lo que intenté explicar en clase. Aquel al que llamamos y que suele reconocerse como “inmigrante”  y que, por tanto, hacemos resaltar sobre un plano homogéneo formado por presuntos "no-inmigrates" o "autóctonos"  no es una figura objetiva, sino más bien un personaje imaginario, lo que no desmiente, antes al contrario, sino que intensifica su realidad. Lo que hace de alguien un inmigrante no es una cualidad, sino un atributo, y un atributo que le es aplicado desde fuera, a la manera de un estigma y un principio denegatorio. El inmigrante es aquél que, como todos, ha recalado en algún sitio luego de un viaje, pero que, al hacerlo, no ha perdido su condición de viajero en tránsito, sino que es obligado a conservarla a perpetuidad. Y no sólo él, sino incluso sus descendientes, que deberán arrastrar como una condena la marca de desterrados heredada de sus padres y que hará de ellos eso que, contra toda lógica, se acuerda llamar "inmigrantes de segunda o tercera generación". La pregunta por tanto no es qué es un inmigrante, sino cuándo se deja de serlo.

Lejos de la objetividad que las cifras estadísticas le presumen, el inmigrante es una producción social, una denominación de origen que se aplica no a los inmigrantes reales  lo que complicaría a la casi totalidad de la población, puesto que todos llegamos de algún sitio alguna vez; nosotros o nuestros ascendientes casi siempre inmediatos , sino sólo a algunos. A la hora de establecer con claridad qué es lo que debe entenderse que es un "inmigrante", lo primero que se aprecia es que tal atributo no se aplica a todo aquél que vino en un momento dado de fuera. Ni siquiera a todos aquellos que acaban de llegar. En el imaginario social en vigor "inmigrante" es un atributo que se aplica a individuos percibidos como investidos de determinadas características negativas. 

El inmigrante, en efecto, ha de ser considerado, de entrada, extranjero, esto es "de otro sitio", "de fuera", y, más en particular, de algún modo intruso, puesto que se entiende que su presencia no responde a invitación alguna. El inmigrante debe ser, por supuesto, pobre. No hay inmigrantes ricos; ni siquiera inmigrantes de clase media. El calificativo inmigrante no se aplica en Europa casi ningún caso a empleados cualificados procedentes de países ricos, tanto si son de la propia CEE como si proceden de Norteamérica o de Japón. Inmigrante lo es únicamente aquél el destino es ocupar los peores lugares del sistema social que lo acoge. Además de ser inferior por el sitio que ocupa en el sistema de estratificación social, lo es también en el plano cultural, puesto que procede de una sociedad menos modernizada  el campo, las regiones pobres del propio Estado, el Sur, el llamado Tercer Mundo... . Es por tanto un atrasado en lo civilizatorio. De ahí la diferencia entre “residente extranjero” y miembro de una “minoría étnica”. Los holandeses o alemanes de Mallorca no son “inmigrantes”. Por último, es numéricamente excesivo, por lo que su percepción es la de alguien que está de más, que sobra, que constituye un excedente del que hay que librarse.

Todo lo expuesto nos permitiría contemplar la noción de "inmigrante" como útil no para designar una determinada situación objetiva  la de aquél que ha llegado de otro sitio , sino más bien para operar una discriminación semántica, que, aplicada exclusivamente a los sectores subalternos de la sociedad, serviría para dividir a éstos en dos grandes grupos, que mantendrían entre sí unas relaciones al mismo tiempo de oposición y de complementariedad: de un lado el llamado "inmigrante", del otro el autodenominado "autóctono", que no sería otra cosa en realidad que un inmigrante más veterano. Esta dualización de la sociedad  que es la que funda la distinción ya señalada entre grupos o personas out versus grupos o personas in- no se conforma con marcar a una minoría muy pequeña a la que sobreexplotar y hacer culpable de los males sociales. En muchos lugares (Catalunya, por ejemplo) la raya que divide puede estar situada muy cerca de la mitad misma de la población, de manera que los espacios taxonómicos que separan a los "inmigrantes" de los "autóctonos" pueden cortar la sociedad en dos grandes grupos casi equivalentes, de los cuáles el de los primeros será siempre el situado más abajo. A su vez, los inmigrantes, una vez instalados en su mitad podría ser segmentados a su vez a partir de su orden de llegada, por ejemplo, lo que hace que con frecuencia “inmigrante” es lo que le llame un inmigrante u otro inmigrante que ha llegado después de él. 

Esta operación taxonómica que el valor inmigrante permite llevar a cabo puede trascender los elementos más llamativos de la “inmigridad”, entendiendo por tal el grado de extrañamiento que puede afectar a un determinado colectivo. Así, si en Europa el aspecto fenotípico es un rasgo definitorio, que permite localizar de una forma rápida el inmigrante absoluto, y distinguirlo del inmigrante relativo : el magrebí, la filipina o el senegambiano -inmigrantes totales, afectados de un nivel escandaloso de "anomalidad"- pueden distinguirse del charnego, el maketo o el terroni, inmigrantes “relativos” o de baja intensidad. En cambio, hay ejemplos en que el fenotípicamente “exótico” puede ocupar un lugar preferente en la jerarquía socio-moral que la noción de inmigrante propicia, mientras que comunidades menos marcadas físicamente pueden ser consideradas como mucho más afectadas de inmigración. Es el caso del status que merecen los originarios de Italia, Japón o China en São Paulo, que son considerados paulistas, mientras que las personas procedentes del Norte o del interior del Brasil en las últimas dos décadas merecen la consideración de “inmigrantes” e incluso de “extranjeros”.

Además, el señalado como inmigrante desarrolla otra función que es de orden esencialmente lógico-simbólico. El inmigrante ha sido marcado como tal para ser mostrado sobre un pedestal, constituirse en un personaje público, cuya función es la de pasarse el tiempo dando explicaciones acerca de su conducta y de su presencia. Para ello se le niega el derecho fundamental que todo ciudadano se supone que debe ver reconocido para devenir tal, que es el de poder distinguir con claridad entre los ámbitos privado y público, de manera que en este último pueda recibir el amparo de esa película protectora que es el anonimato. Con ello se logra que el inmigrante resulte ideal para hacer de su experiencia la de la propia desorganiza¬ción social vista desde dentro. 

Por eso explicaba que, además del papel que juega atendiendo ciertas demandas del mercado laboral en materia de mano de obra explotable y permanentemente fragilizada, ponía el acento en que el “inmigrante” funciona también como un operador simbólico, en la medida que representa un puente entre instancias irreconciliables e incomunica¬das, pero que él permite reconocer como haciendo contacto y, al hacerlo, provocando una suerte de cortocircuito en el sistema social. En efecto, el llamado inmigrante representa ante todo una figura imposible, una anomalía que el pensamiento se resiste a admitir. Se le reconoce fijado en un determinado círculo espacial; pero su posición dentro de él depende esencialmente de que no pertenece a él desde siempre, de que trae al círculo cualidades que no proceden ni pueden proceder del círculo. La unión entre la proximidad y el alejamiento, que se contiene en todas las relaciones humanas, ha tomado aquí una forma que pudiera sintetizarse de este modo: la distancia, dentro de la relación, significa que el próximo está lejano, pero el ser extranjero significa que el lejano está próximo". Esto lo explica muy bien Georg Simmel en su “Digresión sobre el extranjero”, que es uno de los textos de su Sociología (Alianza).

La ambigüedad y la indefinición del inmigrante son idóneas para dar a pensar todo lo que la sociedad pueda percibir como ajeno, pero instalado en su propio interior. Está dentro, pero algo o mucho de él  depende  permanece aún afuera. Está aquí, pero de algún modo permanece todavía allí, en otro sitio. O, mejor, no está de hecho en ninguno de los dos lugares, sino como atrapado en el trayecto entre ambos, como si una maldición sobrenatural le hubiera dejado vagando sin solución de continuidad entre su origen y su destino, como si nunca hubiera acabado de irse del todo y como si todavía no hubiera llegado del todo tampoco. El inmigrante es condenado a habitar perpetuamente la fase liminal de un rito de paso, ese espacio que, como escribía Victor Turner refiriéndose a la liminalidad –un asunto que trataremos el año que viene en antropología religiosa-, hace de quien lo atraviesa alguien que no es ni una cosa, ni otra, pero que puede ser simultáneamente las dos condiciones entre las que transita  de aquí, de fuera , aunque nunca de una manera integral. Ha perdido sus señas de identidad, pero todavía no ha recibido plenamente las del iniciado. La figura del inmigrante, puesta de este modo "entre comillas", encarna una contradicción estructural, en que dos posiciones sociales antagónicas  cercano-lejano; vecino-extraño  se confunden. Conceptualmente, aparece emparentado con las imágenes análogas del traidor, del espía o, en la metáfora organicista, del virus, el germen nocivo, la lesión cancerígena. Por ello el inmigrante no sólo es considerado él mismo sucio, sino vehículo de representación de todo lo contaminante y peligroso. 

Es por eso que no sorprende el uso paradójico –os llamaba la atención sobre él– de un participo activo o de presente  inmigrante  para designar a alguien que no está desplazándose  y por tanto inmigrando , sino que se ha vuelto o va a volverse sedentario, y al que por tanto debería aplicársele un participio pasado o pasivo  inmigrado . También eso explica que el inmigrante pueda serlo de "segunda generación", puesto que la condición taxonómicamente monstruosa de sus padres se ha heredado y, a la manera de una especie de pecado original, ha impregnado a generaciones posteriores. Esa condición clasificatoriamente anormal del llamado inmigrante haría de él un ejemplo de lo que Mary Douglas había analizado en su clásico Pureza y peligro (Siglo XXI) sobre la relación entre las irregularidades taxonómicas y la percepción social de los riesgos morales, así como las dilucidaciones consecuentes a propósito de la contaminación y la impureza. 

El "inmigrante" sólo podría ver resuelva la paradoja lógica que implica  algo de fuera que está dentro  a la luz de una representación normativa ideal del que, en el fondo, él resultaría ser el garante último. Su existencia es entonces las de un error, un accidente de la historia que no corrige el sistema social en vigor, constituido por los autodenominados "autóctonos", sino que, negándolo, le brinda la posibilidad de confirmarse. Lo hace operando como un mecanismo mnemotético, que evoca la verdad velada y anterior de la sociedad, lo que era y es en realidad, ejemplarmente, en una normalidad que la intrusión del extraño revalida, aunque imposibilite provisionalmente su emergencia. En resumen, el inmigrante le permite a la sociedad en que se ubica y le nombre como tal pensar los desarreglos de su presente  fragmentaciones, desórdenes, desalientos, descomposiciones  como el resultado contingente de una presencia monstruosa que hay que erradicar o mantener permanentemente bajo vigilancia: la suya.



dijous, 27 de febrer del 2020

Peligros culturales

(STR/AFP/Getty Images)
Reseña de La aceptabilidad del riesgo según las ciencias sociales, de Mary Douglas (Paidós, 1996), aparecida en el suplemento de libros Babelia, El País, el 7 de diciembre de 1996.

PELIGROS CULTURALES
Manuel delgado

La publicación en la excelente línea antropológica de Paidós de La aceptabilidad del riesgo según las ciencias sociales, de Mary Douglas, merece destacarse por dos buenas razones, además, claro está, de la de su calidad. En primer lugar, porque nos permite ponernos algo al día de la evolución de la autora de dos clásicos de la disciplina: Símbolos naturales (Alianza) y Pureza y peligro (Siglo XXI). En segundo, porque la novedad se produce al mismo tiempo que Ariel nos brinda, en su recién estrenada colección de antropología, el inexcusable Clasificaciones primitivas, donde Émile Durkheim y Marcel Mauss fundaban su teoría sobre los determinantes culturales que organizan la experiencia humana del mundo de la que la que, en buena medida, la obra de Mary Douglas ha sido un enriquecedor desarrollo.

La aceptabilidad... viene a ser una continuación de Pureza y peligro y del aquí todavía inédito Risk and Culture, obras en las que Douglas emprendía un análisis de cómo la puesta en código del universo por la cultura establecía las fuentes y los principios de distribución de la culpa. Su trabajo demostraba cómo los criterios que le habían servido a la antropología para trabajar el concepto de tabú en las sociedades llamadas "primitivas", eran perfectamente aplicables a los ámbitos urbano-industrializados actuales.

En efecto, un concepto tan recurrente entre nosotros como el de "riesgo", que sirve para aludir tanto a las catástrofes naturales como a la polución atmosférica, a ciertos deportes o a las actividades empresariales, aparece al servicio de las mismas tareas que los peligros rituales desempeñaban en las sociedades tradicionalmente estudiadas por los antropólogos: establecer los límites interiores y exteriores de la comunidad, garantizar la conformidad social, controlar las incertidumbres, coaccionar todo intento de desacato o desviación, mostrar todo daño como consecuencia de una vulneración en el sistema de prohibiciones vigente, asignar responsabilidades.

Es esa eficacia que las nociones sobre la puesta en peligro ejercen, y que resultan de la moralización de la estructura social, lo que le permite a Mary Douglas esclarecer el enigma con el que inicia su obra. ¿Por qué la percepción subjetiva que muchos ciudadanos tienen de ciertos riesgos derivados de la ciencia y de la técnica los asociados a la energía nuclear o a la toxicidad de ciertos productos, por ejemplo , se corresponde tan poco con la probabilidad real de que suceda algo? La respuesta, según Douglas, se obtendría estableciendo una correspondencia entre la aceptabididad del riesgo y el grado de tolerancia social ante las transgresiones, en este caso las atribuidas por el público a científicos, empresarios o políticos perversos.

No es ni en el cálculo matemático ni en la psicología cognitiva donde se pueden encontrar las claves que explican porqué huimos de unos riesgos y vamos en pos de otros. Es en su puesta en sistema cultural de donde el peligro extrae su sentido y suscita alarmas desmedidas, pero también temeridades. Lo que la percepción y la aceptación del riesgo dramatizan no son apreciaciones objetivas, como las que los especialistas certifican, sino consideraciones que los sujetos hacen acerca del medio ambiente social en que viven, así como interpretaciones morales sobre los accidentes que tienen o pueden tener lugar en su seno, y que son asumidos también hoy como el precio de una desobediencia o de un pecado.




diumenge, 2 de febrer del 2020

Sobre la "espiritualidad" de las "religiones indígenas"


Comentario para Veronica Sartore, doctoranda de Antropología en la Universitat de Barcelona


SOBRE LA "ESPIRITUALIDAD" DE LAS "RELIGIONES INDÍGENAS"
Manuel Delgado 

Creo que debes abandonar la noción de “religión indígena”. Primero porque literalmente querría sólo decir religión de los habitantes originarios de un lugar o, cuanto menos, de los habitantes que uno encuentra cuando llega a ese lugar. Si la referencia es a la religión de las sociedades “tribales” o “clánicas” que la expansión colonial europea ha ido sometiendo, entonces la cosa se complica un poco, porque de hecho nada nos autoriza a suponer que esas sociedades colonizadas no vieron descubierta su “religiosidad” a la luz de una trama clasificatoria que quería encontrar como fuera un espacio disponible de “espiritualidad” que hiciera viable el proceso de cristianización, que, como te expliqué, tenía que operar a partir del presupuesto que la Revelación debía tener un hueco, por así decirlo, vacante y predispuesto en cualquier sociedad y ser humano, para poder depositar y activar en él el Mensaje. Pero, sin duda, es un exceso y una expresión de etnocentrismo. Dicho de otro modo, las sociedades con las que el imperialismo europeo se fue encontrando a partir del Renacimiento sólo tuvieron “religión” como consecuencia de los diferentes procesos de evangelización que les afectaron. Si quieres seguir esa pista, te recomiendo lo que explican a propósito de la “parrilla lascasiana” Serge Gruzinski y Carmen Giralt en De la idolatría (FCE).

Añado que en ese “pack” iba incluido el tiempo histórico, por supuesto, que formaba parte de las premisas escatológicas del cristianismo, sobre todo en aquellos casos en los que las ideas parúsicas tenían un peso importante. Por supuesto que la concepción cíclica del tiempo está inscrita en todas las cosmologías conocidas, con excepción de aquellas que han podido sufrir algún tipo de influencia por parte de la difusión del mazdeísmo y cualquiera de sus derivados, entre ellos las llamadas religiones abrahámicas, un asunto sobre el que te mandaré otro mensaje dentro de poco.

El tema del papel de la naturaleza es también complicado, sobre todo porque el concepto de “naturaleza” es, claro está, etnocéntrico y no lo veríamos en ninguna otra cosmología que no fuera la nuestra. Lo que sí que tenemos es la manera como algunas de ellas han colocado el centro de su credo, su moral y sus prácticas en el rechazo del mundo externo. Es el caso del cristianismo reformado, que es el asunto del que hablamos en el despacho. Toda la teología reformista no hace más que insistir en la división que establece el enfrentamiento dialécti­co entre el «interior» y el «exterior». Lo «exterior» es lo corporal, lo social, lo visible, la naturaleza, y todo ello se expresa naturalmente en las declinaciones del rito. Lo «interior» es lo espiritual, lo subjetivo, lo inefable, la fe, la esencia, todo lo que sólo puede existir bajo la fisca­lización de la soledad del individuo y la moral introyectada en lo más inconmovible de su ser. De un lado, el ordenamiento de la fe espiritual, del otro la corrupción de la materiali­dad corporal y, por extensión, natural. Es la negación de la sensibilidad por la sen­timentalidad, la religión del corazón. El rechazo de la palpabi­lidad en contraste con la “espiritualidad”, forma parte sobre todo de la herencia intelectual de Calvino.

La bibliografía al respecto es abundantísima, pero creo que te interesaría un clásico de la antropología simbólica como es Símbolos naturales, de Mary Douglas, que plantea precisamente la cuestión de cómo la Reforma impuso la renuncia a buscar repertorios simbólicos en el mundo exterior, es decir en la naturaleza, como aquello que está fuera y al margen del espíritu y del que su expresión más cercana es la propia carne.

Estas consideraciones están directamente relacionadas con la división que, a partir de la Re­forma, se establece para distinguir las formas de re­ligión en "superiores" e "inferiores" en función del grado de interioridad que las caracterizase. A las primeras, según tal clasificación, les correspondería la experimenta­ción privada de lo sa­grado, la comprensión profunda de la literalidad bíblica y la bús­queda de una comunicación directa y personal, sin intermedia­rios formales y sin intervención vicarial de ningún tipo, con lo sobrenatural. Al plano de las re­li­giones que se presumen inferiores, co­rrespondientes al fue­ra o antes de la civilización ‑lo que ha sido habitualmente lo mismo que decir por debajo de ell­a‑, se le asigna­ría la piedad de los bárba­ros, de los arcaícos y de los sal­vajes en general. Sus rasgos principales a la hora de reconocerla serían el va­lor atribuido al ritual por sí mismo y la importancia excesiva concedida a la exte­rio­ridad expresiva y coincidiría con las modalidades de piedad de signo extrínseco, religiosidad intrínseca o de la experiencia inmediata.         

Todo el pensamiento modernizante que generaliza e impone sus axioma a lo largo de los siglos XVIII y XIX viene a insistir en la tesis según la cual el pro­greso positivo del hombre tiene que ver con el paulatino a­bandono de las formas rel­igiosas extrínsecas y sensualis­tas, es decir de cualquier cosa que se pareciese a los cultos a la naturaleza. Este tipo de religiosidad carnal y antimetafísica era no sólo propia de los salvajes –lo que tú llamas “religiones indígenas”–, sino tam­bién de las fases supuestamente superadas de la prop­ia historia cultural de Occidente, las religiones "telú­ricas" y "de la naturaleza" que formaban parte de aque­llas visiones precivilizadas que aún no habían aprendido a distinguir ent­re el hombre y lo natural. Me estoy refiriendo a lo que la historia de las religiones ha presentado como "cultos a la fertili­dad" o a "la vegetaci­ón", en los que se imitaban los principios cíclicos de la creación y la recrea­ción natural. De ahí la atribución de la religiosidad popular no reformada como “supervivencia” de esos cultos naturalistas en el seno del cristianismo contemporáneo.

Yo creo que nuestras ideas sobre la supuesta unidad del ser humano con la naturaleza que atribuimos a las “religiones indígenas” tiene su origen en el prestigio entre ciertos sectores intelectuales modernos de ideas más o menos panteístas, que se presumen opositoras del dogmatismo y la intolerancia religiosa y que hacen el elogio de la “reintegración” con la naturaleza que los algunas sociedades que no se dejan de concebir como “inferiores” han sostenido, lo que las convierte de algún modo en envidiables. Creo que ese es uno de los elementos clave que demuestran nuestra lealtad no consciente a los mismos postulados que luego el pensamiento ilustrado hizo propios y que son, a su vez, desarrollos del socianismo. De hecho, no olvides que el panteísmo fue un invento genuinamente sociniano, en este caso de Johan Toland, a principios del siglo XVIII. Lo que vino luego ya lo sabes: Bruno, Kant, el emanentismo masónico, Schiller, el romanticismo, los neognosticismos contemporáneos. No estoy seguro que quepa incorporar aquí a quien siempre se acaba incorporando, que es a Spinoza. Pienso que su presunto panteísmo es en realidad panenteísmo, por cuanto no desacta la distinción escolástica entre natura naturans (Dios como principio irreductible a lo viviente particular) y la natura naturata, conjunto de existencias infinitas y finitas. En cualquier caso, todas esas premisas alcanzan su máximo nivel de popularidad y de banalización de la mano de la new age, que ha conseguido convencer a los propios “pueblos indígenas” que presenten su universo particular en clave no de religión o religiosidad, sino directamente como “espiritualidad”.

Créeme, la presunta espiritualidad de los indios americanos y de otras sociedades “indígenas” es el ejemplo más claro del papel determinante del imperialismo cultural occidental y de la conciencia que estas tienen de que deben “vender” su singularidad cultural empleando las claves del sistema hegemónico dominante, en este caso insistente en la supuesta comunión con la naturaleza que ellos mantienen y nosotros habríamos no menos supuestamente perdido.


          

dimarts, 16 d’abril del 2019

La violencia como certidumbre

Foto de Jorge Ditks/APF Foto
Reseña de El rechazo de las minorías. Ensayo sobre la geografía de la furia. de Arjun Appadurai. Tusquets, Barcelona, 2007. Traducción de Alberto E. Álvarez y Araceli Maira. 192 páginas. Publicado en El País, el 27 de octubre de 2007. 

LA VIOLENCIA COMO CERTIDUMBRE 
Manuel Delgado 

Una década después de La modernidad desbordada (FCE), y confimando sus intuiciones, el indio Arjun Appadurai nos brinda El rechazo de las minorías, un ensayo en el que retoma y actualiza una percepción recurrente en antropología –de la mano de Mary Douglas, por ejemplo– acerca de la preocupación que todas las sociedades experimentan por mantener a raya a su principal enemigo, que no es tanto el desorden como la ambigüedad. Ese pavor ante el desdibujamiento de los perfiles y de los límites es lo que vendrían a apaciguar modalidades de agresión destinadas a castigar a los sospechosos de haber vulnerado o cuestionado las fronteras simbólicas que protegen al grupo –a cualquier grupo– de los peligros que lo acechan.  Aplicando tal premisa, Appadurai observa que las grandes dinámicas globalizadoras no han hecho sino intensificar ese ingrediente estratégico del que dependieron los Estados-nación, que fue, desde y para su nacimiento, la homogeneidad cultural de los territorios y gentes administrados. El estallido de las certezas culturales compartidas que dieron consistencia a las naciones modernas –y perdón por el pleonasmo– ha llevado a la generalización de lo que el autor llama “angustia de lo incompleto”, que se está traduciendo en un creciente ensañamiento contra toda minoría, real o inventada, que amenace sus supuestas integridad y fijeza idiosincrásicas. Como si todo Estado-nación –formado o en ciernes; aquí y en todas partes– llevara en sí, larvado en su narcisismo fundador, el germen del etnocidio o, como apunta Appadurai, del ideocidio.

El fenómeno derivaría, como otros asociados a la violencia como recurso contra la ansiedad colectiva, de una proliferación de sistemas celulares, un tipo de organización molecular que está en la base hiperactiva y al tiempo hiperdispersa tanto del terrorismo internacional como del nuevo intervencionismo imperialista, tanto del capitalismo financiero como de quienes se atreven a plantarle cara. Un mundo cada vez más invertebrado y modular, más regido por códigos desconocidos, en el que los Estados-nación aparecen como cada vez más marginados y –lo peor para ellos– cada vez más prescindibles. Es frente a esa consciencia de crisis e inseguridad que las mayorías estatales contemplan cualquier excepción procedente del exterior o emergente en su seno como un factor de riesgo y una anomalía a neutralizar. Riesgo y anomalía no obstante indispensables, puesto que es de ellos o mejor contra ellos de donde los Estados constituidos obtienen la evidencia paradójica de una existencia propia que nadie mejor para corroborar que quienes la cuestionan.

Solivianta ese tópico que da por sentado que lo que se da en llamar “el exacerbamiento de los nacionalismos” se combate viajando, aceptando al otro que llega y conociendo al otro al que se llega, aumentado las dosis de cosmopolitismo, etc. Lo que viene a sostener Appadurai es justo lo contrario. Es la promiscuidad cultural, la proliferación de espacios abstractos como los cibernéticos, el flujo de capitales y verdades, el aumento de las interrelaciones y las mixturas, lo que lleva a desvanecerse toda ilusión de pureza y a buscar el contrapeso de tal frustración en autenticidades que, ajenas al mundo, ya no pueden ser sino ideológicas o religiosas. En casos extremos, sólo la violencia fanática podrá restablecer la unidad perdida o enajenada. Frente al desorden y la fragilidad de lo real, sólo queda ya la estabilidad inmutable de las doctrinas más feroces, un orden atroz que será más severo cuanto más se empeñe la experiencia en desmentirno y que no dudará en aplastar, en cuanto sea preciso, aquello o aquellos que se atrevan a recordarle que sólo puede existir como sueño para unos y pesadilla para otros.




dissabte, 6 d’octubre del 2018

La blasfemia como signo de puntuación

La foto es de Casandra Gómez
Estos son unos párrafos de un artículo que publiqué en 1993, el número 6 de la revista Luego…, que dirigían Fernando Hernández y Alberto Cardín en la Facultat de Belles Arts de la Universitat de Barcelona. El título del texto era “La blasfemia”. 

LA BLASFEMIA COMO SIGNO DE PUNTUACIÓN
Manuel Delgado

Se debe partir de que el lenguaje es, a la vez, el medio y la manifestación del conocimiento del mundo, que, de hecho, mundo y lenguaje suelen tener los mismos límites. Por ello, el vocabulario es el indicador principal de su identidad. Por otra parte, el fenómeno de la blasfemia es inseparable de aquello que se da en llamar la cultura popular, precisamente porque su especificidad viene dada por su condición de adquirida, transmitida y, en gran medida, organizada a partir de las leyes de la oralidad. Ni que decir tiene que la blasfemia es parte de esa oralidad y que acontece completamente al margen del lenguaje escrito, que siempre le ha deparado una consideración tabuada.

Esto en lo que hace a los aspectos propiamente semánticos de la cuestión. En lo que se refiere a las averiguaciones destinadas a una clarificación pragmática, la empresa de definir una tipología enunciativa, como premisa a satisfacer prioritariamente, es ya de por sí casi inasible. Es imposible delimitar las ocasiones o lugares donde los españoles, preferentemente los varones, preferentemente también de clase baja, suelen hacer escarnio de lo santo, puesto que se trata de una práctica que impregna el lenguaje mismo. Para que se produzca el insulto a Dios no se requiere una condición situacional específica. No hace mucho, José María Gironella advertía escandalizado, a principios de la década pasada, que «la blasfemia actual es una especie de comodín» («La blasfemia», La Vanguardia, 6 de febrero de 1992). Ese insulto puede perfectamente aparecer armonizado con el propio ritmo de los registros semánticos, o incluso armonizándolo. La abrumadora presencia de groserías hacia lo divino que tiene oportunidad de escuchar no tiene porqué responder necesariamente a un uso como exclamación interjectiva: son verdaderos signos de puntuación. 

Además de esta labor como simple signo de puntuación, la sobreabundancia del uso de expresiones blasfemas puede atender al subrayado de que la comunicación existe y eso es todo, como parte de la negociación protocolaria de cualquier secuencia comunicativa y sin que su inclusión implique enriquecimiento de la información. Se trata del tipo de funcionalidad que Roman Jakobson, recuperando una acepción de Malinowski, había llamado fática, destinada sólo a poner de manifiesto que el canal de comunicación funciona, de manera que el empleo de expresiones escatológicas u obscenas contra la religión ejemplarizaría «una orientación que puede patentizarse a través de un intercambio profuso de fórmulas ritualizadas, en diálogos enteros, con el simple objeto de prolongar la comunicación»  (R. Jakobson, «Lingüística y poética», en Ensayos de lingüística general, Planeta-Agostini).

La cuestión y lo que tiene de enigma no debería pasar desapercibida. El planteamiento debe hacerse, sin duda, a partir del reconocimiento de que únicamente la cultura oficial –el sociolecto de las clases cultas, los medios de comunicación, los discursos de los políticos, etc. – no se blasfema jamás, mientras que para un extraordinaria cantidad de personas resulta casi imposible hablar sin blasfemar. Así, el acto grosero e hiperofensivo hacia los seres y objetos sacralizados, que se efectúa sin querer, no tiene un sentido excepcional ni marginal en el lenguaje, antes bien el suyo es el sentido del lenguaje mismo, de todo el lenguaje y, por tanto, de la cultura que a través suyo habla permanentemente de sí misma. Se insulta a Dios simplemente para hablar.


dijous, 11 d’agost del 2016

Bailar pegados

La fotografia es de Alejandro Reinoso

Notas para la entonces doctoranda todavía Alba Marina González, enviadas en noviembre de 2014, sobre su investigación sobre la salsa brava en Barcelona

BAILAR PEGADOS
Manuel Delgado

Cada vez reconozco el suyo como un proyecto espléndido, con un tema extraordinariamente interesante, que merece la pena que explote al máximo. Veamos lo que tiene. Hasta ahora hemos completado bastante bien la historia de la incorporación de la salsa brava en Barcelona en los últimos años. Que centre su investigación en ese local y lo que en él ocurre me parece pertinentísimo. Adelante con ello. ¿Qué es lo que nos interesa saber de la salsa brava, de sus espacios nómadas y de su público? Pues justamente eso: por qué cierto tipo de personas –y no otras– escogen ese tipo de ambientes –y no otros– para llevar a cabo un cierto tipo de actividad de ocio, un tipo de actividad que se antoja esencial para ellas y que parece centrar un parte de su vida en tiempo libre, llegando a afectar el conjunto de su cotidianeidad e incluso invitándolas o obligándolas a adoptar auténticos desdoblamientos de personalidad, de manera que cuando entran en esa esfera que usted estudia se transforman de manera muchas veces literal.

En primera instancia tenemos la importancia que en esa actividad asume la propia corporalidad, las alteraciones que una danza como la salsera –y en especial la que usted atiende– suponen somáticamente y cómo suponen eventualmente una transformación dramática de la personalidad, que hace que las personas que se abandonan al ritmo sean ciertamente otras. Ahí es donde está la conexión mediúmica de la que ya hemos hablando y que asocia cierto tipo de música –las rítmicas en general– y las técnicas del trance, en concreto la posesión. Ya le remitía en un correo anterior al libro de Gilbert Rouget, La Musique et la transe. Esquisse d'une théorie générale des relations de la musique et de la possession (Gallimard). De ese texto le remarcaba el énfasis que le invitaba a ir más allá de la dimensión digamos técnica, asociada a lo que sería su aspecto mecánico o incluso paroxístico. Pero, cuidado, aparte de las resonancias “afro” de la música y el baile que nos interesan, la intervención de factores neuropsicológicos derivados de las estimulaciones sonoras intermitentes y la monotonía rítmica podría explicar no sólo las reuniones salseras, sino cualesquiera otras, como las raves o una simple velada discotequera.

Hemos de ir más allá, como le digo. ¿A qué va la gente a esos espacios nómadas que estamos trabajando, en concreto al que convierte en escenario de su modelo etnográfico? Pues está claro: va a bailar. Eso supone que se encuentra usted en un espacio destinado a un cierto tipo de sociabilidad, que podríamos llamar sociabilidad de baile, que tiene su propio marco teórico y que cuenta además con algún que otro trabajo empírico con el que hacer dialogar su propia etnografía. Es ahí que entran los trabajos de Amparo Sevilla. Cita usted los contenidos en La ciudad desde sus lugares (Conaculta). Pues también  mírese su contribución al primer volumen de la compilación de Néstor García Canclini, Cultura y comunicación en la ciudad de México (Grijalbo). Si no está en la biblioteca, pídamelo, que Amparo me lo regaló cuando estuve en Itzalapalapa. Por cierto, mírese también el artículo de Norma Iglesias Prieto, sobre “Danzón”, una película que debería ver, aunque la gente que se encuentre para bailar allí baile otras cosas. El artículo se titula “Redefiniendo lo femenino en el cine: La película Danzón y su lectura por géneros”, está en la compilación de Inés Cornejo, Texturas urbanas: comunicación y cultura  (Fundación Manuel Buendía). Si no lo encuentro, yo se lo paso, que me lo mandó Abilio Vergara hace tiempo.

Sería idea que se hiciera con un libro importante para usted: Ballroom, Boogie, Shimmy Sham, Shake: A Social and Popular Dance Reader, una compilación de Julie Malning (University of Illinois Press) que recoge varios modelos de lugares de encuentro para bailar, entre ellos los de música latina. Su autora es Juliet McMains, de la que debería buscar más trabajos suyos. Por cierto, se parece a usted, puesto que, además de experta académica, es una excelente bailarina de salsa. Buscando cosas suyas he encontrado este vídeo youtube.com/watch?v=CoScPIzmAQI. De hecho, en una de las compilaciones de Ángel Quintero (Cuerpo y cultura. Las músicas “mulatas” y la subversión del baile, Iberoamericana). Tiene una obra importante, Glamour Addiction: Inside the American Ballroom Dance Industry (Wesleyan University Press). Si esta mujer nos interesa es justo por lo que le digo: porque su asunto no es sólo la salsa, sino esa sociabilidad de baile de la que le hablo y sus espacios. Ese es el asunto. Siga la pista de esta dama. Podría ser un modelo a seguir para su tesis, sobre todo en la variable género, a la que acaso debería dedicarle un acento especial, porque se me antoja que lo merece de sobras.

Eso es el baile: negociación entre cuerpos, ritualización de lo que siempre de algún modo es un simulacro o promesa de encuentro sexual. Hay un libro que también debería conocer y que se titula Dance with Me: Ballroom Dancing and the Promise of Intant Intimacy, de Juli A. Ericksen (New York University Press). Ahora me viene a la cabeza un clásico de la Escuela de Chicago –ya sabe lo que me interesa esa época. Me refiero al libro de Paul Cressey, The Taxi-Dance Hall (University of Chicago Press), sobre aquellos locales de los años 20 y 30 donde iban hombres a bailar con parejas de pago. No sé si hay una edición reciente, pero estaría bien encontrarlo. Seguro que lo tenemos en alguna biblioteca.

Hay cosas en francés que también le pueden resultar referenciales. Sin ir más lejos, en el último número de Ethnologie française, XLII/3 (2012), hay un artículo que está en esa línea “Dancing parisiens au quotidien. Un loisir de seniors”, que se refiere a las salas de baile a las que acude gente mayor. Paul Gerbod publicó en esa misma revista, vol. XIX/4 (1989) otro artículo sobre ese tema: “Un espace de sociabilité: le bal en France au XX siècle”. Más: Marcelle Michel y Isabelle Ginot, La danse en France au XXe siècle (Larousse), particularmente el artículo de Herbert Godard, «Le geste et sa perception». En todos esos textos suelen haber referencias a otro tema en el que también se va a detener usted, cual es el de la profesionalización de ciertos bailarines, un asunto que usted amplia bien a la de los dj’s.

Por cierto. Le dije que vaciara todos los números de la revista Trans. He vuelto al catálogo (www.sibetrans/com) y me salen 94 entradas. He buceado un poco y todo lo que me ha salido se me antoja fundamental. Tendrá que elegir, pero para ello es indispensable que reviste la oferta. También busque la enorme cantidad de artículos que encontrará sobre espacios destinados al baile de salón. No olvide que la salsa no deja de ser una variante de eso, de baile de salón, que se define como “aquel en que baila una pareja de forma coordinada y siguiendo el ritmo de la música”. En esos artículos encontrará un montón de ideas con las que armar el entramado teórico de su investigación.

Retenga entonces eso. Los espacios de salsa, como cualesquiera otros en que la gente vaya a engancharse a otro u otra tienen como función, insisto, desplegar un tipo de relación social mediatizada por una comunicación en que las palabras valen más bien poco. Son, dígamoslo claro, la apoteosis de la comunicación no verbal. No olvide que el baile es la gran metáfora de la vida social, es decir de la vida a secas, que no deja de ser eso: un juego de emparejamientos y desemparejamientos continuos. Al baile se va a seducir y a ser seducido, en un juego cuyas derivaciones sociales pueden efímeras e intrascendentes, pero que pueden alcanzar dimensión estratégica en orden a la configuración de parejas estables, todo ello en un contexto que es al mismo tiempo de intimidad y de publicidad, como si el símil de encuentro amoroso tuviera que ser siempre de algún modo un espectáculo al que la comunidad asiste.

Al respecto, permítame recordarle que en lo que he publicado sobre las corridas de toros no he hecho sino insistir en su condición de hipóstasis de la negociación entre sexos en los bailes populares, sobre todo por lo que hace al papel socialmente encomendado a la mujer en la sociedad tradicional, de “citar, incitar y luego escabullirse”. Sobre este aspecto publiqué un artículo que no he conseguido encontrar en Word y que se titulaba “Katanzakis y Gabinete Caligari. Apostillas a De la muerte de un dios”, que se publicó en la revista Taurología, 3 (primavera 1990). En parte era la versión escrita de una conferencia que me invitaron a dar en Soria la Asociación Taurina Universitaria. La dediqué a glosar un tema de los sorianos Gabinete Caligari que le pediría que escuchase y que se titula “La culpa fue del cha-cha-cha”.

Más. Ha de ver una película de Ettore Scola que se llama “Le bal”, de 1983. Es indispensable, créame, porque en él se expresa de manera inmejorable lo que le estoy participando. ¿Sabe? Me gustaría encontrar alguna cosa sobre una etnografía de las milongas, porque se parece a la salsa en esa especie de dialéctica de separar y volver a juntar. ¿Se ha fijado en lo que da de sí esa metáfora de cuerpo que se repelen como violentamente, para luego volverse a precipitarse el uno sobre el otro, atraídos de manera tan drástica como antes se habían repudiado.

Pero manténganse en ese campo. La dimensión trance la tiene usted en una discoteca de Lloret de Mar, pero aquí no se trata de entrar en trance, sino de entrar en trance abrazándose a otro cuerpo, que siempre es de algún modo cuerpo deseado. Claro que hay posesión ahí, pero posesión de otro o de otra. La música sirve para el arrebato, pero para el arrebato de un cuerpo otro que se sustrae para arrástralo hacia sí. No le dé vueltas: la salsa es un ejemplo de lo que implica bailar “agarrado”. Qué imagen más portentosa: no abrazar, sino agarrar. Le pongo deberes: me busca “Bailar pegados” de Sergio Dalma y se aprende la letra. Se la preguntaré.

La otra cuestión importante es la de establecer quién acude a los espacios de salsa nómada, quién sabe o quiere saber bailar, quién y por qué, sin saber bailar, es asiduo de estos espacios y gusta de compartir lo que no deja de ser un ambiente… Pero, no le dé vueltas,

Luego tenemos el asunto de qué tipo de gente va a bailar salsa y esta salsa en particular. Pero en eso no cabe ser originales. Por mucha trascendencia y afición que le ponga, en el fondo es una cuestión de gustos. La elección de una música, unos locales, unos ambientes, etc., no dejan de ser opciones de consumo, a través de los cuales determinadas personas pretenden definirse y se definidas. Por tanto no veo cómo puede sustraer su análisis del consumo de salsa brava –porqué no es sino de eso de los que hablamos. La salsa –como producto estético y como oferta de ocio– es consumo. Lo que se ha escrito desde la antropología del consumo le es aplicable. Es decir esa opción –escuchar o bailar salsa, es decir de algún modo comprar salsa–, como cualquier otra opción de consumo no puede ser sustraída del proceso social, forma parte de él, está integrado en el conjunto del esquema social, por mucho que parezca la consecuencia de una elección irracional o sentimental, en busca de éxtasis o de “vuelta a las raíces”. Ir a esos sitios que le interesan y bailar allí un tipo de salsa forma parte de la red de las obligaciones sociales y son asuntos públicos. A través suyo los individuos producen inteligibilidad ante sí mismo y antes lo demás, hacen visibles no tanto lo que son como lo que quieren parecer que son, el lugar imaginario en que les gustaría estar en una estructura social toda ella hecho no de puntos reales en un esquema real, sino en un organigrama todo él hecho de gustos y aficiones.

En tanto es mercancía, la función del producto salsero es ser portador de significado, asignar y distribuir un valor acordado no sólo por el mercado, sino también por una comunidad de consumidores que, en su conjunto, gradúan la importancia de lo que puede o debe poseerse o, en este caso, proclamarse en forma de preferencia musical o de ocio. La salsa brava, no se engañe, es una marca y sirve precisamente para eso, para marcar, levantar fronteras, señalar mediante mojones, clasificar entre los que comparten ese gusto y los que no. Ese gusto proclamado entonces deviene bien, en el sentido de producto que permite visibilizar las categorías de la cultura, como si fueran la punta de un iceberg, que es la estructura y el proceso social, la cosmovisión de cada cual y de su grupo. Sirve para establecer líneas de adscripción social que informan y me informan de quién soy y de qué no soy, o, repito, más bien de quién quiero que crean que soy y que no.

Entonces, ya sabe. Veo que emplea el clásico de Pierre Bourdieu, La distinción (Taurus). Bien hecho. Trabájelo a fondo, porque es el texto fundamental para usted. Ha de conocer el orden de conexiones en que "esa" música y "ese" baile está incluido y en que forma sirve para enclasar a las personas que se adhieren a esa preferencia y se identifican y son identidicadas a partir de ella o con ella. No olvide que "La distinción", de Bourdieu, arranca con una asociación entre gustos musicales y clases sociales. El esquema Danubio Azul-Bolero-Clavecín bien temperado es idéntico al que se puede establecer entre música latina vulgar-salsa ordionaria-salsa brava. En cierta manera, la salsa brava es una forma de alta cultura, al menos en el plano de las músicas calientes y baliables. Hay un libro que le iría muy bien: el de Jordi Busquet, El sublim i el vulgar. Els intel.lectuals i la cultura de masses (Proa). Y sobre todo, sobre todo, el clásico de C. Grignon y J.C. Passeron, Lo culto y lo popular (Nueva Visión). Trabaje a fondo la noción de Bourdieu de "capital simbólico". Esa es la clave. En paralelo, conozca otros textos importantes de esa antropología del consumo en que se ha de mover. Por ejemplo: A. Appadurai, ed. La lógica social de las cosas, (Grijalbo); Jean Baudrillard, El sistema de los objetos (Siglo XXI); La sociedad de consumo (Plaza & Janés), o La génesis ideológica de las necesidades, (Anagrama). También Mary Douglas, Estilos de pensar (Gedisa) o con B. Isherwood, El mundo de los bienes (Grijalbo). S. Ewen,  Todas las imágenes del consumismo (Grijalbo); P.K. Lunt, Mass Consumption and Personal Identity (Open University); R. Marifioti, Los significantes del consumo (Biblos) Eso para empezar. David Miller es otro autor importante para usted. Mírese Material Culture and Mass Consumption (Basil Blackwell).

Otras cosas que me dice. Bien lo de “disolver” a Madame Kalalú en el capítulo 5. También que explicite a la primera oportunidad el criterio que sigue en los tipos de letra y los formatos. Y cíteme sólo “un poco”, pero no abuse. Seguramente las ideas mías que adopta no son tampoco mías. Seguramente yo, como usted, se las quité antes a alguien. La verdad es que creo que ninguna de mis ideas es realmente mía. Lo malo es que casi nunca me acuerdo de quien proceden. Créame, las ideas son como los besos: nunca se dan ni se piden; las únicas de verdad son las que se roban.


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