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Notas de la clase de l'asignatura Nous entorns religiosos, del Màster d'Antropologia i Etnografia de la UB, del día 22/4/13
LA SECULARIZACIÓN COMO SUBJETIVIZACIÓN
Manuel Delgado
Por secularización entendemos, en primer lugar, el proceso que lleva a los individuos a sustraerse de la dominación de símbolos e instituciones sagradas, haciendo que la religión se repliegue del vasto territorio hasta entonces bajo su control en las sociedades tradicionales –la vida de la comunidad en su totalidad– a ese nuevo espacio restringido que era la propia conciencia personal, y ya no bajo la forma de rituales externos sino de la vivencia emocional de lo sobrenatural. La secularización es, entonces, idéntica al proceso de acuartelamiento de lo sagrado en lo que Hegel llamaba el ser consigo mismo del individuo, esto es en el sujeto y su subjetividad, que quedan eximidos de la obediencia hasta entonces debida a los principios que la religión vehiculaba en sus ritos y mitos. Secularización es, así pues, subjetivización.
La subjetivización, la inmanencia de los sentimientos
íntimos y la búsqueda de una autencidad personal son los factores discursivos
que cimentan los valores del individualismo, sistema jurídico-filosófico propio
de las sociedades modernizadas que coloca al individuo psicofísico como
fundamento y fin de todas las leyes y relaciones morales y políticas. La
premisa de la individualización es, desde el Renacimiento, la de que la persona
debe dirigir su conducta al margen de los presupuestos morales heredados de la
tradición y cuya obediencia la comunidad a la que pertenece vigilaría. Para que
se diese ese proceso de subjetivación e individualización, del que dimanará la
figura moderna del ciudadano, era indispensable que lo sagrado –es decir
el determinante último de la existencia humana– abandonase el que había sido su
carácter factible y objetivo, ya que su realidad no podía resultar de un
acuerdo intersubjetivo, cuyo tema era el cosmos social, sino de una vivencia
puramente íntima, cuyo asunto fundamental iban a ser ahora los estados de ánimo
personales. La creencia se despliega en un nuevo territorio: el de la
psicología o ciencia de la vida interior, aquella cuyas necesidades y
requerimientos pasarán a ser la nueva competencia de la piedad religiosa. La
religión en el plano de lo público se reduce a una pura retórica o, como mucho,
a un humanismo secular, mientras que sólo es reconocida como significativa y
pertinente en su nueva localización: la «experiencia del corazón». La dicotomía
sagrado/profano pasa a equivaler a la de privado/público,
o mejor, intimo/público.
La renuncia de la religión a continuar llevando a cabo lo
que había sido su tarea en los sistemas sociales no modernos –aglutinar a los
miembros de una comunidad en torno a determinados valores y pautas para la
acción– dejaba en libertad a los individuos para elegir sus propias reglas
morales, puesto que la vida social había dejado de tener un sentido único y
obligatorio. Se rompía con la identificación comunidad-religión, ya que esta
última aparecía restringida a producir estructuras de plausibilidad
fragmentarias y con una eficacia que sólo podía funcionar a nivel individual o,
como mucho, familiar o de comunidades muy restringidas y encapsuladas, pero
nunca del conjunto de miembros de una sociedad cada vez más globalizada.
Es contra esa institución religiosa de la cultura que el
movimiento anticlerical actúa en la España contemporánea, con lo que se conduce
como una versión contemporánea de aquella misma violencia que el proceso de
secularización había desplegado en tantas ocasiones como había sido preciso
contra las formas premodernas de religiosidad, basadas en los ritos públicos,
en el poder atribuido a las imágenes y en la autoridad de los sacramentos. Es
más, en cierto modo el anticlericalismo no sería sino una ideologización
politizante de la lucha contra los sacramentos emprendida tanto por la Reforma
como por sus precedentes medievales, incluyendo ahí la propia revolución
islámica, que eran ya de algún modo anticlericales, por mucho que el
término fuera acuñado por el librepensamiento burgués del XIX.
La función de las personas, objetos y lugares agredidos
por los iconoclastas estaba siendo la de consagrar, es decir sancionar y dar a
conocer de una manera incontestable, un estado de cosas cultural, y por
tanto transpolítica. Ese orden a desbaratar debía ser ocupado por otro cuya
autoridad no se vehicularía ya por la acción ritual, sino por medio de interiorizaciones
éticas que prescindirán para su cumplimiento de cualquier fiscalización que no
procediese de la propia conciencia personal y del ejercicio del libre arbitrio.
La tipificación del ritual como una pauta de símbolos que hace patente la
estructura social conduce a una comprensión alternativa de las hasta ahora
ofrecidas respecto del fenómeno anticlerical e iconoclasta español, que
permite conceptualizarlo ahora como una modalidad en especial virulenta del
impulso antisacramental que caracteriza el advenimiento de la Razón
Moderna.
El aparato
litúrgico y funcionarial católico aparecía a disposición del hipostatamiento de
los viejos modelos de sociedad y como factor de resistencia frente a los
grandes propósitos del proceso modernizador, al servicio de la imposición del
sistema capitalista y de las formas socio-políticas que le eran propias. Esos
grandes objetivos se traducían en tres dinámicas no menos esenciales, las de
secularización, subjetivización y politización. Esas tres dimensiones que se
acaban de citar son en realidad una sola. La secularización es subjetivización,
en la medida que implica la renuncia de lo sagrado a encontrar otro espacio en
que manifestarse que los territorios que la psicología reclamará como su
jurisdicción: la vivencia emocional e íntima de lo sobrenatural. A su vez, la
subjetivización es el requisito más innegociable de la politización. La
supresión de los lugares y las conductas sacramentalizadoras, que hacían
incontestablemente reales la comunidad, sus límites y sus leyes, era
fundamental para transitar del la vieja congregación de las consciencias a la
moderna congregación de las emociones y las experiencias, un vínculo éste
último que no vulneraba el principio cristiano reformado, adoptado por la moral
política secular, de la autonomia de las consciencias en la fe y la gracia. El
individuo quedaba liberado así de las cadenas que el ritual le imponía,
quedando a merced de la elección de su propio camino moral y a la espera de
merecer esa luz interior con que el Espíritu Santo alumbra el corazón de los
elegidos. Marx entendió muy bien ese paso dado por la Reforma: «Lutero [...]
venció a la servidumbre por la devoción, porque la sustituyó por la
servidumbre en la convicción. Quebró la fe en la autoridad porque restableció
la autoridad de la fe [...]. Liberó al hombre de la religiosidad externa porque
hizo de la religiosidad el hombre interior [...]. Emancipó de las cadenas al
cuerpo porque cargó de cadenas el corazón».
Tenemos ahí los cimientos de la imagen calvinista del ciudadano
cristiano, materia prima del pensamiento político moderno. La desactivación
de la eficacia simbólica permitía el proyecto de disolución de aquel reino
espiritual de Cristo que espacial y temporalmente se encarnaba en las figuras
intercambiables de la comunidad social y de la comunidad de los fieles. Es más,
que hacía de la comunidad social la expresión visible, transubstanciada, de la
presencia de Cristo en la tierra, a la que los individuos psicofísicos debían
plegarse sumisamente, negando incluso una inmanencia subjetiva de la que el
despotismo de la costumbre impedía la emancipación. La iconoclastia de los
reformadores, y su expresión laica contemporánea, el anticlericalismo, dirigían
toda su energía destructora contra el principio sacramental que la práctica
religiosa ordinaria había extendido a la totalidad de los objetos, lugares y
funcionarios sagrados. Esas cosas, esos sitios y esas personas veían arrebatada
su capacidad salvífica y se veían limitados, en el mejor de los casos, a ser
reconocidos como signos visibles de una fe trascendente que, puesto que sólo
puede ser interior, ellos estaban contribuyendo a profanar. Ese Reino de Cristo
ya no se reconocería más en la comunidad, considerada como un todo objetivado,
sino sólo en la privacidad del corazón humano sólo ante Dios. La congregación
de los creyentes pasaba de ser la presencia física sacramental de Cristo, para
devenir una mera reunión de sujetos solitarios que buscaban consuelo ante la intangibilidad
absoluta de la divinidad.
La politización se asienta en la proyección a nivel del
gobierno de las cosas humanas del mismo principio que había urgido una
modificación radical en las relaciones con lo sagrado, a partir de la reforma
protestante, esa misma modificación que se planteó como prioritaria la
supresión del poder de los sacramentos. Se denunciaba la presunción de que los
rituales podían trascender de la condición de actos de admisión y conmemoración
que la Reforma les había aceptado, para alcanzar una eficacia instrumental en
la constitución y la institución de lo real. La radical división cartesiana y
protestante entre los ámbitos de lo externo-mundo y lo interno-espíritu, la
misma que había servido para descalificar la pretensión católico-popular de que
el principio de la transubstanciación eucarística era ampliable al conjunto de
cultos materiales, serviría para dividir tajantemente los planos de la
invisible comunidad de los santos y la visible corporeidad del Estado, entre el
Reino espiritual y el Reino Civil o Político. Nos hallamos, así pues, en el
fundamento teológico del núcleo duro de la laicidad: la división entre Iglesia
y Estado, que oculta la radicalización absoluta del corte sociedad civil-poder
político.
Toda la teología reformista no hace más que insistir en una
división: la que establece el enfrentamiento dialéctico entre el «interior» y
el «exterior». Lo «exterior» es lo corporal, lo social, lo visible, la naturaleza,
y todo ello se expresa naturalmente en las declinaciones del rito. Lo
«interior» es lo espiritual, lo subjetivo, lo inefable, la fe, la esencia, todo
lo que sólo puede existir bajo la fiscalización de la soledad del individuo y
la moral introyectada en lo más inconmovible de su ser. De un lado, el
ordenamiento de la fe espiritual, del otro la corrupción de la materialidad
corporal. Es la negación de la sensibilidad por la sentimentalidad, la
religión del corazón.
Los usos sagrados del espacio y del tiempo eran, por ello,
un asunto de vital importancia en ese drama civilizatorio del que el
anticlericalismo contemporáneo no dejaba de ser un episodio más. La
desacralización del espacio debía conducirse no sólo como una secularización,
sino también como una desacramentalización: lo santo no podía reconocer una
dimensión espacial ni temporal para ejercer su eficiencia, tal y como los
rituales y enclaves católicos pretendían. Lo inefable no tiene, no puede
tener un lugar o un momento en el plano mundano, a no ser por la vía de lo
alegórico-representacional. Por definición el espacio y el tiempo pertenecían,
en el dualismo cartesiano y en la teología protestante, al campo categorial de
lo exterior, asociado al cuerpo, a la materia, es decir a aquellas vías por las
que lo único sobrehumano que podría manifestarse serían potencias malignas. El
interior –el corazón, la casa– es el lugar de la norma, de la regla, de lo
cálido, de lo alto, de lo moral y de la verdad .
El exterior –el cuerpo, la calle– lo es de lo desregulado,
lo desordenado, lo bajo, lo negativo, lo hostil, lo pulsional, lo frío, lo
inmoral y la mentira. El interior es el lugar de esa nueva forma de
fiscalización que se presenta en tanto que autocontrol. En el exterior
en cambio la vigilancia siempre es complicada. Afuera ni los restos de la
comunidad social ni los nuevos poderes de la centralidad política tienen nunca
asegurada la obediencia. En cuanto al sujeto, la vulnerabilidad de lo
verdadero, la necesidad de mantenerlo preservado de un mundo extrínseco por
definición maligno, hace improbable que el proyecto personal se pueda confundir
con un desplazamiento en los nuevos espacios hipercomplejos de la modernidad
urbana. Debe buscarse siempre en el sagrario personal.
El Maestro Eckehart lo planteaba con claridad: «Nada estorba
tanto al alma a la hora de conocer a Dios como el tiempo o el espacio». O: «Si
el alma quiere percibir a Dios, ha de estar por encima del tiempo y del
espacio».
Por su parte, tampoco la comunidad espiritual puede materializarse, puesto que
la Iglesia es invisible e inefable y los creyentes deben aceptar que el mundo
objetivo y sensible es un domino sometido a la constante amenaza del pecado,
el desorden y las pasiones, amenaza que sólo la obediencia al Estado civil
puede mantener a raya. El poder de Dios ya no sería más un poder geográfico,
como tampoco sería un poder cronológico. Actúa en y sobre el espacio y el
tiempo, pero no está, no puede estar ni en el espacio ni en el
tiempo.