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dilluns, 25 d’agost del 2025

Una sociedad de miradas


La foto procede de fdpp.unblog.fr

Fragmento de La No-ciudad como ciudad absoluta, conferencia en el curso "La arquitectura de la no-ciudad", en el Museo de Navarra de Pamplona, el 4 de marzo de 2003. Lo publucó la revista que dirigiera Félix Duque, Sileno, 14-15 (diciembre 2003): 123-131.

Una sociedad de miradas
Manuel Delgado

El espacio urbano, en el sentido que propusiera Henri Lefebvre, es espacio absoluto de y para el discurso y la acción sociales, posibilidad pura de reunir, escenario para un intercambio comunicacional generalizado y arena para que la interacción humana lleve a cabo su trabajo de producción ininterrumpida e interminable de lo social. Expresa la quintaesencia misma de todo espacio como potencialidad, como lo que Kant y a partir de él Simmel habían conceptualizado como “posibilidad de juntar”. Recuerda las palabras de Georges Perec en Especies de espacios (Montesinos): “Me gustaría que hubiera lugares estables, inmóviles, intangibles, intocados y casi intocables, inmutables, arraigados; lugares que fueran referencias, puntos de partida, principios: Mi país natal, la cuna de mi familia, la casa donde habría nacido, el árbol que habría visto crecer (que mi padre habría plantado el día de mi nacimiento), el desván de mi infancia lleno de recuerdos intactos... Tales lugares no existen, y como no existen el espacio se vuelve pregunta, deja de ser evidencia, deja de estar incorporado, deja de estar apropiado. El espacio es una duda: continuamente necesito marcarlo, designarlo; nunca es mío, nunca me es dado, tengo que conquistarlo”.

La molécula de ese espacio –espacio urbano como espacio de lo urbano– es sólo lo que en él se mueve, su protagonista, es una figura al mismo tiempo simple y compleja: el transeúnte. Es simple, puesto que se trata de una entidad sin identidad, masa corpórea con rostro humano que ha devenido unidad vehicular. Compleja, porque es capaz de abandonarse a formas extremadamente complicadas de cooperación automática con otros como él, que pueden llegar a ser miles. Para definir y describir la práctica ordinaria de este personaje anónimo –el peatón que se traslada de un punto a otro de la trama de una ciudad– Michel de Certeau recurrió a categorías como trayectoria o transcurso, a fin de subrayar como el uso de la vía pública por parte de los viandantes implica la aplicación de un movimiento que convierte un lugar supuesto como sincrónico en una sucesión diacrónica de puntos recorridos. Una serie espacial de puntos es sustituido por una articulación temporal de sitios. Ahora, aquí; en un momento, allá; luego, más lejos.

Jean-François Augoyard, en un texto fundamental (Pas à pas. Essai sur le cheminement quotidien en milieu urbain, París, Seuil, 1979), nos habló de esta actividad diagramática –líneas temporales que sigue un cuerpo que va de aquí a allá– en términos de enunciaciones peatonales o también retóricas caminatorias. Caminar, nos dice, viene a ser como hablar, emitir un relato, hacer proposiciones en forma de deportaciones o éxodos, de caminos y desplazamientos. Caminar, nos dice, es también pensar, hasta el punto de que todo viandante es en cierta manera una especie de filósofo, abstraído en su pensamiento, que –a la manera de los filósofos peripatéticos clásicos; o de lo que Epíceto denomina ejercicios éticos,  consistentes en pasear y comprobar las reacciones que se van produciendo durante el paseo; o del Rousseau de las Ensoñaciones de un paseante solitario– convierte su itinerario en su gabinete de trabajo, su mesa de despacho, su taller o laboratorio, el artefacto que le permite trabajar. Todo caminante es un cavilador, rumia, barrina, se desplaza desde y en su interior. Andar es, por último, también transcurrir, cambiar de sitio con la sospecha de que, en realidad, no se tiene. Caminar realiza la literalidad del discurrir, al mismo tiempo pensar, hablar, pasar.

El paseante hace algo más que ir de un sitio a otro. Haciéndolo poetiza la trama ciudadana, en el sentido de que la somete a prácticas móviles que, por insignificantes que pudieran parecer, hacen del plano de la ciudad el marco para una especie de elocuencia geométrica, una verbosidad hecha con los elementos que se va encontrando a lo largo de la marcha, a sus lados, paralelamente o perpendicularmente a ella. El viandante convierte los lugares por los que transita en una geografía imaginaria hecha de inclusiones o exclusiones, de llenos y vacíos, heterogeniza los espacios que corta, los coloniza provisionalmente a partir de un criterio secreto o implícito que los clasifica como aptos y no aptos, en apropiados, inapropiados e inapropiables. Y eso lo hace tanto si este personaje peripatético es un individuo o un grupo de individuos, como si, como pasa en el caso de las movilizaciones, es una multitud de viandantes que acuerdan circular y/o detenerse de la misma manera, en una misma dirección y con una intención comunicacional compartida.

Esa espacio –el espacio urbano– es un ámbito para la exhibición constante y generalizada. Es en cierto modo una sociedad de miradas. Quienes la recorren – y  que no pueden hacer otra cosa que recorrerla, puesto que no es sino un recorrido– basan su copresencia en una visibilización máxima, exposición en un mundo superficial –al pie de la letra, esto es hecho de superficies– en que todo lo que está presente de se da a mirar, ver, observar, es decir, de todo lo accesible a una perspectiva móvil, ejercida durante y gracias a la motilidad. Sentir y moverse resultan sinónimos, en un espacio de corporeidades que se abandonan a un ejercicio casi convulsivo de inteligibilidad mutua. En ese terreno cuenta, ante todo, lo observable a primera vista, lo intuido o lo insinuado mucho más que lo sabido. Consenso de apariencias y apreciaciones que da pie a una construcción social de la realidad cuyos materiales son comportamientos observables y observados, un flujo de conductas basadas en la movilidad cuyos protagonistas son individuos que esperan ser tomados no por lo que son, sino por que parecen, o mejor, por lo que pretenden parecer. Lo visto –eso de lo que se configura la sociedad urbana o no-ciudad–  no tiene propiamente características ni objetivas ni subjetivas, sino más bien ecológicas, puesto que son configuraciones materiales y sensibles –acústicas, lumínicas, térmicas–, algunas de las cuales son permanentes –ya estaban ahí, predispuestas por el plan urbano–, pero otras muchas son tan mutantes como la vida urbana misma.

De estos accidentes ambientales, algunos son naturales, como los que resultan de los cambios horarios, estacionales, meteorológicos. Otros son producto de las actividades ordinarias –los ires y venires cotidianos– o excepcionales –celebraciones, manifestaciones, revueltas– que transcurren –en el sentido literal del verbo– por las calles. Buena parte de esas actividades son previsibles y confirman la presunta naturaleza de la ciudad como establecimiento que los políticos administran y los técnicos diseñan. Otras, en cambio, parecen desmentir la posibilidad misma de proyectar institucionalmente un espacio sacudido en todo momento por todo tipo de eventualidades. La no-ciudad es –para brindar una ilustración– lo que logra fotografiar Harvey Keitel en Smoke, la película de Wyne Wang sobre un estanco en Greenwich. Cada mañana, a las ocho en punto, el estanquero dispara su cámara sobre un mismo punto –la esquina en que se encuentra su tienda. El sitio es el mismo, pero es distinto cada vez; los peatones que atraviesan el encuadre fijo, las pregnancias lumínicas o climáticas que varían día a día, lo diversifican de manera incontable.

La no-ciudad es lo que difumina la ciudad entendida como morfología y como estructura. En ella en cualquier momento se pueden conocer desarrollos imprevistos. Espacio de la aceleración máxima de las reciprocidades y de la multiplicidad de actores y de acciones, es esa región abierta en la que cada cual está con individuos que han devenido, aunque sólo sea un momento, sus semejante; una posibilidad realizada; espacio potencial que existe en tanto que diferentes seres humanos se abandonan en él y a él a la escenificación de su voluntad de establecer una relación, ya sea ésta frágil o intensa, molar o molecular, aunque se base en una inicial mutua indiferencia. Su condición heterogenética es el resultado de que las codificaciones nacen y se desvanecen constantemente en una tarea innumerable. Lo que luego queda no son sino restos de una sociabilidad naufragada constantemente, nacida para morir al poco, y para dejar lo que queda de ella amontonándose en una vida cotidiana hecha toda ella de pieles mudadas y de huellas. Alrededor del viandante sólo está el tiempo y sus despojos, metáforas que ya no significan nada, pero que quedan ahí, evocando para siempre su sentido olvidado.



dissabte, 5 d’octubre del 2024

La barricada com a obra d'enginyeria insurrecional

Comentari per Neus Gilabert, estudiant de màster a la UAB, enviat el desembre de 2019.

LA BARRICADA COM A OBRA D'ENGINYERIA INSURRECCIONAL
Manuel Delgado

Sobre el tema de les barricades fem una referència a Carrer, festa i revolta (Departament de Cultura). El plantejament bàsic és que la barricada constitueix una exemple d’intervenció d’enginyeria popular efímera, que consisteix en interrompre els fluxes urbans, jugulant els seus circuits. La seva instal·lació respon a un projecte de control sobre l’espai urbà que impossibilita la mobilitat d’elements considerats indesitjables. Les barricades havien estat la forma d’arquitectura popular efímera més característica i més simbòlicament eloqüent de la història de rebel·lió de les ciutats contemporànies.

La barricada era de fet, arquitectura en un sentit literal: el seu entaulament corria paral·lel a la base, les obertures estaven regularment espaiades; servia per tancar un carrer formant una estructura unificada de defensa gairebé permanent. No en va Victor Hugo parlava, a Els miserables, d’algunes de les barricades de la revolució de París de 1832, com a «construccions estranyes» o com a «edificis tètrics, sepulcres, construïts per un geòmetra o per un espectre». Pensa que moltes de les barricades que s’aixequen, per exemple, a la revolució de 1848 a París son concebudes com a projectes d’obra pública, amb el seu corresponent director d’obra que va seguint els treballs des del principi. Això ho explica un clàssic: el llibre de Georges Duveau, 1848: The Making of a Revolution  (Vintage Books. Ves al capítol «The Barricades». Aquesta tendència assolirà el seu nivell màxim d’explicitació amb les 600 barricades que s’aixequen a París durant la Comuna de 1871. Sobre la representació artística d’aquestes  barricades, mira’t el el capítol «The Picture of the Barricades», del llibre de T.J. Clark, The Absolute Bourgeois. Artists and Politics in France, 1848-1951 (Thames & Hudson).

A nivell històric les primeres barricades –de barrique, barril o tonell– van ser possiblement les que serviren als parisencs per defensar-se dels mercenaris d’Enric III, al maig de 1588, durant la vuitena guerra de religió. T’adjunto un article sobre el tema i tens una entrada a la wikipedia que en parla. El començament, el dia 12, s’anomena journée des barricades. qualsevol cas, el que és indiscutible és que apareixen recurrentment a les grans revolucions urbanes del segle XIX com a instrument i com a símbol de la lluita urbana. Aquestes construccions –de què Baudelaire en deia «llambordes màgiques que s’aixequen per formar fortaleses»– servien de parapet, però també d’obstacles l’emplaçament dels quals actuava com a resultat d’una vella tecnologia territorial destinada a retenir o desviar afluències enteses com a amenaçadores, i que es configurava a la manera d’un sistema de preses que interceptava les presències intruses detectades movent-se pels canals urbans.

A aquesta funció instrumental caldria afegir-ne la d’ordre simbòlic. Pierre Sansot a Poétique de la ville (Armand Colin), feia notar com la barricada evocava la imatge d’una subterraneïtat urbana, que emergia com a conseqüència d’un tipus de seïsme desconegut. La barricada assumia així la concreció física d’una ciutat literalment aixecada. Per això titulo així un article propi que també t’adjunto. Henri Lefebvre, a La producción del espacio (Capitán Swing), impressionat per l’espectacle de la revolta estudiantil i obrera als carrers de París el maig del 68), veia en la barricada un instrument espontani de renovació urbana, l’expressió d’una voluntat absoluta de modificar no sols l’espai físic, sinó també l’espai social. La imatge d’aquesta forma d’intervenció insurreccional sobre l’espai urbà que és la barricada apareix històricament vinculada a la ciutat de Barcelona, ja al llarg de tot el segle XIX. D'ella va dir Engels, al 1873, que era «el centre fabril més important d’Espanya que reuneix a la seva història més lluites de barricades que qualsevol altra ciutat del món». Això ho tens a «Los bakuninistas en acción», que està a Escritos en España (Planeta).

La doble naturalesa, al mateix temps instrumental i expressiva, de la barricada va conèixer a l’anomenada Setmana Tràgica –i després– la seva exaltació. A la capital catalana, les instàncies de govern que havien estat desallotjades del control sobre l’espai urbà, de què ara passaven a ser contemplades com a intrínseca­ment alienes, procuraren recuperar l’hegemonia territorial perduda a mans de la mateixa societat urbana. Durant les jornades de la Setmana Tràgica, aquest enfrontament entre les institucions de l’Estat i els sectors socials minoritaris que aquest defensa, d’una banda, i la majoria proletària de la ciutat, de l’altra, va donar peu a una maniobra policíaca i militar de desobturació, és a dir d’alliberament dels obstacles que barraven la circulació dels seus agents de força. Una violenta competència per la preponderància sobre el territori urbà va resoldre’s amb la victòria del poder estatal –i dels segments socials minoritaris en nom dels quals actuava– sobre un ampli sector de la població que havia aconseguit per uns moments fer-se amb el domini total del seu propi espai de vida. Per mitjà d’un desembussament i d’un drenatge, una ciutat ocupada durant uns dies pels seus usuaris retornava sota el control dels qui s’hi presentaven com els seus propietaris. Això ho tens molt ben explicat en una obra fonamental, el llibre de Pere López, Un verano con mil julios y otras estaciones (Siglo XXI).

Un altre exemple es va conèixer a la matinada del 19 de juliol de 1936, quan Barcelona va tornar a ser un laboratori on aquesta mecànica de defensa civil, representada i posada a prova periòdicament en els simulacres festius, va demostrar un altre cop les seves propietats en el pla de la praxi històrica. En efecte, l’intent d’ocupar el centre de la ciutat per part de les tropes revoltades contra el govern de la República va consistir en un moviment simultani que, partint de les casernes situades a la perifèria de la ciutat, fes confluir diferents columnes militars a la plaça de Catalunya. En vista d’aquest desplaçament centrípet d’un cabal percebut com a estrany i perillós, va desencadenar-se un dispositiu d’oclusió dels conductes viaris semblant al que Barcelona ja havia assajat al 1909. I va estar així que les tropes que avançaven per les artèries principals de la ciutat toparen amb la presència de grups de civils armats que els impediren el pas amb barricades. Un espasme violent havia clos la ciutat sobre si mateixa fins a fer-la intransitable i opaca, impossibilitant la penetració d’energies interpretades com a extrasocials i extraurbanes. Aquest dispositiu va resultar insuperable i l’exèrcit fou incapaç d’apoderar-se d’una forma urbana que una sobtada vitalització havia convertit en inextricable. Per això, l’obra que et pot servir és la d’Albert Guillamon, Las barricadas de Barcelona (Espartaco).

Ara per ara, i fa uns dies en van trobar la prova, les barricades tornen a ser– l’instrument insurreccional per excel·lència, l’estri que permet obturar el carrer per impedir la mobilitat de la policia. Però la forma que adopta aquest principi canvia amb el temps. Caldria fer un estudi de l’evolució d’aquesta mena d’estratègies de coagulació sobtada dels canals urbans. Barcelona amb prou feines no ha conegut, des de la Guerra Civil, la instal·lació de barricades fetes amb llambordes, la imatge més emblemàtica de la ciutat insurrecta. L’altre dia, a la zona d’Urquinaona, vaig veure per primer cop gent aixecant asfalt de la calçada i rejoles de l’acera. A la darreria del franquisme i durant l’immediat postfranquisme, no hi havia temps per aixecar els carrers i s’imposaven formes més ràpides i instantànies de blocar una via per la qual podia arribar la policia. En aquella etapa històrica s’imposava un model de parapet que prestava el gran referent d’apropiació revolucionària del carrer: el maig del 68, a París. Allà, tot i que els carrers van ser aixecats i es van construir nombroses barricades amb el seu empedrat, la fórmula més emprada va ser la de travessar cotxes a les calçades, bolcar-los, sovint incendiar-los. Aquesta va ser la fórmula emprada més sovint per les manifestacions estudiantils a Barcelona a finals de la dècada dels 60.

Fa ja molts anys que els cotxes han estat poc menys que descartats com a material preferent per a barricades a Barcelona. Les barricades són, avui, tan mòbils com la policia. Responen a una concepció sobre manera dinàmica de l’aldarull, com si les bullangues acuals estiguessin caracteritzades per l’agilitat dels moviments, per la impredicibilitat dels esclats, per la voluntat d’impregnar de lluita urbana la major quantitat de territori. La barricada, ho hem vist aquests dies, es forma, ara com ara, sobretot amb contenidors, amb la qual cosa han renunciat a la seva estabilitat per ser sovint, també elles, mòbils, i ser usades ja no sols com a protecció, sinó com un parapet que eventualment pot servir per avançar cap a la policia i fer-la recular.

Jo crec que als contenidos cremats se’ls podria aplicar el que Pierre Sansot, també a Poetique de la ville, notava dels elements urbans fets malbé als aldarulls de la primavera del 68 a París. Sansot deia que el paviment que s’arrenca, les llambordes, les pedres de les obres, els cotxes que es travessen a la calçada, són –des del punt de vista del revoltós– elements «per fi allibertats», com si les llambordes que es llançaven al maig del 68, a París, prenguessin el vol i deixessin el sòl en què havien estat colgades; com si una força sortís de la ganga que les empresonava. Sansot continuava dient que aquests usos insurreccionals dels materials del carrer, els permetien conèixer una glòria que la vida ordinària els usurpava. Potser es podria dir el mateix dels contenidors travessats o cremats.


dimecres, 3 de juliol del 2024

Salvemos a nuestros turistas

Foto de Marc Javierre-Kohan

Mensaje para los/las colegas del Observatori d'Antropologia del Conflicte Urbà, enviado en agosto de 2019

SALVEMOS A NUESTROS TURISTAS
Manuel Delgado

Permitidme formular un matiz no exento de importancia. Estar contra el turismo de masas y sus devastaciones no es estar contra el turista. Siempre que he podido he advertido de como el turista puede verse acusado de fenómenos de depredación territorial y de especulación y espectacularización urbanas de los que no pocas veces él mismo es víctima. Él reclama derechos que nosotros también reclamamos cuando viajamos –derecho de visita, derecho a ser recién llegados- y lo que obtiene es la monitorización de los operadores turísticos y los vendedores de ciudad y el desprecio de los indígenas, que lo tratan como un ser sin criterio, al que es fácil y casi obligatorio embaucar. Infantilizado, visto como un tipo ridículo y a la vez como un miembro de una peligrosa horda desoladora, se convierte en blanco cómodo al que atribuir el deterioro de la vida urbana. Es más, creo que la turistofobia es sin duda una variante de xenofobia, incluso un racismo desplazado que permite a los virtuosos de izquierda ser racistas sin que se note. 

El problema no es que haya turistas, sino que sólo haya turistas. No es el turismo el que ha vaciado los centros históricos de su historia y de su gente, sino la gestión de la ciudad como negocio y como dinero. Es más, creo que deberíamos proponer y propiciar una campaña que se titulara algo así como "Salvemos a nuestros turistas". Porque, de verdad que lo pienso, esos personajes con los que nos encontramos cada día y a los que se amontona en esas especies de reservas destinadas solo a ellos forman parte de nuestro paisaje humano. Fijémonos en ellos: ¿no es entrañable su imagen de desamparo? ¿No nos inspira afinidad verlos víctimas de todo tipo de tomaduras de pelo, tanto al por mayor como al detall, del tour operator que los aborrega al vendedor de helados que les cobra el doble del precio normal? Reconozcámoslo: si un día de pronto desapareciesen, si no volvieran, los añoraríamos, encontraríamos en falta su aspecto ridículo y su mirada de permanente desorientación. Son lamentables, penosos, patéticos..., y lo saben. En lugar del desprecio que suelen encontrar, deberíamos prestarles nuestra compasión y nuestra amistad. 

Todo esto lo digo porque me ha llegado una colección de fotos Mark Javierre- Kohan que me parecen ilustrativas de lo que quiero decir. Por favor, mirad las fotos, y decidme que no se merecen algo más que nuestro desdén: http://marcjavierre.com/?fluxus_portfolio=tourist-walk. Por favor, mirad las fotos.

A mediados de los años 60 llegaba al puerto de Barcelona “un xicot viatger que duia una gran curiositat”. Era Gato Pérez. Lo que se encontró fue un universo apasionado, enérgico y conflictivo –es decir, vivo– en el que se desplegaba “una fecunda humanitat”. Evoco e invoco ahora su “Rumba dels 60": “Emigrants i forasters inundaven els carrers / en un cóctel demencial de turistes amb obrers”. Esa promiscuidad presencial de trabajadores y turistas fue posible y puede serlo de nuevo. Cada uno exigía y obtenía entonces lo que Lefebvre llamara “el derecho a la ciudad”, que no es sino el derecho a no ser llamado “extranjero” en un universo social en el que todos lo son, lo han sido o lo serán. Muchos de vosotros sois un ejemplo de ello. Habéis venido de —a ver..., repaso— México, Colombia, Ecuador, Argentina. Italia, Rusia, Dinamarca, Grecia... ¿Qué sois o habéis sido sino turistas académicos, que es lo que en definitiva son los miles de estudiantes que habéis llegado como erasmus o cosas por el estilo? Sois guiris, llegasteis como guiris. No renegueis de vuestras raíces. 

Son "nuestros turistas". Sintámonos solidarios de su heroísmo de seres desafiliados. Defendámoslos de quienes les explotan al tiempo que les mienten. Pido para ellos un abrazo fraternal.




divendres, 23 de febrer del 2024

La fiesta o la identidad hecha trizas

La fotografia és de Tony Linck y fue tomada en los Sanfermines de 1947

Fragmento de la intervención en el ciclo Fiesta, tradición y cambio, celebrado en la Universidad de Granada en enero de 1999. El texto completo apareció publicado como La ciudad y la fiesta. Afirmación y disolución de la identidad, en Javier García Castaño, ed. Fiesta, tradición y cambio, Universidad de Granada, Granada, 2000, pp. 73-96

LA FIESTA O LA IDENTIDAD HECHA TRIZAS
Manuel Delgado

Hemos visto cómo la fiesta, en tanto que dispositivo social destinado a realizar lo imaginado, puede hacer visible una comunidad que la vida cotidiana sólo permitiría anhelar. Esa fiesta ejerce en esos casos una fuerza centrípeta y formalizante. Pero, como ya se ha adelantado, esa misma energía que la fiesta descarga, esos mismos acontecimientos que suscita, pueden hacer justo lo contrario: aplicar su potencia en un sentido centrífugo y desfigurante, y hacerlo llevando hasta su extremo la inestabilidad propia de los espacios urbanos, las propiedades estocásticas de lo que ocurre en las calles o las plazas de cualquier ciudad, su virtualidad a la hora de hacer que proliferen sin límites las interacciones entre desconocidos que han puesto en suspenso quiénes son y se abandonan a una interrelación en gran medida sometida a todo tipo de incertezas, en la que las adaptaciones identitarias han de ser constantes. La fiesta, en este caso, no reclama comunión alguna, no demanda un principio de conformidad con contenidos explícitos de ningún tipo, puesto que ni sostiene ni se deja sostener por discurso concreto alguno, que no sea, como mucho, el de ese conjunto elemental de reglas de cortesía que organizan una vida cotidiana que ya era antes un baile de disfraces y una gran comedia de la disponibilidad.

La fiesta, entonces, no dice nada, sino que se limita a hacer, se convierte en escenario para una acción polidireccional, por no decir espasmódica, convulsa. Su escenario natural, la calle, realiza de este modo al máximo su condición última de lugar para la acción, marco ecológico de todo tipo de actividades y agitaciones, ámbito en que, siguiendo a Hannah Arendt, se desarrollan los modos de subjetivización no identitarios. Por ello, la calle en fiestas se convierte en algo distinto y en cierto modo contrario a los territorios de identificación comunitaria o familiar. Para integrarse en la realidad que la fiesta así orientada genera no hace falta ser, sino sólo estar, o, mejor dicho, acontecer. Quienes participan así en la fiesta se limitan a suceder, devienen su propio evento o el evento de otros. Cada cual es lo que parece o quiere parecer: su propio cuerpo, puesto que es su corporeidad y sólo su corporeidad lo que le otorga derechos y deberes festivos.

En estos casos la fiesta basada en la fraternidad difusa, al contrario de la basada en la fraternidad fusional, conduce a su máxima expresión la inautencidad que caracteriza el espacio urbano, las potencialidades de la pura exterioridad y del anonimato, la renuncia a la identificación. La comunidad, como su propio nombre indica, se basa en la comunión, pero lo que el accidente tempo-espacial provocado por la fiesta ha suscitado ahora es una unidad social que –como las que hace y deshace sin parar la vida pública– no se basa en la comunión, sino en la comunicación. No es una fusión, sino una fisión o, si se prefiere, una difusión. La comunidad no requiere que sus miembros se comuniquen, puesto que no tiene nada que decirse: son lo mismo, piensan lo mismo, comparten una misma visión del mundo, están ahí y en ese momento justamente para volver a comulgar juntos. 

En cambio, la colectividad que la fiesta centrífuga genera está ahí para que las moléculas que la componen jueguen a ignorarse y atraerse de acuerdo con movimientos impredecibles. Mientras que la fiesta comunal –o la dimensión comunal de una fiesta– anula las distancias entre individuos, la fiesta colectiva –o la dimensión colectiva de la fiesta– afirma esas distancias, puesto que es del juego con ellas del que dependen las sociabilidades sobre la marcha que se van desencadenado sin solución de continuidad. Es cierto que a las fiestas se puede asistir con el fin de recordar y dar a recordar quién es cada cual, es decir lo que entiende o quiere dar a entender que es «su identidad». Pero no es menos cierto que también se puede uno sumar a la fiesta, sumergirse en el torbellino que suscita, justamente para lo contrario, es decir para olvidarse de quién se es, anular momentáneamente el nicho identitario que cada cual se asigna o le asignan, para anonadarse, esto es para volverse nadie, nada, para disfrutar de las posibilidades inmensas del anonimato y de la máscara, para disfrutar al máximo de la infinita capacidad socializadora que concede el simulacro, las medias verdades, los sobreentendidos, los malentendidos y hasta la mentira.

Se reencuentra aquí, en contextos urbanos, la communitas a la que dedicara su atención analítica Victor Turner (El proceso ritual, Taurus). Y reaparece de la mano de esas eventualidades programadas que consisten en la ocupación tumultuosa del espacio urbano por parte de personas ordinarias que se abandonan a un intercambio generalizado y sin límites. Esta producción de communitas no constituye una excepción, sino una intensificación o aceleramiento de lo que son las condiciones cotidianas de existencia de ese espacio urbano, vectores de fuerza que son al mismo tiempo disolventes y liberadores. Henri Lefebvre advirtió en su día ese fenómeno, al referirse al «paso de lo cotidiano a la fiesta en y por la sociedad urbana» (La vida cotidiana en el mundo moderno, Alianza). Eso es así en tanto que el espacio urbano vive en una permanente situación de communitas atenuada, en la medida en que todo él está hecho de liminalidades, es decir umbrales, tierras de nadie. Si la fiesta puede generar territorios identitarios, también puede suscitar el establecimiento de tiempos o espacios fronterizos, es decir tiempos y espacios sin amo, límites que sólo pueden ser cruzados y en los que cada cual deviene contrabandista o fugitivo. Planteado de otra manera: la fiesta procura la intensificación máxima de las propias cualidades rituales de la vida cotidiana, esa substancia básica que Goffman había percibido alimentado las interacciones. Al contrario de lo que ocurre en el estructural, en el campo situacional la posición de los copresentes es, por definición casi, de tránsito. En ese territorio movedizo los protagonistas lo son de un permanentemente activado rito de paso, una suite de protocolos en que se despliega la ambigüedad crónica de los encuentros, la dialéctica constante que la naturaleza reversible de éstos demanda entre vínculo y puesta a distancia, entre seducción y desconfianza mutuas.

Se entiende entonces en su sentido más radical en qué consiste la calle como ese espacio en que siempre está a punto de ocurrir alguna cosa, incluso alguna cosa que trastoque lo hasta entonces dado, que lo desintegre como consecuencia de una apertura a lo incierto y al azar. La comunidad puede ver entonces en la fiesta lo que ya creía entrever en la actividad normal de las calles de cualquier gran ciudad: su peor enemigo, puesto que en la fiesta, como en la calle, se produce la apoteosis natural de sociabilidad en la que el distanciamiento une y los intervalos son puentes. Si el modelo de la fiesta comunitaria se proyecta hacia lo doméstico en forma de celebración familiar y hacia lo político en forma de conmemoración patríotica, el modelo de la fiesta disolvente –de la que el carnaval es sin duda el paradigma– se proyecta sobre la actividad ordinaria en los espacios urbanos, ámbitos constituidos e instituidos en la heterogeneidad y en los que la convivencia se produce no con personas, sino entre personas. Y entre personas que se han hecho presentes y participan sin ser concitadas a confesar cuáles son sus adhesiones culturales, sus convinciones ideológicas o religiosas, sus orientaciones sexuales, sus fortalezas o debilidades morales. Espacio de traidores y agentes dobles. Esas siluetas que se agitan no han sido inquiridas a confesar sus motivaciones íntimas. Ni siquiera sus verdaderas intenciones.

Esa disolución festiva del orden social, el regreso a las turbulencias que lo originaron –pero que no están antes, sino que permanecen en todo momento debajo–, no implica una negación. Antes al contrario. El desbarajuste festivo proclama lo que, antojándose el anuncio del inminente final del cosmos social, es en realidad su principal recurso, su requisito, su posibilidad misma. La efervescencia festiva ha generado otro cuerpo, pero un cuerpo que no es otra cosa que un puro orden muscular, un ser que piensa sin cerebro, que respira por la piel, que digiere con los ojos.





diumenge, 4 de febrer del 2024

Ciudades postizas. El “centro histórico” como falsificación

Foto de autor anónimo, publicada en https://www.tripadvisor.es/Attraction_Review-g304559-d2386847-Reviews-Centro_Historico-Olinda_State_of_Pernambuco.html 

Artículo publicado en  g + c : revista de gestión y cultura, 2, noviembre 2009

CIUDADES POSTIZAS
El “centro histórico” como falsificación
Manuel Delgado
       
Las políticas de rehabilitación de los centros para hacer de ellos “centros históricos” en un buen número de ciudades del mundo aparecen asociadas, hoy, a un conjunto de procesos de amplio espectro, relacionados a su vez con distintas dinámicas de globalización económica, política y cultural. Por un lado, esas actuaciones de reconversión de cascos antiguos, que intercalan grandes instalaciones culturales –museos, centros de cultura, universidades...– confiados a arquitectos-estrella, se ponen al servicio tanto de políticas de legitimación simbólica de los poderes del Estado –cada vez más dependientes de las puestas en escenas grandilocuentes, propias del neobarroco– ante la propia ciudadanía, como de iniciativas de gentrificación, es decir de reasentamiento de clases medias y altas en núcleos urbanos debidamente adaptados, con lo que esto conlleva de expulsión-exclusión de los sectores populares que hasta entonces habían encontrado en ellos un último refugio. Además, esas remodelaciones son el eje de campañas de oferta de ciudad, en ciudades inmersas en dinámicas de terciarización, ciudades que lo único que pueden ofrecer –cabría decir simplemente vender– es su propia imagen debidamente simplificada, convertida en un mero logotipo o marca capaz de atraer a ese turismo ávido de emociones y sensaciones que las agencias les han vendido y las guías de promoción le han anticipado en tanto que “culturales”.
           
Así nos encontramos ante políticas públicas y privadas –unas y otras actuando de manera coordinada– destinadas a satisfacer las crecientes demandas de consumo cultural, por parte de un público turistizado, que no sólo está constituido por los turistas propiamente dichos, sino por los propios habitantes, que son considerados y tratados como si fueran turistas en su propia ciudad. Se propician entonces intervenciones que convierten zonas enteras del tejido urbano en escenarios artificiales destinados a representar lo que el promotor político-empresarial quisiera y el turista-ciudadano espera que fuera una determinada ciudad. Para ello, los centros urbanos pueden ser objeto de tematización, en el sentido que Niklas Luhmann daba al término en orden ara conceptualizar la reducción a la unidad de que una determinada realidad puede ser objeto, con el fin de reducir sus índices de complejidad y orientar su percepción en un sentido homogéneo y compartible. Ni que decir tiene que tematización no es sólo sometimiento de la vida social a una simplicidad representacional inspirada en lugares comunes que son permanentemente enfatizados, sino también monitorización, es decir control a distancia de las conductas que en tales escenarios deben desarrollarse.

Esas zonas urbanas –a veces ciudades enteras– tematizadas son pura fachada, una fachada tras la cual no suele haber nada, como tampoco lo hay alrededor. En torno a los edificios y los monumentos de los centros urbanos museificados sólo hay turistas durante el día y, claro está, el Poder, que escoge con frecuencia esos barrios enaltecidos para establecer su domicilio social. De noche, nada o poco. Esos espacios son espacios al mismo tiempo fantásticos y fantasmáticos. Estamos ante la apoteosis de lo que Henri Lefebvre llamaba espacio abstracto, espacio de representación y representación de espacio, espacio no practicado, simulación tramposa, cuya trampa reside precisamente en su transparencia.  El trabajo del plan sobre la vida alcanza de este modo la apoteosis de un falso sometimiento de la incertidumbre de las acciones humanas, a raya las potencias disolventes que conspiran bajo lo cotidiano, dotando de perfiles claros aquello –lo urbano– que en realidad no tiene forma ni destino.
            
En tanto que gigantesco artefacto de apaciguamiento, la lógica de la ciudad-monumento no es muy distinta de la que organiza y ofrecen los modernos centros comerciales, islas de ciudad ideal en el seno o en los márgenes de la ciudad real, en las que, sin problemas, bajo la atenta vigilancia de guardias jurados, el paseante puede abandonarse al disfrute del ocio entendido como consumo. Lo que se le brinda al turista en esa reserva natural de la Verdad que es un centro histórico-monumental es precisamente una constelación ordenada de elementos que se ha dispuesto para él –sólo para sus ojos– y que configura una verdadera utopía, es decir un montaje del que han sido expulsados los esquemas paradójicos y la proliferación de heterogeneidades en que suele consistir la vida urbana en realidad. Desactivado el enmarañamiento, expulsado todo atisbo de complejidad, lo que queda es una puesta en escena que constituye justamente eso: una utopía, es decir, un lugar de ningún sitio, una realidad que no existe de verdad más allá de los límites de su farsa, pero a la que se le concede el deseo de existir bajo la forma de lo que no puede ser más que una mera parodia de perfección.
           
La ciudad monumentalizada existe contra la ciudad socializada, sacudida por agitaciones con frecuencia microscópicas, toda ella hecha de densidades y espesores, acontecimientos y usos no siempre legítimos ni permitidos, dislocaciones que se generalizan... Frente a todo eso, la ciudad o el fragmento de ciudad se ve convertida así, de la mano de la monumentalización para fines a la vez comerciales y políticos, en un mero espectáculo temático para ser digerido de manera acrítica por un turista sumiso a las directrices del plano o del guía. Deviene así por fin unificada, dotada de sentido a través de una manipulación textualizadora que no puede ser sino dirigista y autoritaria. De ahí los conjuntos arquitectónicos, los edificios emblemáticos, las calles peatonalizadas en que sólo hay comercios para turistas. Espacios acotados por barreras invisibles en que –como ocurre en ciertas instalaciones hoteleras de primera línea de playa– el turista sólo se encuentra con otros turistas, en escenarios de los que el habitante se está batiendo en retirada o ha sido expulsado ya. Es por ello que la monumentalización de las ciudades está directamente asociada al lado carcelario de toda urbanística, a su dimensión siempre potencialmente o fácticamente autoritaria. La fanatización del resultado de esa voluntad de ciudad feliz resulta, entonces, inevitable, en la medida que la concepción que proyecta –que vende, bien podríamos decir– no puede tolerar la presencia de la mínima imperfección, ni mucho menos la miseria, las contradicciones, el conflicto y las luchas que cualquier ciudad viviente no deja de conocer o producir.
            
La ciudad o el centro “históricos” constituyen pues intentos de triunfo de lo previsible y lo programado sobre lo casual y lo confuso. Las políticas destinadas al turismo de masas vienen entonces a reforzar la lucha urbanística y arquitectural contra la tendencia de toda configuración social urbana al embrollo y a la opacidad, en nombre de la belleza y la utilidad. Solivianta la misma evidencia no sólo de las desigualdades, las agitaciones sociales, las marginalidades más indeseables que emergen aquí y allá en torno a la paz de los monumentos, sino de la propia impenetrabilidad de la vida urbana que les obliga a procurar que los turistas no se desvíen nunca de los circuitos debidamente marcados para ellos, puesto que en sus márgenes la ciudad verdadera no deja nunca de acecharles. Fuera de los hitos que brillan con luz propia en el plano que el turista maneja, un poco más allá, no muy lejos de las plazas porticadas, las catedrales, los barrios pintorescos..., se despliega una niebla oscura a ras de suelo: la ciudad a secas, sin calificativos, plasmática y extraña, crónicamente inamistosa. Eso es lo que el turista no debe ver: lo que hay, lo que se opone o ignora el sueño metafísico que las guías prometen y no pueden brindar: una ciudad transparente y dócil que, quieta, indiferente a la vida, se pavonea estérilmente de lo que ni es, ni nunca fue, ni será.

La ciudad monumental, perfecta en la guía y en el plano, pseudorealidad dramatizada en que se exhibe la ciudad imposible, dotada de un espíritu en que se resume su historia hecha palacio y castillo, perpetuamente ejemplar en las estatuas de sus héroes, anagrama morfogenético que permanece inalterado e inalterable. Una ciudad protegida de sí misma, es decir, a salvo de lo urbano y de los urbanitas. Lo que podría llegar a ser si se lograse descontarle la informalidad implanificable e improyectable de las prácticas sociales innumerables que el planificador y el promotor-protector de ciudades conocen y que nunca acaban de entender del todo. El monumentalizador se engaña y pretende engañar al turista, haciéndole creer que en algún sitio –allí mismo, por ejemplo– existen ciudades concluidas, acabadas, cuando se sabe o se adivina que una ciudad viva es una pura formalización ininterrumpida, no-finalista y, por tanto, jamás finalizada. Toda ciudad es, por definición, una historia interminable.

dijous, 4 de maig del 2023

Sobre las raíces caritativas de las ciencias sociales urbanas


Imagen de Caracas que tomé desde el Hotel Hilton, en marzo de 2008

Mensaje para mi colega y amigo Mikel Fernandino, en relación con una discusión mantenida en febrero de 2014.

SOBRE LAS RAÍCES CARITATIVAS DE LAS CIENCIAS SOCIALES URBANAS
Manuell Delgado

Sobre el papel de la antropología que me preguntas, el segundo de los asuntos de tu correo. Tú piensa en lo que implica que las jurisdicciones que se nos presuponen sean lo que son. ¿Qué se espera que hagas profesionalmente como antropólogo? ¿A qué se supone que te tienes que dedicar? La antropología, hoy y aquí, es la ciencia social de los naufragios y las disonancias sociales, siempre vistos como el resultado ineluctable de una forma de vida crónicamente catastrófica, y que muchas veces, casi siempre, se ejerce en nombre de principios que nunca dejaron de ser, de una manera u otra, altruistas, filantrópicos, sensibles y responsables ante el dolor ajeno, activistas del bien y del amor desinteresado hacia el otro.

En el momento actual, una parte importante de la antropología profesional está consagrada a lo que algunas asignaturas de la especialidad anuncian como «problemas de la sociedad contemporánea». Esos problemas, en contra de lo que el sentido común podría sugerir, no son el precio de la vivienda ni las tasas de desempleo, sino las drogas, los inmigrantes, los enfermos de sida, los ancianos, los barrios problemáticos, los gitanos, las «tribus urbanas», las «sectas», los minusválidos, los indigentes, los presidiarios. Volvemos al principio de nuestra exposición. Haz un repaso a lo publicado en los últimos años por antropólogos españoles interesados en los «mundos contemporáneos» o en las «sociedades complejas». Haz inventario de en qué consiste la «antropología aplicada» o la «antropología urbana» en España. Todas esas denominaciones cultan la mucho más clara de «antropología de la marginación social», con tres grandes orientaciones: a), minorías étnicas marginadas; b), inmigración y suburvialización, y c), segmentos de población marginados y otras subculturas de «alto riesgo». Apenas nada más.

¿Lo ves? Es el reencuentro con aquella misma insistente inquietud de los teóricos de Chicago por saber y dar a conocer más sobre lo que, todavía hoy, la prensa escenifica melodramáticamente como las «lacras» del presente, la misma buena voluntad por ser últiles a la sociedad, por descubrir el rostro humano de los desfavorecidos, por hacer una didáctica de la tolerancia y la comprensión, por hacer manifiesto hasta qué punto quiénes llevan la peor parte de la sociedad del bienestar merecen un mayor volumen de ayuda por parte de la Administración.

Aquella heterogeneidad generalizada, la sobreposición constante de formas de pensar y de hacer, que deberían haber sido reconocidas como lo que eran –un hecho y basta– fueron problematizados por los teóricos de Chicago como consecuencia de los postulados morales que determinaron su trabajo. No hay que olvidar que el propio rechazo de la vida urbana que buena parte de los teóricos de Chicago asumieron como fundamental era ya de por sí un signo de adscripción a principios bíblicos que conciben toda ciudad terrena como la inversión de la Jerusalén celestial y que se concretan mitológicamente en las ciudades blasfemas de Babel, Babilonia, Sodoma o Gomorra. En el propio Apocalipsis de Juan la ciudad aparece como el lugar infame por excelencia. Una parte de la Escuela de Chicago trasladó al campo de la práctica de las ciencias sociales el presupuesto teológico protestante que fundó las ciudades norteamericanas modernas y orientó su desarrollo : a partir de la inmanencia del sujeto y de la interioridad personal como sagrario, el diseño de la ciudad se asienta en la abominación de un espacio exterior marcado por la confusión, el desorden y la crueldad.

Los postulados morales que impulsaban a la mayoría de teóricos de Chicago eran, a su vez, la derivación de una inquietud filantrópica de matriz no menos religiosa, determinada por el hecho de que prácticamente todos los miembros de su primera hornada eran hijos de pastores protestantes –Thomas, Burgess, Faris– o procedían del trabajo social –Wirth, Thrasher, Shaw–. Las preocupaciones sociales de los chicaguianos no estaban guiadas sólo por una mera voluntad científica, sino que resultaban de la convicción de que los estragos producidos por los procesos de incorporación a la sociedad urbana debían ser dulcificados por medio, entre otras cosas, de un mejor conocimiento sobre la composición y la vida de las clases populares, en gran medida conformadas por inmigrantes que empezaban a hacinarse en las barriadas periféricas de las grandes ciudades americanas o que constituían guetos cuyo modelo habían importado de Europa (Robert Park, The Ghetto, 1928).

En esos nichos de pobreza y desarticulación social, al mismo tiempo sitios y estados mentales, aislados espacial y moralmente del resto de la sociedad, era previsible la aparición de patologías sociales de todo tipo, desde la anomia hasta el crimen. Los teóricos de Chicago fueron una suerte de destacamento científico-social entregado a redimir a los habitantes de los slums o barrios bajos menos de lo paupérrimo de sus condiciones de vida que de la desorganización psicológica y moral que cabía esperar en ellos. Sus habitantes eran gentes que, al fin y al cabo, habían ido a enfrentarse a una sociedad sin corazón, individualista, sin que los mecanismos de control y de organización que habían conocido en sus culturas de partida sirvieran para nada. A la deriva en un mundo atroz, los pobres estaban abocados al alcoholismo, la delincuencia, la marginación o simplemente a la desesperación.

Es sabido que el movimiento sociológico de Chicago –como otros análogos en Inglaterra y Estados Unidos– respondió a los requerimientos de una corriente de activismo pastoral protestante conocido como los settlements, cuya intención fue la de convertir los barrios periféricos de las grandes ciudades en expansión en laboratorios en que poner a prueba iniciativas de progreso socio-moral capaces de atemperar los excesos del liberalismo capitalista y el darwinismo social imperante. El marco general es el del cristianismo social reformista, el puritanismo levemente de izquierdas de la Social Gospel –del que, por cierto, Obama no dejaría de ser un exponente actual­- que se lanzó a las calles de las grandes ciudades con el fin de rescatar de ellas a todas las víctimas de un capitalismo cada vez más desprovisto de su justificación trascendente, cada vez más inmisericorde. El propio contexto de The Fundamentals -de donde, por cierto, procede el término "fundamentalista"- incluyó reflexiones de signo reformista y uno de los grandes representantes del fundamentalismo, William B. Riley, sostuvo que eran necesario no dar la espalda a lo que estaba pasando en las ciudades, sino, al contrario, ir a ellas para solidarizarse con los trabajadores y democratizar al máximo la vida civil. Todo ello se concretó en campañas para elevar el tono moral de las clases pobres urbanas, víctimas no tanto de su pobreza como de su desorientación. Traslación al campo del trabajo positivo de lo que a lo largo del XIX se había convertido en una lectura filantrópica de la vieja caridad cristiana, entendida ahora como contribución al restablecimiento de un orden socio-natural más justo, enajenado por causas esencialmente morales, que se derivaban a su vez de las nuevas formas de vida que había traído consigo la revolución industrial.

La solidaridad y el activismo social puritanos se derivan aquí de una concepción singular del ascetismo intramundano al que se refiriera Max Weber. Si el ascetismo místico y contemplativo adopta, según Weber, una posición de espera indolente de la salvación, puesto que el individuo es sólo un recipiente de la divinidad, el ascetismo antimundano de tipo activo contempla al ser humano como instrumento de Dios, comprometido por ello a la redención de la vida. La ascética activa es intramundana, en el sentido de que opera en el mundo y lo hace en calidad de conformadora de una racionalización de la vida que pretende liberar a ésta de la corrupción de la criatura y de la condición contaminante y pecaminosa del mundo material. El místico asceta se acredita contra el mundo a través de su pasividad, de su acción, de su apartarse. En cambio, el ascetismo activo testimonia la posesión de la gracia a través de la acción, y una acción que se aplica sobre una sociedad en proceso de putrefacción, marcada por la deslealtad hacia Dios y sus leyes y que debe ser liberada o aliviada del pecado, al tiempo que se preparan las condiciones para el advenimiento del mundo nuevo anunciado por las profecias.

Las ciencias sociales se convirtieron en un frente más del redentorismo religioso que dominaba la sociedad norteamericana a principios del siglo pasado, como había ocurrido en Europa a lo largo del XIX de la mano de los primeros pasos de la sociología y la antropología. En no pocos de los volúmenes de The Fundamentals se proclamaba la importancia de recurrir al método científico para reconocer y aplicar la voluntad divina, y, sobre todo, para tratar de «ayudar a todos nuestros hermanos en los asuntos sociales». Los sociólogos de Chicago no sólo fueron investigadores entregados a la práctica de una disciplina académica, sino también apóstoles que querían rehabilitar, con una mano en la Biblia y la otra en la Ciencia, la doctrina del pecado original, y hacerlo bajo la forma de una nueva responsabilidad social, una fórmula que sustituía la vieja solución individual del protestantismo tradicional por la convicción de que la salvación de cada cual sólo era posible a través de la salvación del todo social. Lógica del involucramiento que resulta a su vez de una teología de lo social como totalidad holística, cada uno de cuyos componentes depende –es solidario– de todos los demás.

Se llevaba así hasta las últimas consecuencias el segundo mandamiento más importante de la Ley, después del de «amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente», que no es sino el «amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt. 22, 34-40 ; Mc. 12, 28-31 ; Lc. 10, 25-28). Ese «amor al prójimo» neotestamentario –ya presente, no obstante, en el Levítico, 18, 19– se recoge en la propia despedida de Cristo : «amaros los unos a los otros...» (Jn. 15, 12), y se entronca con la filantropía o «amor a los hombres», presente en la propia tradición judia y recogido ya por Filón. Raíz misma del principio de caridad que se ilustra en la parábola del Buen Samaritano (Lc. 19, 25-37), asentado a su vez sobre la superioridad del amor sobre la justicia, en el sentido de que el amor se brinda a todo ser humano al margen de sus méritos: «El precepto del amor al prójimo no suprime la justicia ; lo que hace más bien es colmarla, superándola y dando al prójimo más de lo que le pertenece estrictamente». Todo ello en el seno de la situación crónicamente crítica de la nueva ciudad, escenario permanente de un desbarajuste que enloquece, en que es fácil encontrar corroborada hasta su máxima expresión la visión protestante de un ser humano no menos siempre en crisis. Frente los efectos disolventes de la heterogeneidad absoluta, Cristo, la unidad que salva.

Es a partir de tales convicciones que la Escuela de Chicago despliega su activismo salvacionista, valiéndose de los instrumentos positivos de las ciencias sociales. Éstas ya habían emergido en Europa en el siglo XIX con una clara vocación moralista y, desde un principio, merecieron ser denominadas «ciencias morales», puesto que trabajaron a partir del presupuesto de que la sociedad humana podía distinguirse de otras en que era la consecuencia de valores institucionalizados, fuera por la vía del consenso o de la tradición. Esas ciencias sociales no se conformaron con ser morales; quisieron ser también moralistas, en el sentido de que su pretensión fue ayudar a mejorar la sociedad, diagnosticando sus males y orientando sus reformas. Y de ese momento a nosotros, los antropólogos de aquí y ahora, no ha habido ni un paso. Continuamos, ahí, vigilando el camino y comprometiéndonos “científicamente” y algunos incluso políticamente, en la solución o el alivio de las catastróficas consecuencias de la acción de quienes nos pagan.




dimarts, 11 d’abril del 2023

Turistofobia

Foto de Cassie Jhonson

Artículo publicado en El País, el 12 de julio de 2008

TURISTOFOBIA
Manuel Delgado

La manera como el fenómeno turístico afecta la vida de las ciudades es un asunto denso y con múltiples facetas. Una de ellas es la aparición entre determinados sectores sociales de una especie de rechazo frontal al turista como factor de contaminación y peligro. Las intervenciones del público al final de unas jornadas hace poco convocadas en Barcelona por el grupo de estudio Turiscòpia del Institut Català d’Antropologia invitaban a tomar consciencia del alcance y la generalización de ese fenómeno, al que podríamos aplicar el neologismo de turistofobia, una mezcla de repudio, desconfianza y desprecio hacia esa figura que ya todos designan con la denominación de origen “guiri”.

No se trata de cuestionar lo insentato de confiar en el turismo como único o principal recurso que puede sostener una economía urbana. Se trata más bien de llamar la atención sobre cómo ciertos segmentos sociales están atribuyendo la causa de los males que padece una ciudad a la presencia considerada excesiva de turistas en su espacio. Esa certeza funciona en la práctica como una especie de xenofobia de sustitución, puesto que se dirige a personas cuyo rasgo esencial es “que no son de aquí”. En realidad, esa denuncia del turista como irrupción anómala a combatir es estructuralmente idéntica a la que el racismo vulgar aplica al inmigrante, como si muchos de quienes se arrogan una ideología “progresista” o incluso “alternativa” hubieran encontrado en el visitante por motivos de ocio un perfil supletorio al que asignar todas las cualidades negativas que el detestable racista le aplica al nuevo vecino procedente países más pobres.

No se trata tampoco, por supuesto, de equiparar a aquel que ha venido a servir con aquel que ha llegado para ser servido. El inmigrante y el turista sólo se parecen entre si en que son vistos como nuevos en la ciudad, pero ese mismo factor es el que hace a ambos protagonistas potenciales de un mismo imaginario que detecta en el forastero la figura del bárbaro invasor que hay que mantener aislado y vigilado, al que sería preferible expulsar o restringir la entrada y al que se le niega todo derecho a la complejidad, ignorando como ambos personajes conceptuales –“turista” e “inmigrante”- albergan un gran número de variables que los hacen muy distintos unos de otros: clase, edad, género, origen, prácticas, intereses...

Destinatario de un dispositivo de estigmatización que puede cambiar de objeto sin cambiar nunca de objetivo –procurar una brutal simplificación de las relaciones sociales reales–, el turista puede verse acusado de fenómenos de depredación territorial y de especulación y espectacularización urbanas de los que no pocas veces él mismo es víctima. Él reclama derechos que nosotros también reclamamos cuando viajamos –derecho de visita, derecho a ser recién llegados- y lo que obtiene es la monitorización de los operadores turísticos y los vendedores de ciudad y el desprecio de los indígenas, que lo tratan como un ser sin criterio, al que es fácil y casi obligatorio embaucar. Infantilizado, visto como un tipo ridículo y a la vez como un miembro de una peligrosa horda desoladora, se convierte en blanco cómodo al que atribuir el deterioro de la vida urbana.
        
¿Cuál es el problema entonces? El problema no es que haya turístas, sino que sólo haya turistas. No es el turismo el que ha vaciado los centros históricos de su historia y de su gente, sino la gestión de la ciudad como negocio y como dinero. La “reforma” que está conociendo la Barceloneta es un ejemplo activo de cómo se produce ese proceso de sustitución de las clases populares por la nueva clase turista y como eso sucede contra los intereses de una buena parte esos mismos turistas, que es probable que hayan venido al encuentro de una cierta verdad humana y urbana que finalmente se les escamotea.
        
A mediados de los años 60 llegaba en transatlántico al puerto de Barcelona –por esa puerta que ahora las autoridades pretenden engalanar permenentemente– “un xicot viatger que duia una gran curiositat”. Era Gato Pérez y con el tiempo se convertiría en uno de los emblemas de la ciudad que le acogía. Lo que se encontró fue un universo apasionado, enérgico y conflictivo –es decir, vivo– en el que se desplegaba “una fecunda humanitat”. Cabe evocar –e invocar- ahora su “Rumba dels 60": “Emigrants i forasters inundaven els carrers / en un cóctel demencial de turistes amb obrers”. Esa promiscuidad presencial de nativos, turistas e inmigrantes fue posible y puede serlo de nuevo. Cada uno exigia y obtenía lo que Lefebvre llamara “el derecho a la ciudad”, que no es sino el derecho a no ser llamado “extranjero” en un universo social en el que todos lo son o lo han sido. Y más allá, el derecho fundamental a estar, el derecho a existir como masa corporea con rostro humano que está ahí y que, porque está ahí, encarna o debería encarnar aquel principio de hospitalidad universal que Kant colocara en la base misma del gran proyecto cultural de la modernidad, en tantos sentidos irrealizado. Ese “heme aquí” que nadie debería convertir jamás en culpa.



divendres, 18 de novembre del 2022

Lo urbano como melodia oculta

La foto es de Tom Waterhouse

Consideraciones para Maria Lindmãe, doctoranda en la UPF, enviadas en octubre de 2015.

LO URBANO COMO MELODIA OCULTA
Manuel Delgado

Solo incidir en varias anotaciones que te hice, para que sigas la pista. De entrada la idea de lo urbano como «melodía oculta», que se corresponde a la perfección con un concepto coreográfico de los usos del espacio urbano, que consiste en tratar de distinguir, entre la delirante actividad de hormiguero de las calles y de las plazas, la escritura a mano microscópica, desarrollo discursivo no menos «secreto», «en murmullo», que enuncian caminando los transeúntes.. Lo urbano se parecería profundamente a eso, un bajo continuo, un bajo cifrado permanente sobre el que puntúan sus movimientos en filigrana los peatones, sus ballets imprevisibles y cambiantes.

Ya te subrayé que no es casual que fuera un musicólogo, Jean-François Augoyard, el autor de una monografía pionera en el estudio de las retóricas caminatorias, es decir de la reproducción mecánica se ejecuta reproduciendo el instante que lo precede, reiniciando una y otra vez el proceso, con todas sus modificaciones, con su multiplicidad, con su pluralidad. El libro se titula Pas à pas. Essai sur le cheminent quotidien en milieu urbane (À la croisée) y existe una versión en inglés. Lo que plantea Augoyard es que las prácticas caminatorias se conforman como sucesiones temporales de elementos bien marcados, acentuados, contrastados, manteniendo entre sí una relación de oposición, es decir ritmos. El ritmo es entonces una construcción general del tiempo, del movimiento, del devenir, reproducción mecánica que reproduce el instante que lo precede, que reinicia una y otra vez el proceso, con todas sus modificaciones, con su multiplicidad, con su pluralidad.

La idea es que, en su práctica ordinaria, los transeúntes son ante todo cuerpos rítmicos, en el sentido de que obedecen a un compás secreto y en cierta manera inaudible, parecido seguramente a ese tipo de intuición que permite bailar a los sordos y que está siempre presente en la interacción humana en forma de unos determinados “sonidos del silencio”. Para Hall, por ejemplo, las personas que interaccionan y que intentan ser mutuamente previsibles, “se mueven conjuntamente en una especie de danza, pero no son conscientes de sus movimientos sincrónicos y lo hacen sin música ni orquestación consciente”. No es tanto que el sonido pueda verse, sino que la visión puede recibir una pauta sutil de organización por la vía de lo auditivo. Como escribía Lefebvre en La producción del espacio (Capitán Swing), “el espacio se escucha tanto como se ve, se oye tanto como se desvela a la mirada”.

En clase estamos hablando precisamente de microscopia social, que es una perspectiva que ha puesto de manifiesto cómo las personas que comparten un mismo espacio-tiempo llevando a cabo actividades diversas pueden ser sorprendidas siguiendo un mismo compás, coordinando la cadencia de sus respectivas acciones como si estas respondieran al son de una melodía inaudible, pero omnipresente. 

De igual modo, y en esa misma línea, entre las reglas de procedimiento que operan en los espacios públicos destaca la que Goffman llama “pauta de paso seguro”, consistente en que las personas que usan una misma vía en una misma dirección tienen tendencia a mantener una mismo paso de locomoción, acompasar su caminar, manteniendo entre ellas una misma distancia relativa y permitiendo distinguir las agrupaciones que permiten reconocer, por ejemplo, a un grupo de amigos, una familia, un padre y su hijo, etc. Ese ritmo del paso funciona, a su vez, como una fuente de inferencias que denotan estados personales de los transeúntes: con prisa, huyendo, paseante desocupado, anciano, discapacitado, borracho...

Por su parte, la proxémica y la cinésica también subrayaron la condición rítmica de toda interacción cara a cara. En eso consistía, para Hall por ejemplo, la aplicación de una noción comúnmente empleada como la de sintonizar, refiriéndose al papel nada secundario del cuerpo en la comunicación verbal y que consiste en coordinarse con los demás cuerpos copresentes, como si estuvieran todos bajo el control de un coreógrafo invisible, manteniéndose unidos por una corriente subterránea e inconsciente de movimientos sincronizados. Películas proxémicas que retrataban conversaciones triviales mostraban como, analizadas a cámara lenta o imagen por imagen, éstas se desarrollaban a la manera de “una especie de ballet en el que el ritmo de la conversación proporcionaba la partitura inconsciente que reforzaba la vinculación del grupo y evitaba que se interfirieran unos a otros”.

Ese énfasis en el protagonismo absoluto del cuerpo en la actividad que los seres humanos desarrollan en los espacios públicos permite insistir, como te dije, en que una ciencia social que tuviese el atrevimiento de constituir a éstos en su objeto de conocimiento, debería conducirse sobre todo como una coreología. Los individuos, las parejas, los pequeños grupos, pero también las multitudes que se hacen presentes en las superficies urbanas –aceras, centros comerciales, corredores del metro, vestíbulos de estaciones–, agitaciones corales que responden a las mismas lógicas secretas que generan, no son sino figuras de danzantes que se interrelacionan básicamente a través de su presencia física inmediata.

En la práctica, toda la tradición microsociológica no ha hecho otra cosa que estudiar emparejamientos efímeros, individuos trazando filigranas en el espacio, intersecciones previstas o involuntarias..., actividades cuerpo-espacio-tiempo-energía de las que el referente –explícito o no– era la danza. E.T. Hall escribía que “lo que llamamos baile es, en realidad, una versión lentificada de lo que los seres humanos hacen cuando se interrelacionan”. Difícilmente se podría encontrar una metáfora mejor que esa para los objetos de estudio que el interaccionismo y la etnografía de la comunicación ha llamado situacionales, es decir relativos a las situaciones sociales en territorios físicamente delimitados, protagonizadas por individuos que comparten un mismo campo perceptual. En el fondo, ¿qué es la danza sino la puesta en escena de un orden basado en un aparecer, en un gesticular ante otros o con otros, en un espacio, deviniendo visible, manifiesto, jugando hasta dónde sea posible con el propio aspecto y el de los demás?

Referencias. He mencionado varias veces textos de E.T. Hall. Están tomadas de sus libros La dimensión oculta, FCE; El lenguaje silencioso, Alianza, y Más allá de la cultura, Gustavo Gili. La gente de nuestro grupo que trabaja en antropología sonora son Ciutat Sonora y este es su blog: https://ciutatsonora.wordpress.com/. La colaboración con la Orquestra del Caos para el Zeppelin del CCCB quedo reflejada en el libro que te adjunto y, por último, nuestro referente mayor es, sin duda, el CRESSON de Grenoble.


Canals de vídeo

http://www.youtube.com/channel/UCwKJH7B5MeKWWG_6x_mBn_g?feature=watch