Foto de Eleanor Hardwick |
EL CIUDADANO DEL MUNDO COMO SER SUPERIOR
Manuel Delgado
El mundano, el cosmopolita o "ciudadano del mundo", es un personaje abstracto que actúa en el universo de interacciones más o menos puras que imaginan las teorías hermenéuticas de la situación. Este personaje, al que se le asigna la capacidad de dar forma a voluntad la división entre lo público y privado —es decir entre lo que se decide someter a la vista y el juicio de los demás y lo que no— es el mismo que suponemos protagonista de lo que se conoce como democracia participativa.
En efecto, este héroe de la interacción como concreción de la hipotética sociedad urbana anónima es idéntico al que juega el papel central en el sistema político liberal, basado en el individuo autónomo, responsable y racional, adecuadamente calificado para manejar las interacciones en que se va viendo complicado, agente libre y consciente de su potencial para ejercer intercambio comunicativo generalizado, esa especie de rey de la creación de la democracia : el ciudadano. Más allá de la filosofía política, el democraticismo radical también bebe también una sociología de las relaciones urbanas entendidas como hilvanadas a partir de estrategias de coordinación, diálogo y cooperación que se articulan en el transcurso mismo de la interacción y que responden a lo que podríamos llamar una cierta inteligencia contextual.
Todo esto tiene lugar en otro escenario no menos hipotético: el espacio público. El espacio público no como lugar de visibilidad y accesibilidad mutuas, en la que los individuos se someten a las miradas y las iniciativas ajenas. El espacio público, tal y como se está empleando en la actualidad el concepto, se plantea como algo mucho más trascendente ya no es solo el exterior urbano, la calle o la plaza, el marco de las prácticas cívicas concretas, sino aquel del que se espera que devenga el marco en el que la pluralidad se somete a las normas pertinentes, racionales y defendibles de comportamiento, incluyendo la generación y mantenimiento no determinadas normas legales, normas y principios abstractos que equivalen a una supuesta auto-organización significativa de las operaciones y los operadores concretos, una forma de convivencia provisional basado en disposiciones y dispositivos prácticos, que emana un cierto sentido común, a menudo siempre ad hoc.
La mundanidad y el cosmopolitismo necesitan ocultación o al menos soslayo de cualquier identidad que no esté estrictamente limitada a la construcción de la situación como sociedad endógenamente constituida. El mundano, de hecho, es el protagonista de la experiencia urbana moderna y, al mismo tiempo, fundados del concepto político de ciudadanía, atribuido a una masa corpórea con rostro humano, cuya sola presencia la hace digna de derechos y deberes, respecto de los cuales la identidad social real es insignificante, en un espacio abstracto de convivencia del que él sería rey.
Ahora bien, a muchísimas personas de nuestro entorno no les es dado conocer la suerte del pintor de la vida moderna al que Baudelaire consagrara uno de sus más conocidos textos, ese merodeador urbano, observador abandonado a la pura diletancia ambulatoria, el flânneur. Un número importante de individuos pueden modular sus niveles de discreción y en ciertos casos pueden incluso desactivar su capacidad para el camuflaje asumiendo fachadas –en el sentido goffmaniano– que indican de forma inequívoca una determinada adscripción ideológica, estética, sexual, religiosa, profesional, etc. Desde una pequeña insignia en la solapa a un uniforme completo, existen diferentes maneras a través de las cuales las personas pueden informar a los demás acerca de un determinado aspecto de su identidad que desean o necesitan que quede realzado. Pero para otros no hay opción factible. Hagan lo que hagan no podrán escamotear rasgos externos –fenotípicos, fisiológicos, aspectuales en general, aunque sean circunstanciales– que hacen de ellos seres marcados, la relación con los cuales es problemática puesto que han de arrastrar todo el peso de la ideología que los reduce permanentemente a la unidad y les fuerza a permanecer a toda costa en ella. Siempre o con frecuencia, el inmigrante, el negro, la mujer, el ciego, el pobre, la persona con alguna discapacidad, el homosexual, el joven y tantísimos seres humanos que no ha podido camuflar quienes son más allá de la interacción situada, son automáticamente colocados en un estado de excepción que los negativiza, los inhabilita total o parcialmente para una buena parte de intercambios comunicacionales. A estos individuos se les ha encapsulado en una cuadrícula clasificatoria que ha hecho de ellos lo que se supone que son y sólo lo que se supone que son y que les obliga a pasar buena parte de su tiempo brindando explicaciones sobre la desviación, el exceso o la carencia que se les atribuye.
Otros, quienes tienen el privilegio de dominar los modales y el aspecto de clase media, tienen más posibilidades de ejercer esa indefinición mínima de partida que permite escoger cuál de un repertorio limitado de roles disponibles va a desarrollarse en presencia de los otros. De los “normales” se espera que escojan el rol dramático más adecuado en orden a resultar procedentes, es decir aceptables en relación con lo que determinado escenario social espera de ellos y que ellos deberán confirmar. En eso consiste precisamente lo que se ya se ha reconocido como mundanidad, que se basa en esa deseada abstracción de la identidad, esa grado cero de sociabilidad que es el anonimato, del que se sale sólo para autodefinirse y actuar en tanto que ser de relaciones, como mundano. como cosmopolita.
Quien se postula o pretende como "ciudadano del mundo" aspira a practicar una cierta promiscuidad entre mundos sociales contiguos o interseccionados, poder trasvestizarse para cada ocasión, mudar de piel en función de los requerimientos de cada encuentro. Si nuestro aspecto no delata de forma inmediata y flagrante ningún motivo de desacreditación, si podemos negociar nuestras sucesivas copresencias sin que nuestra identidad social real aparezca como un motivo de alerta o simple incomodidad en nuestros interlocutores, entonces se entiende que seremos dignos de sentarnos a la mesa imaginaria en que de igual a igual se juega a la sociedad cosmopolita. Tal privilegio sólo es merecible si los jugadores en cada partida –cada encuentro; cada ocasión social– sabe manejar el lenguaje de ese momento, es decir las reglas del juego, el código que lo rige, lo que exige en todos los casos un apagamiento o apaciguamiento del locutor que no siempre éste es capaz de ejercer.
Es esa labor de mundanidad –a la que, como ha quedado subrayado, no todo el mundo tiene pleno acceso– la que requiere el ocultamiento o al menos el desdibujamiento de toda identidad que no sea la estrictamente adecuada para la situación. En eso consiste ser ese desconocido que vimos que se suponía conformando la materia primera de la experiencia urbana moderna y que, a su vez, se situaba también en el subsuelo fundador de la noción política de ciudadano, que no es sino eso: una masa corpórea con rostro humano cuya simple presencia es en teoría merecedora de derechos y deberes en relación con los cuales la identidad social real es o debería ser un dato irrelevante y, por tanto, soslayable. Ese desconocido es aquel que puede reclamar que se le considere en función no de quién es, sino de lo hace, de lo que le pasa o hace que pase y sobre todo de lo que parece o pretende parecer, puesto que en el fondo es eso: un aparecido, en el sentido literal de alguien que hace acto de presencia en un proscenio del que él sería el rey y señor: el espacio público, en el sentido político del término, es decir en el de espacio en el que se hacen carne entre nosotros, cobran tiempo y espacio reales, los principios esenciales de la igualdad democrática. Pero ese sistema al que se atribuyen virtudes igualadoras está pensado por y para una imaginaria pequeña burguesía universal, que es la que puede reclamar ejercer el derecho al anonimato, es decir el derecho a no identificarse, a no dar explicaciones, a mostrarse sólo lo justo para ser reconocida como concertante en situaciones mundanas, en las que el encuentro se produce con gente que también ha conseguido estar “a la altura de las circunstancias”, es decir resultar predecible, no ser fuente de incomodidad o alarma.
Es en lo que el argot político llama espacio público, mágico e inexistente en la realidad, donde se hacen carne y habitan entre nosotros los principios básicos y la igualdad democrática deja supuestamente de ser lo que es: una quimera. Pero ese sistema está diseñado por y para una imaginaria clase media universal cuyos miembros pueden puede reclamar el derecho a no identificarse ni ser identificados, a no dar explicaciones, a mostrar sólo lo justo para ser reconocido como concertantes, todo ello en reuniones con gente predecible, que no puede devenir fuente de molestias o alarma y que en todo momento exhibe buenos modales y un comportamiento adecuado. Es esa clase media universal la que puede constituir el cosmopolitismo, que no es sino la ideología de un club de elite en que ciertas personas —y solo ellas— pueden proclamarse "ciudadanos del mundo", lo que les permite, vayan donde vayan, sentirse siempre superiores a los demás.