diumenge, 3 d’abril del 2022

El hogar como institución total en tiempos de pandemia


El hogar como institución total en tiempos de pandemia
Manuel Delgado

La experiencia del confinamiento total o parcial al que la pandemia de COVID-19 ha condenado a los habitantes de las ciudades ha generado consecuencias que, como se acaba de señalar, implican no tanto cambios traumáticos como intensificación o aceleramiento de ciertos rasgos de la sociedad contemporánea ya activos o en ciernes. Uno de ellos es el del papel del hogar como reducto de preservación que permite mantener a raya los peligros de todo lo que le sea ajeno, lo que está en lo que se extiende más allá de la puerta de casa, ese exterior siempre amenazante, ahora por la circulación de un virus criminal. Así, el miedo al COVID ha restaurado uno de los principios básicos del universo mental burgués, que establece el reducto de la vida privada como única salvaguarda frente a un exterior más amenazador que nunca.

Acabamos de ver cómo la Modernidad urbana aparece percibida por sus primeros teóricos en términos negativos como responsable de la catastrófica disolución de la pequeña comunidad armónica y homogénea, que solo podía sobrevivir mediante fórmulas de acuartelamiento en comunidades unicelulares proyectadas como refugio de congruencia interior y organicidad. Su modelo fue ese reino privado en que la nueva familia nuclear cerrada podía albergarse de la desolación y la deriva reinante a su alrededor: el hogar (Sennett, 1980). Es el propio domicilio lo que se concibe como protección ante la intemperie vital que supone la experiencia de la vida urbana en las calles, fortaleza estable de consistencia y verdad, único espacio exento en que no se ha cumple la apreciación con que Marx y Engels definen la experiencia moderna, el «todo lo sólido se desvanecen el aire» del Manifiesto Comunista.

Tenemos pues que cada cual vive en su casa, un lugar construido, con paredes, techo, ventanas y puerta, al que no en vano llamamos vivienda o espacio para vivir. No se olvide que el concepto moderno de hogar, ahora desenterrado para convertirlo en la base del único tratamiento preventivo contra la enfermedad, derivó en su momento de la nueva división entre espacio público y espacio privado (Arendt, 1998 [1958]). Esta hizo aparecer al primero como una comarca en la que las certezas se disolvían y uno se veía obligado a proteger su seguridad personal de una intemperie desapacible, fría, inhumana y, por supuesto, llena de riesgos, en que podía campar a veces, como ha ocurrido durante la pandemia, la contaminación y la muerte. Frente ese terreno de las exposiciones –en el doble sentido de las exhibiciones y los riesgos–, el espacio interior o privado se convertía, en teoría, en aquel refugio en que se podía verdaderamente vivir. Fue así como el lenguaje acabó convenciéndonos de ese principio de que cada cual, en efecto, vive en su casa, dando a entender que lo que hace fuera de ella no es vida. Más ahora, en que, además de lugar de los afectos y la reproducción, el estado de excepción ha convertido la esfera doméstica en lugar de ocio y de trabajo.

Esa es una de las apreciaciones sociológicas que merecen hacerse respecto del toque de queda mundial al que hemos sido sometidos total o parcialmente, que nos ha forzado a encerrarnos en nuestras casas durante meses, para luego vernos permanentemente exhortados a obedecer órdenes acerca de cómo y cuándo usar lo que se expande fuera de ella. Cabe advertir que no se discute en absoluto que existiera en aquellos momentos –y es posible que exista todavía cuando esto se lea– una alarma sanitaria real que había y hay que gestionar. Lo que se remarca es la manera como ese cuadro objetivo ha supuesto la agudización tanto de prácticas y retóricas que sostienen la sociedad actual, entre ellas las relativas a la concepción del espacio urbano como páramo destructivo y saturado de motivos de alerta. De hecho, estas circunstancias vividas a nivel planetario han llevado hasta las últimas consecuencias y han inoculado a nivel individual, las preocupaciones higienistas que en el siglo XIX justificaron las grandes iniciativas de reforma urbana. Entonces se «higienizaron» las ciudades; en estos días hemos conocido una colosal operación de higienización de sus habitantes, cada uno de ellos percibido como un factor de insalubridad a corregir, un objeto a desinfectar por medio de grandes operaciones de vacunación masiva.

Estamos insistiendo en que lo que tenemos es que las circunstancias excepcionales que hemos padecido han hecho resurgir la vigencia de un viejo discurso anticalle que viene desde hace mucho insistiendo en la naturaleza emponzoñada de la vida en exteriores urbanos. Primero, durante los meses de confinamiento total, fue el decreto que estableció el propio domicilio como el único espacio seguro frente a un afuera que se había vuelto todo él una trampa mortal, un territorio minado, un espacio ocupado por un ejército invisible de asesinos microscópicos. Luego, cuando las medidas sanitarias se fueron suavizando, fuimos siendo autorizados a bajar a la calle enmascarados y con instrucciones de medir el trecho que nos separa de los demás, puesto que afuera –excepto, cabe subrayar, los «convivientes»– los parientes, amigos, conocidos o desconocidos con quien coincidiéramos pasaban todos ellos a ser «malas compañías», eventuales agentes inconscientes al servicio de la epidemia.

He ahí nuestra casa convertida en lo que Erving Goffman había llamado institución total para referirse a cárceles, cuárteles, barcos, manicomios, hospitales y otros lugares de reclusión de individuos en que estos vivían regulada y bajo vigilancia la totalidad de su vida. De este modo, si se nos permite el juego de palabras, todo apartamento pasaba a ser apartamiento de individuos al tiempo peligrosos y en peligro, que eran aislados «en familia» para prevenirse y prevenirnos de ellos. Es más, incluso hemos recibido permiso para desplazarnos solo si lo hacíamos individualmente o dentro de nuestra «burbuja de convivencia», imagen que remite a ese glóbulo de coexistentes aislados de todo lo que les rodea en que consiste el hogar. Esa ruptura forzada con el exterior lo era con todas las redes y grupos de pertenencia familiar o electiva con los que cada persona estaba afiliada y le permitía definirse a sí mismo en cualquier clave colectiva, es decir en la certeza de que cada cual continua en otros y otras. Nada podía salvarnos de la enfermedad y la muerte que trascendiera las paredes de la morada familiar en que nos habíamos o nos habían clausurado. El hogar es «mi castillo», el baluarte desde el que, encerrado, resisto. Los límites de mi hogar son los límites del mundo: es el mundo-hogar.

Esa hipervaloración de la vida hogareña ha sido un recurso narrativo institucional más al servicio de la prevención securitaria como modo de gobierno, a sumar a los provistos por la delincuencia y el terrorismo. Pero podemos ir más allá y colocar esa agorafobia inducida como actualización de un imaginario de larga duración. Es así cómo uno de los rasgos más interesantes –por expresivo y por persistente— del sistema de representación que ha acompañado el aislamiento obligatorio es la manera como se han postulado en tanto que única protección garantizada ante el acecho vírico. El hogar volvía a ser reclamado y reconocido como ese lugar en que la familia nuclear cerrada encontraba su certeza y su salvaguarda ante un mundanal ruido ahora mostrado como letal.

Esa insistencia en mostrar la convivencia tipo nido como principal defensa frente la catástrofe exterior se ha proyectado asociada al elogio de un tipo determinado de cohabitación, cuyos protagonistas se exhiben como pertenecientes a una suerte de clase media universal. Casi todos las producciones mediáticas y comerciales relacionadas con la pandemia han insistido en representar hogares felices en los que familias joviales aprovechaban el tiempo de encierro para escenificar los valores hogareños estandarizados en el imaginario burgués. Se ha ignorado cómo el encierro domiciliario implicaba un infierno para una parte importante de unidades domésticas, sea por las condiciones de hacinamiento, por la miseria crónica o sobrevenida que sufrían, por el desahucio inminente o por la violencia diaria que tantas mujeres, niños o ancianos aguantan en su seno. De igual modo, se soslayaba la existencia de una masa de asalariados y asalariadas –personal sanitario, de servicios, del comercio, trabajadores agrícolas– para los que, obligados a trabajar fuera, la salvación domiciliaria no ha sido una opción. Como si esas realidades no existieran, se ha exhibido como modélico el confort y la seguridad de la vida doméstica integrada e integral, sin conflictos, sin carencias, sin asimetrías, sin formas brutales de sumisión, donde, encapsulada, la familia se protegía de la pesadilla distópica que había sido declarada a su alrededor.

Esa morada familiar idealizada como blindaje contra la COVID-19 no solo escamoteaba la verdad de la precariedad y la marginación que tantas veces albergaba, imponiendo la fantasía de una vida domiciliada armónica, realización del sueño de comodidad y equilibrio de familias de clase media. Al tiempo, recuperaba enaltecidos todos los lugares comunes del «hogar dulce hogar» con que la burguesía quiso escapar de la desestructuración de la vida social que impusieron las grandes dinámicas de industrialización y urbanización desencadenadas en el siglo XIX. Ello, con el sustento místico que había proporcionado antes la revolución cultural protestante, con su radical oposición entre el mundo extenso, sede del pecado y en la que era imposible dar con nada que mereciese la pena, y la exaltación de la interioridad de la vida privada como exclusivo receptáculo de lo verdadero.

Esa ha sido uno de los aspectos de la lógica moral del confinamiento virtuoso que hemos visto promocionado como si fuera el lado bueno de las cosas, la lección positiva que se nos invita a extraer del desastre. Una alabanza del «calor del hogar» –es decir, de la familia nuclear cerrada burguesa retraída sobre sí misma como un caracol– como único antídoto seguro frente al veneno del mundo exterior.

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