Fotograma de "El amor en los tiempos del cólera" (2007) |
Inicio de la conferencia "La antropologia en los tiempos del cólera", pronunciada el 8 de septiembre de 2016 como clausura del II Congreso Internacional de la AIBR, en el Campus Raval de la Universitat de Barcelona
LA
ANTROPOLOGÍA-PASIÓN
Manuel
Delgado
Es difícil no sentirse un poco abrumado a la hora de
atender el encargo —y el honor, y la responsabilidad— de pronunciar las
palabras con las que debe cerrarse un congreso de la importancia de este que
hoy acaba. Se supone que lo que corresponde en estos casos es decir algo, en
efecto, concluyente, incluso un punto solemne, como corresponde al momento
final de un acontecimiento académico de la relevancia de este. Pero, al tiempo,
reconozco que me incomoda tener que decir algo "importante",
"hondo"; me honra, pero reconozco que me inmoviliza un poco haber de
aportar a nuestro encuentro algo parecido a un "broche de oro" y que,
además, pretenda presentar algo parecido a una perspectiva y una balance de
algo, como promete el subtítulo que propuse y que el programa recoge.
¿Un balance del congreso? No me corresponde, más allá de
elogiar la variedad y calidad de las intervenciones que he escuchado y
agradecer el esfuerzo de quienes han hecho posible la preparación y la
realización estos días de nuestro encuentro. ¿De la antropología como
disciplina? Tampoco sabría qué decir. Les prometo que no es falsa modestia
decirles que no se me ocurre nada concluyente acerca de nuestro
pasado, nuestro presente y, si creyera que existe, nuestro futuro. La verdad es que no estoy seguro de saber en qué forma
podemos compartir lo que sabemos y, más allá, aquello sobre lo que dudamos,
porque de veras pienso que nuestras paradojas y nuestras contradicciones, mucho
más que nuestras certidumbres, pueden hacernos más inteligentes a nosotros y a
otros.
Pero, reconozcámoslo, es difícil demostrar la bondad de
nuestras habilidades en orden a explicar las cosas que pasan o contribuir a
ello al menos. Nuestra competencia para procurar claridad es inversa a nuestra
competitividad en orden a verla reconocido, seguramente porque nuestras
claridades oscurecen, puesto que desvelan la complejidad y la irreductibilidad de
los fenómenos que abordamos, ¿Qué puede esperarse de ese oficio nuestro que
requiere tenacidad y paciencia en el trabajo de campo, artesanía en las
descripciones, escrúpulo en los análisis y prudencia en las conclusiones? ¿Cómo
puede competir en un terreno copado por la trivialidad, por los juicios
precipitados, el vértigo de la última noticia, el espectáculo fácil, las
sentencias de intelectuales serviles, características que tal vez es de mí
mismo de quien hablan? ¿Qué puede aportar esa extraña disciplina que escribe a
mano sobre la vida que transcurre ante sus ojos? ¿Qué lugar le espera a nuestra
forma de dar con las cosas, complicándolas, en una sociedad en la que se
enseñorea lo fácil?
Por otra parte, ante un mercado de sentencias y discursos
que se arrogan la capacidad de explicarlo todo y apuntar alternativas, la
nuestra no puede presentar otra cosa que su pesimismo, su negatividad, incluso
un punto de cinismo. Somos pesimistas, en tanto que le damos la razón a
Lévi-Strauss cuando nos dice que la antropología debería llamarse entropologia, porque es cierto que
sabemos que, como decía un poema de Martí i Pol, "lo que se pierde, se
pierde para siempre". Nuestra disciplina es una disciplina negativa,
porque no siempre sabemos de dónde podemos sacar alternativas a nada de lo que
no nos gusta y denunciamos. Cínica también, creo yo, porque sabemos distinguir
el escepticismo de la pasividad y pienso que compartimos la convicción de el hecho de que no hay nada no tiene porqué implicar no hacer nada.
Pero, aun así, somos antropólogos y antropólogas. ¿Por qué elegimos este camino tan extraño, que a tanta gente se le antoja una extravagancia? Cada uno de nosotros y de nosotras conoce ese momento o ese proceso que nos llevó a la antropología, pero estoy seguro de que, fuera cual fuera, no pudo revelarse poco a poco o de pronto sino como pasión. Porque la antropología es una pasión o no es nada, en el sentido que su experiencia nace y se conduce como una impaciencia crónica, un afán, una intranquilidad que cuesta calmar, una obsesión..., cuyo objeto es intentar responder en lo posible a en qué consiste ser ser humano, en asomarnos y asombrarnos anta la complejidad de las sociedades, sin ver nunca saciada nuestra ansia de conocer lo que ocultan, ese conjunto de códigos y de inercias a la que llamamos cultura. La antropologia como pasión y como práctica tuvo que ser el título que nuestros colegas de la Revista de Dialectologia y Tradiciones Populares colocaron en la portada del volumen de homenaje a Julian Pitt-Rivers, publicado en 2004. Y es lo que la antropología suele ser, seguro que al menos para nosotros: una pasión.
Pero, aun así, somos antropólogos y antropólogas. ¿Por qué elegimos este camino tan extraño, que a tanta gente se le antoja una extravagancia? Cada uno de nosotros y de nosotras conoce ese momento o ese proceso que nos llevó a la antropología, pero estoy seguro de que, fuera cual fuera, no pudo revelarse poco a poco o de pronto sino como pasión. Porque la antropología es una pasión o no es nada, en el sentido que su experiencia nace y se conduce como una impaciencia crónica, un afán, una intranquilidad que cuesta calmar, una obsesión..., cuyo objeto es intentar responder en lo posible a en qué consiste ser ser humano, en asomarnos y asombrarnos anta la complejidad de las sociedades, sin ver nunca saciada nuestra ansia de conocer lo que ocultan, ese conjunto de códigos y de inercias a la que llamamos cultura. La antropologia como pasión y como práctica tuvo que ser el título que nuestros colegas de la Revista de Dialectologia y Tradiciones Populares colocaron en la portada del volumen de homenaje a Julian Pitt-Rivers, publicado en 2004. Y es lo que la antropología suele ser, seguro que al menos para nosotros: una pasión.