Foto de Rafa Pérez |
En 2007 publiqué en
Libros de la Catarata un libro sobre y contra el llamado “modelo Barcelona”. Su
título fue “La ciudad mentirosa”. Ese título se corresponde con el de este
artículo que apareció en El Periódico de
Catalunya, el 18 de julio de 1992, cuando todo el mundo parecía encantado
con el tipo de ciudad se había gestado a la sombra de las Olimpiadas y sólo muy
pocos nos atrevíamos a denunciar la colosal estafa de que estaba siendo
víctima la gente de Barcelona.
LA CIUDAD MENTIROSA
Manuel Delgado
Sobreviviremos. La
depresión post-parto será terrible, eso sí, pero cuando todo esto acabe y la
barca del amor, como siempre y como decía el poeta vuelva a estrellarse contra
la vida cotidiana, entonces digo, deberemos pensar qué ciudad hemos visto
cambiar a nuestro alrededor.
Premios, menciones,
valor como modelo a seguir… todo eso está mereciendo ese laboratorio en que se
ha convertido Barcelona. No hay para menos. La ciudad ha sido puesta en manos,
como un precioso juguete, de arquitectos-príncipes que se han encargado de
hacer de nuestras calles y plazas piezas de especulación formal pensadas más
para ser vistas que para ser habitadas. Se ha conseguido, eso sí, que Barcelona
sea la capital más interesante, admirada y fotografiable del mundo. Qué pena
que sea cada día más duro vivir en ella. Barcelona: escenario perfecto del
triunfo de lo bello sobre lo humano.
Barcelona ha
reunido de golpe todas las supuestas cualidades de lo posmoderno. Ya saben, eso
a lo que algunos llaman también era del
vacío, edad neobarroca, imperio de lo
efímero, era de lo falso… Barcelona, toda ella, es hoy el resultado de una
colosal operación cosmética. No es que sea una ciudad maquillada: es que es
sólo el maquillaje de una ciudad. Es una urbe-espejo, sólo superficie
alucinada, patria de miradas más que de vidas. Y todos nosotros, barceloneses,
nos hemos convertido en entusiastas extras de un espectáculo total en que el
ciudadano es a la vez figurante y público embobado ante la puesta en escena de
sí mismo.
En su apoteosis
narcisista, la nueva Barcelona se ha convertido en una suerte de decorado de
superproducción a lo Cecil B. de Mille. La grandilocuencia que preside la
reconstrucción de la ciudad inquieta porque advierte de la megalomanía de sus
artífices, y en cierto que nunca los arquitectos y los diseñadores urbanos
habían tenido tanto poder como en la Barcelona de los 80 y 90, Bohigas ha
entregado la ciudad a sus amigos –Piñón, Calatrava, Peña, Viaplana, Moneo,
Domènech, Clotet, Tusquets…- y hasta a sus enemigos –Bofill-, para que jueguen
a su gusto con el Gran Mecano que para ellos es Barcelona. Se ha obsequiaqdo
además con buenos pedazos de esa arcilla de que se hacen las ciudades a los
dioses de la moda en arquitectura: los Pei, Foster, Isozaki, Gehry, Meier, Gae
Aulenti… Todos han sido llamados a participar del festín.
Y ahí están los
resultados. Barcelona ya es su ciudad, mucho más que la nuestra. ¿Y qué
quedará, después, de la Barcelona a la que muchos tanto creímos y quisimos
parecernos? ¿Qué será de aquella Barcelona de Marsé, Rodoreda, Montserrat Roig,
Vázquez Montalbán, Eduardo Mendoza…? Volverá alguien a escribir pensando en su
piel y en sus entrañas. L’espoir, de Malraux, Le bleu dans le ciel o Et sur la terre de Bataille, Pour l’honneur, de Joseph Kessel o Journal de voleur, de Genet. Si fuera posible un día,m ¿vendría George Orwell a luchar
por su libertad ? ¿Repetiría Picabia, ante la Barcinodisney que nos han montado, aquello de “Il n’est pas donné à tout le monte d’aller à Barcelone”? ¿Volvería
Picasso a pisar nuestras calles alguna vez?
Bella, pero fría
como sus nuevas plazas, la exhibicionista Barcelona olímpica conquistará tal
vez, ¿quién sabe?, otros corazones. Por nuestra parte, nosotros, sus moradores,
cuando nos cansemos de ponerla guapa, caeremos en la cuenta de que los bancos
de los paseos han sido pensados para cualquier cosa menos para que alguien se
siente en ellos y que las hermosas columnas que crecen por doquier en realidad
no sostienen nada. Se pudrirán las palmeras y empezarán a caerse a pedazos los
restos del cartón piedra que sirvió de decorado para el gran show del verano del 92.
Volverán de su
destierro las putas, los travestis, los pobres, los independentistas y todos
los otros presuntos impresentables. Saldrá -¿cómo evitarlo?- la mierda de
debajo de la alfombra, y todo será más o menos como era. Aunque quizá de los
talleres de Bohigas salga también una miseria urbana de diseño, que, aunque tan
miserable como la de antes, hará juego con las papeleras o las farolas y
resultará mucho más digna, y hasta es posible que alguien le conceda un premio
a los nuevos marginados con look.
¿Por qué no ha de ser bella también la injusticia?
Cuando todo esto
pase vendrán, para qué engañarse, todos los desencantos. Nos revelarán que los
templos levantados estaban vacíos. Saldremos entonces de nuestro atontamiento y
veremos que la Ciudad de las Maravillas de la que nos creímos vecinos no era
más que un espejismo y que alguien nos había metido de comparsas en un colosal
video-clip, en un grandioso spot
publicitario.
Hubo un tiempo en
que Barcelona enamoraba por lo que de ella no se podía ver, por aquello tan
particular que escondía y que brindaba sólo a quienes sabían dar con ello sin
buscarlo. Hoy Barcelona deslumbra sólo por lo que de ella se ve, su fachada, la
imagen de una aparición. Fascina porque también oculta un gran secreto, aunque
sea en este caso el de que en realidad ni existe ni nunca ha existido. Seduce
porque sabe mentir.