Comentario para los/las estudiantes del Grau d'Antropología Social de la Universitat de Barcelona, a raíz de una pregunta de uno de ellos. En mayo de 2016.
¿CÓMO SE LLEGA A SER INMIGRANTE?
Manuel Delgado
Vamos a ver. Esto fue lo que intenté explicar en clase. Aquel al que llamamos y que suele reconocerse como “inmigrante” y que, por tanto, hacemos resaltar sobre un plano homogéneo formado por presuntos "no-inmigrates" o "autóctonos" no es una figura objetiva, sino más bien un personaje imaginario, lo que no desmiente, antes al contrario, sino que intensifica su realidad. Lo que hace de alguien un inmigrante no es una cualidad, sino un atributo, y un atributo que le es aplicado desde fuera, a la manera de un estigma y un principio denegatorio. El inmigrante es aquél que, como todos, ha recalado en algún sitio luego de un viaje, pero que, al hacerlo, no ha perdido su condición de viajero en tránsito, sino que es obligado a conservarla a perpetuidad. Y no sólo él, sino incluso sus descendientes, que deberán arrastrar como una condena la marca de desterrados heredada de sus padres y que hará de ellos eso que, contra toda lógica, se acuerda llamar "inmigrantes de segunda o tercera generación". La pregunta por tanto no es qué es un inmigrante, sino cuándo se deja de serlo.
Lejos de la objetividad que las cifras estadísticas le presumen, el inmigrante es una producción social, una denominación de origen que se aplica no a los inmigrantes reales lo que complicaría a la casi totalidad de la población, puesto que todos llegamos de algún sitio alguna vez; nosotros o nuestros ascendientes casi siempre inmediatos , sino sólo a algunos. A la hora de establecer con claridad qué es lo que debe entenderse que es un "inmigrante", lo primero que se aprecia es que tal atributo no se aplica a todo aquél que vino en un momento dado de fuera. Ni siquiera a todos aquellos que acaban de llegar. En el imaginario social en vigor "inmigrante" es un atributo que se aplica a individuos percibidos como investidos de determinadas características negativas.
El inmigrante, en efecto, ha de ser considerado, de entrada, extranjero, esto es "de otro sitio", "de fuera", y, más en particular, de algún modo intruso, puesto que se entiende que su presencia no responde a invitación alguna. El inmigrante debe ser, por supuesto, pobre. No hay inmigrantes ricos; ni siquiera inmigrantes de clase media. El calificativo inmigrante no se aplica en Europa casi ningún caso a empleados cualificados procedentes de países ricos, tanto si son de la propia CEE como si proceden de Norteamérica o de Japón. Inmigrante lo es únicamente aquél el destino es ocupar los peores lugares del sistema social que lo acoge. Además de ser inferior por el sitio que ocupa en el sistema de estratificación social, lo es también en el plano cultural, puesto que procede de una sociedad menos modernizada el campo, las regiones pobres del propio Estado, el Sur, el llamado Tercer Mundo... . Es por tanto un atrasado en lo civilizatorio. De ahí la diferencia entre “residente extranjero” y miembro de una “minoría étnica”. Los holandeses o alemanes de Mallorca no son “inmigrantes”. Por último, es numéricamente excesivo, por lo que su percepción es la de alguien que está de más, que sobra, que constituye un excedente del que hay que librarse.
Todo lo expuesto nos permitiría contemplar la noción de "inmigrante" como útil no para designar una determinada situación objetiva la de aquél que ha llegado de otro sitio , sino más bien para operar una discriminación semántica, que, aplicada exclusivamente a los sectores subalternos de la sociedad, serviría para dividir a éstos en dos grandes grupos, que mantendrían entre sí unas relaciones al mismo tiempo de oposición y de complementariedad: de un lado el llamado "inmigrante", del otro el autodenominado "autóctono", que no sería otra cosa en realidad que un inmigrante más veterano. Esta dualización de la sociedad que es la que funda la distinción ya señalada entre grupos o personas out versus grupos o personas in- no se conforma con marcar a una minoría muy pequeña a la que sobreexplotar y hacer culpable de los males sociales. En muchos lugares (Catalunya, por ejemplo) la raya que divide puede estar situada muy cerca de la mitad misma de la población, de manera que los espacios taxonómicos que separan a los "inmigrantes" de los "autóctonos" pueden cortar la sociedad en dos grandes grupos casi equivalentes, de los cuáles el de los primeros será siempre el situado más abajo. A su vez, los inmigrantes, una vez instalados en su mitad podría ser segmentados a su vez a partir de su orden de llegada, por ejemplo, lo que hace que con frecuencia “inmigrante” es lo que le llame un inmigrante u otro inmigrante que ha llegado después de él.
Esta operación taxonómica que el valor inmigrante permite llevar a cabo puede trascender los elementos más llamativos de la “inmigridad”, entendiendo por tal el grado de extrañamiento que puede afectar a un determinado colectivo. Así, si en Europa el aspecto fenotípico es un rasgo definitorio, que permite localizar de una forma rápida el inmigrante absoluto, y distinguirlo del inmigrante relativo : el magrebí, la filipina o el senegambiano -inmigrantes totales, afectados de un nivel escandaloso de "anomalidad"- pueden distinguirse del charnego, el maketo o el terroni, inmigrantes “relativos” o de baja intensidad. En cambio, hay ejemplos en que el fenotípicamente “exótico” puede ocupar un lugar preferente en la jerarquía socio-moral que la noción de inmigrante propicia, mientras que comunidades menos marcadas físicamente pueden ser consideradas como mucho más afectadas de inmigración. Es el caso del status que merecen los originarios de Italia, Japón o China en São Paulo, que son considerados paulistas, mientras que las personas procedentes del Norte o del interior del Brasil en las últimas dos décadas merecen la consideración de “inmigrantes” e incluso de “extranjeros”.
Además, el señalado como inmigrante desarrolla otra función que es de orden esencialmente lógico-simbólico. El inmigrante ha sido marcado como tal para ser mostrado sobre un pedestal, constituirse en un personaje público, cuya función es la de pasarse el tiempo dando explicaciones acerca de su conducta y de su presencia. Para ello se le niega el derecho fundamental que todo ciudadano se supone que debe ver reconocido para devenir tal, que es el de poder distinguir con claridad entre los ámbitos privado y público, de manera que en este último pueda recibir el amparo de esa película protectora que es el anonimato. Con ello se logra que el inmigrante resulte ideal para hacer de su experiencia la de la propia desorganiza¬ción social vista desde dentro.
Por eso explicaba que, además del papel que juega atendiendo ciertas demandas del mercado laboral en materia de mano de obra explotable y permanentemente fragilizada, ponía el acento en que el “inmigrante” funciona también como un operador simbólico, en la medida que representa un puente entre instancias irreconciliables e incomunica¬das, pero que él permite reconocer como haciendo contacto y, al hacerlo, provocando una suerte de cortocircuito en el sistema social. En efecto, el llamado inmigrante representa ante todo una figura imposible, una anomalía que el pensamiento se resiste a admitir. Se le reconoce fijado en un determinado círculo espacial; pero su posición dentro de él depende esencialmente de que no pertenece a él desde siempre, de que trae al círculo cualidades que no proceden ni pueden proceder del círculo. La unión entre la proximidad y el alejamiento, que se contiene en todas las relaciones humanas, ha tomado aquí una forma que pudiera sintetizarse de este modo: la distancia, dentro de la relación, significa que el próximo está lejano, pero el ser extranjero significa que el lejano está próximo". Esto lo explica muy bien Georg Simmel en su “Digresión sobre el extranjero”, que es uno de los textos de su Sociología (Alianza).
La ambigüedad y la indefinición del inmigrante son idóneas para dar a pensar todo lo que la sociedad pueda percibir como ajeno, pero instalado en su propio interior. Está dentro, pero algo o mucho de él depende permanece aún afuera. Está aquí, pero de algún modo permanece todavía allí, en otro sitio. O, mejor, no está de hecho en ninguno de los dos lugares, sino como atrapado en el trayecto entre ambos, como si una maldición sobrenatural le hubiera dejado vagando sin solución de continuidad entre su origen y su destino, como si nunca hubiera acabado de irse del todo y como si todavía no hubiera llegado del todo tampoco. El inmigrante es condenado a habitar perpetuamente la fase liminal de un rito de paso, ese espacio que, como escribía Victor Turner refiriéndose a la liminalidad –un asunto que trataremos el año que viene en antropología religiosa-, hace de quien lo atraviesa alguien que no es ni una cosa, ni otra, pero que puede ser simultáneamente las dos condiciones entre las que transita de aquí, de fuera , aunque nunca de una manera integral. Ha perdido sus señas de identidad, pero todavía no ha recibido plenamente las del iniciado. La figura del inmigrante, puesta de este modo "entre comillas", encarna una contradicción estructural, en que dos posiciones sociales antagónicas cercano-lejano; vecino-extraño se confunden. Conceptualmente, aparece emparentado con las imágenes análogas del traidor, del espía o, en la metáfora organicista, del virus, el germen nocivo, la lesión cancerígena. Por ello el inmigrante no sólo es considerado él mismo sucio, sino vehículo de representación de todo lo contaminante y peligroso.
Es por eso que no sorprende el uso paradójico –os llamaba la atención sobre él– de un participo activo o de presente inmigrante para designar a alguien que no está desplazándose y por tanto inmigrando , sino que se ha vuelto o va a volverse sedentario, y al que por tanto debería aplicársele un participio pasado o pasivo inmigrado . También eso explica que el inmigrante pueda serlo de "segunda generación", puesto que la condición taxonómicamente monstruosa de sus padres se ha heredado y, a la manera de una especie de pecado original, ha impregnado a generaciones posteriores. Esa condición clasificatoriamente anormal del llamado inmigrante haría de él un ejemplo de lo que Mary Douglas había analizado en su clásico Pureza y peligro (Siglo XXI) sobre la relación entre las irregularidades taxonómicas y la percepción social de los riesgos morales, así como las dilucidaciones consecuentes a propósito de la contaminación y la impureza.
El "inmigrante" sólo podría ver resuelva la paradoja lógica que implica algo de fuera que está dentro a la luz de una representación normativa ideal del que, en el fondo, él resultaría ser el garante último. Su existencia es entonces las de un error, un accidente de la historia que no corrige el sistema social en vigor, constituido por los autodenominados "autóctonos", sino que, negándolo, le brinda la posibilidad de confirmarse. Lo hace operando como un mecanismo mnemotético, que evoca la verdad velada y anterior de la sociedad, lo que era y es en realidad, ejemplarmente, en una normalidad que la intrusión del extraño revalida, aunque imposibilite provisionalmente su emergencia. En resumen, el inmigrante le permite a la sociedad en que se ubica y le nombre como tal pensar los desarreglos de su presente fragmentaciones, desórdenes, desalientos, descomposiciones como el resultado contingente de una presencia monstruosa que hay que erradicar o mantener permanentemente bajo vigilancia: la suya.