En concreto, las puestas en escena de “lo étnico” han demostrado la astucia de las ideologías racistas, que llegan incluso a hacer pasar sus estrategias como todo lo contrario de lo que son. En los shows “multiculturales”, en los que los gitanos son invitados a pasarse el tiempo tocando palmas y los magrebíes a preparar convulsivamente raciones de cus-cus, ¿qué es lo que se está proclamando? En primer lugar que en la sociedad hay personas normales y hay personas diferentes, que los diferentes son siempre ellos, que son diferentes por su cultura y no por su lugar en los bajos de la estructura social y, por último, que las diferencias que ostentan son irrevocables. Se dice: “¿he ahí a los distintos, contempladlos alardeando felices de su peculiaridad, vedlos confirmar que son lo que son, lo único que saben, que quieren y que pueden ser!”
¿En eso consiste la lucha antirracista, en obligar a los presuntos destinatarios de nuestra “tolerancia” a agitarse en público poseídos por su propia “identidad”? O más bien deberíamos reconocer que ese tipo de parodías a las que les obligamos no se encargan, en el fondo, sino de mantenerlos en su sitio, exhibiendo los signos de la lejanía que encarnan, mostrándolos retozando en esa extrañeidad de la que se les hace rehenes? Este asunto se ha debatido con intensidad estos días en uno de los seminarios internacionales del CIDOB, titulado “Dinámicas identitarias”. Una de las cuestiones que se planteó con intensidad fué, ¿en qué consiste eso que damos en llamar integración? Entre las posiciones suscitadas alguna ha sugerido que integración implica, ante todo, no ver obstaculizado el acceso al espacio público, un espacio público respecto del cual nadie debería arrogarse ni privilegios ni mucho menos la exclusividad.
Ese derecho al espacio público es justamente lo que se escamotea a quienes, habiéndoseles detectado un alarmante nivel de “diferencia cultural”, son forzados a subir a una tarima para ejecutar todo tipo de contorsiones “étnicas”. Con ello lo que se hace es precisamente lo que toda forma de racismo hace: marcar, señalar, llamar la atención sobre alguién de cuya presencia se cuestiona la legitimidad, puesto que se le insinua una condición crónicamente conflictiva. Decimos a gritos “¡atención, es él!, ¡está aquí!”. Lo localizamos, para luego establecer para él un territorio cercado en el que encerrarle como en una reserva india. Convocar a alguién para que, con el pretexto de que nos interesa y queremos saber más de él, salga a escena a dramatizar una diferencia que somos nosotros quienes nos empeñamos en atribuirle es, de entrada, negarle a ese alguién un derecho fundamental como es el de permanecer en reserva, gozar de esa película protectora que es el anonimato.
Es el anonimato lo que posibilita la sociedad democrática. El anonimato, con sus grados distintos de intensidad, se conforma como lo que ampara la diversidad de identitades presentes en la sociedad, al tiempo que es lo que permite estructurarlas pacíficamente. La calle es, o debería ser, de todo el mundo. Por ello, la plena ciudadanidad, el derecho a ir y venir, a entrar y salir, pasa antes por ver reconocido ese otro derecho a la invisibilidad, a disfrutar de ese refugio que presta no estar disponible, pasar desapercibido.
Porque, ¿a quién llamamos inmigrante? Inmigrante no es sólo alguien que vino alguna vez de fuera -como todos-, sino alguien que debe dar explicaciones de porqué ha venido y qué hace aquí. Es decir, inmigrante es aquél al que se convierte en objeto de la premisa básica de toda exclusión, que es el de ser considerado una anomalía que debe ser aclarada, convertirlo en destinario de una suerte de estado de excepción que sólo a él afecta. El inmigrante lo es, ante todo, porque es constantemente obligado a justificarse, en el caso más extremo cuando se interrumpe su circulación para exigirle “sus papeles”. En el caso más sutil cuando, luego de haberse detectado su naturaleza de “cuerpo extraño” -a través del idioma que habla, por ejemplo-, se le interroga sobre sus intenciones. Eso mismo es lo que hace la consabida “fiesta de la diversidad”, de la que hemos conocido múltiples versiones en el año que termina. El antirracista que la organiza hace lo mismo que el policia: llama aparte a alguién que ha atraído su atención y le espeta : “¡venga, identifíquese!”, “identidad, por favor”, etc.
Hoy está de moda preguntarse sobre qué hacer con la heterogeneidad que crece y se intensifica felizmente ante nuestros ojos. Pero, ¿es que hay que hacer alguna cosa ante lo que, por lo demás, es un hecho y basta? Si bien es cierto que toda desigualdad debiera soliviantarnos, ante la pluralidad, ¿acaso no se impone el ejercicio no del llamado “derecho a la diferencia”, sino de ese otro derecho, todavía más vital, que es el de una cierta indiferencia ante singularidades personales o colectivas cuyo ejercicio cualquier constitución democrática ya protege de sobras?
Sé que a mi lado, en el metro, por la calle, en los vestíbulos de las estaciones, en la escuela, en el mercado, hay gente que no piensa como yo, que no habla como yo, que no hace lo que yo. Y, ante ello, ¿qué hago?: no hago nada. Ni les tolero ni les dejo de tolerar, no sé quienes son ni me interesa, no les amo, no les odio, ni siquiera me fijo en ellos. Puedo preocuparme por su bienestar, pero su identidad -origen, religión, orientación sexual, gustos, ideología...-, su identidad mi importa un bledo. Por su parte, ellos, los demás, incluso los más raros, no esperan de mí que les acepte, que les comprenda, que me abra a ellos, ni que les monte una fiesta. Aspiran a ser gente, personas que cogen el autobús y que se mojan cuando llueve, ciudadanos con sus obligaciones y sus derechos, individuos a los que sólo se les aborda para pedirles la hora. Quieren lo que todos queremos: que nos dejen en paz.