La foto es de Carlos Prieto |
Notas para Berta Gómez, estudiante del Màster d'Antropologia i Etnografia de la UB
EL SENTIDO DE LO SENTIDO
Manuel Delgado
Creo que lo procedente es que te embebas más en el género etnográfico para que veas que realmente es eso, un género literario, al margen de que constituya el fundamento de la antropología como disciplina científica para la que la escritura es justamente el equivalente a un laboratorio. En ese marco, la distancia entre objetividad y subjetividad es bien relativo, incluso si la perspectiva que adoptar intentar seguir un modelo naturalista, entendido este tanto desde el punto de vista metodológico, como forma de acceder a lo que está ahí fuera, como entendido en su sentido estético, como una determinada manera de narrarlo o, como dices, de relatarlo.
Piensa que demandar una actitud
naturalista en el etnógrafo implica, en primera instancia, reclamar la
actualidad de axioma de toda perspectiva científica: el mundo existe, está ahí,
y los humanos podemos conocer algo de él si lo observamos con detenimiento.
El otro día te evocaba a Paul
Valéry. Lo vuelvo a hacer ahora. Cuando se habla de mundo se hace
referencia a lo mismo que Valéry definía
como tal: “Llamo mundo al conjunto de incidentes, de órdenes, de
interpelaciones y de solicitaciones de todas clases y de todas las intensidades
que sorprenden al espíritu, que lo conmueven, que lo desconciertan” —
“Souvenir”, en Mélange, Gallimard, 1941). En efecto, me estoy refiriendo
a una actitud, una predisposición a entender que la etnografía es ante
todo una actividad perceptiva basada en un aprovechamiento intensivo, pero
metódico, de la capacidad que tenemos como humanos de recibir impresiones
sensoriales, cuyas variantes están destinadas luego a ser organizadas de manera
significativa. El trabajo etnográfico consiste pues en una inmersión física
exhaustiva en lo tangible –esa sociedad que forman cuerpos móviles y visibles,
entre sí y con los objetos de su entorno–, con el propósito de, en una fase
posterior, convertir las texturas en texto –la etnología– y el texto en
análisis que permitan hacer manifiesto el sentido de lo sentido: la
antropología propiamente dicha.
Esta postulación no ignora la
evidencia de que no podemos concebir la realidad observada como independiente
del observador, de acuerdo con un idealismo objetivista que hoy casi nadie
estaría en condiciones de sostener. No se ignoran ni se soslayan preguntas
fundamentales ante la monografía etnográfica, como son: ¿hasta qué punto
pudieron, supieron o quisieron sus autores evadirse del peso de la autoría
personal?; ¿cómo ignorar, en literatura etnológica, la responsabilidad del
lenguaje?; ¿cómo percibir dónde acaba lo descrito y empieza aquél que describe?
Es decir no se olvida que la literatura etnográfica es un área donde reverbera
la cuestión más general de cómo se asocia la palabra escrita con la vida, y,
más allá, todavía, la del tema filosófico mayor de la posibilidad misma de la
verdad. Es decir, no se olvida que el etnógrafo pretende aplicar su vocación
naturalista sobre un objeto de estudio –el ser humano–, sobre el cual
inevitablemente incide, pero que tiene su vez la virtud de incidir sobre aquel
que lo estudia. El antropólogo, en este caso, trabaja sobre una realidad que le
trabaja. Otra cosa es que se reconozca como pertinente esa querella que
enfrenta en diversos frentes lo “subjetivo” y lo “objetivo” en las ciencias
humanas y sociales, en una dicotomía cuyos términos son más que discutibles. Ahí
me gustaría que leyeses a George
Devereux, que te explica cómo la
subjetividad es el único camino posible y legítimo para una verdadera
objetividad en las ciencias de la conducta humana, objetividad para la que los
estados de ánimo y las predisposiciones personales del investigador no son un
obstáculo, sino el más fiable de los instrumentos. Mírate, por ejemplo, De la ansiedad al método en las ciencias
del comportamiento (Siglo XXI).
Tú piensa que, en el fondo, la relación entre la descripción
etnográfica y los hechos que describe no es muy distinta que la que se
establece entre la representación figurativa y su objeto, entre el retrato y el
retratado. En todos los casos –incluyendo sus expresiones en apariencia más
infalibles, como la fotografía- se produce una relación dialéctica entre lo
percibido, la percepción y lo plasmado, o entre la cosa apreciada, la sensación
recibida y su traducción figurativa. Es necio ignorar los determinantes activos
que recortan primero y ordenan e interpretan luego en un cierto sentido un
campo figurativo, conformado, como escribiera Francastel, de “tejidos de
información múltiples” (La figura y el lugar, Laia/Monte Ávila). El informe
etnográfico, como la obra figurativa y por muy naturalista que se pretenda —o
justo por pretenderlo—, no es un sustituto de la realidad, sino un modesto
instrumento de conocimiento. Lo máximo a lo que podemos aspirar es a, limitando
al máximo el factor distorsionador de los filtros ideológicos y culturales que
a de superar, fabricar artefactos conceptuales arbitrarios que hagan
comunicables ciertas cualidades de lo vivido, estructuras parciales que tienen
valor operativo en tanto nos permitan confrontar los datos obtenidos con datos
obtenidos por otros, todo ello con el fin de saber algo más sobre el
funcionamiento de determinados aspectos de ese mundo exterior que atendemos.
Eso es todo. Y no me dirás que es poco.