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Comentario para Lidia Ortiz, doctoranda, a propósito de la posibilidad del secreto.
LOS PEQUEÑOS DETALLES NOS DELATAN
Manuel Delgado
Creo que es verdad: todos somos seres secretos o seres de secretos, y de secretos que esperamos que los demás no sepan, al tiempo que hacemos lo posible para conocer, adivinar o intuir los secretos del otro. Pero, ¿qué es lo que ocultamos o se oculta? Lo que se oculta es precisamente aquello que no nos haría aceptables o pertinentes, lo que haría manifiesta la presencia, también en cada uno de nosotros, de motivos para la descalificación o el descrédito. Lo que se oculta es lo imperdonable, o, como escribiera Georges Bataille en "Método de meditación", un texto breve que está en La experiencia interior (Taurus): "Lo que no es servil es inconfesable". Lo máximo a lo que podemos aspirar a una cierta indefinición de partida que nos permite ganar tiempo antes de interpretar correctamente qué es lo que el orden social del que dependemos y participamos -el que sea, aunque sea el de un encuentro cara a cara- nos está urgiendo a que entendamos, acatemos y reproduzcamos.
Ahora bien, yo creo que
tanto la pretensión que nos hacemos de que los demás nos toman por quienes
queremos parecer –y que suele deber ser lo que ellos esperan que parezcamos–,
como nuestra convicción de que podemos mantener en reserva lo que de
desprestigiable hay en nosotros, son igualmente ficticias. Como personajes
de un cuadro escénico sabemos bien que el mínimo desliz, la menor salida de
tono o paso en falso delataría de manera automática el fraude que toda
identidad representada —incluyendo la nuestra— implica, aunque esa identidad
sea la de individuo inindentificable, a la manera como la arrogante figura del
cosmopolita o ciudadano del mundo aspira a llevar hasta su máximo nivel de
pretenciosidad. Perdona, pero ahora estoy escribiendo una cosa precisamente
sobre esa figura del "ciudadano del mundo".
Lo que ocultamos o creemos ocultar en nuestra puesta en situación es cualquier
otra información susceptible de generar desconfianza o malestar en el
interlocutor. Es eso lo que convierte a todo ser mundano en un ser apegado a su
línea de fuga, un traidor, un agente doble, alguien que sufre un terror de la
identificación, un impostor crónico y generalizado, ser sociable en tanto que
es capaz de simular constantemente, exiliado de sí mismo, siempre en situación crítica
–a punto de ser descubierto–, adicto a una moral situacional, en todo momento
indeterminada, basada en la puesta entre paréntesis de todo lo que uno es más
allá del contexto local en que se da el encuentro.
Pero, ¿sabes?, podemos creer que nos es dado esconder nuestra vida, pero no
podemos; nunca podemos del todo. Siempre brindamos más información sobre
nosotros de la que nos imaginamos y de la que desearíamos. Seguramente tenía
razón Ortega y Gasset cuando afirmaba que nuestra pretensión de que podemos
ocultar algo que nos conviene que los demás no conozcan está del todo
injustificada. Lo hace en un artículo de 1929 titulado “El silencio, gran
brahman”, que tienes en el tomo VIII de El espectador (Espasa-Calpe). Dice:
"Somos transparentes los unos a los otros”.
Creo que nadie es del todo indescifrable. No podemos evitar que los pequeños
detalles nos delaten. Podemos intentar escamotear de nosotros cualquier
obstáculo en nuestra identidad en orden a ser aceptables para los otros, pero
falta que los otros acepten y den por buena la ofrenda.