diumenge, 22 de novembre del 2020

Prólogo a "Vagabundeos por el Oeste de África", de Richard F. Burton


Richard F. Burton

Prólogo al libro de Richard Francis BURTON, Vagabundeos por el Oeste de África. I. Madeira y Tenerife, Laertes. Barcelona, 1999.

PRÓLOGO
Manuel Delgado

Vagabundeos por el Oeste de África fue publicado inicialmente en dos volúmenes por la editorial Tinsley Brothers de Londres en 1863. Richard Francis Burton describe en esta obra la travesía a bordo del paquebote Blackland desde el puerto de Liverpool, de donde zarpó el 24 de agosto de 1861, hasta la isla de Fernando Poo, entonces posesión española en el Golfo de Guinea, en la que el autor había sido nombrado cónsul por el gobierno británico. El barco realizó un total de veinticuatro escalas –Madeira, Santa Cruz de Tenerife, Sierra Leona, Monrovia, Cabo Palmas, Axim, Accra...– en la mayoría de las cuales Burton bajó a dar un simple paseo. El libro contiene las observaciones del autor deambulando por las calles «buscando l´aventure» –una especie de flânerie baudeleriana trasladada a los trópicos–, así como disgresiones varias surgidas al filo de su vida como pasajero de un navío de la African Steam Ship Company, dedicado habitualmente a la distribución de correspondencia –«alimento mental», diría Burton– y mercaderías varias por las ciudades portuarias del Oeste africano.


La concurrencia de una serie de circunstancias vitales en ese momento de la biografía de Burton aporta luz al tono malhumorado, incluso amargo, que destila a veces el texto. En primer lugar, Burton había recibido la noticia de este destino como una absoluta contrariedad : Santa Isabel era considerada un auténtico sumidero para cualquier blanco, sin conexión alguna con aquel puesto diplomático en Damasco que tanto ansiaba. Poco o nada honroso debía considerar Burton el trabajo que se disponía a asumir, cuando, en el prefacio, presenta su viaje no bajo la perspectiva de quién va al encuentro de un puesto diplomático indeseable, sino como protagonista de una alta misión médica, destinada a averiguar las causas de la alta tasa de mortalidad que afectaba a los asentamientos coloniales del Oeste de África. Alguién con su hoja de servicios habría aspirado a ocupar otro puesto más digno, a la altura de su demostrada capacidad para las más delicadas labores en política internacional. Pero ese Fernando Poo al que se dirigía –hoy Bioko, Guinea Ecuatorial– estaba muy lejos de las grandes conspiraciones políticas que tenían como escenario el Oriente Medio de la época –en las que Burton tan intensamente había participado– y muy cerca de todos los peligros propios de las tierras tropicales de África, empezando por los relativos a la salud que Burton intentaba hacer creer al lector que había ido a estudiar. Aquel lugar había sido lo único disponible, por lo visto, para un personaje famoso, de capacidad intelectual más que reconocida, pero que en muchos sentidos inquietaba demasiado, sobre todo a partir de las habladurías que circulaban a propósito de ciertas prácticas místicas privadas. Decidamente, no se podía mandar a Burton a Damasco. No habían servido de nada las gestiones ante el British Foreign Office de su esposa, la piadosa Isabel Arundell, con quien se había casado siguiendo el rito romano hacía unos meses.


Isabel, su amor. Es un recién casado quien parte, un enamorado. De ahí, sin duda, el comentario dolido y melancólico con que se abre el libro, reflejo de un vínculo emocional con otro ser humano que seguramente Burton no había experimentado nunca hasta entonces. Primera despedida de Burton, primer viaje de separación, no de una patria que se aborrece –y a la que se puede abandonar «sin un solo suspiro»–, sino de alguien a quien se ama: «Un desgarro en el corazón, y todo ha terminado. Desdichadamente, no soy uno de esos independientes que pueden decir “ce n´est que le premier pas qui coute”»].


Una serie de otros contratiempos acompañaron la decepción que supuso para Burton ser enviado a aquella isla perdida del África Occidental. Para empezar, su colección de recuerdos y manuscritos reunidos a lo largo de sus andanzas por Asia y África –entre ellos una impagable edición turca de Las Mil y una noches– había ardido hacía pocos días en el incendio del almacén en que estaba depositada en Grindlay, Londres. Por si fuera poco –y eso era todavía más grave–, aquel mismo 1861 el ejército de la India dejó de depender de la Compañía de las Indias Orientales, como una más de las consecuencias de la revuelta cipaya de 1857. A resultas de estos cambios, los miembros del ejército que pasasen a depender de la administración civil –por ejemplo del Foreign Office– causaban automáticamente baja en sus respectivos regimientos, y, por tanto, dejaban de percibir los emolumentos correspondientes. Burton podía ser llamado honoríficamente «capitán», sólo capitán, un héroe a quién se le había negado sistemáticamente el ascenso a mayor. Seguramente por ello se presenta cínicamente a sí mismo en la primera página de la edición original de este libro como un F. R. G. S., es decir como un simple miembro de la Real Sociedad Geográfica. El caso es que Burton quedaba dependiendo tan solo de las setecientas libras esterlinas que estaban estipuladas para sus labores consulares, lo que no dejaba de ser una catástrofe para su crónicamente frágil situación económica. Situación, por cierto, que se agudizaría en su estancia en África tropical, como resultado de una serie de litigios en Sierra Leona, lo que le hizo regresar, a finales del verano de 1864, bastante más pobre de cómo había salido de Inglaterra. Todo ello sucedía, no se olvide, a la sombra de la agria polémica con John Hanning Speke acerca de las circunstancias que habían rodeado la expedición en busca de las fuentes del Nilo, cuatro años antes.


En el plano estilístico y metodológico, Burton continua practicando en estos Vagabundeos la característica acumulación desordenada de apuntes eruditos y fragmentarios, bocetos al natural reveladores de una capacidad de percepción y de síntesis que Alberto Cardín –el gran introductor contemporáneo de Burton en España, sin duda– apreció como ya casi plenamente etnográfica. Encontramos, en cualquier caso, en este libro la misma catarata de datos y anécdotas que uno halla en Mi peregrinación a Medina y La Meca, Primeros pasos por el Este de África, Las Montañas de la Luna o Viaje a la ciudad de los santos, por citar las obras de Burton más accesibles hoy para el lector en español. Damos de igual modo con la misma voluntad de impugnar informaciones provistas por otros autores, a los que siempre se puede acusar de haber tenido pocos escrúpulos al escoger sus fuentes, de haber observado mal o de haber cometido el grave error de hacerse eco de habladurías sin fundamento. Como en sus demás obras, ésta aparece trufada de desacreditaciones a cuantas crónicas hubieran pretendido dar cuenta de los asuntos que Burton va tratando, por mucho que éste conserve la humildad de hacerse perdonar de antemano por los errores en que también hubiera podido incurrir. Debe decirse, pero, que la protoetnografía burtoniana tiene menos que ver con las monografías «a lo Malinowski» que con la concisión de las notas propias de la microsociología o la etnografía de la comunicación, cuya equivalencia en el plano literario serían los incidentes de Ronald Barthes: minucias «sin importancia» relativas a las condiciones de la comida, acotaciones de historia local, apostillas sobre el tipo de peinado o el largo de los vestidos de las mujeres. Migajas de realidad, ráfagas de información sobre un mundo contemplado al mismo tiempo que se recorre, sobre la marcha. Burton es, en efecto, ese viajero que no se conduce como «un observador universal», sino como un merodeador que se entrega a lo hiperconcreto, «a la búsqueda definida de un pequeño mundo particular»: «Pasé el largo lapso de un único día y una noche en Madeira y sus aledaños y, por consiguiente, me juzgo plenamente apto para escribir una crónica algo extensa sobre ella». Convinción de que que las primeras impresiones valen siempre más que las segundas o que las terceras, de que la observación breve, vívida y fugaz «inmediatamente después de llegar al lugar», puede aportar a veces más luz sobre la personalidad de una ciudad que una estancia prolongada y un registro sistemático de hechos recurrentes.


Para Burton, la etapa que ahora se inicia es sin duda la más truculenta de toda su vida, la más amargada, la que aparece más marcada por la incomprensión y el fracaso. A despecho de sus méritos, ha sido enviado a lo que en la práctica es casi una condena a muerte moral y quizá también física, y el responsable de ello es ese mismo gobierno al que crée haber servido con tanta lealtad como eficacia. Burton había experimentado siempre una descomunal necesidad de reconocimiento social, sólo comparable con su no menos obsesiva insistencia en provocar y escandalizar. Y ahora... Sus notas son con frecuencia furiosas, coléricas. Se le ve agudizar su desprecio hacia los negros, a los que siempre quiso redimir de la esclavitud a pesar de su según él ostensible inferioridad, sólo atenuable por medio de una oportuna conversión al Islam. ¿Qué mueve a ese Burton que se prepara para enfrentarse a lo que para él era en aquel momento casi una promesa de prisión? Desde Fernando Poo escribe una carta a su amigo Monckton Milnes, lord Houghton, a finales del mes de mayo de 1863, en que le informa de su voluntad de viajar hasta el Alto Congo. Lo que dice le emparenta más con el Marlowe de El corazón de las tinieblas, la célebre novela de Conrad ambientada en aquel mismo escenario, que con el buscador de la luz gnóstica y el explorador de territorios ignotos que creíamos conocer en Burton. Ahora escribe : «Empezando por un tronco ahuecado, mil millas río arriba, con una infinitesmal perspectiva de regresar, me pregunto : “¿Por qué?”. Y la única respuesta es : “Maldito loco”... Es el diablo el que me impulsa».


Ese personaje del Blackland ha perdido la partida, ha visto fracasadas sus ambiciones y herida su arrogancia. Quien escribe tiene cuarenta años y sin duda se siente viejo. Habla de sí como un «veterano explorador» y de su coetaneos de a bordo como «la gerontocracia». Atrás, en su vida, quedan las intrigas para derrocar al sha Qajar de Persia, las operaciones político-militares secretas en el Sind, Beluchistán y el Punjab, la peregrinación a La Meca y Harar bajo la falsa personalidad de Haji Mirza Abdullah, el viaje en pos del nacimiento del Nilo y la incursión por el Oeste americano. Ese hombre habla veintinueve lenguas y ha seguido los pasos de Camoens por las calles de Goa. Su mejilla aparece marcada por una terrible cicatriz, consecuencia de un lanzazo somalí recibido en la costa de Bérbera en una emboscada. Había sido –y posiblemente continuaba siendo– un romántico, víctima, él también, del mal du siècle, «nostalgia» que, según Novalis, tomaba a veces la forma de un «afán de estar en el hogar en todas partes». Burton, desterrado perpetuo hasta en su patria, había trasladado a escenarios remotos esa misma irritabilidad del sentimiento que le emparentaría con el Saint-Preux de Rousseau, con el protagonista del Obermann de Senancour, o con el René, el personaje autobiográfico de Chautebriand. Fácil imaginarse en boca de Burton las palabras con que concluía aquel autor sus Memorias de ultratumba : «Feliz y miserable, hombre de acción y hombre de pensamiento, he puesto mi mano en el siglo y mi inteligencia en el desierto».


Pero todo había quedado atrás. De conspirador contra el sha o viajero intruso en ciudades prohibidas a cónsul en una isla perdida en África Occidental. Burton habría de morir cristianamente en Trieste en 1890, como representante británico en la ciudad. Al desnudarle para prepapar su cadáver se descubrirán restos de múltiples heridas cuya causa no aparecía registrada en su biografía. Posiblemente se tratase de las señales de su participación en la sama, la danza de las espadas propia de los khanqahs o conventos sufíes del Sind o de El Cairo. En este momento, camino de Fernando Poo, se sospecha que ha regresado al Islam, aunque nunca se le viera practicar en público el salat, las oraciones prescriptivas. Lo cierto es que de su cuello pende la medalla de la Virgen María que Isabel le ha regalado. Había catado todo tipo de exotismos eróticos, había levantado informes sobre lupanares pederastas de Karachi que sin duda conocía demasiado bien, y se le asignaba desde hacía tiempo una insistente reputación como homosexual, agudizada aún más a partir de su reciente y tempestuosa relación con el poeta Algeron Swinburne. Isabel Arundell va a significar, en relación con estos aspectos de la vida de Burton, la renuncia o cuanto menos una radical moderación en su hasta entonces proverbial liberalismo en materia sexual.


En el Oeste africano le esperan aún, más allá de unas tareas burocráticas que desprecia y de las que escapará a la mínima oportunidad, diversas misiones, oficiales unas, puramente aventureras las otras: la reforma del Tribunal de Igualdad, las gestiones ante el rey Gelele de Dahomey para que ponga coto al tráfico de esclavos y fin a los sacrificios humanos, varios intentos inútiles de remontar hasta sus fuentes el rio Congo. Del periplo de Burton por estas tierras nacerían, además de los Vagabundeos, otros cuatro libros: Abeokuta y las montañas del Camerún, Misión ante Gelele, Ingenio y sabiduría de África Occidental y Dos viajes a la tierra de los Gorilas y a las cataratas del Congo, obras en las que no pierde la oportunidad de expresar su desprecio hacia los nativos de «esa malhadada sección de nuestro planeta». Más allá, de vuelta a Londres, le esperarán a el trágico desenlace de su contencioso al tiempo científico y personal con Speke y otros tres destinos diplomáticos: Santos, en Brasil; el tan codiciado en Damasco, que se malograría a raíz del asunto de la conversión masiva de los sházlíes, y, por último, Trieste.


¿Es el Burton de los Vaganbundeos por el Oeste de África un hombre que experimenta el fin de la gloria obtenida a raíz de los descubrimientos geográficos o de las aventuras políticas secretas? Quizá sí. Pero no es menos cierto que al capitán Burton le aguardan otro tipo de proezas y de transcursos, menos espectaculares, es cierto, menos atractivos para el público de la Inglaterra victoriana, pero más hondos y más irreversibles. El Burton que fracasa en la historia es el que, a partir de 1880, habrá de traducir y editar, el Amanga Ranga, el Kama Sutra, los poemas de Camoens, los 16 volúmenes de Las mil y una noches, El Jardín Perfumado. Es ese Burton maduro el que preparara la traducción de Mantiq ut-taqyr, críptico texto épico del islamismo persa obra de Fariduddin ´Attar, el genial poeta sufí del siglo XII. Burton, que recorrió medio mundo viviendo peligros y aventuras, acabaría presentándose como alguién sin sitio propio, transeunte por un espacio imposible, sin marcas ni accidentes, ignorado por todos los mapas: el gran continente oculto que siempre creyó llevar dentro. En 1881 publicaría, en una edición privada, The Kadisâh, un texto en verso que hace pasar como obra de un sufí iraní, Hâjî Abdû El-Yezdi, «traducida y anotada por uno de sus amigos, F. B.». Último acto de su propia impostura, o, si se quiere, de su lealtad a la taqiya –juramento de reserva de los shíis islameilitas, con los que tanto congenió en el Sind–, el de firmar su libro más personal con un seudónimo, el de brindar lo más auténtico de su persona de incógnito, bajo una nueva falsa personalidad: la de El-Hicjmakâni, «el hombre de ninguna parte, de ningún lugar». Victoria final del tiempo, negación del territorio y la geografía, apoteosis definitiva del gran viaje de Burton hacia los confines de sí mismo.



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