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Artículo publicado en la edición catalana de El País el 26 d'abril de 2004
CIUTAT VELLA: LA VIDA A SECAS
Manuel Delgado
Ciutat Vella interesa y atrae. Frenados los intentos oficiales por someterla sin resistencia a los avances de la reconquista capitalista de la ciudad, lo que fuera la Barcelona premoderna continua siendo baluarte y muestra de la tendencia natural que lo urbano experimenta hacia la opacidad. Esa elocuencia de los barrios que encerrara la muralla –Raval, Gòtic, Santa Caterina, Sant Pere, Ribera...– en orden a contemplar los efectos de un vitalismo social casi puro –no siempre amable– ha podido ser captado a través de dos formas emparentadas de dar con las cosas: la etnografía y el cine.
Por un lado, dos libros importantes dedicados a analizar los cambios que se están produciendo en los barrios del casco antiguo de Barcelona: Los otros y nosotros. Imágenes del “inmigrante” en Ciutat Vella de Barcelona, de Mikel Aramburu (Ministerio de Educación), y La formación del espacio público. Una mirada etnológica sobre el Casc Antic de Barcelona, de Nadja Monnet (La Catarata). He ahí sendos análisis excepcionales de las transformaciones tanto morfológicas c, omo socioculturales que desencadena en esa parte de la ciudad la presencia de nuevos vecinos, esa nueva clase obrera procedente de países más pobres. Además de describir de manera rigurosa las negociaciones y los conflictos de los que resultan configuraciones identitarias complejas y cambiantes, estos dos trabajos sirven para levantar acta de los problemas derivados de la actual situación de la vivienda en la parte antigua de la ciudad, en la que nuevas formas de infravivienda conviven con los ambiciosos programas de esponjamiento e higienización destinados en buena medida a encarecer la zona.
Además, esos dos libros de antropología relatan como los barrios que se extienden a ambos lados de las Ramblas son escenario del verdadero multiculturalismo. No del oficialmente promocionado por quienes conciben Barcelona como un mero proyecto empresarial, sino del que resulta de una maraña de encuentros y encontronazos, de fusiones y malentendidos, que protagonizan seres humanos reales que viven vidas reales, un inmenso e intrincado nudo hecho de pactos y luchas cotidianos cuyos actores están de acuerdo en lo más importante: convivir a toda costa.
La otra visión lúcida sobre la nueva Barcelona vieja es la que ha venido provista desde la mirada cinematográfica. Después de En construcció, de José Luis Guerín, aparece ahora De nens, de Joaquín Jordà, espléndido ejemplar de “cine de juicios”, centrado en el montaje de la supuesta red de pedofilia “descubierta” en el Raval que Arcadi Espada denunciara en su día. Sería difícil encontrar una muestra mejor –tomada justamente de allí, de Ciutat Vella– de cómo se vivisecciona un determinado “orden social”. La policía, la justicia, la prensa, la “ciencia” –en este caso, la psicología–, la opinión pública, las inmobiliarias, los partidos, las asociaciones de vecinos..., todos conjuntados –cada cual en su papel– en la tarea de hacer pensable y soportable el desorden social, buscando, encontrando y castigando a quien lo ha de expiar por todos, en este caso el supuesto pederasta.
Ambas miradas sobre Ciutat Vella –la del antropólogo y la del cineasta– nos permiten encontrar en ese enclave una inmejorable ilustración de la diferencia entre el “centro histórico” que resulta de las políticas urbanísticas de tematización de los núcleos antiguos de ciertas ciudades y lo que es un centro histórico real. Diferencia también entre centralización y centralidad. El casco viejo monumentalizado de ciudades como Girona, por ejemplo, es un espacio teatral unidimensional, momificado, centro histórico del que la historia ha huido o ha sido expulsada... Es un centro política y simbólicamente centralizado y centralizador. En cambio, el centro histórico real –el de Barcelona, todavía–, es un marco de y para la centralidad, en el sentido de que es espacio en que se pueden distinguir con toda su fuerza las diferentes fases y la actualidad de lo urbano como proceso y de la sociedad como lucha.
No existen centros históricos, como tampoco ciudades históricas. Todos los centros, todas las ciudades, lo son. El centro histórico de Barcelona –Ciutat Vella– continua siendo lo que fue, es decir centralidad social, puesto que realmente la sociedad está ahí. Se puede ir a pasear, a celebrar, a comprar, a esconderse... A recordar y a olvidar. En ese centro están los márgenes y los marginales, con lo que se vuelve a demostrar que es en los márgenes y en los marginales donde se halla el epicentro de lo social. Allí pasa o reside lo viejo y lo nuevo, lo sórdido y lo sublime. La próxima instalación en la zona de facultades universitarias tradicionalmente levantiscas augura nuevas y saludables intranquilidades. Por esas calles pulula o merodea el esnob y el clandestino. Espacio desde el que los poderes gobiernan y los contrapoderes conspiran. Allí está la Catedral, el MACBA, el Pastis y otros templos en los que pecar o arrepentirse. Y quien vive, para bien o para mal, vive de veras. Allí uno se hace una idea de lo debe ser la vida a secas.
Proscenio para aquella misma mezcla demencial de obreros y turistas a la que cantara Gato Pérez. El barrio que fue chino ahora es también filipino, magrebí, dominicano, pakistaní, nigeriano... Vuelven los colmados tradicionales, aunque el propietario hable en urdu. Las mismas putas –dicho con todo el respeto– continúan donde siempre, aunque hayan mudado de piel. Han cerrado los comercios de gomas y lavajes, pero cada día abre un nuevo bar de guiris. Algo es algo. Las bienpensantes clases medias ven frustrado su proyecto de colonizar esos barrios y reclaman una “recuperación” de Ciutat Vella que expulse a esos intrusos que están inyectándole nueva vida. Pero son ellos –los falsos nostálgicos que han querido comprar el viejo centro urbano en cómodos plazos– los intrusos.
Ciutat Vella. Lugar de lugares y de momentos en los que, si viniera, la señora Daloway podría descubrir –como en aquel centro de Londres por el que Virginia Wolf la hacía pasear– como, de pronto, “todas las cosas se juntaban”. Un espacio viviente.