dimecres, 30 d’agost del 2023

¿Somos compatibles con nuestros valores?

Foto de archivo de La Vanguardia

Este artículo fue publicado en El País el 8 de enero de 2001. Fue escrito a raíz de la muerte de doce inmigrantes ecuatorianos que trabajaban en el campo de Lorca en la recogida del brócoli. La furgoneta en que viajaban hacinados fue embestida por un tren en un paso a nivel. La ocupaban catorce personas, entre ellas una niña de 13 años, seis más de las autorizadas.


¿SOMOS COMPATIBLES CON NUESTROS VALORES?
Manuel Delgado

El tremendo suceso de Lorca –la muerte atroz de doce inmigrantes ecuatorianos en un paso a nivel– ha sacado a flote una realidad pavorosa, cual es la de la explotación laboral a que se ven sometidos los inmigrantes sin papeles en España, en especial en muchas zonas agrícolas del Sureste español, que en parte le deben su creciente prosperidad a esta situación.

No cabe engañarse. Este cuadro infame de explotación masiva de mano de obra extranjera –niños incluidos– no es lo que la reciente reforma de la ley de extranjería procura remediar, sino precisamente lo que busca. He ahí su objetivo: suscitar lo que Marx ya llamó lúcidamente «un ejército de desempleados», esto es una inflación en la oferta de trabajo vivo que pueda mantener los salarios a niveles bajísimos y que, además, en nuestro caso, esté compuesta por obreros sin derechos, acobardados, que, a la intemperie legal, se vean obligados a aceptar cualquier trabajo a cualquier precio.

Cabría, no obstante, hacer una matización, cuando se da por supuesto que este paisaje nos retrotrae a condiciones de producción pre-industriales. Al contrario, como Ubaldo Martínez nos recordaba en la inauguración del curso académico en el Institut Català d´Antropologia, lo que está viéndose allí es una reactualización de una de las formas de producción que determinaron la industrialización del campo en los países de capitalismo avanzado: la llamada «californiana», consistente en ir «quemando» diferentes oleadas de inmigrantes convocados en masa con la promesa de trabajo seguro y que, una vez en destino –recuérdese "Las uvas de la ira"–, se encontraban con una paupérrima cotización de su fuerza de trabajo, una precarización aguda de los empleos y una condiciones de vida pésimas.

A ese marco, perfectamente conocido, se le añade hoy la automatización de las técnicas de cultivo y de los sistemas de distribución de los productos. Las condiciones de trabajo «arcaicas» de los recolectores son del todo compatibles con la robotización de los sistemas de control en las plantaciones o con el empleo de Internet para conocer las oscilaciones en los mercados internacionales. Ese escenario no es el de una vuelta al pasado de la industria agrícola. No tiene nada ni de decimonónico ni de tercermundista. Lo que se tiene el cinismo de «haber descubierto» en el campo murciano, esa suma de tecnología y explotación, no es sino el retrato de las condiciones en que se despliega en la actualidad un determinado modelo de economía y de sociedad, un modelo que tiene un nombre: simplemente, capitalismo.

El discurso oficial insiste últimamente en culpabilizar de la tragedia que viven los inmigrantes a los que se ha atraído a España a unas supuestas «mafias». Esta simplificación del problema permite eximir de toda responsabilidad a leyes y legisladores injustos, al tiempo que reviste todo el asunto de unos tintes melodramáticos muy adecuados para satisfacer los requerimientos del gran público. En realidad, lo obvio es que son los empleadores –agrícolas, hosteleros, en servicios de atención personal y en un amplísimo sector informal– quienes sacan la gran tajada de la ilegalización masiva de trabajadores. Ahora bien, mientras que se estimula que los propios inmigrantes denuncien a sus traficantes, no se hace nada para propiciar que las víctimas delaten los abusos de que son objeto por parte de empleadores ilegales. Saben que los principales perjudicados serían precisamente ellos, que verían «recompensada» su colaboración con la justicia con una automática orden de deportación.

En ese contexto, en que un criminalizado inmigrante se ve obligado a aliarse con su expoliador antes que con la ley, no pueden prosperar propuestas como la que hace poco se presentaba en la comisión sobre inmigración en el Parlament de Catalunya, en el sentido de que un acta de la Inspección de Trabajo denunciando a una empresa que explote a un inmigrante en situación ilegal, implique automáticamente la regularización de éste, es decir la concesión de permiso de trabajo y de residencia para la víctima. Que una iniciativa de este tipo resulte irrealizable, da una idea de hasta qué punto hay interés real en rectificar una situación injusta, inmoral y además ilegal.

Más allá, todo este asunto vuelve a plantear una cuestión fundamental. Se repite hasta la saciedad desde los nuevos y los viejos discursos excluyentes, si inmigrantes que proceden de «otras culturas» podrán asimilar y adaptarse a los valores que rigen nuestra sociedad. Acaso la pregunta debería ser otra. Acaso lo que deberíamos cuestionarnos es si nosotros mismos somos capaces de integrarnos en nuestros propios valores, es decir si los principios éticos abstractos que rigen nuestra concepción del ser humano y de la vida en sociedad, fundamentadas –se dice– en la libertad, la igualdad y la justicia, son compatibles con nuestras ideas y con nuestras prácticas reales.

Dicho de otro modo, ¿es posible compaginar un sistema político que se proclama igualitario con un sistema económico que vive por y de la desigualdad? A otro nivel, ¿pueden los discursos hoy hegemónicos, tanto entre las mayorías sociales como entre las elites ideológicas, ser compatibles con los principios democráticos de justicia e igualdad que organizan supuestamente nuestra sociedad? Atiéndase lo que se repite en los bares, en los mercados, en las tertulias radiofónicas, en las columnas de prensa, en los foros políticos, en las aulas de los colegios... Por doquier se escucharán argumentos –rudos unos, más elaborados los otros, algunos incluso embozados en un look antirracista– en que se advierte que entre nosotros hay personas que no son como nosotros, que no pueden serlo, que no lo serán jamás. Hay «algo» en ellas, un pecado original –su raza, su cultura, su origen nacional..., qué más da– que impide irrevocablemente que se las reconozca como lo que nuestros principios establecen que debería ser todo ser humano, esto es libre e igual.

Todo por convencernos de que es por su culpa –por ser cómo son, por haber venido...–, y no por la nuestra, que nuestra sociedad no puede convertirse dentro en lo que fuera pavonea ser: democrática.

[La imagen está obtenida de la página http://www.parainmigrantes.info/]



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