dissabte, 9 de setembre del 2023

Centro, periferia y margen en territorios urbanos


 La foto es de Oriol Duran para El punt avui.


Prólogo a Martin Lundsteen, La mezquita contestada. Islamofobia, racismo y capitalismo. Bellaterra, 
2022.

Centro, periferia y margen en territorios urbanos
Manuel Delgado

El postulado de partida del libro establece que la economía territorial en la ciudad neoliberal produce y reproduce espacios jerarquizados en función de su valor de mercado. Añadamos que esa economía política requiere antes la aplicación de una economía moral que jerarquice el valor de un territorio en términos de presencia o ausencia de maldad. Lo hace distribuyendo ese cálculo en torno al eje centro-periferia-margen, una escala que no indica por fuerza lugares topográficos, sino funciones sociales y prestigio, pero también niveles de virtud.

Lo que convierte una porción de territorio en centro neurálgico no es que sea equidistante con otros lugares, sino que en él se concentra aquello que de lo que depende el resto no solo funcionalmente, sino en tanto que ejemplo y referencia morales. En el otro extremo estarían zonas marcadas por una marginalidad que es siempre sinónimo de malignidad. Entremedio –no física, sino moralmente– estarían comarcas periféricas siempre basculando entre la ilusión de convertirse algún día en centrales –o al menos de no desengancharse del modelo que estas le prestan– y el peligro constante de convertirse en lo que siempre están en trance de ser: marginales.

En el centro dotado de centralidad tienen su domicilio las instancias políticas y religiosas de poder, se registra una mayor intensidad comercial y allí suelen residir –a veces solo desde las últimas décadas– segmentos sociales que hacen coincidir su buena situación social con una buena situación geográfica. Ese papel nodal queda subrayado haciendo de ese núcleo el escenario de la actividad social en público, tanto en la vida cotidiana –es el sector más animado de la ciudad– como para los principales momentos festivos, que no en vano escogen esa porción de pueblo, barrio o ciudad como escenario. Allí tienen su domicilio las familias “de toda la vida”, de una cierta clase media local y mayoritariamente catalanohablantes.

La definición de las zonas periféricas de un espacio urbano corresponde a un criterio de distancia no solo física, sino también estructural, respecto de un centro urbano con el que mantiene relaciones de subsidariedad y dependencia. Es el caso de los barrios y poblaciones nutridas por contingentes masivos de familias inmigrantes que recalaron en Catalunya en los años 60 del siglo pasado. De hecho, recuérdese –y el libro se va a encargar de hacerlo– que la competencia por el territorio entre inmigrantes “viejos” –venidos de otras regiones españolas– y “nuevos” –trabajadores extranjeros pobres– es uno de los factores que suelen concurrir a la hora de explicar por qué este tipo de problemática de la que se va hablar aquí se da con mayor frecuencia e intensidad en Catalunya que en el resto de España.

Un barrio etiquetado como marginal es otra cosa: mantiene con una determinada centralidad urbana una distancia que no es de nivel ni de estructura; ni material ni funcional, sino ante todo moral, puesto que la idea de marginalidad señala la condición segregada y segregable de aquello o aquellos a quienes se aplica. Un barrio marginal no es que esté en la periferia o constituya un suburbio; no está en límite exterior de un tejido urbano o bordeándolo; de hecho puede estar en su centro geográfico. El barrio marginal está más allá del mapa social de un territorio urbano, por así decirlo, en el sentido de más lejos pero sobre todo de en otra dimensión. No está "abajo" en el orden social, sino fuera de él. Existe, pero no debiera existir. Ese estatuto de marginalidad le corresponde a otros barrios que registran el precio por metro cuadrado más barato del pueblo y viven las familias de rentas más bajas.

En un barrio tildado de marginal no se imagina viviendo a pobres sin posibilidades de promoción social, sino también a agentes de esa forma radical de mal que es la violencia. Ello hacía que el contencioso entre miembros o descendientes de la antigua clase obrera y la comunidad árabe-musulmana se planteara en términos de la distinción clásica propuesta por Louis Chevalier entre clases laboriosas y clases peligrosas, estas últimas –aquí los inmigrantes magrebís– no solo distanciadas por sus géneros de vida, sino por el factor de alarma que implicaba su presencia para cualquier ambiente en que irrumpieran.

Todo lo relatado y sometido a análisis en este libro se enmarca en un momento –bien vigente hoy– en que quienes fueron o son explotados –el viejo proletariado, en vías de extinción– expresaban su rechazo hacia quienes, siendo también trabajadores, veían regateada esa calidad para ser vistos como “excluidos” o en “riesgo de exclusión”, esas categorías con que se escamotea el de marginación y que aparecen como espantajos con que asustar a una cada vez más desarmada clase trabajadora, a merced, en el mejor de los casos, de la precariedad, cuando no del desempleo. Pero también como entidades que ponían en peligro la seguridad de quienes entraran en contacto o cercanía con ellas. El choque podía ser leído en clave “cultural”, esto es relativa a la distancia entre maneras de vivir. Por un lado, la de unos residentes que intentaban desarrollar formas de vida cada vez más parecidas a las supuestas a una no menos supuesta clase media; del otro, conductas identificadas como las extrañas o inquietante de quienes, no por también vecinos, dejaban de ser pensados y tratados como forasteros indeseables.

El trabajo de Martin Lundstenn nos muestra cómo los actores de la protesta contra la mezquita en Premià de Mar diversificaban sus argumentos a la hora de racionalizar su actitud. Estos podían corresponder a un racismo grosero o, más sutilmente, a una defensa de la identidad de barrio, pasando incluso por la vigencia de viejas vindicaciones vecinales para la mejora en equipamientos para la zona. Pero en todos los casos, explícita o implícitamente, lo que había era el vértigo de perder el sueño de ser parte de las nuevas centralidades, ni siquiera continuar siendo periféricos, sino verse arrastrados por y a la marginalidad; ser expulsados, sin irse, del presente y el futuro del barrio y del pueblo; acabar convirtiéndose en aquello cuya presencia luchaban por mantener a raya: un paisaje más allá de los límites morales de la ciudad, en esos territorios temidos y despreciados que el mercado prefería ignorar porque no podía vender.




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