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Reseña de Erving Goffman y la microsociología, de Isaac Joseph, traducción de María Marta García. Gedisa, Barcelona, 1999. 125 páginas. Publicada en Babelia, el suplemento cultural de El País, el 4 de noviembre de 1999.
LA SOCIEDAD EN MIGAJAS
Manuel Delgado
Acaba de presentar Gedisa una buena introducción a la obra de Goffman, que nos sirve además para conocer lo último de Isaac Joseph, de quién Gedisa ya había versionado su El transeúnte y el espacio urbano (1988) y que hace poco publicaba en Francia la muy interesante La ville sans qualités (L´Aube). Joseph representa esa corriente europea que fusiona con éxito la preocupación pragmática –tan norteamericana– por la eficacia de la acción con la preocupación lógica –tan francesa– por las propiedades inherentes que lo hacen posible.
Erving Goffman y la microsociología es un recorrido por alguno de los mejores aportes conceptuales de Goffman. De la mano de Joseph vamos descubriendo sus deudas con Durkheim y con el primer interaccionismo simbólico de G.H. Mead, así como algunas de las puertas temáticas y metodológicas que fue abriendo a lo largo de su vida. Ese repaso arranca en una situación trivial: la entrevista que una demandante de empleo, Susana, protagoniza en una oficina de colocación. Ese momento social de aspecto insustancial sirve para ir desenmarañando la madeja de usos, componendas, impostaciones, rectificaciones y apaños que van emergiendo sobre la marcha y en los que late un microrganismo social secretamente inteligente.
Allí dónde las grandes teorías sociológicas o antropológicas apenas distinguirían más que la sombra de lógicas institucionales y causalidades estructurales, Goffman veía dramas, transacciones, reciprocidades no siempre simétricas, protocolos etológicos que recordaban la condición biótica y subsocial de las relaciones humanas en público. En ese ámbito, las «buenas maneras» son convenciones superficiales que no tardan en demostrarse ejes para la convivencia entre desconocidos, o, lo que es igual, para esa forma de vida a la que damos en llamar urbana. Porque lo que se agita y entrecruza hasta el infinito en la vida cotidiana son eso, masas corpóreas que ocultan una interioridad que en realidad no poseen sino como mito y que reclaman ser tenidos en cuenta o ignorados no en función de lo que realmente son o creen ser, sino en función de lo que parecen o esperan parecer. Son máscaras que son sólo lo que hacen y lo que les sucede.
Tal negociación constante entre apariencias hace de los actores de la vida pública exhibicionistas cuyo objetivo es mostrarse en todo momento a la altura de las situaciones por las que van atravesando. Su meta no es conocer, ni comprender, sino resultar adecuados, afirmarse competentes, hacerse aceptables, saberse el papel, convencernos de la pertinencia de sus gestos, de sus respuestas y de sus iniciativas. Se evalua, ante todo, su capacidad para adaptarse al medio o para intentar modificarlo, usando para ello la manipulación de las impresiones, la astucia, la ambigüedad y la mentiras. Ese sujeto no es un sujeto, sino el objeto de aquel otro con quien pacta las accesibilidades, los compromisos, las luchas o las indiferencias. Cada acontecimiento, cada secuencia es, entonces, un universo social en miniatura.