La foto es de Eric Kim
Fragmento de La sociedad y la nada, conferencia invitada al 35 Congreso de Filósofos Jóvenes, celebrado en Barcelona en abril de 1998, dedicado a "Occidente y el problema del nihilismo". Apareció en el número 9 de la revista Mania.
La plenitud del abismo
Manuel Delgado
La hiperactividad social que
generan las multitudes compactas en acción es una forma de lo que podríamos
llamar negativización, nihilización o anonadamiento, es decir una reducción a la nada, regreso a un vacío
parecido al del océano primordial sobre el que –por tomar la imagen
cabalística–Yahvé aplica el sefirot.
La naturaleza hiperactiva de esa nada recuerda la idea que del vacío se hace la
física cuántica, que, «lejos de ser pasivo e inerte contiene en potencia todas
las partículas posibles»
(Prigogine y Stengers, Entre el tiempo y
la eternidad), y que se corresponde a un estado energético
fundamental de valor nulo, un universo vacío que se correspondería a un «estado
excitado» del universo, un estado en que no hace otra cosa que radiar energía y
curvarse. Desmentido de convicciones de la física convencional como la de que
no es posible extraer energía de la nada, lo que se da en llamar «energía de
punto cero», puesto que las fluctuaciones aleatorias de la mecánica cuántica
permiten extraerla de un espacio que está vacio, es decir en el que no hay nada
que esté presente.
A causa del principio mismo de
incertidumbre, tal vacío, paradójicamente, está hirviendo de actividad. Si
tuviéramos que pensarlo en términos de algún material esté sería, como hemos
visto que pretendía Maffesoli viscoso,
curiosamente la misma imagen que utiliza Jean-Paul Sartre para hablar de la
nihilización en El ser y la nada. O,
si se prefiere, un magma, como
hubiera sugerido Cornelius Castoriadis: «Un magma es aquello de lo que pueden
extraerse (o aquello en lo que se pueden construir) organizaciones conjuntistas
en número indefinido, pero que no puede ser nunca reconstituido (idealmente)
por composición conjuntista (finita o infinita) de esas organizaciones»
(Coveney y Highfield, La flecha del
tiempo). Si hubiera que imaginar esa substancia de la negación retomando
las metáforas que nos presta la física contemporánea, nuestra figura sería la
del plasma, ese gas en el cual los
electrones se han alejado de sus núcleos y que es capaz de generar una gama
infinita de inestabilidades y de fluctuaciones, no siempre controlables en el
laboratorio.
Estas situaciones de «puesta
entre paréntesis» o «en suspenso» de lo social orgánico, auténticos estados de
excepción que implican un regreso a lo social amorfo e indiferenciado
–viscosidad, magma, plasma–, supondrían una especie de escenificación de una
sociedad devenida en pura potencialidad, disponibilidad a ser cualquier cosa, consciencia de que todo
podría ser de otro modo. Había mucho
en Durkheim de aquella convicción que enunciara Spinoza de que toda
determinación implica, por fuerza, una negación. La reducción a la nada
colocaba a los individuos que componían una comunidad ante la evidencia de que
la distribución de roles –por inconmovible que pudiera antojarse–, las
evidencias más inexpugnables, los axiomas más fundamentales podrían diluirse de
pronto para dar paso a un mundo todo él hecho de incertezas, de inversiones, de
desvanecimientos, es decir de posibilidades puras. Ante ella, la angustia, el
vértigo, pero también la apertura radical, la libertad.
Durkheim lo había enunciado
recordando que el ser humano «desde el origen, llevaba en sí en estado virtual
–aunque prestas para despertarse a la voz de las circunstancias– todas las
tendencias cuya oportunidad debía aparecer a lo largo de la evolución».
Convicción de que cualquier institución, cualquier pensamiento, cualquier
ordenamiento, cualquier plausibilidad coexiste con esa negación de sí que lo
liquidaría, pero de la que en última instancia depende para existir y que está
hecha de lo que no es, es decir de la
confusión de todas aquellas opciones posibles o imposibles, imaginables o
inimaginables, aceptables pero también abominables, que no son todavía, que ya no son,
que no han sido nunca, que nunca serán. Lo desechado, pero también
lo todavía no pensado. Es más, también lo no ideable, lo inconcebible. Lo
alternativo viable, pero no menos todas las figuras de monstruos, incluso de
aquellos monstruos que ni siquiera pueden ser sospechados. Voces de todo lo otro, que suenan al mismo
tiempo, en un alarido enloquecido o en un rumor constante que en sí mismo no
significan nada, que no son nada.
Esa negación no está del otro lado de lo social, no es lo contrario de lo social. El no-ser
social no es lo que se opone al ser social, en términos de «sombra» o «lado
oscuro». No complementa el ser social, sino que lo aniquila y lo genera luego.
La negación social no produce la inversión de lo negado, sino un hueco, un vacio
en ebullición. Del no-ser social se podría decir lo mismo que se ha dicho del
no-ser por los grandes teóricos de la nada. No es, no puede ser, un ser, sino
una acción, un proceso y un proceso que tiene en sí su propia fuente en
energía. Como dice Sartre en El ser y la
nada, «la nada no es, se nihiliza».
Tampoco se puede decir que esté antes
o después del cosmos social creado, a
la manera de un principio caótico fundador o un final catastrófico hacia el que
se avanza.
Está negación que suprime y
funda al mismo tiempo el ser social está siempre
presente. Por decirlo como Sartre, «la condición necesaria para que se
posible decir no es que el no-ser sea
una presencia perpetua, en nosotros y fuera de nosotros; es que la nada infeste el ser». Recordándole,
añadiríamos, al ser social que él, puesto que se funda en la nada, es también,
en el fondo, como quería Hegel del ser a secas, «pura indeterminación y el
vacio». Más cruda es la aseveración de Heidegger en ¿Qué es la metafísica?: «Existir (ex-sistir) significa: estar sosteniéndose dentro de la nada».
Sartre lo plantea magistralmente, por mucho que piense en otra cosa en
apariciencia distinta del supersujeto durkheimniano : «La nada no puede
nihilizarse sino sobre fondo de ser ; si puede darse una nada, ello no es
ni antes ni después del ser..., sino en el seno mismo del ser, en su medio,
como un gusano». La reducción a la nada de un organismo social coincide con su
exaltación, con la puesta en escena de su totalidad, a la manera como lo
planteara Hegel en Ciencia de la
lógica : «El ser puro y la pura nada son lo mismo». Luego Heidegger:
«Es preciso que la omnitud del ente
nos sea dada para que como tal
sucumba sencillamente a la negación, en la cual la nada misma habrá de hacerse
patente» Y, más tarde, de nuevo Sartre, cuando nos hace notar cómo la nada designa «la totalidad del ser
considerada en tanto que Verdad».
Esta paradoja de una nada o
vacío absoluto que está siempre,
incluso que funda y posibilita el mundo a partir de su hiperactividad
constante, aparecía resuelta en la tradición cabalística, a la que el
pensamiento de Durkheim y el de sus herederos no son en absoluto ajenos. El
rabinismo –inspirador en ese aspecto del principio cristiano del cosmos como
creado ex-nihilo– entendió que
resultaba preciso concebir a Dios como generador del mundo por un acto de
libertad y de puro amor, y no como guerrero victorioso que, en la mayoría de
mitos cosmogónicos, vencía y sometía las energías caóticas anteriores a la
fundación del mundo.
Las transiciones
ininterrumpidas a que se abandonan las sefirot y del árbol sefirótico –tema en
torno al cual gira la Cábala en su conjunto– dan por sentado que no puede
existir un vacío o una discontinuidad si no es como parte misma de ese desarrollo
de la potencia divina. La nada, concebida como ausencia de cosmos y como
predominio de lo informe y lo no ordenado –es decir, de nuevo como un caos–
sólo puede localizarse formando parte de la propia esencia divina, existiendo
en su seno desde siempre, de manera que el abismo coexiste con la plenitud de
Dios. A partir del siglo XIII los cabalistas emplean con frecuencia la imagen
de Dios como aquél que «habita en las profundidades de la nada». Se trata de lo
que el Zóhar identifica con la luz
que rodea al En-sof o infinito, lo
sin principio, lo no creado. Pero insistentemente se asocia con la existencia
más honda de la divinidad, la profundidad radical de Dios, que se exterioriza
como energía creadora en las emanaciones de las sefirot. La nada es, entonces,
la raíz primera, la raíz de raíces, de la que el árbol de la creación se
alimenta : la esencia misma de Dios.