Fragmento de "Horizontes perdidos", texto para el catálogo de la exposición Islas y horizontes. Obras de la colección Es Baluard (Fuenlabrada, 2016)
Todos los grandes movimientos sociales de la historia, en las culturas en las que hay o ha habido algo llamado historia, han querido ser, en efecto, movimientos hacia, es decir recorridos en dirección a un horizonte de superación de la miseria y la injusticia reinantes en el presente de la sociedad. El horizonte, por definición, era futuro de libertad, un mañana distinto sin dolor ni tristeza, puesto que el horizonte era precisamente eso: la línea que se nos aparece separando el cielo y la tierra. Alcanzarlo o caminar hacia él, incluso como un fin infinito, significaba desmentir o cuestionar la distancia insalvable entre las miserias terrenales y la bienaventuranza divina. El horizonte era el lugar desde el que el sol hacía su aparición para anunciar la derrota diaria de la noche, la metáfora perfecta de todo nuevo amanecer.
Hoy eso ha dejado de ser así. Ahora, los horizontes se han perdido, al menos los horizontes que fueron contemplados con impaciencia. La cancelación de los grandes ideales de transformación de la humanidad, la desactivación de los valores universales que un día dieron argumento a luchas y proyectos. Nada o poco nos orienta, es decir nos invita a contemplar el punto desde el que a lo lejos aparece la primera luz del día. En el momento actual, las grandes religiones ya han dejado de confiar en que venga a nosotros el Reino de Dios y descartan devolverle al planeta el edén perdido. La salvación solo será individual y en el más allá; ni colectiva, ni aquí. Las viejas doctrinas para el entusiasmo y la ilusión han envejecido brutalmente y de pronto; muchas ya han muerto. La revolución socialista ha fracasado; ya sabemos en qué acabó consistiendo y que la clase obrera no alcanzará el paraíso que el marxismo le prometió. Los grandes movimientos de emancipación nacional en todo el mundo han acabo constituyendo estados corruptos o ese es el porvenir que les espera a los todavía activos.
Hoy, lo progresista es luchar para que el progreso detenga su avance devastador. La Era de Acuario del movimiento hippie no llegó, como se había anunciado, en el 2001 y lo que queda de la contracultura es la caricatura que de ella ha hecho la new age. Los movimientos antiglobalización de principios del XXI se conocieron también como altermundistas porque sugerían que, en el horizonte, otro mundo era posible. La crisis económica vino a demostrar que esa expectativa era ingenua.
Es cierto que a principios de la década de los 2010 se produjeron grandes movilizaciones públicas que llevaron a miles de personas a ocupar las plazas de numerosas ciudades del mundo —Madrid, Reijiavitz, Nueva York, El Cairo, Sāo Paulo, Hong-Kong... Pero, a diferencia de las corrientes antimundializadoras, protestas como las de los indignados no pretendían acelerar el paso hacia otro mundo posible, sino para exigir que la modernidad cumpliera su compromiso de asegurar para todos una mínima equidad política y social y de que el orden democrático lo fuera de veras. Lo que se reclamaba no era la abolición del sistema de mundo que se padecía, sino su clemencia, puesto que nadie parecía estar en condiciones de oponerle alternativas. Por su parte, los estallidos de violencia social que han conocido las periferias urbanas de otras muchas ciudades —francesas, británicas, norteamericanas— no vindicaban nada, porque fueron revueltas sin ideas, regreso inopinado de las viejas turbas hartas y rabiosas. Por último, la aparición de movimientos políticos de aparente nuevo cuño va desvelándose poco a poco como la de nuevos viejos partidos políticos.
Ahora no se espera que amanezca, sino, como mucho, que no anochezca del todo. Como Paul Virilio puso de manifiesto en su L'Horizon negative (Galilée, París, 1984), lo que se perfila tras el límite del mundo, el horizonte, ya no es otro mundo mejor, sino el anuncio de una finitud que no es geográfica, sino la de lo humano de la humanidad. Los avances tecnológicos no auguran la liberación del ser humano, sino nuevas formas de dominación y servilismo. No vemos sino extenderse los efectos de la miseria, la guerra y la desesperación, sin que el orden del mundo causante de ello tenga motivos para inquietarse, puesto que nada hay que inquiete su hegemonía El planeta mismo ve amenazada su supervivencia ante lo que se percibe como inminente catástrofe ecológica.
Tras el horizonte ya no está el país del arco iris, sino una proliferación de distopias insoportables en las que no será posible o no valdrá la pena sobrevivir. Más allá de esa línea de confín ya no hay una fuente eterna de luz, sino un largo ocaso que anuncia tinieblas. Ya no hay albas, sino un abismo. Asusta el horizonte y no nos cabe otro afán que mantenerlo en su sitio: lo más lejos posible.