La foto es de Paul McDonough
La invención social de la vejez
Manuel Delgado
La ancianidad como etapa vital en las sociedades urbano-industriales es el resultado de un criterio de estratificación social de base cronológica, que clasifica la funcionalidad social de los individuos en función de su edad. Esta taxonomía de los grupos de edad ha visto aumentada su importancia a medida que ha ido creciendo también la complejidad social y ha servido marcar la personalidad civil de las personas: etapas escolares, servicio militar, personalidad jurídica, actividad laboral, derechos legales, etc.
La edad cronológica es entonces un rasgo adscrito que corresponde a cada cual dejando de lado tanto sus méritos como sus condiciones y capacidades específicas. Por su facilidad de medida, los estados centralizados tienen en este criterio cronológico un instrumento de lo más útil para clasificar las poblaciones que administran, al mismo tiempo que un sistema social altamente competitivo y que rinde culto al éxito puede ordenar significativamente los términos temporales para alcanzar las distintas expectativas sociales y culturales de cada persona. La edad, en efecto, es una referencia inmejorable para “medir” lo que podríamos llamar la productividad vital de cada cual, es decir el conjunto de sus logros individuales.
Lo que tenemos entonces es que la posición social del clasificado como viejo no es la consecuencia de su envejecimiento físico o psíquico, que se producirá probablemente mucho más allá de su entrada en ese apartado taxonómico, sino por su posición en relación con el mercado de trabajo y las relaciones y estructuras que éste determina. Parece obvio, en este orden de cosas, que el adelanto de la edad de jubilación en las sociedades de capitalismo avanzado, por ejemplo, no responde a la incapacidad del trabajador para trabajar, sino que es una respuesta del sistema laboral al exceso de mano de obra. Sería fácil demostrar una correlación entre la institucionalización de la jubilación y la evolución de la política de pensiones –en este caso hacia su desmantelamiento–, por un lado, y, por el otro, factores económicos como podrían ser la demanda de trabajo y las relaciones de producción.
Planteándolo de otra manera, el espacio taxonómico de la ancianidad no tiene nada de biológico ni de natural, sino que resulta de una construcción social que tiene aspectos tanto práctico-legales como imaginarios y representacionales. En este orden de cosas, se puede ser del todo expeditivo: la mayoría de presuntos viejos –es decir, de etiquetados como tales por el orden de las edades–, no son viejos, en el sentido de que no han alcanzado ni de lejos un periodo de decrepitud física irrevocable. Es probablemente la nuestra la única sociedad que cataloga como “viejas” personas plenamente aptas para la vida social y familiar, para el trabajo productivo, para la vida amorosa o para el ejercicio de la inteligencia, sobre todo pensando que el criterio que en todos sitios ha dado paso a la vejez –es decir a la última de las etapas en que en cada sociedad divide la biografía personal de cada cual– son los primeros signos de la decrepitud física o mental.
A partir de lo dicho hasta aquí, cualquier planteamiento que se pretenda serio a propósito de las problemáticas asociadas a la vejez debería partir de que la noción “anciano” no es natural, sino social y cultural. En el reino animal hay ejemplares viejos, pero no existe nada que se parezca a la ancianidad. La identidad del humano anciano no responde, en efecto, a factores objetibables, sino a una imagen y a un principio de denominación que se aplica en cuanto se alcanza un cierto momento –cambiante en cada contexto sociocultural– en el computo del tiempo o del estado físico de cada sujeto psicofisico. Es mucho más un atributo que una cualidad. “Viejo”, “anciano”, “persona mayor” o más eufemísticamente “persona de la tercera edad”, no son categorías inocentes, sino compartimentos de la parrilla que una sociedad como la nuestra utiliza para ordenar verticalmente a sus miembros.