dijous, 29 d’abril del 2021

Lo Real en las ciudades


Extraído de De lo insoportable. Ecos de lo Real en Lejos de los árboles, de Jacinto Esteva (1972), Revista Esfera, 9 (2019): 9-21.

Lo Real en las ciudades
Manuel Delgado

Lejos de los árboles solo superficialmente podía y puede ser interpretada como un alegato previsible contra la España negra y su vigencia al amparo de la dictadura franquista, por mucho que incorpore un ingrediente anticlerical, en la línea de ese ascendente de Buñuel que nunca deja de rondar por la película. En primer lugar, porque las imágenes que se muestran no son capaces de disimular la fascinación que el director experimenta por ellas y por lo que muestran, reacción ante las expresiones de lo que los surrealistas llamaban belleza convulsiva. La propia organización del filme y el argumento que se desprende trasciende cualquier pretensión de hacer de él un mero viaje retórico al corazón de un mundo rural subdesarrollado e ignorante. Al contrario, la película se abre y concluye en escenarios plenamente urbanos.

Al final se regresa a un escenario urbano. La cámara avanza hacia la puerta y al interior de una sala de fiestas ya desaparecida, el Copacabana Bar, cerca de la Rambla de Barcelona, mientras oímos una voz en off: “Barcelona. Cualquier gran ciudad. Civilización. Lejos de los árboles para poder ver bien el bosque”. Lo que sigue dentro del local es toda una conclusión y resume la tesis que sostiene la película. En un pequeño proscenio rodeado de un público que bebe y ríe, un travestido surge entregado a una danza frenética entre los asistentes que se levantan de las mesas que le rodean para abalanzarse sobre él, abrazarlo e intentar prender los papeles de periódico que le sirven de vestido, a la manera de un linchamiento jocoso. De fondo, en la película se escucha La Pasión según San Mateo, de Bach. Esas imágenes delirantes no son el reverso positivo de las arcaicas costumbres rurales que les preceden, correspondientes a una España profunda e irredenta, sino su actualización en un contexto del todo moderno y cosmopolita, el de una ciudad, Barcelona, autopresentada y reconocida en aquel momento como espejo y referente de europeidad.

Formado como urbanista y arquitecto, Esteva quiso contribuir con Lejos de los árboles a desmentir el falso divorcio entre lo rural y lo urbano y a reflexionar de un modo u otro sobre la ciudad, mostrando cómo se agitaban en ella las mismas fuerzas desencajadas de lo irritante y lo incalculable que se había querido imaginar fuera o atrás, exiliado más allá de sus murallas.

En lo rural y en lo urbano no descubrimos sino esas mismas resonancias de lo Real, que no es sino lo invisible por invivible. De ahí que, si el parentesco de la película con Las Hurdes de Buñuel es relativo, es pertinente establecer el que mantiene con otra obra de la primera etapa surrealista del director aragonés: Le chien andalou, en concreto con la secuencia del primer plano de un ojo desgarrado, una manera de enfrentar al espectador con lo insufrible, esto es, de nuevo, lo Real.

Lo que Lejos de los árboles nos obliga a mirar no es “lo ancestral” o “lo atrasado”, sino lo alterno, que, desmintiendo toda normalidad, hay razones para sospechar que lo alimenta. Así es. Lejos de los árboles pudo haber nacido y ser publicitada como una denuncia de lo atávico e inercial que sobrevivía en la España desarrollista de los sesenta, pero lo que constituye es una inmersión en un paisaje cultural desquiciado, habitado por las dimensiones más opacas de la condición humana. Es decir, una insinuación de lo que Lacan llama lo Real, que no es sino todo lo otro, los dislocamientos que advertirían la actividad de esa masa de hechos oscuros sin ordenar, ajenos a toda codificación.

Es esa reverberación alucinada y obscena que la película de Esteva trae de allí —los ritos atávicos, las costumbres monstruosas de gentes incivilizadas— a aquí —la ciudad, lejos de los árboles, el escándalo interior—. Más allá o antes de los árboles y de la ciudad, los sueños y el deseo, la fantasía y las pasiones vienen a trastornar todo espejismo de armonía y nos susurran al oído la noticia lejana de lo Real.

En su última etapa, Esteva se dedicó a la pintura. En sus obras solía incorporar materia orgánica, con lo que lograba piezas de arte que tenían la extraordinaria virtud de apestar y de acabar pudriéndose y albergar gusanos. Acaso ese fue el gran asunto de Lejos de los árboles, el mismo que, por ejemplo, Miguel Morey escribía evocando el pensamiento de Georges Bataille: “Todo el laberinto de vísceras oscuras que sostienen y alimentan la tramoya de lo representable: de lo visible, de lo decible”, lo que “nos muestra hasta qué punto es oscura nuestra alma moderna”. En esa película asoma su existencia lo inconfensable de la cultura, su lado espeluznante, entre cuyas expresiones contemporáneas mencionaba la de los cutters, individuos que experimentan la tendencia irrefrenable de infringirse cortes, como si ver brotar la sangre de su cuerpo les permitiera contemplar la aparición súbita de su verdad oculta e implacable.

Lejos de los árboles nos enseña el fantasma loco y maligno de la realidad, lo Real, mientras nos invita al estupor ante lo escrito entre líneas en la propia ciudad, su corazón sucio, lo maldito que él mismo como artista trágico encarnaba en sus últimos años y su final. En el centro de ese espacio está, permanentemente activado y disponible, lo innombrable, lo que no se puede pensar ni representar, aquel principio de crueldad que evocaba Clément Rosset, advirtiéndonos cómo no en vano del latín cruor deriva crudelis, “cruel”, pero también crudus, “crudo”, lo no cocinado, lo sangrante, lo asqueroso. Acaso Lejos de los árboles estuvo y está ahí para recordarnos lo cierto que era lo escrito por Rosset: “Normalmente no es posible vivir más que a condición de mantener a raya la verdad”.


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