Foto de Stephen MacLaren |
Artículo publicado en El País, el 20-10-2007
POR UNA CIUDADANÍA VIRTUOSA
Manuel Delgado
Es curioso,
pero nadie parece haberlo notado. En el mismo momento en que se anunciaba la
puesta en marcha de los nuevos planes educativos, con el asunto-estrella de la
nueva asignatura de educación para la ciudadanía, se señalaba que un altísimo
porcentaje de sus destinatarios iban a ser inmigrantes o hijos de inmigrantes.
A nadie le llamó la atención que todo estuviera dispuesto para formar en
ciudadanía a seres humanos que no eran ciudadanos –ningún niño lo es– y que
eran hijos de quienes en muchísimos casos no lo eran, que lo serían luego de
horas de cola y años de espera –lo estamos viendo también estos días– o que no
lo serían en toda su vida. Hijos de una multitud de seres humanos a los que la
ley negaba derechos que, por la identificación entre ciudadanía y
nacionalidad, la mayoría sí que podía disfrutar. En otras palabras, que se iba
a preparar a miles de escolares para que asumieran como incontestables y
fundamentales unos valores democráticos de los que ellos mismos no eran y
probablemente no serían nunca beneficiarios y unos principios éticos de
justicia e igualdad que no valían para sus familias.
Difícil
encontrar una plasmación más descarada de hasta qué punto la educación para la
ciudadanía es en realidad una educación de y para la hipocresía social. De
hecho, ha sido de lo más oportuno que el vídeo elaborado por las Juventudes
Socialistas a favor de la nueva asignatura haya venido a ilustrar de manera
inmejorable tal evidencia. De lo que se trata es de que las personas lleguen a saber contestar, es decir sepan
manipular un lenguaje políticamente correcto que permita “quedar bien” y dárselas
de persona “sensible” y “consciente” ante los problemas que sufre la sociedad.
Que estos individuos debidamente educados lleguen un día a inferiorizar,
discriminar o maltratar a otros es todo irrelevante. Lo importante es que, en
el momento de presentarse ante los demás, estén en condiciones de exhibirse
como adalides de los derechos humanos, la equidad de género, la paz universal,
la sostenibilidad del planeta y la fraternidad universal entre pueblos y
culturas. He ahí la gran diferencia entre la “buena” y el “malo” del
spot. El joven no educado en ciudadanía resulta tan tonto y tan torpe que
dice lo que piensa; mientras que la chica ha sido debidamente entrenada para
pensar lo que dice.
Estamos ante
el núcleo mismo del ciudadanismo, esa doctrina que los nuevos planes
pedagógicos colocan hoy en el centro de la formación ideológica de los
escolares, y que no es sino el reducto moralista en que se han ido a cobijar
los restos de lo que fuera un día el izquierdismo de clase media y de lo que ha
sobrevivido del movimiento obrero. Consiste en una exhortación constante a valores democráticos y humanísticos
abstractos, valores que conciben la
vida en sociedad como una cuestión meramente teórica, de espaldas a un mundo
real que puede hacerse como si no existiese, como si todo dependiera de la
correcta aplicación de principios elementales de orden superior, capaces por sí
mismos de neutralizar la experiencia real –hecha tantas veces de arbitrariedad,
de rabia y de dolor– de seres humanos reales manteniendo entre si relaciones
sociales reales.
El
ciudadanismo vendría a ser una variante actual de mediación, ese concepto que
Marx diseccionaba en su crítica a la filosofía del Estado de Hegel. La
mediación expresaría una de las estrategias mediante las cuales se produce una
conciliación ilusoria entre sociedad civil y Estado, como si una cosa y otra
fueran lo mismo y como si se hubiese generado un territorio en el que hubieran
quedado superados los antagonismos sociales. El Estado, a través de tal mecanismo
de legitimación simbólica, puede aparecer ante sectores sociales con intereses
y objetivos incompatibles –y al servicio de uno de los cuales existe y actúa–
como neutral, capaz de hacerles superar sus conflictos o de arbitrarlos de
manera equitativa. Todo ello en un espacio de encuentro en que las luchas
sociales han quedado como en suspenso y los sectores enfrentados asumen una
especie de tregua infinita. Como ejemplo de mediación que es, la retórica
ciudadanista sirve en realidad para enmascarar toda relación de explotación,
todo dispositivo de exclusión, así como el papel de los gobiernos formalmente
democráticos como encubridores y garantes de todo tipo de asimetrías sociales.
Es a través de la ideología ciudadanista que los poderosos consiguen
que los gobiernos a su servicio obtengan el consentimiento de los gobernados.
Lo hace activando un dispositivo didáctico de amplio espectro que concibe a
todos los miembros de la sociedad, y no sólo a los más jóvenes, como un
conjunto de escolares perpetuos a los que someter a todo tipo de campañas de
promoción de la figura del “buen ciudadano”, campañas que, por cierto, resultan
estratégicas en orden a la legitimación de normativas “cívicas” que, en la
práctica, sirven no para perseguir la pobreza, sino directamente a los pobres.
Luego de
habernos diplomado todos en civismo y ciudadanía, ninguno de nosotros
cuestionara las estructuras que hacen injusta la sociedad, ni denunciará cómo
se van implantando nuevas formas de conformismo y sumisión. Ahora bien, se
habrá alcanzado un gran objetivo: el de que, en un mundo en que prolifera en
aumento la miseria, el sufrimiento y la postergación, crezcan y se reproduzcan
hombres y mujeres verdaderamente virtuosos.