Mòmies de monges exhibides al convent de les Saleses de Passeig de Sant Joan, juliol 1936 |
Notas para los estudiantes de la asignatura Nous entorns religiosos, enviada el 7 de mayo de 2012.
ANTICLERICALISMO LIBREPENSADOR Y VIOLENCIA RELIGIOSA POPULAR
Manuel Delgado
La segunda parte de la clase la retomé volviendo a la cuestión de que no existió una forma específicamente obrera de anticlericalismo como ideología, de manera que lo que pudiera parecer un anticlericalismo de izquierdas no fue otra cosa –al menos en el plano doctrinal– que una versión apenas modificada del propio del reformismo burgués decimonónico. Éste convirtió el combate contra la Iglesia en uno de sus ejes no tanto porque se la reconociese como al servicio de los intereses políticos y económicos del capitalismo, sino justamente por lo contrario, es decir porque se veian fracasar uno tras otro los intentos por hacer del catolicismo un instrumento competente de control social al servicio del proceso de modernización. En realidad el anticlericalismo, como ideología, fue la dimensión contingente, históricamente inducida, que acudió a dotar de significado a ciertas modalidades de agresión ya practicadas por la sociedad hacia otros destinatarios, fuera estos simulados o reales. Ese anticlericalismo fue una doctrina intrínsecamente asociada al proyecto liberal y reformador que capitanearía el proceso modernizador a partir de finales del siglo XVIII.
En España, la dinámica que llevó el
anticlericalismo reformista a convertirse en una ideología popular capaz de
justificar racionalizadoramente tendencias inconscientes o latentes ya dadas,
formó parte de esa preocupación terrible que Julio Caro Baroja había notado actuando con fuerza a partir de
la segunda mitad del siglo XIX, y que consistió «en vulgarizar las fes
políticas con razones y por qué la razón o las razones políticas sean
patrimonio de un opinión grande, de la masa». En ese sentido, bien podría
sostenerse que no existió de hecho un anticlericalismo «popular», como tantas
veces se ha pretendido. En primer lugar porque la división entre católicos y
clericales no se desplegaba en una plano vertical, acompañando la estructura de
clases de la sociedad, sino que lo hacía horizontalmente, secando las propias
clases populares. Decir que el pueblo, las clases populares o la clases obrera
eran anticlericales es ignorar que el enfrentamiento entre creyentes o
participantes en los ritos e iconoclastas tenía lábiles frentes, en que eran
frecuentes los «agentes dobles» y que se
desarrollaba cabalgando otros códigos, como los del género y la familia, tal y
como he procurado sostener en otros lugares.
Sería mucho más propio hablar de la
adopción por parte de la clase obrera de elementos del librepensamiento burgués
que los reformistas republicanos y masones habían sido capaces de ofrecer como
un sistema de racionalización altamente eficaz, sobre todo en la medida en que
constituía un criterio claro y comprensible de distribución de culpa. La
vulgarización del anticlericalismo ideológico-político resultaba perfecta para
atribuir la responsabilidad de los aspectos más ingratos, inciertos y
traumáticos del propio proceso de modernización a un enemigo fácilmente
reconocible y sobremanera vulnerable, sobre el que podía dirigirse la
indignación popular, sin afectar para nada otras instancias mucho más
estratégicas.
En realidad, se podría aplicar a los motines
iconoclastas el mismo criterio que ha servido para explicar la aparente
«espontaneidad» de las revueltas populares «premodernas», espontaneidad que
quedaba desmentida cuando se revelaba concerniendo «a la acción y orientación
de las clases superiores frente a una crisis más o menos profunda del sistema
de poder». Está claro que los iconoclastas, en tanto que tales, debían ver
evaluada su actuación en relación con una trama o juego que se desarrollaba en
los estratos de la sociedad que prospectaban cambios de estado de amplio
espectro en el sistema de mundo existente, más allá de las restringidas esferas
de la política o la económica que podían verse sólo relativamente afectadas. El
cuadro, por lo que hace a la asunción de un discurso político racionalizador,
provisto desde el librepensamiento burgués, por parte de un anticlericalismo
social o de masas fuertemente iconoclasta y antisacramental, guardaría cierta
semejanza con aquel otro marco que, basándose en la tesis de la «circulación
cultural» de Bajtin, Carlo Ginzburg apreciaba en las confesiones de Menocchio, el
molinero friuliano finalmente ejecutado por la Inquisición el 6 de julio de
1601. En aquel caso, «oscuros elementos populares» se engarzaban «con un
conjunto de ideas sumamente claro y consecuente que van desde el radicalismo
religioso y un naturalismo de tendencia científica, hasta una serie de
aspiraciones utópicas de renovación social»; en el nuestro, el del
anticlericalismo violento que ejercen las clases populares en la España
contemporánea, la convergencia se produciría entre dos orientaciones. De un
lado, el sustrato lo aporta un caudal de creencias y prácticas populares, en
las que la fobia y la filia hacia lo sagrado mantenían entre una relación
plástica y ambivalente, en las que ya aparecían formas de violencia religiosa
en clave festiva, en las que estaban disponibles mecanismos de detección y
castigo de grupos estigmatizados y en las que actuaba una vieja memoria de
agravios y contraagravios en relación con el orden rito-simbólico vigente. Del
otro, la posibilidad de explicitar una racionalización provista por el programa
modernizador del reformismo burgués decimonónico.
Ahora bien. Se ha establecido que ninguna
de las ideologías que se asocían con las expresiones violentas de iconofobia
contiene a ésta como requisito. Ni el librepensamiento burgués en sí, ni el
populismo radical, ni el libertarismo, ni el marxismo socialista o comunista,
que son corrientes que incluyen en mayor o menor grado un componente
anticlerical, reclama la destrucción física de los símbolos religiosos como
prioridad. En cambio, existe una ideología –religiosa en este caso– que sí
asume casi consustancialmente la iconoclastia: el extremismo protestante, con
sus nuevas concepciones acerca de la relación entre signo y mundo, animado por
la msima necesidad teórica de una nueva pedagogía de la Verdad.
Es de ese molde prestado por la
impugnación reformada del que se extraen los estereotipos que trasladan a la
España contemporánea todo los tópicos contra la Iglesia que el puritanismo
inglés, francés, suizo u holandés, había repetido prácticamente desde el siglo
XVI, y que se habían plasmado en la historia en efusiones de violencia contra
las imágenes religiosas, los edificios del culto y los ritos externos y sus
oficiantes. Son esos lugares comunes del viejo extremismo protestante los que
asumen como propios todas las fuerzas modernizadoras, encabezadas por el
librepensamiento burgués y secundadas en ello por un populismo radical o un
obrerismo de izquierdas sin un discurso propio al respecto. La iconoclastia no
había cumplido en España una tarea distinta de la que llevaba siglos ejecutando
en el resto de Europa, y que no fue otra que la de abrir paso sin contemplaciones
a lo que Norbert Elias llamara en su obra maestra un proceso de civilización, es decir un
cambio rotundo en la constitución de la sociedad en su conjunto y de los
hábitos y comportamientos personales, cambio que se fundaba en el paso de la
coacción social a la autocoacción, en el autocontrol sobre los instintos, en la
psicologización y en la racionalización. La conclusión no podía ser otra que
aquella que acabará presentando ante el mundo, en 1936, a los defensores de la
República como los encargados de llevar a cabo la gran reforma de las
costumbres que el protestantismo había asumido y asumiría en otras partes y
que, ocupando el lugar histórico de éste, conduciría a España por la segura
senda de la Política, la Ciencia y el Capitalismo.
Si os
animáis a saber más sobre esta cuestión, aquí teneis la bibliografía a que me
he remitido. Lo de Caro Baroja lo he
sacado de su artículo, «Costumbre y formas de vida en la
España del siglo XIX», en Miscelánea histórica y etnográfica,
CSIC, Madrid, 1998. El paralelo con los movimientos de reforma religiosa lo
tomo de R. Villari, Rebeldes
y reformadores del siglo XVI al XVIII, Ediciones del Serbal, Barcelona,
1981. Supongo que habréis reconocido al Carlo Ginzburg de, El
queso y los gusanos, Muchnik, Barcelona, 1991. Lo de Bajtin no podía ser
sino de La cultura popular en la Edad
Media y el Renacimiento, Alianza, Madrid, 1988. Y permitidme reconocer la
deuda que mi argumentación tiene con un artículo que en su día me pasara
Enrique Ucelay da Cal, «Ideas preconcebidas y estereotipos en
las interpretaciones de la guerra civil española: El dorso de la solidaridad», Historia Social, 6 (invierno 1990), pp.
23-43.