Inicio de la conferencia pronunciada en la Columbia University de Nueva York, el 10 de octubre de 2012, en el marco de un seminario sobre Catalunya y el movimiento obrero.
Bien
podríamos coincidir de entrada en que el anticlericalismo no es tanto una
ideología o una corriente histórica, sino más bien una compleja nebulosa de
acontecimientos y líneas de acción y pensamiento muy diversos y hasta contradictorios
entre sí. No obstante, si fuera pertinente buscar un elemento que inspirase en
común esa pluralidad de causas y expresiones –de las programáticas a las violentas–
acaso sería el de la urgencia por desactivar la autoridad de la Iglesia sobre
el conjunto de la sociedad como estratégica en orden a la plena incorporación a
la modernidad, es decir a las grandes dinámicas de politización, urbanización e
industrialización que, a su vez, exigían una secularización de la organización
del mundo en general, es decir al repliegue de la trascendencia religiosa a la
esfera íntima o privada y, con ello, la implementación del sujeto autónomo,
responsable y soberano del que dependería el nuevo modelo de sociedad.
Ello implica que el anticlericalismo tuvo que ser un factor doctrinal y práctico determinante a la hora de transitar –por evocar las figuras sociológicas clásicas propuestas por Tönnies– de la Gemeinschaft –relaciones personales de intimidad y confianza, vínculos corporativos y colectivos, relaciones de intercambio, sistema divino de sanciones– a la Gesellschaft –relaciones impersonales entre desconocidos, vínculos independientes y contractuales, sistema de sanciones seculares...–, un tránsito que requería que los individuos se sustrajesen de la dominación de símbolos e instituciones sagradas externas y asumiesen el imperativo de elegir sus propias reglas morales, puesto que la vida social había dejado de tener el sentido único y obligatorio que la religión –en este caso de denominación católica– imponía desde fuera. De hecho, bien podría decirse que era contra la institución religiosa de la cultura –más que contra la Iglesia en sí– que el anticlericalismo imponía actuar, y hacerlo de forma expeditiva en aquellos contextos en que la perentoriedad de desarrollar y culminar las dinámicas de modernización lo exigía, como probablemente sería el caso español contemporáneo.
Ello implica que el anticlericalismo tuvo que ser un factor doctrinal y práctico determinante a la hora de transitar –por evocar las figuras sociológicas clásicas propuestas por Tönnies– de la Gemeinschaft –relaciones personales de intimidad y confianza, vínculos corporativos y colectivos, relaciones de intercambio, sistema divino de sanciones– a la Gesellschaft –relaciones impersonales entre desconocidos, vínculos independientes y contractuales, sistema de sanciones seculares...–, un tránsito que requería que los individuos se sustrajesen de la dominación de símbolos e instituciones sagradas externas y asumiesen el imperativo de elegir sus propias reglas morales, puesto que la vida social había dejado de tener el sentido único y obligatorio que la religión –en este caso de denominación católica– imponía desde fuera. De hecho, bien podría decirse que era contra la institución religiosa de la cultura –más que contra la Iglesia en sí– que el anticlericalismo imponía actuar, y hacerlo de forma expeditiva en aquellos contextos en que la perentoriedad de desarrollar y culminar las dinámicas de modernización lo exigía, como probablemente sería el caso español contemporáneo.
Por su compromiso con el proceso de
secularización del mundo el anticlericalismo se integra como pieza nodal en el
programa del librepensamiento reformista burgués del siglo XIX. En ese
sentido, podría sostenerse que no existió de hecho un anticlericalismo
propiamente «popular», cuanto menos en el plano ideológico, en primer lugar porque la división entre
católicos y clericales no se desplegaba en un plano vertical, acompañando la
estructura de clases de la sociedad, sino que lo hacía horizontalmente, secando
las propias clases populares. Decir que el pueblo o la clase obrera eran
anticlericales es ignorar que el enfrentamiento entre creyentes o participantes
en los ritos e iconoclastas tenía lábiles frentes, en que eran asiduos los
«agentes dobles» y que se desarrollaba cabalgando otros códigos, como los del
género, la familia, la autoridad de los ritos externos, los códigos culturales
relativos a la violencia, etc. Sería mucho más propio hablar de la adopción por
parte de la clase obrera de elementos del librepensamiento burgués que los
reformistas republicanos y masones habían sido capaces de ofrecer como un
sistema de racionalización altamente eficaz, sobre todo en la medida en que
constituía un criterio claro y comprensible de distribución de culpa, perfecto
en orden a atribuir la responsabilidad de los aspectos más ingratos, inciertos
y traumáticos del propio proceso de modernización a un enemigo fácilmente
reconocible y sobremanera vulnerable –el clero–, sobre el que podía dirigirse
la indignación popular, sin afectar para nada otras instancias gubernamentales
o económicas mucho más estratégicas.
Recuérdese
que ese fue el argumento que alimentó las recurrentes advertencias socialistas a
propósito de la condición que el anticlericalismo tenía de exutorio que
apartaba a la clase obrera de sus verdaderos intereses de clase. Está claro que, en cambio, es al republicanismo
radical al que le corresponde un mérito mayor a la hora de popularizar, muchas
veces siguiendo un estilo demagógico, el anticlericalismo ilustrado y ello
explica en buena medida su asunción como herencia por parte de los anarquistas.
Ahora bien, también en ese caso conviene contemplar el anticlericalismo
libertario como un elemento prestado y convertido en acción directa sólo de
manera relativa. En Catalunya, la huelga general de 1902, que capitanean los
anarquistas, n0 incorpora objetivos eclesiales, salvo algún caso como el incendio
de los maristas de Sabadell. Con alguna excepción aislada en poblaciones
como Sollana, los levantamientos anticaciquiles que se registran entre 1931 y
1934 en el campo español –Castilblanco, Arnedo, Villa de Don Fadrique, Casas
Viejas, Jeresa...– no prestan una atención especial al clero. Durante la
revolución anarquista de enero de 1933 los ataques a edificios religiosos son
escasos, al menos si los comparamos con los producidos contra infraestructuras,
instalaciones militares o policiales o domicilios de patrones; sólo en la
provincia de Granada los ataques contra locales religiosos son significativos. El
comité revolucionario que encabeza la insurrección asturiana de 1934 trata de impedir
unos estallidos anticlericales que parecen escapar de su control.
Por lo que hace al aspecto doctrinal, los artículos anticlericales que aparecen en la prensa libertaria o las teorías de Ferrer i Guàrdia no hacen más que demostrar los vasos comunicantes que los hacer derivar del argumentario masón y republicano-federal que representarían Lerroux o Nakens. En las notas taquigráficas en que se recogen los acuerdos tomados en el congreso confederal en Zaragoza en febrero de 1936 no hay una sola referencia al papel de la Iglesia en la situación revolucionaria que se estaba gestando. Ni siquiera es del todo justo atribuir en exclusiva –como se ha hecho– los desmanes anticlericales del verano de 1936 a la FAI, considerando la abundancia tanto de descalificaciones internas como de excepciones prácticas.
Por lo que hace al aspecto doctrinal, los artículos anticlericales que aparecen en la prensa libertaria o las teorías de Ferrer i Guàrdia no hacen más que demostrar los vasos comunicantes que los hacer derivar del argumentario masón y republicano-federal que representarían Lerroux o Nakens. En las notas taquigráficas en que se recogen los acuerdos tomados en el congreso confederal en Zaragoza en febrero de 1936 no hay una sola referencia al papel de la Iglesia en la situación revolucionaria que se estaba gestando. Ni siquiera es del todo justo atribuir en exclusiva –como se ha hecho– los desmanes anticlericales del verano de 1936 a la FAI, considerando la abundancia tanto de descalificaciones internas como de excepciones prácticas.
Probablemente por ello, en contextos urbanos
los motines antieclesiales han aparecido casi siempre como la consecuencia no de
la acción consciente y organizada de la clase obrera en tanto que tal, sino más
bien actuaciones espontáneas no controladas directamente por partidos o
sindicatos de izquierda y que son atribuidas a turbas desbocadas o a la
actuación de elementos incontrolados, incluso no pocas veces a conspiraciones
contrarrevolucionarias. Así fue en los desmanes sacrílegos y los ataques contra
el clero que conocen las ciudades españolas con el trasfondo de las guerras carlistas
a lo largo del siglo XIX, en la llamada Semana Trágica de 1909 –en la que los
ataques se achacan a un plan desviacionista de los radicales– o
inmediatamente después de la proclamación
de la República en 1931, cuando la quema de conventos es asociada a la reacción
monárquica ante el cambio de régimen.
En el caso particular de las semanas posteriores
al levantamiento militar de julio de 1936, llama la atención como en
comunidades más pequeñas, en escenarios rurales y campesinos sobre todo, se
repiten los relatos en que la quema de imágenes y el asesinato ritual de curas
y frailes insiste en atribuir la responsabilidad a una especie de destacamentos
de extraños que llegan a las poblaciones y, sin el concurso y muchas veces venciendo la resistencia de sus habitantes
–incluyendo las fuerzas revolucionarias locales–, proceden a un protocolo que
siempre es el mismo o se parece y que consiste en la destrucción de objetos
litúrgicos y lugares de culto, así como en la ejecución pública del párroco.
Recurrentes testimonios orales y escritos insisten en esa misma escenificación
de la destrucción de lo sagrado y de los crímenes rituales mostrándolos como la
consecuencia de la irrupción de forasteros feroces ávidos de sangre y
destrucción, una especie de ángeles exterminadores que acuden al lugar enviados
por un proceso de urbanización e industrialización que conocen ciudades o
poblaciones mayores cercanas. Su misión: acabar con un universo tradicional que
conoce así, atrozmente, su ineluctable condena a muerte de manos de un nuevo
mundo que, indiferente u hostil ante las estructuras sociales tradicionales, ha
hecho brutal acto de presencia procedente de ese exterior que se teme y que
acecha.