La foto es de Bill Eppridge |
AMAR DE PIE
Manuel Delgado
"Hay placeres que pasan por crímenes: en general los que no se han probado" (Louis Aragon, El libertinaje)
Cloe es una de las ciudades invisibles imaginadas por Italo Calvino. En ella, como en todas las grandes ciudades, "las personas que pasan por las calles no se conocen". Pero no son del todo indiferentes entre sí. "Al verse imaginan mil cosas las unas de las otras, los encuentros que podrán ocurrir entre ellas, las conversaciones, las sorpresas, las caricias, los mordiscos. Pero nadie saluda a nadie, las miradas se cruzan un segundo y después huyen, buscan otras miradas, no se detienen". No obstante, a veces "entre quienes por casualidad se juntan bajo un soportal para guarecerse de la lluvia, o se apiñan debajo del toldo del bazar, o se detienen a escuchar la banda en la plaza, se consuman encuentros, seducciones, copulaciones, orgías, sin cambiar una palabra, sin rozarse con un dedo, casi sin alzar los ojos".
Lo que Calvino se figura es una capital en la que una portentosa mecánica, desencadenada tan solo en algunas oportunidades, convirtiera cualquier rincón de su trama en espacio de encuentros lujuriosos, un escenario en que las miradas de deseo se convirtiesen en concupiscencias reales, como si en el entrecruzamiento masivo de contactos visuales tuviera la virtud de hacerse, de pronto y textualmente, carne entre nosotros. Evocar aquí este producto del talento literario de Italo Calvino es pertinente porque nos pone sobre aviso de la entidad y del alcance del trabajo que a continuación nos presenta José Antonio Langarita, un registro etnográfico y el correspondiente análisis de unas prácticas propias de la cultura homoerótica, consistentes en mantener escuetas relaciones sexuales entre desconocidos en lugares públicos. Pero a ese valor de partida de aportarnos conocimiento serio y profundo sobre unas determinadas conductas contempladas desde la antropología sexual, se le añaden otros que van más allá y que merecen ser resaltados.
Por supuesto que tenemos aquí una contribución militante a una causa justa, cual es la que nos mantiene en guerra, también desde las ciencias sociales, contra los encorsetamientos y las represiones de una sociedad que lleva siglos negándole derechos al cuerpo. Más allá todavía, la investigación que se expondrá es una excelente indagación a propósito de una variable concreta de apropiación social de exteriores urbanos: la de índole erótica, que por supuesto no se restringe al colectivo gay. Los bancos, los quicios, los rincones, los parques, los servicios públicos, las porterías, las playas..., todo tipo de espacios públicos y semipúblicos hace mucho que vienen demostrando que cualquier sitio puede devenir en cualquier momento marco para contactos sexuales de distinta intensidad y disimulo, buscados o encontrados, como único recurso o como fuente de placer añadido, y siempre como desacato al modelo de sexualidad hegemónico, determinado tanto por la moral judeocristiana como por el postulado del orden burgués para el cual las pasiones debían ser acuarteladas en la nueva sede de la familia patriarcal nuclear y cerrada: el hogar.
Por supuesto que amarse a la intemperie, más o menos a escondidas en lugares de libre concurrencia, no es ninguna novedad. Evocando un famoso poema de Gloria Fuertes, bien sabemos que la gente siempre se ha besado por los caminos. Pero no es menos cierto que es en la modernidad en la que la noción de "escándalo público" parece pensada para tipificar incluso penalmente lo que se tiene por una de expresiones de la concepción desolada e inhóspita de las ciudades propia del todo el pensamiento antiurbano, avivado con los grandes procesos de metropolización que se generalizan a lo largo del siglo XIX. La inmoralidad generalizada que impera en el infierno urbano es lo que denuncia, por ejemplo, José Martí en su "Amor de ciudad grande", a partir de su experiencia neoyorkina: "Se ama de pie, en las calles, entre el polvo / De los salones y las plazas; muere / La flor el día en que nace". Esa misma imagen es la que inspira a Jacques Prévert en uno de los poemas de Espectáculo (1951), donde muestra su cercanía con quienes no tienen donde refugiar voluptuosidades que no les son permitidas: "Los niños que se aman se abrazan de pie / Contra las puertas de la noche / Y los paseantes que pasan los señalan con el dedo". La exhibición de la lascivia de pie y ahi afuera que contemplan tanto Martí como Prévert desmiente, desobedece y resignifica una concepción dominante del contraste entre público y privado, de acuerdo con la cual la sexualidad debe ser administrada en el ámbito doméstico, una domesticación literal cuyo escenario institucional debe ser el lecho marital.
Pero todavía hay un nivel de mayor trascendencia sociológica en el trabajo de José Antonio Langarita, una implicación que hace en especial pertinente la referencia a la Cloe de Italo Calvino, esa ciudad en la que, a veces, el deseo entre viandantes se realiza. Si ese aspecto merece ser subrayado es porque nos informa de lo que podríamos llamar la quintaescencia de esa forma específica de vida social en lugares públicos de cualquier ciudad, como escenario de una urdimbre inmensa de entrecruzamientos pasajeros que está en todo momento en condiciones de conocer los más insólitos e inesperados acontecimientos, microscópicos o tumultuosos, íntimos o históricos, portentosos o devastadores. En ese extraordinario ballet de figuras cuya trayectoria se seca se desarrolla una dialéctica ininterrumpida de exposiciones, en el doble sentido de exhibiciones y puestas en riesgo, dado que ahí no queda más remedio que quedar a merced no solo del examen de los demás, sino también de sus iniciativas. En ese marco de coincidencia masiva, el esfuerzo constante de los transeúntes por evitar todo contacto físico, hasta el mínimo roce, se trunca cuando surge la oportunidad para que estalle un cuerpo a cuerpo siempre latente y a la espera y quienes hasta hacia un momento eran tan ajenos los unos a los otros se enzarcen en luchas o abrazos.
Lo que la práctica del cruising dramatiza es en realidad la conclusión radical de una lógica que ya rige de ordinario las relaciones entre desconocidos o conocidos "de vista" en espacios públicos. En ellos, los usuarios cotidianos se abandonan a un tipo de sociabilidad basada en ojeadas rápidas que organizan lo percibido en un sistema clasificatorio elemental, pero operativo, a partir del cual se puede distinguir el estado de accesibilidad de cada individuo con quien se coincide de manera momentánea y que, a su vez, ha brindado información que le hace inteligible en función de objetivos relacionales concretos, que pueden ir de la mutua desatención a la interacción focalizada. En tal terreno, las palabras juegan un papel mínimo o inexistente, puesto que las negociaciones entre quienes comparten cada situación se basan en inferencias que procuran glosas corporales codificadas y lo que los etólogos llaman displays de intención. De ahí esa importancia de los protocolos y reglas de cortesía, que no son sino microrrituales, formas de paralenguaje, ese tipo de lenguaje que se emplea precisamente para no tener que hablar.
En apariencia, ese orden de relaciones que ordena endógenamente un lugar público —y que, repitamos, se exacerba al máximo en el cruising gay— se desarrolla entre individuos que no se conocen y que reclaman su derecho al anonimato, es decir su derecho a definirse e identificarse aparte, en privado. Se supone que esa arena social están siendo usada por masas corpóreas anónimas, que están ahí como seres desafiliados que esperan ser aceptados a partir de su competencia para comportarse adecuadamente, esto es para guardar las formas, actuar de acuerdo a las normas sobreentendidas que organizan el espacio en que coinciden. Otra cosa es que ese pacto de neutralidad se vea refutado en cuanto determinados rasgos en un presunto desconocido le denotan como poseedor de una identidad desacreditada —origen étnico, clase social, edad, etc.—, lo que automáticamente lo inhabilita para participar plenamente de una vida pública que no es nunca, aunque se proclame, vida entre iguales.
La ciudad es en cierto modo una sociedad óptica, es decir una sociedad de miradas y seres mirados que se miran y te miran, aunque sea de soslayo. Quienes transitan por sus aceras se visibilizan en superficies en las que lo que cuenta es, ante todo, lo observable de inmediato y, a partir de ahí, lo intuido o lo insinuado mucho más que lo sabido. En ese espacio de percepciones instantáneas, de apariciones y aparecidos de improviso, hay veces en que cada cual es poco más que el momento preciso en que se cruza con alguien a quien hubiera podido amar. Lo que se nos describe y analiza a continuación es un universo de encuentros fugaces entre homosexuales que tienen la valentía de llevar hasta el final lo que millones de miradas furtivas entre desconocidos reclaman y no obtienen por prisa o por cobardía. Su sexo a primera vista no hace sino cumplir lo que esas miradas anhelan sin conseguir, que no es otra cosa que mezclarse por fin con el cuerpo de aquel o aquella que pasa.