La foto es de Tanvi Misra para CityLab |
Final de “El miedo al gueto (o por qué se procura evitar la concentración excesiva de pobres en la ciudad)”. En Exceso y escasez en la era global. La nueva complejidad de la política, la economía, el sujeto, la ciudad y el arte, Obra Social de la Caja Canarias, Las Palmas, 2009, pp. 132-153
SOBRE LAS POLÍTICAS URBANÍSTICAS DE DISPERSIÓN
DE POBRES
Manuel Delgado
En todo proyecto urbanístico siempre hay mucho más que una mera
intención ordenadora que emplea para sus fines determinadas composiciones
formales. Existe, tras de cada iniciativa en materia urbanizadora, una doctrina
relativa a lo que se quiere que suceda o que no suceda en ella, a qué tipo de
acontecimientos se pretende propiciar o evitar a toda costa. En ese orden de
cosas, la hipótesis según la cual las dificultades a la hora de controlar
políticamente y policialmente los barrios populares de bloques fue una de las
razones que determinaron su abandono como tipología es plausible. Ahora bien,
lo que debería estar claro es que entre estos factores que, incluyendo aquél o
no, provocaron el declive de los barrios populares de bloques no figura el de
la solución definitiva de los problemas de acomodo de los más desfavorecidos
que justificaron su generalización. Las detestables y detestadas
ciudades-dormitorio de los sesenta resultaron de una intervención pública que
ensayó soluciones al cada vez más acuciante problema de la vivienda, un
problema que hasta entonces había sido aliviado a través de la igualmente
detestable alternativa de la autoconstrucción en agrupaciones chabolistas.
No se discute que tanto una solución como la otra fueron indeseables y
es difícil justificar un elogio tanto de la infravivenda barraquista cómo de la
construcción casi fraudulenta de bloques en pésimas condiciones. Ahora bien, eran
ciertamente soluciones, y soluciones a un problema que no ha dejado nunca
de existir, si es que en ciertos sentidos no se ha agudizado con la
persistencia de una demanda que continúa bien activa: la de los jóvenes que
quieren constituir nuevos hogares, la de las personas mayores y los
empobrecidos en general que sólo pueden pagar alquileres muy bajos y, una vez
más, como siempre, la procedente de una inmigración hacia las grandes ciudades
de capitalismo avanzado que se ha vuelto a intensificar por las demandas de los
nuevos ciclos económicos.
El caso de las dinámicas migratorias que atraen a los núcleos urbanos a
individuos y familias destinados a alimentar el mercado laboral es elocuente.
Ese mismo tipo de población procedente del exterior que en fases anteriores se
había asentado en barrios de
autoconstrucción y luego en los grandes barrios de bloques en las periferias
urbanas, se ve hoy condenada a vivir en unas crecientes condiciones de
clandestinidad, no sólo jurídica y laboral, sino también habitacional. Sin
ningún tipo de previsión de vivienda social para ellos, se les obliga a dispersarse por la trama
urbana en busca de la escasa oferta de vivienda asequible para ellos.
La situación en el Estado español no es menos desoladora por lo que hace
a políticas de vivienda social poco menos que inexistentes. Los núcleos de
bloques que sirvieron en su día para realojar a los chabolistas han heredado su
estigma y continúan siendo un foco de miseria
y marginación que los planes de rehabilitación de seguro que ni siquiera
lograrán aliviar. Barcelona. Ya hemos visto que el proceso que, partir de los años 70, lleva a una recuperación capitalista de los
centros urbanos, rehabilitados para convertirlos en polo de atracción para
clases medias y altas dispuestas a reinstalarse en cascos viejos vendidos como
cargados de valores históricos y sentimentales, ha conllevado políticas masivas
de desalojo de antiguos inquilinos, muchas veces mediante el hostigamiento y la
coerción. Los barrios de bloques ocupados por la antigua clase obrera defienden
las prerrogativas conseguidas mediante la movilización y con frecuencia se
blindan ante nuevos vecinos que puedan alterar la ya de por si precaria
estabilidad social obtenida, con frecuencia concretada en viviendas de
propiedad que han resultado de lo que fuera la política franquista de “un operario,
un propietario”.
En tal marco, las oleadas de inmigrantes que llegan
convocados por las demandas de mano de obra informal acaban encontrando viviendas
igualmente informales, auténticos sumideros en zonas depauperadas, hacinándose
en pisos ruinosos –por los que pagan alquileres abusivos–, aprovechando
pensiones ilegales, realquilando habitáculos a veces insólitos –balcones,
patios interiores, camas calientes, apartamentos rotatorios...– u ocupando
fincas rurales abandonadas. Los jóvenes precarizados tienen pocas posibilidades
de adquirir un piso a precio de mercado y sin posibilidad de encontrar algo
asequible en un mercado de alquiler prácticamente inexistente, pero, si existe
algún amago de iniciativa inmobiliaria de protección oficial, se cuida
enseguida de advertir que sus destinatarios serán justamente compradores o
inquilinos jóvenes, cuya pobreza se entiende que es provisional y superable, en
contextos en que no se contempla la posibilidad de que alguien pueda pertenecer
o acabar perteneciendo a algo que no sea una abstracta clase media universal.
Toda iniciativa en materia de alojamiento social masivo es rápidamente tildada
de promotora de guetos y cuestionada.
No es cuestión de insistir más en las dimensiones del problema de la vivienda
en Europa y en España en particular, pero sí que la alternativa a las viejas
políticas de construcción social no ha sido nuevas políticas de construcción
social, sino la dimisión de entender la vivienda como un servicio público y la
renuncia casi absoluta a plantearse la cuestión de su inaccesibilidad para una
buena parte de la población. Es más, parece que la situación se invierte. Si en
los 60 y 70 se pudo ser testigo de expropiaciones masivas de suelo privado por
parte de la Administración, ahora son los Ayuntamientos los que se dejan expropiar
por las inmobiliarias, en la medida en que han descubierto que poner terrenos
públicos al servicio de la promoción privada y la especulación constituye una
de sus grandes fuentes de recursos, sino la más importante.
El resultado final: un marco definido por la casi desaparición de la
vivienda protegida y de promoción pública, una oferta de alquileres cada vez
más escasa y más cara y aun la desaparición de las pensiones baratas en los
centros urbanos deteriorados, que eran el último recurso de las personas en
situación más precaria. Pero si acaso la preocupación por la vivienda social se
recuperara y se retomara el papel central de la gestión pública en el
crecimiento urbano, está claro que no se traduciría en una revitalización de lo
que fueron las políticas de grandes conjuntos residenciales para las clases
populares, ni la tipología de los desprestigiados polígonos de viviendas. Y es
probable que en el descarte de este tipo de opción figure el fracaso de este
formato urbanístico en orden a purgar la vida urbana de su crónica tendencia al
conflicto y su predisposición a ser justamente lo contrario de lo que se
preveía que fueran, es decir núcleos desde los cuales los poderosos recibieran
noticia de la consubstancial condición ingobernable de las ciudades.