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Resum de la classe del dia 3/10/2017 de la asignatura Antropología de los Espacios Urbanos del Máster de Antropología y Etnografía de la Universitat de Barcelona
CULTURA URBANA Y CULTURA URBANÍSTICA
Manuel Delgado
La relación entre cultura urbana -el conjunto de maneras de vivir en espacios
urbanizados- y cultura urbanística -asociada a la estructuración de las
territorialidades urbanas- ha sido crónicamente polémica. Los arquitectos
urbanistas trabajan a partir de la pretensión de que determinan el sentido de
la ciudad a través de dispositivos que quieren dotar de coherencia a conjuntos
espaciales altamente complejos. La labor del proyectista es la de trabajar a partir
de un espacio esencialmente representado o, más bien, concebido,
que se opone a las otras formas de espacialidad que caracterizan la practica de
la urbanidad como forma de vida: espacio percibido, vivido, usado... Su
pretensión: mutar lo oscuro por algo más claro. Su obsesión: la legibilidad. Su
lógica: la de una ideología que se quiere encarnar, que aspira a convertirse en
operacionalmente eficiente y lograr el milagro de una inteligibilidad absoluta.
La labor del urbanista es la de organizar la quimera política de una ciudad
orgánica y tranquila, estabilizada o, en cualquier caso, sometida a cambios
amables y pertinentes, protegida de la obcecación de sus habitantes por hacer
de ella un escenario para el conflicto, a salvo de los desasosiegos que suscita
lo real. Su apuesta es a favor de la polis a la que sirve y en contra de
la urbs, a la que teme. Para ello se vale de un repertorio formal hecho
de rectas, curvas, centros, radios, diagonales, cuadrículas, pero en el que
suele faltar lo imprevisible y lo azaroso. En su vocación demiúrgica, buen
número de arquitectos y diseñadores urbanos se piensan a sí mismos como
ejecutores de una misión semidivina de imponerle órdenes preestablecidos a la
naturaleza, en función de una idea de progreso que considera el crecimiento
ilimitado por definición y entiende el usufructo del espacio como inagotable.
Asusta ante todo que algo escape a una voluntad insaciable de control,
consecuencia a su vez de la conceptualización de la ciudad como territorio
taxonomizable a partir de categorías diáfanas y rígidas a la vez -zonas, vías,
cuadrículas- y a través de esquemas lineales y claros. Espanta ante todo lo
múltiple, la tendencia de lo diferente a multiplicarse sin freno, la
proliferación de potencias sociales percibidas como oscuras. Y, por supuesto,
se niega en redondo que la uniformidad de las producciones arquitectónicas no
oculte una brutal separación funcional en la que las claves suelen tener que
ver con todo tipo de asimetrías que afectan a ciertas clases, géneros, edades o
etnias.
En los espacios urbanos
arquitecturizados -edificios o plazas- parece como si no se previera la
sociabilidad, como si la simplicidad del esquema producido sobre el papel o en
maqueta no estuviera calculada nunca para soportar el peso de las vidas
relacionadas que van a desplegar ahí sus iniciativas. En el espacio diseñado no
hay presencias, lo que implica que por no haber, tampoco uno encuentra
ausencias. En cambio, el espacio urbano real -no el concebido- conoce la
heterogeneidad innumerable de las acciones y de los actores. Es el proscenio
sobre el que se negocia, se discute, se proclama, se oculta, se innova, se
sorprende o se fracasa. Escenario sobre el que uno se pierde y da con el
camino, en el que espera, piensa, encuentra su refugio o su perdición, lucha,
muere y renace infinitas veces. Ahí no hay más remedio que aceptar someterse a
las miradas y a las iniciativas imprevistas de los otros. Ahí se mantiene una
interacción siempre superficial, pero que en cualquier momento puede conocer desarrollos
inéditos. Espacio también en que los individuos y los grupos definen y
estructuran sus relaciones con el poder, para someterse a él, pero también para
insubordinarse o para ignorarlo mediante todo tipo de configuraciones
autoorganizadas.
La utopía imposible que el proyectador busca establecer en la maqueta o en el
plano es la de un apaciguamiento de la multidimensionalidad y la inestabilidad
de lo social urbano. El arquitecto puede vivir así la ilusión de un espacio que
está ahí, esperando ser planificado, embellecido, funcionalizado..., que
aguarda ser interrogado, juzgado y sentenciado. Se empeña en ver el espacio
urbano como un texto, cuando ahí sólo hay textura. Tiene ante sí una
estructura, es cierto, una forma. Hay líneas, límites, trazados, muros de
hormigón, señales... Pero esa rigidez es sólo aparente. Además de sus grietas y
sus porosidades, oculta todo tipo de energías y flujos que oscilan por entre lo
estable, corrientes de acción que lo sortean o lo transforman.
De ahí esa fundamental
distinción entre la ciudad y lo urbano debida a Henri Lefebvre1. La ciudad es
un sitio. Lo urbano es algo parecido a una ciudad efímera, "obra perpetua
de los habitantes, a su vez móviles y movilizados por y para esa obra". Lo
urbano es una forma radical de espacio social, escenario y producto de lo
colectivo haciéndose a sí mismo, un territorio desterritorializado en el que no
hay objetos sino relaciones diagramáticas entre objetos, bucles, nexos
sometidos a un estado de excitación permanente.
Su personaje
central -el animal urbano- es, escribe Lefebvre en El derecho a la ciudad, "polivalente, polisensorial, capaz de
relaciones complejas y transparentes con 'el mundo' (el contorno o él
mismo)". Su asunto, relaciones sociales hechas de simultaneidad, dislocación
y confluencia. Su espacio -el espacio de y para lo urbano como "lugar de
deseo, desequilibrio permanente, sede de la disolución de normalidades y
presiones, momento de lo lúdico e imprevisible"- no es un esquema de
puntos, ni un marco vacío, ni un envoltorio, ni tampoco una forma que se le
impone a los hechos... Es una actividad, una acción interminable cuyos
protagonistas son esos usuarios que reinterpretan la obra del diseñador a
partir de las formas como acceden a ella y la utilizan al tiempo que la
recorren. Esa premisa desactiva cualquier pretensión de naturalidad, de
inocencia, de trascendencia o de transparencia, puesto que el espacio urbano
es, casi por principio, indiscernible. Ese espacio no es el resultado de una
determinada morfología predispuesta por el diseñador, sino de una articulación
de cualidades sensibles que resultan de las operaciones prácticas y las
esquematizaciones tempo-espaciales en vivo que procuran los viandantes, sus
deslizamientos, los estancamientos, las capturas momentáneas que un determinado
punto puede suscitar. Dialéctica ininterrumpidamente renovada y
autoadministrada de miradas y exposiciones.