Artículo publicado en El Periódico de Catalunya el 9 de agosto de 1993, a raíz de la fotografía que aquí reproduzco de Marta Ferrusola, esposa del presidente de la Generalitat de Catalunya, lanzándose en paracaidas en Empuriabrava.
HAGA VIDA SANA: TÍRESE POR UN BARRANCO
Manuel Delgado
¿Sería adecuada la
difusión de una imagen de Marta Ferrusola fumándose un pitillo? ¿Verdad que no?
Como tampoco nos será dado contemplar al conseller
Lluís Alegre conduciendo sin llevar colocado el cinturón de seguridad. Ni
una ni otro pueden ser mostrados protagonizando ninguna de estas situaciones
que encarnan instituciones hagan publicidad de lo que hoy se da en llamar
conductas de riesgo.
En cambio, esas personas
–absolutamente respetables, por lo demás- acaban de contribuir a la promoción
institucional de los llamados deportes de aventura, lanzándose públicamente en
paracaídas desde una considerable altura. Es decir, que las mismas instancias
que nos advierten constantemente de las infinitas amenazas para la salud y la
seguridad física que nos rodean y que nos invitan a ejecutar todo tipo de ritos
de purificación para preservarnos de accidentes y contagios, nos sugieren que
practiquemos actividades consistentes básicamente en jugarse uno la vida. Se
nos angustia con lo que nos espera si no vigilamos el nivel de colesterol, al
tiempo que se nos convence de lo sano y natural que es tirarse desde lo alto de
un puente o precipicio. Que una persona se ahogue en la playa de Barcelona
puede convertirse en una cuestión de Estado; que alguien se estrelle
practicando el ala delta o descendiendo por un barranco es una lamentable
anécdota que apenas merece una gacetilla en la prensa.
Podría parecer una simple
sintonía de esquizofrenia, pero no lo es. La lógica secreta de la importancia
oficial concedida a este tipo de deportes tiene que ver con su condición de
escuela en que los más osados ensayan técnicas de control sobre circunstancias
adversas. Así, la gran masa de ciudades son sometidas a control mediante una
cada vez más tupida red de prohibiciones y tabúes cotidianos, destinados a que
cualquier desgracia personal sea inmediatamente interpretada como el castigo
por la transgresión de una norma. Como ocurre con quienes ingresan en la
cárcel, se trata de que quien ingresa en un hospital por accidente o enfermedad
sienta y haga sentir a quienes le rodean aquello de que “algo habrá hecho”.
Por el contrario, los
deportes de aventura son practicados por una minoría selecta de arrojados que
se enfrentan a situaciones de peligro excepcionales y en marcos más o menos no
civilizados. Las emociones que experimentan no son, como suele pensarse, la
causa sino la consecuencia de su actividad. La razón profunda es más bien que
el enfrentamiento y la victoria sobre la naturaleza constituyen modelos para
una ideología del éxito que concibe la vida como empresa de riesgo, en la que
los logros dependen del atrevimiento y de la capacidad de vencer obstáculos y
contrariedades.
La base ética del deporte
de aventura habría que buscarla en una de las novelas emblemáticas del
puritanismo inglés del siglo XVIII: Robinson Crusoe, la célebre obra de Defoe.
En ella, un hombre blanco debía enfrentarse, solo y con la única ayuda de la
razón, tanto a las fuerzas de la naturaleza como a los salvajes. En esa línea,
el imaginario de la cultura occidental no ha dejado de proveer de personajes –
de Tarzán a Indiana Jones- que muestran la innata superioridad del héroe
calvinista –práctico, individualista, emprendedor, autónomo, audaz, con dominio
de sí –sobre la naturaleza (incluida la suya propia, sus mismas pasiones) y
sobre las otras formas de humanidad: negros, indios, asiáticos…
No se olvide que esa
misma filosofía fue la que animó a los boy-scouts,
organización inspirada tanto en la masonería liberal como en el militarismo
imperial británico, que si no se ha vista afectada por la persecución
antisectaría es porque de siempre ha sido un lugar de encuadramiento de jóvenes
y niños para su iniciación en el espíritu del pionero, es decir, para ser
adoctrinados en la ideología de combate del liberalismo capitalista. Esa
mentalidad esculturista, que invita a los jóvenes a ser escuchas o exploradores –es
decir, avanzadilla de tropa en patrulla de reconocimiento-, entiende la
naturaleza como una metáfora de la sociedad competitiva, como territorio a
someter y a colonizar, a partir de una combinación de iniciativa personal,
disciplina y trabajo en equipo. Esa tendencia que inició el movimiento fundado
por Baden-Powell, y que es el precedente directo de la afición por la aventura
en marcos naturales, ha acabado por imponerse, y hoy enviamos cada verano a
nuestros hijos de colonias o de campamentos, sin darnos cuenta de que
contribuimos a una militarización generalizada de la infancia.
Obsérvese el diseño de
los nuevos parques urbanos para niños. Muchos están directamente inspirados en
ese culto a la aventura exótica que está saturando de cretinos junglas,
desiertos, ríos y sabanas del mundo entero y de latas de Coca-Cola las cumbres
de Himalaya. Otros cada vez recuerdan más las llamadas pistas americanas,
empleadas para el adiestramiento militar.
Teorías aparte, ya sabe:
si aprecia en algo su integridad física y su salud, no fume, coma con
moderación, use preservativos, conduzca con cinturón y, sobre todo, tírese cada
fin de semana desde 4.000 metros de altitud.