La Ville Radieuse de Le Corbusier (1933) |
Propuesta de comunicación para el IX Congreso Geocrítica 2016
LA CIUDAD IDEAL COMO DERROTA FINAL DE LO URBANO
Manuel
Delgado
Entre las raíces morales de la utopía urbanística está el referente cristiano del advenimiento de una tierra sin mal, cuya
concreción es una ciudad: la Nueva Jerusalén de la promesa escatológica del
Apocalipsis, modelo de todas las utopías urbanísticas posteriores.
La utopía es, en efecto, un modelo topográfico que
se fundamenta en la inspiración celestial de una estructura espacial y
constructiva organizada de manera lógica, de la que resulta una ciudad no solo
modelada, sino también modélica. Los monasterios medievales ya eran, de alguna
forma, concreciones que anticipaban el sueño bíblico de la Ciudad Ideal. Más
adelante, la sociedad urbana perfecta concebida por Francesc d'Eiximenis en el siglo XIV, de acuerdo con las profecías milenaristas de Joaquim de Fiore;
las utopias renacentistas —Alberti, Filarete, Di Giorgio, o barrocas— Moro, Doni, Campanella, Bacon—, implicaron idéntica
proyección urbanística de perfección socioespacial, una morfología hecha de
círculos y polígonos perfectos, de volúmenes simétricos y de repeticiones, que
pretenden inspirar idéntica regularidad en las relaciones políticas y sociales
reales. A las ciudades ideales católicas le seguirá la reformada, la
Cristianópolis del pietista Johann Valentin Andreae, en
el siglo XVII. En todos los casos, la ortogonización del espacio se convierte
en ortogonización de la sociedad que hace uso de ella.
Casi siempre encontramos en medio de esa ciudad
perfecta un volumen arquitectónico que remite a las fuentes trascendentes de la
armonía social obtenida y expresa una síntesis en piedra de los valores universales
en que se funda. En el centro de Bensalem, la capital de la Nueva Atlántida de
Bacon, la Casa de Salomón;
también en el centro del anillo más interno de la Civita Solis de Campanella, la residencia del
sacerdote supremo, de forma circular, seis veces mayor que la catedral de
Florencia, el mismo referente que adopta el templo que describe Anton Francesco
Doni en el núcleo de la Ciudad Radiante, que aloja
cien sacerdotes y cuya cúpula sobrepasaría cuatro o cinco veces la de Santa
Maria di Fiore. Tanto el utopismo ilustrado del XVIII —Morelly,
Babeuf—, como el socialismo
utópico del XIX —Owen, Fourier, Cabet, Saint-Simon; incluso la menos
autoritaria de Bellamy— vuelven a insistir en torno a la misma idea de
congruencia urbana que, como es sabido, inspirará proyectos como el de Cerdà en
Barcelona, inventor del urbanismo como ciencia de la
ciudad planificada. En el centro del falansterio, el templo, no por casualidad
al lado mismo de la torre de vigilancia.
Es cierto que el proyecto urbano no aparece en el
mundo contemporáneo ya como teológico, sino más bien racional y práctico,
fundamentado en conocimientos geométricos, matemáticos, técnicos, así como en
principios jurídicos, políticos y éticos laicos, pero eso no debe ocultar que
se está en todos los casos ante una teleología secularizada, en nombre de la
cual el enclave consagrado a las nuevas divinidades domina el paisaje. El
Movimiento Moderno y sus utopías —la Usonia de Wright, la Ville Radieuse de Le
Corbusier— repiten ese talante alucinado de todo
urbanismo, angustiado por las indisciplinas que una vez y otra alteran una
imposible armonía del espacio, obcecados
también en hacer de él ejemplo a seguir.
Para ello la sociedad urbanizada no puede ser sino una sociedad dócil,
protegida de toda inestabilidad, a salvo de no importa qué excepción respecto
de los mecanismos precisos que la hacen posible, todo al servicio de la ciudad
imposible con que sueñan los técnicos de la ciudad, un anagrama morfogenético
que evoluciona sin traumas.
El urbanismo nace y existe como un dispositivo
tanto ideológico como técnico-administrativo destinado a la reordenación de
ciudades percibidas como inaceptables. La insistente representación de la ciudad como
lugar de perdición y estridencias es congruente con la vocación utópica del
urbanismo, puesto que todo proyecto utópico no existe contra el orden sino
contra el desorden percibido y como respuesta ante la desestructuración generalizada
de cualquier forma de vertebración social que caracteriza, según sus
detractores, la vida metropolitana contemporánea, con su tendencia tanto a la hibridación como a la desobediencia.
En ese sentido, las ciudades contemporáneas
reproducen el desacato contra el que se concibió el proyecto alucinado y milenarista
de la Nueva Jerusalén: Babel, la ciudad que desatiende el mandato divino de
euritmia y estabilidad y encarna un proyecto específicamente humano de
organización social, es decir que se funda sobre una blasfema
suplantación-exclusión de Dios. Babel forma parte de una saga de ciudades-ramera
—Babilonia, Ninive, Enoc, Sodoma, Gomorra, Roma— que son representadas como
espacios caóticos, saturados de signos flotantes, ilegibles, hipersocializados,
recorridos constantemente y en todas direcciones por una multitud anónima y
plural hasta el infinito, a veces iracunda, a veces invisible, magma turbulento
y espontáneo de imposible lectura. Reverso en clave humana de la ciudad
celestial, prístina y esplendorosa, comprensible, tranquila, lisa, ordenada,
dividida en comarcas fáciles, pero no por ello accesibles. De ahí que el
urbanismo asuma una misión que no deja de ser divina, puesto que es la que
encomienda un dios que detesta la ciudad real, infame y sacrílega, indiferente a las
regulaciones e incapaz de regularidades, puesto que se nutre de lo mismo que la
altera.
El urbanismo pretende ser ciencia y técnica, cuando
no es sino discurso, y un discurso que querría funcionar a la manera de un
ensalmo mágico que desaloje o domestique el diablo de lo urbano, es decir la
incertidumbre de las acciones humanas, los imprevistos caóticos que siempre
acechan, la insolencia de los descontentos. El urbanista se conduce como un
agente divino que lucha contra ángeles caídos que se niegan a rendirse.