Foto de Gustavo Gomes |
Apuntes para la clase Antropologia de los Espacios Urbananos y la Globalización del 8/19/15
DEFINICIÓN Y NATURALEZA DE LO URBANO
Manuel Delgado
La primera clase la dediqué a dilucidar una distinción: la que separa la ciudad de lo urbano. La ciudad no es lo urbano. La ciudad es una composición espacial definida por la alta densidad poblacional y el asentamiento de un amplio conjunto de construcciones estables, una colonia humana densa y heterogénea conformada esencialmente por extraños entre sí. La ciudad, en ese sentido, se opone al campo o a lo rural, ámbitos en que tales rasgos no se dan.
Lo urbano, en cambio, es otra cosa. Podríamos definirlo como un estilo de vida marcado por la proliferación de urdimbres relacionales deslocalizadas y precarias. Lo urbano sería "ese proceso consistente en integrar crecientemente la movilidad espacial en la vida cotidiana, hasta un punto en que ésta queda vertebrada por aquélla" (Jean Remy, La ville : vers une nouvelle definition?, L´Harmattan). La inestabilidad se convierte entonces en un instrumento paradójico de estructuración, lo que determina a su vez un conjunto de usos y representaciones singulares de un espacio nunca plenamente territorializado, es decir sin marcas ni límites definitivos.
En los espacios urbanos los vínculos son preferentemente laxos y no forzosos, los intercambios aparecen en gran medida no programados, los encuentros más estratégicos pueden ser fortuitos, domina la incerteza sobre interacciones inminentes, las informaciones más determinantes pueden ser obtenidas por casualidad y el grueso de las relaciones sociales se produce entre desconocidos o conocidos "de vista". A partir de esa definición, podriamos afirmar que hay ciudades poco o nada urbanas, en las que la movilidad y la accesibilidad no están aseguradas, como ocurre en los escenarios de conflictos que compartimentan el territorio ciudadano y hacen difíciles o imposibles los tránsitos. En cambio, no hay razón por la cual los espacios naturales abiertos o las aldeas más recónditas no puedan conocer relaciones tan típicamente urbanas como las que conocen una plaza o el metro de cualquier metrópolis.
Lo opuesto a lo urbano no es lo rural –como podría parecer–, sino una forma de vida en la que se registra una estricta conjunción entre la morfología espacial y la estructuración de las funciones sociales, y que puede asociarse a su vez al conjunto de fórmulas de vida social basadas en obligaciones rutinarias, una distribución clara de roles y acontecimientos previsibles, fórmulas que suelen agruparse bajo el epígrafe de tradicionales o premodernas. En un sentido análogo, también podríamos establecer que lo urbano, en tanto que asociable con la puesta a distancia, la insinceridad y la frialdad en las relaciones humanas con nostalgia a la pequeña comunidad basada en contactos cálidos y francos y cuyos miembros compartirían –se supone– una cosmovisión, unos impulsos vitales y unas determinadas estructuras motivacionales. Visto por el lado más positivo, lo urbano propiciaría un relajamiento en los controles sociales y una renuncia a las formas de vigilancia y fiscalización propias de colectividades pequeñas en que todo el mundo se conoce. Lo urbano, desde esta última perspectiva, contrastaría con lo comunal.
De lo urbano cabría decir también que su ser otra cosa consiste en reconocerse como una labor, un trabajo de lo social sobre sí : la sociedad «manos a la obra», produciéndose, haciéndose y luego deshaciéndose una y otra vez, empleando para ello materiales siempre perecederos. Podría decirse, en otras palabras, que lo urbano está constituído por todo lo que se opone a no importa qué cristalización estructural, puesto que es fluctuante, aleatorio, fortuito..., es decir reuniendo lo que hace posible la vida social, pero antes de que haya cerrado del todo tal tarea, justo cuando está manos a la obra, como si hubiéramos sorprendido a la materia prima societaria en estado ya no crudo, sino en un proceso de cocción que nunca nos será dado ver concluído. Si las instituciones socio-culturales primarias –familia, religión, sistema político, organización económica– constituyen, a decir de Pierre Bourdieu, estructuras estructuradas y estructurantes –es decir sistemas definidos de diferencias, posiciones y relaciones que organizan tanto las prácticas como las percepciones–, podríamos decir que las relaciones urbanas son, en efecto, estructuras estructurantes, puesto que proveen de un principio de vertebración, pero no aparecen estructuradas –ésto es concluídas, rematadas–, sino estructurándose, en el sentido de elaborando y reelaborando constantemente sus definiciones y sus propiedades, a partir de los avatares de la negociación ininterrumpida a que se entregan unos componentes humanos y contextuales que raras veces se repiten.
La antropología urbana, entendida como antropología de lo urbano, debería presentarse entonces más bien como una antropología de lo que define la urbanidad como forma de vida : de disoluciones y simultaneidades, de socialidades minimalistas y frías, de vínculos débiles y precarios conectados entre sí hasta el infinito, pero en los que los cortocircuitos no dejan de ser frecuentes.
Esa antropología urbana se asimilaría en gran medida con una antropología de los lugares públicos, es decir de esas superficies en que se producen deslizamientos de los que resultan infinidad de entrecuzamientos y bifurcaciones, así como escenificiaciones que no se dudaría en calificar de coreográficas. ¿Su protagonista? Evidentemente, ya no comunidades coherentes, homogéneas, atrincheradas en su cuadrícula territorial, sino los actores de una alteridad que se generaliza : paseantes a la deriva, extranjeros, viandantes, trabajadores y vividores de la vía pública, disimuladores natos, peregrinos eventuales, viajeros de autobús, citados a la espera... Todo aquello en que se fijaría una eventual etnología de la soledad, pero también grupos compactos que deambulan, nubes de curiosos, masas efervescentes, coágulos de gente, riadas humanas, muchedumbres ordenadas o delirantes..., múltiples formas de sociedad peripatética, sin tiempo para detenerse, conformadas por una multiplicidad de consensos "sobre la marcha". Todo lo que en una ciudad puede ser visto flotando en su superficie, estructuras líquidas, ejes que organizan la vida social en torno suyo, pero que raras veces son instituciones estables, sino una pauta de fluctuaciones, ondas, situaciones, cadencias irregulares, confluencias, encontronazos...
Esa antropología urbana entendida no como en o de la ciudad, sino como de las inconsistencias, inconsecuencias y oscilaciones en qué consiste la vida pública en las sociedades modernizadas, no puede pretender partir de cero. Antes bien, debería reconocer su deuda con las indagaciones y los resultados aportados por corrientes sociológicas que, desde las primeras décadas del siglo, anticiparon métodos específicos de observación y de análisis para lo urbano. Estos teóricos de la inestabilidad social tampoco surgieron a su vez de la nada. En cierto modo vinieron a formalizar en el plano de las ciencias sociales todo lo que antes, y en torno a la noción de modernidad, había prefigurado una tradición filosófica que, constatando la creciente disolución de la autoridad de la costumbre, la tradición y la rutina, se fija en lo que ya es ese «torbellino social» del que hablara por primera vez Rousseau en La nueva Eloisa. Esa misma impresiòn será organizada ideológicamente por Marx y Engels –«inquietud y movimiento constantes..., todo lo sólido se desvanece en el aire», como rezaba el Manifiesto comunista y nos recordara más tarde Marshall Berman en el título de un famoso libro suyo, Todo lo sólido se desvanece en el aire, Siglo XXI–, pero también por Nietzsche. En literatura, Baudelaire, Balzac, Gogol, Poe, Dostoievski, Dickens o Kafka, entre otros, harán de esa zozobra el tema central de sus mejores obras. La lectura que tenía prevista para aquella clase —y que aplacé para la siguiete— de El pintor de la vida moderna, de Charles Baudelaire, vendría a ilustrar ese ánimo.