Centro histórico de Quito. La foto es de Matthew Gelentere |
LA EXPULSIÓN DE LA HISTORIA DE LOS CENTROS HISTÓRICOS
Manuel Delgado
¿Qué es un "centro histórico"? En el Coloquio de Quito de 1977, en el que se estableciera el valor central de esa categoría, se postulaba una definición que remitía a "todos aquellos asentamientos humanos vivos, fuertemente condicionados por una estructura física proveniente del pasado, reconocibles como representativos de la evolución de un pueblo". Se insistía en que "tal formación plantea como uno de los requisitos esenciales de los centros históricos que incluyan un núcleo social y cultural vivo". Semejante acepción descartaba que un centro histórico pudiera devenir un área museificada, es decir una parcela de la ciudad de la que la vida real sistemática y continuada hubiera sido retirada. Ni siquiera era indispensable que hubiera fragmentos dotados de valor arqueológico o "histórico", es decir relativo a "grandes acontecimientos" del pasado. Lo que verdaderamente hacía reconocible un centro como dotado de valor protegible no era solo la nobleza cultural o artística de sus componentes o del conjunto, sino que estuviera vivo, es decir que tuviera pasado, pero también presente; que allí pudieran percibirse, como en un nicho geológico, los diferentes estratos del desarrollo de una comunidad urbana, el último de los cuales debía estar todavía activo.
Han pasado más de siete lustros y esa definición está muy lejos de haber orientado los criterios que jerarquizan los espacios de una ciudad para destacar alguno como tesoro. La perspectiva experta establece que un centro histórico es un conglomerado monumental promocionable en virtud de ciertos valores abstractos de los que supone que es condensación. Una vez así considerado, el centro homologado como riqueza cultural se constituye en una especie de área protegida en la que recibe derecho a existir una cierta Verdad que, si no fuera por el recinto reservado en que se la confina, peligraría por causa de los factores depredadores –intereses económicos, apropiaciones prosaicas o el simple paso de los años– que ahí afuera la acechan. Ahora bien, sabemos bien que esos espacios, por así decirlo, "indultados" de la acción humana y del tiempo existen con frecuencia como contribuciones estratégicas a procesos que son, al mismo tiempo, de legitimación simbólica de las autoridades políticas que los patrocinan, al servicio de la ilustración de identidades e idiosincrasias impostadas afines a sus intereses, y de promoción en el mercado internacional de ciudades, de cara a hacerlas atractivas para los inversores en la industria turística, constructora u hotelera, todo ello en el marco general del ciclo actual de globalización económica, política y cultural.
Estamos al corriente de los efectos sociales que tales dinámicas comportan y que con tanta frecuencia implican la expulsión de vecinos o usuarios considerados como incompatibles con la "calidad" que se busca obtener de esos núcleos urbanos singularizados. Tras los rimbombantes epítetos de "rehabilitación", "higienización", "esponjamiento"..., lo que se oculta o disimula muchas veces es el acoso contra pobres, prostitutas, comerciantes informales, disidentes o cualquier otro elemento que pudiera afear el producto buscado, que no es otro que el de un decorado para prácticas sociales rentables y debidamente monitorizadas. En no pocas ciudades, el casco viejo patrimonializado aparece vedado a actos de protesta y blindado ante su proximidad. Con tales fines se promulgan medidas, normativas o legislaciones que dejan en manos de la policía la garantía última de que el consumo de esos espacios se vaya a llevar a cabo sin sobresaltos. Planteándolo con claridad: en la inmensa mayoría de casos, se habla de "revitalización" de cascos históricos, pero no se está pensando en otra cosa que en su reapropiación capitalista.
En orden a habilitar esos barrios céntricos rigurosamente vigilados, reservados a vecinos y usuarios considerados solventes, exclusivos —y por tanto excluyentes—, lo que se acaba generando es una paradoja insalvable: su enaltecimiento en que "históricos" requiere expulsar antes la historia de ellos. En efecto, la simplificación y la homogeneización que se persigue de ese espacio exigen que las dinámicas sociales reales –las que hilvanan la historia— hayan quedado como en suspenso, anuladas, mantenidas a raya más allá del perímetro de seguridad y contención que se ha levantado a su alrededor. Todo centro marcado como histórico en guías o inventarios reclama, para poder ejercer como tal, mantener alejada la vida real, con todos sus ingrediente de inestabilidad y desasosiego, incompatibles con la tematización —léase falsificación, simulacro o parodia—de que es objeto ese territorio para su puesta en venta. El espectáculo que las promociones inmobiliarias o turísticas han prometido exige una total pacificación de lo que es ya un puro parque temático o un centro comercial al aire libre, de los que debe quedar desterrado todo atisbo de complejidad y, por supuesto, de conflicto. Conviene, por tanto, deshacer lo que había sido la frecuente coincidencia entre centro histórico y centro urbano: todo centro proclamado histórico debe dejar de ser, para ello y de inmediato, propiamente urbano.