Desfile de modelos antiglobalización, celebrado en el marco de la exposición "Disidencias" MACBA, mayo 2001 |
Fragmento de la intervención en "Espaço urbano: Território criativo", uno de los Encontros do Cena Contemporànea, Brasilia, 29 de agosto de 2013. Agradezco a Mariana Soares su invitación.
El arte de la protesta
Manuel Delgado
Las intervenciones de arte activista con respecto a las nuevas y viejas problemáticas urbanas ha implicado a veces varios efectos paradójicos. Por un lado, desembarco en barrios marginales o en conflicto de artistas o colectivos artísticos constituidos en su mayoría por gente de clase media "concernida", cargada de buenas intenciones y no exenta de paternalismo, que propiciaba espectáculos singulares que presumían al servicio del "empoderamiento" (?) de unos vecinos "beneficiarios" de la acción que, como mucho, merecían el papel de comparsas o figurantes y que probablemente contemplaban la irrupción de los creativos como ajena, cuando no como una especie de burla en que se parodiaban los problemas reales que padecían. Lo mismo por lo que hacía a “artistizar” las penurias de excluidos sociales, como inmigrantes clandestinos o personas sin techo. Por otro lado, es difícil que esa revitalización protestataria del espacio urbano no pueda acabar actuando –lo quiera o no– como uno más de los ingredientes que hace de las "clases creativas" contribuyentes estratégicos a la hora de dinamizar ciudades y mejorar su ubicación en el mercado, generando nuevos sabores locales para los que el arte público –incluyendo su modo "radical"– vendría a ser un medio artístico para la sobrevaloración de su identidad única e irrepetible.
La tematización "cultural" de las ciudades puede recoger en su oferta su reputación histórica e incluso actual como ingobernable. Es significativo el caso de la Barcelona anarquista, con sus guías turísticas específicamente destinadas a un turismo de talante inconformista y con sus políticas de patrimonialización institucional de las luchas sociales. Esta explotación comercial de la imagen levantisca de una ciudad puede adoptar la forma de lo que algunos autores –Ritzer, Bryman...– han llamado disneyficación, es decir como trivialización extrema de episodios insurreccionales de la historia urbana. No sería extraña la presencia, en aquel París del 2035 convertido en parque temático gestionado por la Disney que imaginará Marc Augé, la labor de brigadas de empleados que, disfrazados de estudiantes de la época, levantaran barricadas de mentira en las calles del Barrio Latino, para que los turistas "vivieran" la revolución de Mayo del 68.
Se trata de lo que se ha repetido a propósito del papel del arte y la cultura –Richard Florida ha puesto en circulación toda una teoría al respecto– en orden a alimentar unas determinadas marcas de ciudad, dotando centros urbanos o barrios codiciados por la especulación inmobiliaria de un aire bohemio, contracultural o incluso algo underground, que haga de ellos lugares atractivos para el consumo espacial de clases solventes. Tampoco habría que olvidar que un cierto toque de radicalidad puede ser un valor añadido para la acumulación y circulación de las nuevas formas de capital: inmaterial, intelectual, cognitivo, etc.. Sabemos que las intervenciones en materia de "arte" y de "cultura" han sido claves en orden a reparar déficits institucionales de legitimidad simbólica y aliviar por la vía ornamental los efectos devastadores de la economía política del espacio en las sociedades capitalistas actuales. No se ve cómo el arte activista, con sus impactantes escenificaciones y su acento en la teatralidad y en la animación festivas, no ha sido un factor más de esa alianza entre especulación y espectacularización cuyos efectos encontramos en tantas ciudades convertidas en parques temáticos, a los que a veces puede convenir un toque de insumisión, siempre y cuando sea esta "cultural".
Que el artivismo –en el fondo una mera estetización de la acción directa– pueda llegar a formar parte de la oferta urbana en materia cultural y refuerce incluso una determinada imagen de modernidad no tiene por qué sorprender, por paradójico que pueda parecer y que no es. Nada de chocante debería resultar que un tipo de urbanismo actual, que con razón ha sido calificado de escenográfico, se vea enriquecido con los toques de color que el arte activista añade a toda manifestación ciudadana o con las improvisaciones y los happenings con que el transeúnte puede verse sorprendido en cualquier momento gracias a las protestas artísticas. Contribución a la ciudad posmoderna, hecha de fragmentos en contacto, en la que los códigos se pasan el tiempo sobreponiéndose, universo de flujos y avatares, en la que al zoning y a la segregación de la ciudad moderna viene a sustituirle de mentirijillas la "desterritorialización de las vivencias" y en la que donde había racionalidad planificadora encontramos ahora un calidoscopio de lo que los modernos estudios culturales urbanos llamaría "imaginarios". Autofraude al servicio de esa ciudad que convierte en plusvalía lo rupturista y lo imaginativo, incluso una falsa espontaneidad monitorizada por la vía de su estatuación como arte. La antigua ciudad industrial deja su lugar a la ciudad terciarizada, que vive de y para las ilusiones que constituyen su principal reclamo de cara a las industrias turísticas, inmobiliarias, del ocio..., y, a su servicio y por supuesto, "culturales".
Estamos ante lo que Jean Pierre Garnier ha descrito como la ville en rose, para la que la guinda –acreditación última de la ciudad como surtidor de experiencias innovadoras– sería la osadía de las performances rebeldes. Además, la apropiación protestataria de los lenguajes festivos, con lo que implican de transformación efímera de tiempos y espacios ordinarios, funciona como una variante contestataria de lo que Omar Calabrese ha llamado neobarroco, indisociable de la lógica de grandes eventos que preside hoy el marketing urbano. Es como si el talante socialmente estéril de la ostentación y la aparatosidad escénicas que caracterizan las puestas en escena publicitarias de las ciudades, hubieran encontrado su contrapartida –en realidad su complemento– en las impugnaciones de que son objeto, como si consenso y disenso tuvieran expresarse a través de un mismo código "artístico" y como si al final todo se resolviese en una gran función operística al natural o, mejor incluso, un musical hollywoodiense viviente, un ballet con canciones en el que tanto la autoridad como la desobediencia tuvieran que recurrir a la concepción del espacio público como decorado teatral y, en su seno, a la apoteosis constante de la pantomima y el disfraz y a la gestualidad dramática de cuerpos en acción. A veces se antoja que el destino de muchas acciones de arte público militante no es el público que asiste y se espera que participe y se movilice, ni siquiera una minoría entendida de iniciados o concienciados, ni tampoco un por fin renovado espacio museal, sino los mass media o directamente el youtube.
Otro capítulo de revisión crítica sobre la estética crítica debería preguntarse si en su búsqueda de nuevas coordenadas de acción, ha podido y sabido mantener a raya las tentaciones atractoras provenientes de la rama artístico-cultural del sistema institucional y de los mecanismos estándar de producción y distribución de cultura, con su capacidad para digerir y convertir en caricatura y luego en negocio o coartada legitimadora toda respuesta política estéticamente formulada. Cabe preguntarse si las contraprogramaciones artivistas no han acabado formando parte, en última instancia, de aquellas mismas programaciones de las que se proclamaban disonancia.