dilluns, 16 de setembre del 2019

El barraquismo invisible

La foto está tomada en el Raval de Barcelona. Es de Ben Evans
Artículo publicado en El País, Barcelona, el 22 de marzo de 2003

EL BARRAQUISMO INVISIBLE
Manuel Delgado

Hace poco se clausuraban en Barcelona, en el marco del Año del Diseño y convocadas por el FAD bajo el título Barraca Barcelona, unas jornadas dedicadas a las nuevas formas de chabolismo que está conociendo la ciudad. El contexto de referencia ha sido el de unos déficits en materia de vivienda que son un ejemplo radical de cómo las necesidades básicas han acabado convertidas en negocio lucrativo. Ese proceso, que convierte en privilegio lo que debería ser un derecho, se contempla en la enseñanza, en las pensiones, en la sanidad..., pero alcanza su desmesura absoluta en el ámbito del hábitat. De lo que debería ser una exigencia inalienable y garantizada –a tener vida privada, intimidad, refugio físico y moral, lugar para la sexualidad. el confort o la cocina, en una palabra, a un hogar– se ha hecho impunemente un bien de consumo y de inversión inaccesible para una parte importante de la población

Para una gran mayoría de ciudadanos, adquirir una casa implica, en el sentido más literal de la expresión, hipotecarse la vida. Para otros sectores  acceder a una vivienda digna es simplemente imposible. Para los jóvenes, para las personas mayores sin recursos, para los nuevos y los viejos pobres urbanos y para multitud de inmigrantes el alojamiento ha dejado de ser un derecho. El lugar para vivir –curiosa expresión, que insinúa que más allá de sus puertas lo que hay no es vida– es hoy un objeto mercantil que se vende y se compra a precios que han experimentado un aumento salvaje en los últimos años. Las legislaciones-marco promulgadas por la Administración central o por la Generalitat son responsables, sin duda, pero no es menos cierto que muchos ayuntamientos han descubierto en la venta de suelo público a promotores inmobiliarios una fuente de recursos que reinvertir luego en políticas de autopromoción institucional y en campañas de imagen dirigidas a turistas y a inversores. Las grandes empresas dedicadas a la construcción y venta de pisos viven uno de sus mejores momentos, favorecidas por las buenas condiciones del mercado dinerario, pero también por la casi desaparición de la vivienda protegida y de promoción pública y a una oferta de alquileres escasa y cara.

Los efectos colaterales de este cuadro son diversos. En el caso de los jóvenes, el sorteo de pisos de alquiler de hace unos días demuestra hasta qué punto nuestros gobernantes municipales pueden reducir los problemas más graves a un show mediático. Frente a indignidades como esa, el movimiento okupa es una reacción del todo legítima. Los inmigrantes, a su vez, se ven abocados a un mercado de viviendas en mal estado en zonas degradadas que, además, intentan rentabilizar al máximo por la vía del hacinamiento o el realquiler. La situación se ve agravada por la desaparición por decreto de más de 200 pensiones asequibles, que ofrecían más de 4.000 camas en el centro urbano de Barcelona. Las pocas que han sobrevivido están orientadas al turismo y sus precios resultan prohibitivos para muchos. Además, estos establecimientos no son accesibles para los miles de inmigrantes ilegales –130.000 en Catalunya, según cálculos recientes–, en la medida en que han de presentar listas de huéspedes a la policía.

Todo ello ha acabado suscitando una oferta clandestina de pensiones ilegales, cobertizos o patios interiores habilitados, alquiler de balcones e incluso de armarios, “camas calientes” –lechos que se usan por turnos–, etc. En los casos más extremos, nos encontramos con auténticos campamentos de inmigrantes sin techo, como los que se levantaban en varios puntos de Barcelona –plaza Catalunya, parque de la Espanya Industrial, paseo Lluís Companys– hasta la masiva redada policial de agosto de 2001. En la actualidad, tenemos asentamientos de emergencia de acaso centenares de pobres y recién llegados en el Pont del Treball –véase el reportaje en EL PAÍS de 15 de marzo– y en los antiguos cuarteles de Sant Andreu, ambos debidamente escamoteados a la mirada de los viandantes.

En conjunto, todo ese panorama se constituye en una nueva forma de barraquismo: el barraquismo invisible, un chabolismo disperso y clandestino que advierte de la persistencia de problemas sociales graves asociados a la vivienda, que habían sido oficialmente superados y que se esconden por su incompatibilidad con la Barcelona en venta como negocio y como espectáculo. Es imposible conocer el número exacto de afectados por esa situación, pero seguro que son miles.

Barraca Barcelona sirvió para valorar hasta qué punto aquel barraquismo que va de los años 40 hasta su erradicación oficial a finales de los 80 debe ser reconsiderado. De entrada, reconociendo que existió, porque consignas oficiales como la de que Barcelona había existido de espaldas al mar olvidan que miles de barceloneses vivieron hasta no hace mucho en sus playas, en barrios como el Camp de la Bota, Somorrostro o Pequín. El rescate del conmovedor testimonio fotográfico de Esteve Lucerón sobre los últimos días de La Perona –expuesto en la Sala Reference, en la calle Sant Gil– es una aportación básica a esa vindicación de la memoria más humilde, pero también más digna y más heroica, de la ciudad.

Nadie pretendió hacer un elogio frívolo del barraquismo. Lo que se hizo fue advertir –como señalaba Oriol Bohigas en estas mismas páginas (EL PAÍS, 19 de febrero)– cómo aquellos asentamientos autoconstruidos y en gran medida autogestionados fueron, en no pocos aspectos, preferibles a los inorgánicos polígonos de viviendas que les sucedieron, lo que no en vano se llamó el barraquismo vertical. Pero también son superiores técnicamente –puesto que fueron una solución– y moralmente –puesto que al menos se veían– al actual barraquismo secreto en Barcelona, una ciudad en la que la pobreza y la fealdad parecen haber sido declaradas ilegales.




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