Imagen de Cudillero, tomada de lugaresperdidosenelmundo.blogspot.com.es. |
Fragmento de El espacio social como patrimonio, prólogo al libro de Manuel Luna y Manuel Lucas, eds., "Arquitectura tradicional y entorno construido" (Trenti, 2002).
EL TIEMPO NO SE DETIENE; EL ESPACIO TAMPOCO
Manuel Delgado
Los etnógrafos no han dejado de enfatizar –y vuelven a hacerlo aquí– la dimensión social y cultural de ese espacio que ya nunca más –al menos desde su óptica– sería un testigo mudo, pasivo y acabado del devenir humano, sino el resultado inacabado y en construcción de concepciones y prácticas que, en tanto que humanas, no podían ser sino sociales. En la base de esa perspectiva, la concepción del espacio como orden de coexistencias –Leibnitz– o como posibilidad de juntar –Kant. Es a partir de ahí que una determinada conformación espacial –de los entornos construidos a los espacios públicos– no puede ser interpretada como un esquema de puntos, ni tampoco un escenario vacío o un envoltorio, pero tampoco –como pretende el urbanista– en tanto que una forma que se le impone a los hechos a partir del proyecto. No es un sedimento, ni una realidad cristalizada contemplable en tanto que disociada del tiempo que lo recorre y no deja de generarlo.
El espacio no es, como se acaba de subrayar, un producto, sino una
producción –cabría decir mejor una coproducción–, es decir un trabajo que en
cierto modo nunca podemos ver del todo acabado, puesto que es ese medio activo
en que se despliega el espectáculo de lo social haciéndose a sí mismo, un
proscenio vivo en que no hay objetos sino relaciones diagramáticas entre
objetos, bucles, nexos sometidos al estado de excitación permanente al que les
somete la imaginación y la acción humanas. Tal premisa debería desactivar
cualquier pretensión de naturalidad, de inocencia, de trascendencia o de
transparencia en esa realidad que damos en llamar espacio, puesto que no
se está hablando de una determinada morfología, sino de una articulación de
cualidades sensibles que resultan de las operaciones prácticas, la distribución
de significados y las esquematizaciones tempo-espaciales en vivo que procuran
los seres humanos en su actividad como habitantes o como visitantes, sus
deslizamientos, las capturas momentáneas o duraderas que un determinado punto
puede suscitar.
El espacio es entonces –a partir
de tales supuestos– como un recurso valioso en el que los concurrentes buscan y
encuentran un lugar que consideran propio, apropiado y apropiable, comarca de
prácticas y de saberes específicos que requieren el conocimiento del sistema
cultural en vigor que lo rige y que es justamente aquello que el etnógrafo
intenta inferir. El espacio no es sino pura potencialidad, que existe sólo y en
tanto alguien lo organice a partir de sus quehaceres ordinarios o excepcionales
y le asigne sentido. Ese espacio, si es que damos en considerarlo social –y
dejando de lado la posibilidad de exista algún espacio que no lo sea y del que
en realidad no podríamos saber nada–, puede ser reconocido sólo en el momento
en que registra las articulaciones sociales –diversas, diversamente
organizadas– que lo posibilitan. Por tanto ese espacio no está ahí antes de que
en él suceda algo. No precede a ninguna estructura social, pero tampoco emana
mecánicamente de ella para quedar fijado en modo alguno. El espacio social
resulta de un acaecer humana sin el cual no existiría o al menos no sería ni
concebible, ni perceptible, ni imaginable. De ahí que “tener lugar” signifique
al mismo tiempo dar con un sitio, merecerlo, pero también acontecer, ocurrir.
Es en esa línea que hemos visto
–y veremos ahora de nuevo– actuar la antropología del espacio, atenta a la
dimensión cualitativa de este, a sus texturas, a sus accidentes y
regularidades, a las energías que en él actúan –y haciéndolo lo suscitan–, a
sus problemáticas, a sus lógicas organizativas... Un objeto de conocimiento que
–como merece la pena insistir en señalar– sólo puede ser considerado con
respecto de las prácticas sociales que alberga y que en su seno se
despliegan, activándolo. Ese espacio y
sus configuraciones pueden ser armazón, telón de fondo, marco... ; pero
ante todo son siempre agentes activos, ámbitos de acción y actores al mismo
tiempo de los dispositivos que lo determinan y orientan. Estamos justo en el
lado opuesto de la arrogancia del proyectador que está convencido de que la
disposición espacial que impone a través de la planificación va lograr que los
contenidos de la vida social se le plieguen dócilmente. El espacio: algo que
organiza esas mismas sociedades que lo organizan, que genera y es generado por
emplazamientos y desplazamientos que, a su vez constituyen cada uno de ellos,
otras tantas formas plurales de lectura y de escritura, de diseminación e
interpretación de señales y de rastros.
En eso, la antropología del
espacio huiría de la mera topografía, con su preocupación por los sitios y los
monumentos, o de la morfogénesis, como estudio de los procesos de formación y
de transformación del espacio edificado o urbanizado, o del análisis
tipo-morfológico del tejido del pueblo, del caserío, del barrio o de la ciudad.
Ninguna de esas disciplinas tiene en consideración los gestos, las palabras,
las memorias, los símbolos, los sentidos, lo lúdico, lo imprevisible...; lo
ordenado, pero también lo azaroso; lo integrado, pero no menos lo
conflictivo. Lejos de cualquier
tranquilidad, el antropólogo advierte que nunca hay un espacio social, sino
múltiples espacios sociales, e incluso una heterogeneidad indefinida de la que
el término “espacio social” denota el conjunto no-numerable de puntos y de
haces de trazos entre puntos.
Es en ese sentido que los espacios sociales
pueden revelarse como amontándose, chocando entre sí o apenas rozándose,
surcando a la vez que son surcados por otros espacios, superponiéndose,
secándose unos a otros; una veces se penetran, otras se repelen. No
son cosas limitadas las unas por las otras, colisionando por su contorno o por
el resultado de inercias... De hecho, la jurisdicción que se ocupara de esa
multiplicidad de espacios debería
parecerse más bien a una especie de dinámica de fluidos, una
hidrostática social que notara cómo cada lugar social sólo se puede comprender
arrastrado, interferido, arrebatado, enfrentado, irrumpido e interrumpido por
otros lugares sociales igualmente móviles e inestables, por mucho que una
impresión nos haya engañado con un aspecto de falsa estabilidad.
Tenemos entonces que lo que aquí
se nos propone –a partir de una magna labor de recopilación y glosa– es un
ejercicio consistente en conceder a ciertos lugares propiedades lógicas, entre
las que destaca la de una inalterabilidad más duradera que la de las palabras,
los hechos o los actos a los que aparecen conectados circunstancialmente. Se
está hablando entonces de una recopilación de lugares, entendidos como sinónimo
de sitios, puntos que han merecido
ser resaltados en el mapa, accidentes topográficos provocados por la acción
humana y que se definen por haber sido ocupados o estar a la espera de un
objeto o entidad que los reclame como propiedad –“un sitio para cada cosa, una
cosa para cada sitio”, se dice–, que han sido reconocidos como existentes a
propósito de una acción o conducta adecuada –“saber estar en su sitio”–, que se
interpretan como plasmación espacial de un determinado papel o estatuto –“poner
en su sitio” a alguien; considerar "éste es mi sitio". De ahí también
la noción de sitiar como acción de
asediar un territorio defendido, para rendirlo o apoderarse de él.
Se han
indicado un conjunto congruente de reificaciones territoriales de algo o
alguien que no puede ser sustituido por nada o por nadie más, marcas
específicas hechas sobre el paisaje y que lo dotan de una cierta moralidad,
puntos de calidad en los cuales la ideología o los sentimientos relativos a
valores sociales o personales se han revelado, se han hecho, literalmente, un
lugar entre nosotros. Esta fetichización o valor ritual es la que hace del
lugar un nudo, un lazo que permite resolver tanto social como intelectualmente
las fragmentaciones, las discontinuidades que toda complejidad le impone tanto
a la conciencia como a la percepción.
En otro plano, se ha trabajado
con especial sensibilidad en estas investigaciones la contraposición constante
entre las experiencias del dentro y del afuera, experiencias que
ayudan a entender los espacios sociales bajo dos perspectivas distintas: la que
los contempla como lugares de implantación de grupos sociales –entre ellos la
familia, pero también la corporación profesional, la confesión religiosa, la
asociación civil, el club de amigos, la peña festiva, etc.– y la que los
reconoce como esfera de y para los desplazamientos. En el primer caso, los
segmentos sociales agrupados de manera más o menos orgánica pueden percibirse
como unidades discretas, cada una de las cuales requiere y posee una
localización, una dirección, es decir un marco estabilizado y ubicado con
claridad, una radicación estable en el plano de la ciudad. Ese lugar edificado
en que se ubican los segmentos sociales cristalizados de cualquier especie –del
hogar a la empresa– contrasta con ese otro ámbito de los discurrires en que
también consiste el espacio social y cuyo protagonismo corresponde plenamente
al viandante y a las coaliciones momentáneas en que se va viendo involucrado
–nunca mejor dicho– sobre la marcha. Si el grupo social tiene una
dirección, un sitio, el transeúnte –molecular o masivo– es una
dirección, es decir un rumbo, o, mejor dicho, un racimo de trayectorias que no
hacen otra cosa que traspasar de un lado a otro no importa qué trama urbana o
que comarca rural. Por descontado que existen territorios intermedios o mixtos,
ámbitos que están a medio camino entre la casa y la plaza; entre la iglesia, la
oficina o la fábrica. Se trata de esos lugares no en vano llamados de
encuentro, que son aquellos en los que se entre cuando uno sale: bares,
cafeterías, discotecas, estadios, iglesias, cines, centros comerciales. Justo
en esa puesta en valor de los terrenos semipúblicos –habitualmente
menospreciados por su supuesto escaso valor patrimonial– en donde reside uno de
los principales méritos de la presente compilación de investigaciones.
Al final de una de sus obras más
geniales –y cuya evocación resulta tan oportuna aquí–, Especies de espacios,
Georges Perec confiesa que le gustaría “que hubiera lugares estables,
inmóviles, intangibles, intocados y casi intocables, inmutables, arraigados;
lugares que fueran referencias, puntos de partida, principios: Mi país natal,
la cuna de mi familia, la casa donde habría nacido, el árbol que habría visto
crecer (que mi padre habría plantado el día de mi nacimiento), el desván de mi
infancia lleno de recuerdos intactos...” Debe reconocer, no obstante que, en
realidad, tales lugares no existen, y como no existen el espacio se vuelve
pregunta, deja de ser evidencia, deja de estar incorporado, deja de estar
apropiado. El espacio es una duda: continuamente necesito marcarlo, designarlo;
nunca es mío, nunca me es dado, tengo que conquistarlo”. Perec tiene razón y
los estudios aquí reunidos vienen a demostrarlo. Ese espacio que
patrimonializamos –en el sentido de que consideramos digno de ser entregado en
herencia a quienes habrán de sucedernos en el tiempo– no es un conjunto de
sitios memoriados y memorables. Es justamente la naturaleza dinámica de sus
empleos y de sus significados lo que lo hace merecedor de esa pluvalía
simbólica que aquí se propone para él y que permite distinguirlo de lo que lo
rodea o lo atraviesa. Convicción de que toda sociedad es ante todo una sociedad
de lugares. Sospecha al fin de que, al contrario de lo que podría antojarse, no
somos los humanos quienes empleamos los sitios, sino los sitios quienes nos
emplean a nosotros para comunicarse entre sí, para intercambiarse mensajes, para decirse al mismo tiempo que nos
dicen.