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Artículo publicado en El Periódico de Catalunya el 6/8/1998
LOS NUEVOS MUROS DE LA VERGÜENZA
LOS NUEVOS MUROS DE LA VERGÜENZA
Manuel Delgado
Nueva
oleada de pateras. Más ahogados. Más detenidos, incluyendo ahora embarazadas de
ocho meses, como la del otro día. Más deportados. El accidente en Figueres, en
marzo del pasado año, de un camión que transportaba inmigrantes ilegales –de
los que once resultaron muertos– desveló la existencia de redes organizadas en
territorio español que se dedicaban a transportar auténticos cargamentos de
carne humana viva. La reciente sentencia absolutoria de los responsables de
aquel suceso puso de manifiesto que la trata de seres humanos no tiene porqué
ser considerada un delito en España. Otros países presuntamente civilizados son
escenario de ese mismo tipo de «negocios» basados en el tráfico clandestino de
una humanidad tratada peor que ganado. Pensemos en el caso de la frontera entre
Estados Unidos y México o lo que sucede en las costas adriáticas italianas.
No
deja de tener su gracia. Los mismos regímenes políticos que clamaron contra la
existencia de un muro en Berlín y de un telón de acero en Europa, concebidos
para impedir que los ciudadanos de países comunistas emigraran a Occidente, los
mismos «demócratas» que se indignaban ante la imagen de los boat people vietnamitas o de los
balseros cubanos, intentando desesperadamente «ganar la libertad», son los que
hoy consideran pertinente e inevitable el mantenimiento de barreras tan
trágicas e injustas como aquellas y pensadas para lo mismo : impedir el
derecho humano a ir de un sitio a otro. Los cientos de inmigrantes que han
dejado la vida en las aguas del estrecho de Gibraltar son la prueba de la culpa
moral de quiénes, defensores acérrimos de la libre circulación de capitales, se
oponen radicalmente a que se ejerza la libre circulación de personas.
Toda
la retórica en torno al llamado «problema de la inmigración» en la Europa
industrializada se levanta sobre el escamoteamiento de un dato fundamental. A
saber, que los países ricos son demográficamente deficitarios y que necesitan
importar trabajadores jóvenes. Si el inmigrante ha venido es porqué ha sido
concitado a hacerlo. Por mucho que las argumentaciones melodramáticas que los mass media ofrecen del asunto insistan
en que el inmigrante es un menesteroso que se ha movido de su lugar por las condiciones de vida miserables que
padecía, lo cierto es que un hombre o una mujer jóvenes no cambian de
residencia si no tienen una cierta garantía de trabajo en el lugar de acogida.
El inmigrante sabe que hay trabajo, y por eso acude. Si no, no lo haría.
Lo
que tenemos, a partir de ahí, es que no es el hambre, ni la presión demográfica
lo que han desencadenado los procesos migratorios en dirección a las ciudades
del mundo industrializado, sino los intereses de sistema productivo y de
mercado de éste, sobre todo por lo que hace a la necesidad de mantener un
ejército de trabajadores no especializados, que, menospreciados y temerosos,
estarían dispuestos a ocupar puestos laborales precarios, inseguros, agotadores
o insalubres que los obreros nativos no aceptan, así como a alimentar una
economía informal y sumergida cada vez más estratégica. Se obtiene así una
población laboral caracterizada por una inferioridad salarial absoluta, que no
genera apenas costos sociales, con una nula capacidad reivindicativa y
amenazada constantemente no sólo con la pérdida del lugar de trabajo sino con
la repatriación automática que ésta suele implicar.
Son
esas necesidades de las estructuras económicas de los países ricos lo que también
explica la aparición de un discurso político-jurídico que legitima que miles de
inmigrantes estén condenados a condiciones de trabajo abusivas e inciertas y
vean cómo las leyes de extranjería les niegan el derecho a devenir ciudadanos.
En paralelo, la imaginación social, con la colaboración de los medios de
comunicación, asocia sistemáticamente al inmigrante pobre con todo tipo de
peligros que contribuyen a percibirlo como indeseable : delincuencia,
costumbres abominables, amenazas para la integridad cultural del país
anfitrión, auge del racismo. Es bien significativo que el Grupo de Trevi –formado
por los ministros de Justicia e Interior de los países de la CE– y los
proyectos de instauración de un espacio jurídico y policial común en Europa
occidental incluyan la inmigración en el mismo ámbito de problemas que el
narcotráfico o el terrorismo.
De este modo, el
sistema político, el orden jurídico, la propaganda policial, la fantasía
periodística y una opinión pública siempre ávida de culpables fáciles y claros
hilvanan juntos una imagen del inmigrante que no responde a una realidad
objetiva, que es una ficción. Es de esa ficción de quien habla la prensa, a la
que se le impide la entrada en los bares, a la que se aborda en la calle para
pedirle la documentación, a la que se deporta. Ese ser imaginario oculta, no obstante, un ser social
objetivable, alguien que crea riqueza a bajo precio, que tiene hijos que
pagarán impuestos, alguien de quien ya depende la prosperidad de nuestra
sociedad.
En otras palabras,
el primer paso en orden a solucionar el problema de la inmigración es el de
reconocer que no existe : la inmigración no es un problema, sino una
solución. Una vez aceptada esa verdad, acaso se logre que quiénes tanto
alardean de defensores de los derechos humanos en otros países sean capaces de
aplicarlos de fronteras para adentro, de manera que nadie entre nosotros vea
regateado su derecho a la equidad ante la ley, al trabajo, al asilo, al
reagrupamiento familiar, a la libre circulación o a la de verse reconocido
sencillamente como lo que es : un ser humano, es decir un ser libre e
igual.