La fotografía corresponde al Malecón de Guayaquil y está tomada de ecuadorunplugged.com/photoblo] |
Fragmento de “Urbanismo y urbanidad. Guayaquil, Barcelona y elfuturo de las ciudades”, ponencia en el III Congreso de Arqueología y Antropología en Ecuador, Guayaquil, octubre 2008
LAS DOS CARAS DE
GUAYAQUIL
Manuel Delgado
Escribe
Merleau-Ponty en su Fenomenología de la
percepción, refiriéndose a su primera mirada sobre París: "Y cuando
llegué por primera vez, las primeras calles que vi a la salida de la estación,
no fueron más que, como las primeras palabras de un desconocido, las
manifestaciones de una esencia todavía ambigua, pero ya incomparable". No conozco
Guayaquil sino justamente, como suele decirse, “de vista”. No estoy en
condiciones de aportar sobre esa ciudad un estudio a fondo, un análisis bien fundamentado
en la experiencia o el trabajo documental, menos todavía algo ni remotamente
parecido a lo que debería ser un informe etnográfico. Sólo permanecí en
Guayaquil los días de septiembre de 2008 en que transcurrió el III Congreso de
Antropología y Arqueología en Ecuador, en los que aproveché todas las
oportunidades que se me brindaron para abandonarme a la diletancia de flânneur
recién llegado que, como Merleau Ponty topándose de pronto con las calles de
París, estaba en condiciones de mirar a los ojos durante un instante a una
ciudad que me acababa de ser presentada y de la que, súbitamente, podía obtener
una información imprecisa pero lúcida a su manera, puesto que ese primer
encuentro proporcionaba una cierta verdad fenomenal de Guayaquil, una evidencia
a la que nunca más volvería a tener acceso o que incluso llegaría a perder con
el paso del tiempo y la acumulación de datos y vivencias.
Esa especie de
observación impresionista la practiqué paseando por el centro recién remodelado
de la ciudad –Parque del Centenario, Avenida 9 de Octubre– en el que pude
contemplar una disciplinada multitud paseando por un entorno previsible y
ordenado, predispuesto sólo para apropiaciones apropiadas y en el que todo
parecía estar en su sitio y ser como debía ser. También pude caminar
plácidamente, en compañía de Dolores Juliano y Alejandro Isla, por el Malecón
2000, una intervención que reconocía de haberla visto repetida en guías y reportajes y que era una reconversión
en clave de centro lúdico-comercial al aire libre del antiguo paseo marítimo
junto al río Guayas. Se trataba del típico “espacio público de calidad”, usado
ahora por pacíficos viandantes ociosos que se movían en un ambiente afable y
sin sobresaltos y que podían detenerse en cualquiera de los espacios verdes
postizos de la zona o adquirir comida rápida internacional en los centros de
McDonnal’s o el Kentucky Fried Chicken. No podía faltar la correspondiente
macroinstalación para el ocio –el Imax– y, por supuesto, el indispensable
templo levantado en honor de los nuevos dioses del Arte, la Cultura y el
Pasado, en este caso el Museo de Antropología y Arte Contemporáneo, MAAC.
También subí los 456 escalones numerados que remontan el Cerro Santa Ana,
flanqueados por aseadas tiendas de recuerdos, cibercafés, salas de arte, bares
con ambiente… En la cima, la iglesia de San Martín de Porres, el faro y un
pertinente museo en el que se evoca la época en que Guayaquil era objetivo de
incursiones piratas. También restaurantes y terrazas desde los que se podía disfrutar
de magníficas vistas sobre el río y la ciudad.
Pero no todo era
tan amable y ordenado en Guayaquil. En largas caminatas –que muchos tomaban por
pura extravagancia– entre el hotel en que me hospedaba, cerca del Mall del Sol,
en el barrio exclusivo de Samborondón, y el espléndido nuevo centro urbano de
Guayaquil, me di de bruces con un paisaje humano complejo y abigarrado,
parecido al de otras ciudades
latinoamericanas. Callejeando por la Avenida de América, Presidente
Jaime Roldós, Julián Coronel o Los Ríos, por fin Quito, vi o me cruce con
gentes de todo tipo: transeúntes que iban o venían vaya usted a saber desde y
hacía dónde, de o a hacer quien sabe qué; estudiantes, trabajadores y
trabajadoras, amas de casa, colegiales y estudiantes que entraban o salían de
clase; vendedores ambulantes; individuos con aspecto inquietante que parecían
sopesarme como presa, y cientos de vehículos que se sabían los amos de la vía y
que, a ratos, en según que tramos, podían hacerme sentir, a mi, viandante
solitario atravesando territorios desapacibles, como una especie de estridencia
o anomalía… Una ciudad, en fin, atravesada por todo tipo de espacios y lugares
en los que las cosas se juntaban y confundían.
Vi más. Me
zambullí en el mercado de La Bahía y creo que llegué a formar parte de la
argamasa de cuerpos y sensaciones que generaba la actividad frenética de
comerciantes, compradores y otros seres humanos cuya presencia allí parecía
responder a funciones más bien difusas. Bajando con Alejandro la escalinata del
cerro Santa Ana, pude entrever, a mano derecha, por algunas oberturas, lo que
aquel decorado de cartón piedra que era el conjunto monumentalizado ocultaba.
Separándonos de ese núcleo central del cerro, en contra de lo recomendado por
los vigilantes jurados de la zona, descubrimos que el “tradicional y
entrañable” Barrio las Peñas lo constituía un laberinto de calles estrechas,
casi todas sin pavimentar –algunas una cloaca al aire libre–, en torno a las
cuales se alineaban casas pobres habitadas por pobres. Nada que una guía
turística hubiera entendido como digno de ser recogido como un “lugar
emblemático” de la ciudad, por mucho que bien cierto que lo era, aunque fuera
en un sentido bien distinto al deseado por la visión oficial sobre la ciudad.
Una mañana, unos
amigos me acompañaron al Suburbio Oeste para que conociera a unas familias
montubias. Allí encontré un paisaje no muy distinto al que había conocido en
Ciudad Bolívar, en Bogotá, o en Lugano, en Buenos Aires, pòr ejemplo, grandes
barriadas populares en las que la pobreza aparece mezclada con una dignidad
humana de la que las clases acomodadas de sus respectivas ciudades no saben ni
sabrán nada. En esa visita pude ser testimonio directo de un espeluznante
suceso. Dos mujeres –una joven y su madre– habían sido atropelladas por un
vehículo que se salió de la calzada en la Perimetral –la autopista de
circunvalación que rodea Guayaquil– y que luego huyó. Los cuerpos permanecieron
casi una hora tendidos sin vida a un paso de la parada de bus en que fueron
arrollados. El drama que se iba desarrollando en aquel escenario se me antojaba
atroz, pero me dijeron que no dejaba de ser habitual, porque accidentes de esa
naturaleza eran bastante frecuentes en
aquel punto.
Fue de este modo
que me cupo la posibilidad de contrastar en el breve lapso de unos días, dos
realidades urbanas que respondían a un mismo nombre –Guayaquil– pero que tenían poco que ver
entre sí. De un lado, la ciudad de las páginas web o las publicaciones
oficiales, la que se nos mostraba a los visitantes ilustres y a los turistas,
incluyendo a los propios guayalquileños, a los que no se dejaba de tratar como
si fueran espectadores de su propia ciudad. Era la Guayaquil renovado,
remodelado, rescatado, el de los escenarios tematizados y las instalaciones comerciales,
lúdicas o culturales concebidas según estándares internacionales, etc. Del
otro, la ciudad real, la Guayaquil de la desigualdad y la pobreza, la ciudad
irredenta que escamotearán las campañas de promoción, las autoridades
institucionales y la prensa oficial.
Las intuiciones
extraídas de ese vistazo sobre Guayaquil y del cúmulo de impresiones que me
procuraba se vieron confirmadas por miradas y análisis más hondos aportados por
otros, sobre todo para enfatizar el precio que las mutaciones urbanísticas en
Guayaquil estaban pagando en materia de exclusión social y derechos humanos.
Guayaquil aparece recurrentemente mencionada como paradigma a seguir en ámbitos
como la remodelación urbanística, la higienización social o el estímulo de las
industrias asociadas al turismo, pero lo que uno halla en esa ciudad no es muy
distinto de lo que caracteriza cualquiera de las capitales latinoamericanas que
están compitiendo por incorporarse a las grandes dinámicas de globalización
capitalista: regeneración de centros urbanos o recuperacion de zonas
industriales o portuarias consideradas obsoletas, a cambio de la depauperación
de otras zonas en las que se confina a sectores de la población cada vez más numerosos
y más miserabilizados; formas de reapropiación capitalista del territorio que
priman la escenografía temática y el simulacro; puesta en circulación de
discursos que hacen el elogio de presuntas singularidades, que son casi siempre
una mera parodia identitaria; generación de espacios públicos rigurosamente
vigilados, lo que hace de ellos cualquier cosa menos realmente publicos;
campañas publicitarias que llaman a la buena conducta y a la sumisión virtuosa
y en las que se emplea un lenguaje grandilocuente, lleno de jaculatorias en pro
de la convivencia, el civismo, la urbanidad... Todo ello imitando de manera
descarada “modelos” urbanos del llamado “primer mundo”, entre ellos, cómo no,
Barcelona, uno de los que mejor ejemplifica la conversión de la ciudad en
producto de y para el consumo, cuya promoción es puesta en manos de técnicos en
marketing y publicistas.
Cuando
mis anfitriones en Guayaquil me explicaron que el Malecón era un territorio
exclusivo, y por tanto excluyente, en el que se prohibía besarse a las parejas,
cualquier conducta estridente era amonestada o sancionada, la venta informal
proscrita y al que guardias privados impedían el acceso a cualquiera que
vistiera de manera considerada poco adecuada o tuviera un aspecto que
desentonara con el conjunto, no tuve la impresión de hallarme ante ninguna
novedad. Si en Guayaquil eran a una relativamente pequeña porción de su espacio
público a la que se le aplicaba un derecho de admisión propio de espacios
privados, en Barcelona, la ciudad europea de la que procedía, era la totalidad
del espacio público la que veía escamoteada su naturaleza consustancial –en
tanto que público– de accesible a todos.
Pero
no era sólo que las técnicas de borrado y acoso de cualquier realidad humana
inconveniente que se estaban implementado en ciertas áreas de Guayaquil fueran
las mismas que afectaban ya a Barcelona entera. Más relevante era que esas
políticas de urbanización –en el doble sentido de sometimiento a los planes urbanísticos y a los manuales de
urbanidad– se estaban llevando a cabo invocando idéntica retórica basada en
valores abstractos –ciudadanía, integración, civismo, convivencia–, cuya
repetición constante convertía a los habitantes de la ciudad en escolares
perpetuos a los que se adoctrinaba en una especie de virtuosismo social
permanentemente activado. Lo chocante es que esa mística de los grandes valores
civiles en torno a los que se preveía generar la adhesión moral de los
ciudadanos aparecía provista desde perspectivas ideológicas que cabría suponer
poco menos que antagónicas.
Un mismo repertorio de razones “trascendentes” era puesto al servicio legitimador de políticas urbanas casi idénticas, pero en un caso –el de la ciudad ecuatoriana– emanada desde la hegemonía socialcristiana y neoconservadora que encarnaran sus alcaldes León Febres-Cordero y Jaime Nebot, mientras que en Barcelona se inspiraba en postulados nominalmente progresistas y eran asumidos por un gobierno municipal que ejercen, desde hace más de treinta años, una coalición de socialistas, independentistas catalanes de izquierda, ecologistas y comunistas. Si a los postulados ideológicos para la renovación de Guayaquil se llegaba desde la exaltación de los valores más tradicionales de la familia cristiana y el liberalismo individualista, idéntico resultado se obtenía, en el caso de Barcelona, arrancando desde las tesis de la democracia radical y del ciudadanismo, esa ideología en pro de la reforma moral del capitalismo que es hoy por el hoy el catecismo de las socialdemocracias europeas e incluso de una izquierda radical debidamente corregida y atenuada.
Un mismo repertorio de razones “trascendentes” era puesto al servicio legitimador de políticas urbanas casi idénticas, pero en un caso –el de la ciudad ecuatoriana– emanada desde la hegemonía socialcristiana y neoconservadora que encarnaran sus alcaldes León Febres-Cordero y Jaime Nebot, mientras que en Barcelona se inspiraba en postulados nominalmente progresistas y eran asumidos por un gobierno municipal que ejercen, desde hace más de treinta años, una coalición de socialistas, independentistas catalanes de izquierda, ecologistas y comunistas. Si a los postulados ideológicos para la renovación de Guayaquil se llegaba desde la exaltación de los valores más tradicionales de la familia cristiana y el liberalismo individualista, idéntico resultado se obtenía, en el caso de Barcelona, arrancando desde las tesis de la democracia radical y del ciudadanismo, esa ideología en pro de la reforma moral del capitalismo que es hoy por el hoy el catecismo de las socialdemocracias europeas e incluso de una izquierda radical debidamente corregida y atenuada.