La plaza Catalunya de Barcelona en 1928, posiblemente el dia de su inauguración |
Correo enviado a los estudiantes del curso "Lo próximo, lo necesario. Un reto permanente Lugares contemporáneos de convivencia" en la Universidad Internacional Menénez Pelayo de Santander, la semana del 13 de julio de 2011.
ALGUNAS APOSTILLAS SOBRE LA GÉNESIS NOUCENTISTA DE LA PLAÇA DE CATALUNYA DE BARCELONA
Manuel Delgado
Dejadme que os ponga al corriente de cuatro cosas al respecto, que completan lo que procuré explicaros la semana pasada en Santander. El noucentisme es la versión catalana del Novecento italiano tiene una escasa producción arquitectónica, dejando de lado algunas cosas de Nebot, Puig i Gairalt o de Goday. Lo que realmente importa a los noucentistas es el urbanismo, siguiendo el modelo de institucionalización cultural de Prat de la Riba, con su proyecto de una construcción nacional de Catalunya de base fuertemente municipalista y metropolitana, los instrumentos principales del cual fueron la Mancomunitat y las diputaciones provinciales. No se ha de olvidar que para los hombres de la Lliga Regionalista –Cambó, Verdaguer i Callís, Puig i Cadafalch, Prat de la Riba mismo– la capital catalana tenía que ser el referente principal de todos sus planes de regeneración y modernización para el país, el epicentro de los cambios infraestructurales y relativos a la organización centralizada de la vida pública –sanidad, educación, cultura, bienestar social– que exigía el nuevo liderazgo del capitalismo financiero e industrial.
Pero del noucentisme se toma, sobre todo, una doctrina sobre la Ciudad Ideal que apuesta por la asunción generalizada de lo que presentaban como “amor cívico”, triunfo de ideas abstractas de concordia civil sobre la conflictividad y el enfrentamiento entre clases, es decir lo que intentaba explicar que era hoy el ciudadanismo, ideología que las autoridades barcelonesas han asumido como propia y que es la que intentan aplicar tanto en las iniciativas urbanísticas como en la represión política de la disidencia y de cualquier indicio de conflictividad social que desmienta su sueño de un espacio público amable y previsible.
En la década de los años 20 del siglo pasado Barcelona conoció la importancia de ese modelo que anticipa el actual, basado, como os digo, en la asunción generalizada de ese triunfo de la civitas sobre la ciudad turbulenta de las luchas obreras. Una de las ideas claves era justamente la de Cultura como entidad superior en nombre de la cual calmar y sublimar la dimensión más pasional de las ciudades. Es fácil encontrar en la actualidad la presencia en los discursos oficiales –y las leyes y normativas de ellos derivadas– aquella misma obsesión noucentista por la armonía, el dominio racional y consensuado sobre las desavenencias, la conversión de la ciudad en un centro de ciencia, de arte y de cultura, sembrado por doquier de belleza pública. Deuda extraordinaria también con las propuestas para una urbanidad específicamente barcelonesa: templada, equilibrada, proporcionada, integradora, interclasista, regeneradora y regeneracionista, atenta a las pedagogías que se le imparten desde las instituciones. Una Barcelona a las antípodas de lo que Foix había llamado –en un artículo así titulado, en 1920– la Barcelonota, la ciudad fea, apropiada de y para la chusma y en la que la que vindicar el “buen gusto” podía ser provocador. En esa línea se encuentra la obra sobre todo de Eugeni d'Ors, de Jaume Bofill o, con matices, de Josep Carner.
Uno de los elementos claves de la estética noucentista está en ese acento por trasladar al plano formal en arquitectura y urbanismo esos ideales de armonía tan propios de la burguesía barcelonesa a lo largo de su historia, siempre acechada por la realidad de la Barcelona insurrecta que le hizo merecer el sobrenombre de Manchester del Sur o el Rosa de Fuego. Pienso sobre todo en esos edificios que recrean un cierto imaginario vernacular, muy en consanancia con el barroco mediterráneo –terracotas, esgrafiados, esculturas y mirales de resonancias clásicas, estucados… Me viene a la cabeza eso porque vivo muy cerca de dos muestras de esa tendencia, que son los complejos escolares, el Ramon Llull en Diagonal entre Sardenya y Sicília, y el Pau Vila, en el passeig Lluis Companys, al lado d’Arc de Trionf. Los dos son de Josep Goday y son significativos de la obsesión pedagogista de los noucentistas, con su concepción de que la humanidad podía mejorar de la mano de una debida formación en valores. Ya os dije que vivo en el barrio de Fort Pienc, donde tenéis también el trabajo de Josep Llinàs en el Centre Cívic, que me sirvió para poner de manifiesto mi admiración y adhesión a un tipo de arquitectura socialmente útil y nada arrogante, una diseño urbano que se pone al servicio del espacio público en el sentido positivo que defendí, como quintaescencia del espacio social.
Volviendo al noucentisme, de ahí su preocupación –restablecida tan enérgicamente hoy en día– por la decoración urbana y por otorgarle al arte público un papel central en un proyecto que se inspiraba en una cierta imagen de las ciudades clásicas o renacentistas, asociadas a la idea de ciudad como clave o metáfora de la nacionalidad e incluso del imperio. Fue aquella sensibilidad orientada al orden la que convocó a los artistas a que hicieran su aporte a una didáctica de los principios de civilidad, civismo y urbanidad y ayudaran a exorcizar con la belleza de sus obras expuestas en calles, jardines y plazas las amenazas constantes que acechaban desde el corazón mismo de la ciudad: el conflicto, el desorden que encarnaban los obreros y los sectores populares con sus antiestéticas luchas. Es en la década de 1920 que se extiende la convicción de que la propia ciudad debía ser considerada como una obra de arte, que en ella debía producirse la comunión mística entre urbe y creación. Para elloOo se aplican principios de ordenación que enfatizan la domesticación de los entornos naturales, la generación de parques y jardines, la arquitectura y el urbanismo entendidos como discursos y, por descontado, el arte de la decoración y estetización de la vida urbana. Recordad que también es el noucentisme que asume una idea de “mediterraneidad” que, como se sabe, orientará retóricamente buena parte de las políticas urbanísticas de los ayuntamientos barceloneses de las últimas décadas –bajo la dictura y en democracia formal–, y que encontramos presente en la literatura, por ejemplo, de un Josep Maria López-Picó, y al que no es ajena a retórica reaccionaria de Paul Morand y del despuntante fascismo italiano.
Es en ese contexto que se produce la urbanización de la montaña de Montjuïc, diferentes parques públicos –Turó Park, la actual Plaça Francesc Macià– las rupturas la trama de Cerdà –avenidas Mistral, Roma, Gaudí; plaça Letamendi… Y la plaça de Catalunya, un proyecto de Puig i Cadafalch de 1923, luego modificada por Joaquim Llansó, Josep Cabestany y otro personaje clave, Nicolau Rubió i Tudurí, que se inaugura en 1927 de cara a la Exposición Universal del 29, un ejemplo perfecto de esa voluntad de unir el Barcelona burguesa del Eixample con la popular de Ciutat Vella, como señal de la ansiada reconciliación entre clases en una ciudad convulsa. De ahí también la omnipresencia de una estatuaria pública con aires clásicos, siempre en la línea de rendirle homenaje a la imaginaria ciudad griega o renacentista: Josep Clarà, Pau Gargallo, Josep Llimona, Enric Casanovas.
Bueno. Eso es lo que me hubiera gustado explicar, para que veáis lo que os decía de la distancia entre la vocación del proyecto y lo que luego sucede cuando, después de ejecutado, la historia –hasta ahora mismo– no sólo desatiende ese propósito, sino que lo invierte del todo. Una plaza concebida para el amansamiento de la sociedad que acaba siendo escenario activo de su naturaleza naturalmente conflictiva.