La foto es de Jordi Cohen, y está tomada de facebook.com/jordi.colldeforns |
Fragmento final de la conferencia Tiempo e identidad. La representación festiva de la sociedad y sus ritmos, pronunciada en las Jornadas de Antropología de la Religión, el 18 de mayo de 2001, organizadas por la Sección de Antropología y Etnografía de Eusko Ikazkuntza. Agradezco a José Ignacio Homobono su invitación.
RETORNO Y REPETICIÓN
Manuel Delgado
Lo que todas las fiestas contemplan –incluso aquellas que más parecen hacer una exaltación de la ley social– es una formalización en términos sagrados de una identidad comunitaria cualquiera –tradicional o electiva, qué más da–, para dar paso, inmediatamente, a una disipación de esa misma comunidad que se ha proclamado como a salvo del tiempo. Una vez preservada y sacralizada la comunidad a través del recorte festivo, lo que se escenifica en la torsión festiva es un estallido que advierte de que esa fortaleza con que se exhibe ante las demás comunidades es, vista desde dentro, es puro desatino. Sola, la comunidad se encierra dentro de sí misma, se mira adentro y se contempla haciendo muecas y contorsiones, obnubilada por su propia metamorfosis, dilatada hasta el absurdo y hasta quedar desfigurada por su mismo entusiasmo. Abjuración súbita de aquello mismo que acaba de ser proclamado inmortal. Paradoja aparente, por lo demás, puesto que lo que se insinúa es que la degradación no amenaza la comunidad, sino que es la clave de su perduramiento. Disipación de lo insoluble, caída de lo inefable. La comunidad declara el estado de exceso alucinado, y lo hace para provocar un hueco triunfal, para sobrerealzarse en un éxtasis que la suprime como entidad unificada. Durkheim nos animó a imaginar la sociedad tal y como ella misma solía imaginarse, es decir, como un Dios. Por tanto, podríamos decir de ella lo que Cioran del Demiurgo: «Sólo un Dios ávido de imperfección en sí mismo y fuera de sí, sólo un Dios devastado podía imaginar y realizar la creación, y sólo un ser igualmente desapacible puede pretender una operación del mismo género» (La caída en el tiempo, Laia). Todo lo que está vivo se afirma y se niega en cada uno de los frenesís a que se entrega. Toda fusión humana está amasada con oscuridad. Desencadena tinieblas, porqué está hecha de tinieblas.
Gran parte de la filosofía de Georges Bataille aparece atravesada por esa preocupación obsesiva en empujar a Durkheim y Mauss por el precipicio al borde del cual llegaron a detenerse. Percepción –insistente, pero larvada– de l´Année Sociologique de la dimensión maléfica de la sociedad, entendida como órganos y funciones hipostatados en la imagen de una comunidad autosacralizada. Lo sagrado, en efecto, es en Durkheim la unidad comunal, que responde, a su vez, a un principio humano de incompletitud y de insuficiencia. Es decir, la religión responde a un exceso de carencia que sólo puede satisfacerse –siempre insuficientemente– a través de la reificación de esa comunidad necesaria en que completarse. Ahora bien, esa comunidad es, por principio, imposible, si no es a partir del ejercicio de una violencia absoluta sobre un mundo que no la espera, que no la contempla como posibilidad. Profund¡zando en esa indagación casi enfermiza sobre la comunidad, Maurice Blanchot escribía en un libro significativamente titulado La comunidad inconfesable (Arena): «Cada miembro de la comunidad no es solamente toda la comunidad, sino la encarnación violenta, disparatada, estallada, impotente, del conjunto de seres que, al tender a existir íntegramente, tienen como corolario la nada en que ellos de antemano ya han caído».
La fiesta supondría, entonces, la súbita intuición del lugar de lo irreversible en la vida de esa comunidad, prefiguración de la catástrofe inminente que la liquidaría en cualquier momento. ¿Y cuál es ese cataclismo que esta siempre a punto de desgarrar la comunidad, su opuesto y al tiempo su requisito?: la comunicación. La comunicación es, en efecto, la negación del discurso, lo que está antes o después del lenguaje. Bataille insistió en ello: contrariamente a lo que suele creerse, el lenguaje no es una forma de comunicación, sino la supresión de la comunicación». Es porqué la fiesta se fundamenta en la comunicación que, en última instancia, resulta conceptualmente incompatible con su propio punto de partida, esto es la comunidad celebrante, básicamente porque –como se ha dicho más atrás– la comunidad no se puede edificar a partir de la comunicación, sino de la comunión. La comunicación es lo que surge una vez se han interrumpido las palabras, de igual forma que las palabras hacen acto de presencia justamente para imposibilitar u obstaculizar la comunicación.
Ese tipo de enfoques, originados en lo que ha podido antojarse injustamente una lectura irracionalista de Durkheim y Mauss, coinciden con los provistos desde la lingüística formalista rusa, sobre todo de la mano de Mijail Bajtin, cuya influencia en las teorías de la fiesta provistas desde la historia cultural y la antropología es bien conocida. En La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento (Alianza) Bajtin asimila la carnavalización a la palabra poética, opuesta o, si se prefiere, radicalmente distinta del discurso codificado, impugnación de toda gramática. Lo carnavalesco se opone a la historia, al relato lineal, a la lógica aristotélica y se ha asociado a un tipo de literatura irónico-trágica pluritonal y pluriestilísitca conocida como menipea, abundantemente practicada en la antigüedad clásica y en la Edad Media y que ha llegado hasta el siglo XX de la mano de Joyce y Kafka, y de la que, por cierto, Bataille fue un conspicuo cultivador. La lógica carnavalesca «es como el rastro de una cosmogonía que no conoce la sustancia, la causa, la identidad fuera de las relaciones con el todo que no existe más que en y por la relación». La fiesta establece como posibilidad lo que mismo que la violencia y la guerra convierten en la única evidencia: el intercambio generalizado, la comunicación llevada a su apoteosis es la sustancia de la sociedad, esa energía cuya efusión sin control es lo que teme por encima de cualquier cosa una comunidad. La comunidad se protege de la comunicación sacralizándola.
Bajtin coloca la carnavalización en el capítulo de lo esencialmente dialógico –esto es hecho de distancias, analogías, oposiciones no excluyentes–, pero sobre todo la sitúa bajo el signo de las frases dichas rompiendo la continuidad, los conjuntos vacíos, las sumas disyuntivas, una relativización paródica del lenguaje que opera por contrastes y combinaciones y que, ante todo, trabaja el intervalo, es decir lo que la linealidad textual quiere negar a toda costa. La lógica poética y la carnavalización coinciden en romper con la continuidad del sistema lógico-científico, que se basa en la frase griega, fundamentada a su vez en la distinción entre sujeto y predicado, y que luego procede mediante identificación de los complementos a partir de criterios de localización, causalidad, determinación, etc. Esa lógica –en realidad una monológica– opera a partir de una base cero-uno (falso/cierto; normal/anormal; bien/mal) y deriva en una pánico absoluto ante la ambigüedad, que es justamente lo que la carnavalización y su lógica del doble (la máscara, el 0-2) afirma contra el Uno.
La fiesta, porque es retorno del retorno, se emparenta ahí con la inautenticidad, la máscara, lo desconocido, el «reverso irreversible», lo imposible, una duplicación que no puede ser sometida a tematización alguna. La fiesta, como el mal, es la puesta entre paréntesis y la transgresión de la ley, un tajo abierto en el discurso. Si se puede afirmar que en cierto modo la palabra poética es al texto prosódico lo que la fiesta es al tiempo lineal –sea éste flecha o ciclo– es porque corta perpendicularmente un transcurrir que se desplaza monótonamente sobre un eje horizontal. La fiesta es el tiempo en vertical, puesto que a través suyo una determinada colectividad hace coralmente lo que el tránsito místico, chamánico o poseso le permite hacer delegadamente a través del personaje extático: ascender a su apoteosis y, a la vez, hundirse en su propia oscuridad, en la reconstrucción dramática de un infierno. Se ha dicho que la fiesta es un mecanismo que sirve para que los individuos que constituyen una sociedad recuerden –aunque sea de forma simbólica– el orden subyacente que se supone que guía sus acciones. Esto es tan cierto como lo que, afirmando todo lo contrario, vendría a decir lo mismo. Lo que se recuerda es el desorden subyacente que las desbarata: la comunicación.
Concebir la fiesta como una reinstauración de la desdiferenciación básica que constituye la materia prima de toda sociedad –que es de hecho un estallido magmático de la diferencia que la compone– permite volver a asociarla con la noción de retorno. Al hacerlo, difícilmente podemos sustraernos de la evocación de Nietzsche. ¿En qué consiste la fiesta sino en una espectacularización de ese eterno retorno que se configura como uno de los epicentros del pensamiento nietzsche¡ano? El eterno retorno nietzscheniano no tiene nada que ver con la circularidad arquetipológica del eterno retorno en Mircea Eliade, por ejemplo, esa idea de ciclo que, por cierto Nietzsche odiaba tanto. El eterno retorno, tal y como Nietzsche lo concibe, reúne muchas de las cualidades que las lecturas durkheimnianas han encontrado en la efervescencia colectiva desplegada en las fiestas. El eterno retorno es, en Nietzsche, el devenir, lo que pasa, concebido en tanto que ser. «El devenir como invención, voluntad, abnegación, superación de sí mismo» (En torno a la voluntad de poder) una actividad pura en que no hay sujeto, ni causa, ni efecto, ni mucho menos identidad, sino únicamente agitación creadora que se vale de una fuerza sin estructura y sin fin. El eterno retorno es el regreso de todo, «todo de nuevo, todo eterno, todo encadenado, trabado, enamorado...» (Así habló Zaratustra) momento en que lo social afirma no su pasado, ni su presente, ni su futuro, sino su eternidad, y lo hace en la transmutación de todos los valores, en la incertidumbre, en la creación continua que ejerce una energía inestable, ondulatoria. Sus principios no tienen nada que ver con la identidad, sino, al contrario, con la diversidad, con su síntesis y con su reproducción.
La fiesta es justamente la exaltación de ese instante que pasa y que el eterno retorno sacraliza, puesto que en la fiesta –como en el momento al que se retorna, pero que nunca se repite– está todo. Volver tiene que ver con cualquier cosa, menos con repetir. Si se regresa es justamente para vencer el peso de las repeticiones. Como el instante de Bachelard, la fiesta es un nuevo nacimiento de la potencia del ser, potencia que es «la vuelta a la libertad de lo posible» (La intuición del instante, Siglo XX). La fiesta ejercitaría ese mecanismo que en Nietzsche desvela la incapacidad que el mundo –el mundo social, para nosotros– experimenta de inmovilizarse, de cristalizar, porque si la poseyese, haría mucho que habría concluido su trabajo, y el devenir y el pensamiento habrían cesado. La fiesta –de ahí la violencia y el desorden que parece requerir como ingrediente insustituible– es voluntad social de autodestrucción, alegría del aniquilamiento, o, lo que es lo mismo, premisa social de la nada o premisa anonadada y anonadante de lo social. La fiesta, como expresión de ese eterno retorno que nos hemos permitido trasladar al plano sociológico, demuestra que el universo social humano no está dotado, en tanto que cualidades inmanentes, ni de finalidad –en el doble sentido de fin y de objeto– ni de equilibrio.