dijous, 28 de febrer del 2019

La invención del matriarcado

 "Bacchante", William-Adolphe Bouguereau, 1894
Comentario para los estudiantes de la asignatura Antropología Religiosa, a partir de un comentario en clase.

LA INVENCIÓN DEL MATRIARCADO
Manuel Delgado

En relación con lo que intentaba explicar en clase sobre la invención de los "cultos matriarcales", es algo de lo que trataba mi tesis doctoral, en un capítulo que luego publicaría en un libro titulado Las palabras de otro hombre. Anticlercalismo y misoginia (Muchnik, 1992). Lo que allí sostenía era que desde el punto de vista del anticlericalismo reformista del siglo XIX la religiosidad que practicaban los católicos, por el papel que en el culto jugaban las mujeres y por el lugar asignado a figuras femeninas, sobre todo la Virgen María, aparecía asociada a los intentos, generalizados en casi todo el pensamiento decimonónico, por remitir lo femenino a los extrarradios de la Ra­zón Moderna, asimi­lándolo en este caso a lo arcaico. 

No encontramos sino por doquier pruebas la convicción, absolu­tamente generaliza­da en el XIX y después–, de que la piedad católica no hacía sino imitar con desca­ro el viejo politeísmo idolátrico de la época bárbara, podía ser puesto en relación con algo que los "cien­tíficos" consta­taban y que presentaban como incontestable: que este estilo religioso que los católicos se empeñaban en mimar y hacer sobrevivir, giraba exclusivamente en torno a divinidades fe­meninas poderosísimas, que dominaban en solita­rio los siste­mas religiosos o de manera compartida con un hijo‑esposo di­vino que moría y resucitaba anualmente. Se tra­taba de los llamad­os cultos a la Magna Mater, la Diosa Madre que los in­terpret­adores del arte neolítico detectaban como un tema ob­sesivo, asociada a la luna, a la noche y a las mani­festa­cio­nes de la instintualidad, y también al nacimiento y desa­rro­llo de la agricultura y al papel que en él se atribuye a la mujer como responsable y directora de esa primera domes­ti­ca­ción de la Naturaleza. Esta religión de la Gran Madre apare­ce, en sus aspectos más demeterianos, como hegemónica en los primeros momentos históricos y se entiende que ejerce una colosal inf­luencia en la vida religiosa de griegos y romanos a través de los supuestos "misterios orientales" divulgados por el orientalismo a lo Cumont, centrados en la adorac­ión de pares sagrados del tipo Cibeles‑Attis, Salambó‑Adonis, Isis‑­Osiris, Ishtar‑Tammuz, etc.

Toda la interpretación que se hará en el siglo XIX, y que aún hoy es objeto de vulgarización, de lo que fue la vida religiosa del mundo clásico y del amplio período que lo pre­cedió desde el neolítico, daba por sentado que éstuvo, al mar­gen incluso de las religiones oficiales del Estado, domi­nada por la omnipresencia de mitos relacionados con el mito­logema pasional del Hijo Divino, o en torno a su alumbramien­to y concepción, y de ritos que se centraban en la evocación de est­os episodios. Se trataba de religiones vertebradas en torno al tema de la virilidad frustrada, saturadas de esceni­ficaciones de la falola­tría trágica y decidida­mente metroa­cas, esto es pivotando alrededor de la adoración al útero. Por último, todas las teorías sobre la religión antigua, es­pecialmente en la zona mediterránea, enfatizaron el que los cultos a la Gran Ma­dre y los misterios que son sus continua­dores históricos eran esencialmente prácti­c­as que atañían de manera exclusiva o preferente al colectivo femenino, y que tienen como mantenedoras a sacerdo­tisas o a mistos que han renunciado a su sexualidad masculina para que­dar al servicio de la Diosa, ya sea mediante el voto de celi­bato o ya sea mediante la emasculación física del inicia­do.

La creencia de que esta modalidad de prácticas religio­sas, de las que ‑no se olvide‑ el catolicismo era un resto indeseable, correspondían a una fórmula femenina de poder que obstaculizaba, oponiéndo­sele, el dominio masculino sobre las esferas públicas y pri­vadas, estaba muy en relación con una teoría que popularizó un jurista suizo, J.J. Bachofen, en un libro que alcanzó gran popularidad e influencia en su época: El matriarcado (Akal). Su tesis era que había existido un estadio por el que la condición humana habría atravesa­do antes de iniciar su andadura hacia la Civiliza­ción: el ma­triarcado o ginecocra­cia, esto es el gobierno de las madres o de las mujeres, ba­sado en la hegemonía de los valores femeni­nos, tales como los lazos de sangre y el predo­minio de la maternidad protectora y empeñada en mantener "la eterna mino­ria de edad del hijo"; el afectuosismo y las cate­gorias amo­rosas; la teluricidad, el triunfo de la mate­rialid­ad, y, muy especialmente, la religio­sidad y el control sobre lo sagrado. 

Una de las premisas de la teoria bachofeniana estaba en la presunción de que, una vez más, el conservadurismo y la hostilidad hacia el progreso era parte del equipamiento filo­‑genético de la mujer, que no sólo tiende a convertir en in­móvil todo lo que queda bajo su égida, sino que es capaz de reprimir la naturalidad móvil de los machos, de domesticar fatídicamente el espíritu inquieto y audaz propio de lo vi­ril, convirtiéndose en un ser obsesio­nado por someter al or­den todas las expresiones de la vida, que vive sólo para el dom­eñamiento y control, siempre "anhe­lante de unas condi­cio­nes ordenadas y una civilización más pura, a cuya presión el hom­bre no se somete de buen grado, obstinado en la cons­cien­cia de su superior fuerza física." La virtud de la mujer fue, en los tiempos remotos, el de fas­cinar ‑"inexpli­cableme­nte", según Bachofen‑ al varón, obli­gándole a renunciar a su superiori­dad bio­lógica.

El dominio de lo femenino queda así resueltamente puesto al servicio de las fuerzas oscuras de la Naturaleza, con la que las mujeres tienen una connivencia especial. Ellas invo­can y despiertan, en cualquier tiempo y lugar, "los niveles más pro­fundos y tenebrosos del ser humano", evocan siempre "la ley particular de las tinieblas morales". Comparativa­men­te, el sentimiento de la paternidad es de una entidad su­pe­rior a la de la elementaridad de los impulsos que lo feme­nino des­pierta en el hijo o el amante. Por ello tardará aún siglos en abrirse paso hasta la hegemonía señalando así la entr­ada en una fase superior de la evolución. El poder de las madres corresponde al esta­dio más primario de lo humano, aquél en el que es incapaz de desencadenarse de los víncu­los de la sangre y de la carne, del despótico y a la vez tierno dominio de la Naturaleza y sus arcanos. Es por ello que la religión de la mujer debe ser forzosamente mistérica.

Premisa y al tiempo conclusión: el poder femenino es el "del cuerpo que concibe", "la potencia concibiente de la materia", las concepciones de tipo "material‑sensual". En cualquier caso, el tri­unfo de la carnalidad, opuesto a la espiritualidad que se su supone acomp­aña natu­ralmente a la condición masculina. Consecuentemente, el avance en el sentido de la "eleva­ción" hacia el progreso sólo es posible en la medida en que la humanidad fue capaz de romper con el matriarcado y su re­ligión ctónica y asumir una piedad más espiritual, que forzo­s­amente habría de ser signo masculinista, centrada en los pri­meros momentos en el culto a un Zeus que Bachofen presenta como monoteísta casi.

Todas estas cualidades del patriarcado llevan a una conclu­sión: en el realzamiento de la paternidad está el abandono del espíritu de los fenómenos de la naturaleza, en su victo­riosa ejecución, una elevaciónde la existencia humana por encima de la ley de la vida material. El principio de la ma­ternidad es común a todas las esferas de la creación telúri­ca, y así el hombre, mediante la preponderancia que le conce­de a la potencia engendradora, sale de aquella unión y se da cuenta de su elevada tarea. Sobre la existencia corpo­ral se alza la espiritual, y la conexión con los círculos más pro­fundos de la creación se limita ahora a aquélla. La mate­rni­dad pertenece al lado corporal del hombre, y sólo éste retie­ne de aquí en adelante la conexión con los demás seres: el principio paterno‑espiritual le pertenece por sí solo. En éste rompe las ataduras del telurismo y alza la vista hacia las regiones superiores del Cosmos. Eso es lo que vendría a sostener Bachofen.

Pero, ¿cómo pudo ser que la mujer consiguiera mantener reprimido lo espiritual y bajo sometimiento a los más fuer­tes, los varones, que eran sus portadores? La respuesta de­biera ser a estas alturas previsible: a través, sobre todo, de la rituali­dad religiosa.

Para Bachofen, esta extrapolación no reconocida hacia lo antiguo de un problema que atañía directamente a aquel momen­to civilizatorio se produce hacia dos lugares separables, ambos definidos por la i­rrupción de formas tardías y espe­cialmente perversas de reli­gio­sidad matriarcalista: el dioni­sismo en la Grecia clásica y las corrientes mistéricas orien­tales que hacen su poderosa aparición en la Roma imperial. Dionisos es presentado por Bachofen, y por toda la his­toria y la antropología de la Antigüedad del siglo XIX y pri­n­cipios del XX, como el joven dios hermoso y vital que agluti­na bajo sus órdenes el principio amazónico de las muje­res violentas y arrastar a rendirle culto al colectivo feme­nino. El baquismo era "una religión que satisface propor­cio­nalmente las necesi­dades físicas y metafísicas, con la exci­tabilidad del mundo femenino de sentimientos tan indiso­luble­mente unid­os a lo terreno y lo ultraterreno, pero funda­men­talmente man­ifestaría un reconocimiento total de la subyu­ga­dora magia de la abun­dancia de la Naturaleza meridional". Recoge además las poten­cias sexualistas, inherentes a la mu­jer: "A través de su sen­sualismo y del significado que otorga al mandamiento del amor sexual, intrínsecamente unido a la condición femeni­na, entra en relación preferentemente con el sexo femenino, en él ha encontrado su más fiel parti­dario, su más devoto sirviente, y ha fundado en su entusiasmo todo su poder". 

La claridad de la conexión era por dos moti­vos evidente. Por un lado, porque las características atri­buidas al dioni­sismo era las mismas que aquellas de las que se culpaba al cristianismo popular tanto anglicano como católico: sensua­lismo, religión de las mujeres, in­moralidad de sus servidores y fieles, etc. Y por el otro, porque el persona­je mítico de Dionisos era uno de los que, como más adelante divulgaría Frazer, más deudor re­sultaba con respecto al perfil del Jesús que los católicos evocaban, en tanto que venía a copiar nume­rosos de los ele­mentos de su repertorio formal y mítico (el tema tardío del "sagrado corazón", el simbolismo del vino y del cá­liz, su asociación con animales siempre en celo como el asno o el toro, el estilo procesional, el carácter de dios agríco­la o de la vegetación, los ritos de comunión con la carne y la sangre, las evocaciones de su resurección, etc.), lo que, de paso, se constituía en una prueba más de la condi­ción fi­losa­tánica de los católicos ya que Dionisos era tambi­én el gran inspirador del demonismo y la falolatria.

El fenómeno volvía a reproducirse en Roma con la vigoro­sa pene­tración "del culto materno de Isis y Cibeles, e inclu­so de los misterios dionisiacos resurgidos". Ante "los obs­tácu­los y peligros que esta amenaza representaban, el Derecho Romano supo "ejecutar victoriosamente sus princi­pios", hasta que se produjo "una corrupción de las costumbres que ha pro­movido más que ninguna otra causa la decadencia del mundo an­ti­guo". Roma fue incapaz de reiterar la supe­ración que Gre­cia hizo de idéntico acecho, al promover frente al dionisismo la espiritual y masculinizante religión de Apolo. Sin expli­citarlo, era obvio que éste era el mismo cuadro con el que la lucha por el triunfo del espíritu nacido con la Refor­ma y del culto a la Razón y a la Ciencia. Sólo hay una semi­velada alu­sión, cuando Bachofen habla de "el poder imper­ece­dero de las ideas religiosas más primitivas y su resurgim­iento en épocas tardías", ideas que se manifiestan más que significa­tivamente en "las circustancias y testimonios que nosotros asignamos al oscuro y secreto vínculo de la vida familiar". Hoy, como entonces, "la Historia ha asigna­do a Occiden­te la tarea de llevar a la victoria... la disposi­ción natural más pura y más casta de sus pueblos, y así liberar a la Huma­nidad de las cadenas del más profundo telu­rismo en el que la rete­nía la virtud mágica de la Natura­leza oriental­."

Las ideas de Bachofen sobre la identidad entre proceso de civilización y proceso de patriarcalización resultaron muy divulgadas, y autores como Morgan ‑y a través de él Engels‑, McLennan o Lubbock las adoptaron total o parcialmente. Por aquella época, Michelet, el más conspicuo divulgador de la nefasta asociación mujer‑Iglesia, ya andaba por aquellos mis­mos derroteros. Fue común entre los in­ves­tigadores de la época hallar entre los primitivos o entre los arcaícos rasgos o indicios que infor­maran de un pasado o un presente no superado de matriarcalis­mo. Además de los ca­sos de matri­localidad o de filiación ma­trilineal, el enigma de la cova­da ‑el marido que asume como pro­pios los dolo­res del parto‑, extendido por doquier, era una de esas "prue­b­as incontestables" de nuestro pasado bajo el despotismo femeni­no. Por descontado que el tema de la re­li­gio­sidad en su esta­do menos evolucionado, como herramien­ta de influencia femeni­na no estaba menos aceptado.

Pero, sobre todo, donde se hace sentir el influjo de Bachofen y sus teorías es en el esbozo de antropología mate­rialista‑histórica que supone la obra de Engels El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, una obra de 1884 (Ayuso). Allí se dan como buenas no pocas ideas recogidas de Bachofen por Lewis H. Morgan en 1881 en La sociedad primitiva (Ayuso y Endymon) acer­ca del hietarismo y el derecho mate­rno, con la salvedad crí­tica de los "excesos místicos" que Engels atribuye al inves­ti­gador suizo. Tomada como única obra de referen­cia en temas de an­tropología, para muchos marxianos poco exigentes han conti­nuado concediendo cré­dito a una interpretación de la condi­ción evolu­tiva del hom­bre que hoy nadie sostiene, repito, al menos seriamente.



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