divendres, 23 de febrer del 2024

La fiesta o la identidad hecha trizas

La fotografia és de Tony Linck y fue tomada en los Sanfermines de 1947

Fragmento de la intervención en el ciclo Fiesta, tradición y cambio, celebrado en la Universidad de Granada en enero de 1999. El texto completo apareció publicado como La ciudad y la fiesta. Afirmación y disolución de la identidad, en Javier García Castaño, ed. Fiesta, tradición y cambio, Universidad de Granada, Granada, 2000, pp. 73-96

LA FIESTA O LA IDENTIDAD HECHA TRIZAS
Manuel Delgado

Hemos visto cómo la fiesta, en tanto que dispositivo social destinado a realizar lo imaginado, puede hacer visible una comunidad que la vida cotidiana sólo permitiría anhelar. Esa fiesta ejerce en esos casos una fuerza centrípeta y formalizante. Pero, como ya se ha adelantado, esa misma energía que la fiesta descarga, esos mismos acontecimientos que suscita, pueden hacer justo lo contrario: aplicar su potencia en un sentido centrífugo y desfigurante, y hacerlo llevando hasta su extremo la inestabilidad propia de los espacios urbanos, las propiedades estocásticas de lo que ocurre en las calles o las plazas de cualquier ciudad, su virtualidad a la hora de hacer que proliferen sin límites las interacciones entre desconocidos que han puesto en suspenso quiénes son y se abandonan a una interrelación en gran medida sometida a todo tipo de incertezas, en la que las adaptaciones identitarias han de ser constantes. La fiesta, en este caso, no reclama comunión alguna, no demanda un principio de conformidad con contenidos explícitos de ningún tipo, puesto que ni sostiene ni se deja sostener por discurso concreto alguno, que no sea, como mucho, el de ese conjunto elemental de reglas de cortesía que organizan una vida cotidiana que ya era antes un baile de disfraces y una gran comedia de la disponibilidad.

La fiesta, entonces, no dice nada, sino que se limita a hacer, se convierte en escenario para una acción polidireccional, por no decir espasmódica, convulsa. Su escenario natural, la calle, realiza de este modo al máximo su condición última de lugar para la acción, marco ecológico de todo tipo de actividades y agitaciones, ámbito en que, siguiendo a Hannah Arendt, se desarrollan los modos de subjetivización no identitarios. Por ello, la calle en fiestas se convierte en algo distinto y en cierto modo contrario a los territorios de identificación comunitaria o familiar. Para integrarse en la realidad que la fiesta así orientada genera no hace falta ser, sino sólo estar, o, mejor dicho, acontecer. Quienes participan así en la fiesta se limitan a suceder, devienen su propio evento o el evento de otros. Cada cual es lo que parece o quiere parecer: su propio cuerpo, puesto que es su corporeidad y sólo su corporeidad lo que le otorga derechos y deberes festivos.

En estos casos la fiesta basada en la fraternidad difusa, al contrario de la basada en la fraternidad fusional, conduce a su máxima expresión la inautencidad que caracteriza el espacio urbano, las potencialidades de la pura exterioridad y del anonimato, la renuncia a la identificación. La comunidad, como su propio nombre indica, se basa en la comunión, pero lo que el accidente tempo-espacial provocado por la fiesta ha suscitado ahora es una unidad social que –como las que hace y deshace sin parar la vida pública– no se basa en la comunión, sino en la comunicación. No es una fusión, sino una fisión o, si se prefiere, una difusión. La comunidad no requiere que sus miembros se comuniquen, puesto que no tiene nada que decirse: son lo mismo, piensan lo mismo, comparten una misma visión del mundo, están ahí y en ese momento justamente para volver a comulgar juntos. 

En cambio, la colectividad que la fiesta centrífuga genera está ahí para que las moléculas que la componen jueguen a ignorarse y atraerse de acuerdo con movimientos impredecibles. Mientras que la fiesta comunal –o la dimensión comunal de una fiesta– anula las distancias entre individuos, la fiesta colectiva –o la dimensión colectiva de la fiesta– afirma esas distancias, puesto que es del juego con ellas del que dependen las sociabilidades sobre la marcha que se van desencadenado sin solución de continuidad. Es cierto que a las fiestas se puede asistir con el fin de recordar y dar a recordar quién es cada cual, es decir lo que entiende o quiere dar a entender que es «su identidad». Pero no es menos cierto que también se puede uno sumar a la fiesta, sumergirse en el torbellino que suscita, justamente para lo contrario, es decir para olvidarse de quién se es, anular momentáneamente el nicho identitario que cada cual se asigna o le asignan, para anonadarse, esto es para volverse nadie, nada, para disfrutar de las posibilidades inmensas del anonimato y de la máscara, para disfrutar al máximo de la infinita capacidad socializadora que concede el simulacro, las medias verdades, los sobreentendidos, los malentendidos y hasta la mentira.

Se reencuentra aquí, en contextos urbanos, la communitas a la que dedicara su atención analítica Victor Turner (El proceso ritual, Taurus). Y reaparece de la mano de esas eventualidades programadas que consisten en la ocupación tumultuosa del espacio urbano por parte de personas ordinarias que se abandonan a un intercambio generalizado y sin límites. Esta producción de communitas no constituye una excepción, sino una intensificación o aceleramiento de lo que son las condiciones cotidianas de existencia de ese espacio urbano, vectores de fuerza que son al mismo tiempo disolventes y liberadores. Henri Lefebvre advirtió en su día ese fenómeno, al referirse al «paso de lo cotidiano a la fiesta en y por la sociedad urbana» (La vida cotidiana en el mundo moderno, Alianza). Eso es así en tanto que el espacio urbano vive en una permanente situación de communitas atenuada, en la medida en que todo él está hecho de liminalidades, es decir umbrales, tierras de nadie. Si la fiesta puede generar territorios identitarios, también puede suscitar el establecimiento de tiempos o espacios fronterizos, es decir tiempos y espacios sin amo, límites que sólo pueden ser cruzados y en los que cada cual deviene contrabandista o fugitivo. Planteado de otra manera: la fiesta procura la intensificación máxima de las propias cualidades rituales de la vida cotidiana, esa substancia básica que Goffman había percibido alimentado las interacciones. Al contrario de lo que ocurre en el estructural, en el campo situacional la posición de los copresentes es, por definición casi, de tránsito. En ese territorio movedizo los protagonistas lo son de un permanentemente activado rito de paso, una suite de protocolos en que se despliega la ambigüedad crónica de los encuentros, la dialéctica constante que la naturaleza reversible de éstos demanda entre vínculo y puesta a distancia, entre seducción y desconfianza mutuas.

Se entiende entonces en su sentido más radical en qué consiste la calle como ese espacio en que siempre está a punto de ocurrir alguna cosa, incluso alguna cosa que trastoque lo hasta entonces dado, que lo desintegre como consecuencia de una apertura a lo incierto y al azar. La comunidad puede ver entonces en la fiesta lo que ya creía entrever en la actividad normal de las calles de cualquier gran ciudad: su peor enemigo, puesto que en la fiesta, como en la calle, se produce la apoteosis natural de sociabilidad en la que el distanciamiento une y los intervalos son puentes. Si el modelo de la fiesta comunitaria se proyecta hacia lo doméstico en forma de celebración familiar y hacia lo político en forma de conmemoración patríotica, el modelo de la fiesta disolvente –de la que el carnaval es sin duda el paradigma– se proyecta sobre la actividad ordinaria en los espacios urbanos, ámbitos constituidos e instituidos en la heterogeneidad y en los que la convivencia se produce no con personas, sino entre personas. Y entre personas que se han hecho presentes y participan sin ser concitadas a confesar cuáles son sus adhesiones culturales, sus convinciones ideológicas o religiosas, sus orientaciones sexuales, sus fortalezas o debilidades morales. Espacio de traidores y agentes dobles. Esas siluetas que se agitan no han sido inquiridas a confesar sus motivaciones íntimas. Ni siquiera sus verdaderas intenciones.

Esa disolución festiva del orden social, el regreso a las turbulencias que lo originaron –pero que no están antes, sino que permanecen en todo momento debajo–, no implica una negación. Antes al contrario. El desbarajuste festivo proclama lo que, antojándose el anuncio del inminente final del cosmos social, es en realidad su principal recurso, su requisito, su posibilidad misma. La efervescencia festiva ha generado otro cuerpo, pero un cuerpo que no es otra cosa que un puro orden muscular, un ser que piensa sin cerebro, que respira por la piel, que digiere con los ojos.





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