La foto es de Àngel García y está tomada de https://www.revista5w.com/temas/movimientos-sociales/tras-las-mantas-7747
La doble función del llamado inmigrante
Manuel Delgado
Contrastan dos acepciones del término función. Una entidad dada puede cumplir una función en el sentido organicista –el que adopta Radcliffe-Brown–, es decir en el de la tarea productiva y dinámica que un órgano dado lleva a cabo al servicio del buen funcionamiento de una determinada morfología estructural. Pero también puede cumplir una función en el sentido lógico-matemático, es decir como relación entre variables mutuamente dependientes en el plano formal. Es en ese último sentido que Lévi-Strauss puede hablar de “función simbólica”, adoptando ese valor de la glosemática, que lo entendería en tanto que equivalente de la función semiótica o capacidad que un signo tiene de expresar un contenido inicialmente amorfo que le es externo, pero del que acaba siendo solidario. No es cosa de detenerse en la génesis de la idea de función simbólica. Digamos, sólo, que ésta remite a un determinado tipo de operaciones cuya labor, ejercida desde el inconsciente, es la de imponer formas dadas a contenidos cualesquiera, con el objetivo no de remitir unos hechos a sus causas objetivas, sino más bien de articularlos en una totalidad congruente y significativa, organizarlos de tal manera que el producto final permita integrar datos contradictorios, ordenar experiencias fragmentarias poco o nada formuladas, objetivar sentimientos confusos, etc.
Por supuesto que la función orgánica y la función simbólica no son incompatibles. Un objeto del mundo perceptible puede ser útil, e incluso fundamental, en orden al mantenimiento de una determinada estructura social, gracias a su papel en el plano tecnoecológico y tecnoeconómico, y al mismo tiempo convertirse en un instrumento al servicio de la inteligibilidad de la experiencia. El propio Lévi-Strauss proponía como ejemplo la posibilidad de que en una misma consciencia convivan, de manera no excluyente y hasta complementaria, la atribución de las causas de una guerra a los avatares de un proceso de emancipación nacional y a las maquinaciones de los traficantes de armas, es decir al mismo tiempo a motivaciones de orden simbólico-identitario y estrictamente materiales.
Así pues, el inmigrante es no sólo pieza fundamental de un sistema de producción basado en la explotación humana o una garantía para el relevo generacional, sino un auténtico personaje conceptual, en el sentido que Deleuze y Guatari sugerían para esa noción en su introducción a Qué es la filosofía. Un determinado sistema de representación genera, como el filósofo imaginario al que se refieren Deleuze y Guatari, sus propios personajes conceptuales, es decir personalidades mediante las cuales un complejo social puede pensarse a si mismo como otro, y como otro al que se encarga encarnar sus conceptos más fuertes, o acaso la fuerza misma de sus conceptos principales, vehículos al servicio de la designación no de algo extrínseco, “un ejemplo o una circunstancia empírica, sino una presencia intrínseca al pensamiento, una condición de posibilidad del pensamiento mismo”.
En tanto que personaje conceptual, el inmigrante representa lo heteronómico, es decir “los otros nombres”, que pueden corresponder no sólo al perfil de quien los concibe y a habla de o con ellos, sino también a su negación o su contrario. Como si el orden social y su autorepresentación encontrará en el inmigrante algo parecido a lo que Nietzsche encontraba en Zaratustra o Platón en Sócrates. Alguien con quien dialogar, aunque fuera, como en nuestro caso, en términos polémicos, es decir con quien imaginarse antagónico e incompatible. Una oportunidad para que, como escribiera Kappler sobre la relación entre monstruos y humanos en la cosmología altomedieval, “el pensamiento confraternice con su enemigo”.
Es a partir de ahí que el inmigrante puede asumir su papel no sólo como garante de la renovación demográfica o mano de obra vulnerabilizada al servicio de una estratégica economía informal, sino también como artefacto simbólico-conceptual. Ello no cuestiona que el llamado “fenómeno de la inmigración” sea sobre todo un fenómeno de explotación, al tiempo que una nueva prueba de la dependencia que las sociedades urbano-industriales tienen con respecto de los contingentes de jóvenes que no pueden dejar de atraer desde afuera; pero si que contribuye a explicar por qué ese rol objetivo de la inmigración y los inmigrantes en relación con las demandas del mercado laboral y de la lógica demográfica tenga tan poca audiencia, merezca tan escasa relevancia pública, si se lo compara con la que obtienen otros argumentos mucho más etéreos en los medios de comunicación, los discursos institucionales, los pronunciamientos militantes de cualquier signo o las apreciaciones populares. De espaldas a los datos objetivos, vemos primar por encima de todo consideraciones morales que remiten a ese orden del universo que, para bien o para mal, el Inmigrante en funciones de operador simbólico y personaje conceptual pone en cuestión.
Nada hay de incompatible entre la función socioeconómica del inmigrante y aquella otra que lo coloca entre comillas para ponerlo a significar. Al contrario: la una requiere de la otra. Aceptemos la aseveración que hace Marvin Harris cuando, retomando el debate imaginario entre Radcliffe-Brown y Lévi-Strauss, nos dice que si ciertos animales son buenos para pensar es porque antes han sido declarados buenos para comer, o, como él plantea, presentan una relación coste-beneficio práctico más favorable. Trasladando ese punto de vista a nuestro terreno, podremos afirmar que si han venido miles de extranjeros a vivir entre nosotros no es para ponerse a disposición de nuestra especulación reflexiva, sino para atender requerimientos materiales hegemónicos de la sociedad que les recibe.
Pero tales requerimientos, basados en la inferiorización masiva de una mano de obra barata, no pueden ser satisfechos sin un conjunto previo o paralelo de operaciones retóricas que han hecho de cada asalariado foráneo un inmigrante, esa figura que no tiene nada de objetiva, sino que resulta y depende de un proceso de construcción política, mediática y también popular que lo convierte en leyenda, que lo mixtifica para reconocer en él nuevas versiones de viejas figuras mitológicas, que son siempre variantes de la del “enigma venido de otro mundo”, por evocar el título español de un mítico film de serie B de los años 50. Es a través de esa transfiguración que el extranjero explotado pasa a ser el nuevo Gran Forastero: amenaza o esperanza, pero siempre alguien a quien controlar, perseguir, proteger o de quien esperar, pero nunca como lo que es, sino como lo que se imagina que es, que siempre es mucho más y otra cosa.