La foto es de Yanidel y está tomada de https://www.facebook.com/YanidelPhotography
Final de La antropología en los tiempos del cólera. Una reflexión y un balance, conferencia de clausura
del 2º Congreso Internacional de Antropología de la AIBR, Barcelona, 9 de septiembre de 2016
La antropología como ciencia ridícula
Manuel Delgado
La antropología como ciencia ridícula
Manuel Delgado
Florentino Ariza, el protagonista de El amor en los tiempos del cólera, de García Márquez, es un enamorado y, como todos los enamorados —bien se encargó de recordárnoslo Fernando Pessoa en un hermoso poema—, son siempre algo ridículos. De hecho, téngase presente que la novela de García Márquez es, declaradamente, una obra del siglo XIX y, en ese contexto un homenaje caricaturesco, pero siempre amable, a la literatura folletinesca de la época, con su nulo espesor psicológico y lo inverosímil de sus tramas. Florentino es, en efecto, un héroe folletinesco y, como tal, se antoja excesivo, desmesurado, entrañablemente absurdo y, por supuesto, ridículo.
En eso acaso también el antropólogo se le parece. En el año 2002, en que asumí la secretaría del IX Congreso de la FAAEE que organizó el Institut Català d'Antropologia, recuerdo que pensé que era una buena idea complicar a la Filmoteca Nacional en una actividad paralela consistente en un ciclo de películas. Recuerdo que la idea inicial fue la de mostrar films protagonizados por antropólogos o antropólogas. Desistimos de la idea, porque casi todas los ejemplos que encontramos fueron películas de terror, en la que el antropólogo aparecía como contrabandista de productos culturales monstruosos o malignos, o películas de risa, protagonizadas por etnólogos enredados en todo tipo de situaciones cómicas como consecuencia de tendencia a provocar o ser víctima de confusiones y equívocos. Un poco a la manera de la protagonista de La tesis de Nancy, de Ramón J. Sender, o, por supuesto, del de El antropólogo inocente, de Nigel Barley.
En fin, no sé si habrá sido adecuada la elección de Florentino Ariza como "bueno para pensar" nuestra propia identidad vocacional, pensar en qué consiste ese oficio ciertamente singular que en tantos aprietos nos ha puesto siempre a la hora de explicar qué es, siempre con el miedo de que nos pregunten cosas de las que no sabemos o no queremos saber la respuesta con certeza, como para qué y, sobre todo, a quién. Somos eso, si yo tuviera razón, nuevos románticos víctimas como los antiguos del mal de los tiempos, zarandeados por esos nuevos cóleras que azotan nuestro siglo, desorientados, descubriendo que, como decía Clifford Geertz, paradójicamente "en nuestra confusión está nuestra fortaleza". También herederos y continuadores del empeño realista y naturalista del XIX, con su avidez de mundo, con su conciencia de que los hechos están ahí y tienen razón; ansiosos, como los clásicos, por captar ese exterior que es siempre más interesante que nosotros. Pero también, reconozcámoslo, un poco ridículos, siempre queriendo estar a la altura de gentes a las que pretendemos estudiar y que, por definición, saben siempre más que nosotros, aspirando a merecer la confianza de seres humanos a los que queremos comprender como si ellos lo necesitaran y nos lo hubieran pedido, reyes que somos del malentendido y que siempre acabamos presentando ante nuestros colegas informes de los que solemos expulsar nuestros fracasos y eso..., nuestros ridículos.
En fin. Esto es lo que les he venido a contar. Es probable que acudieran a este acto de clausura con la expectativa de que alguien diría algo definitivo y profundo, un balance y las perspectivas anunciadas, y les acabado hablando de hasta qué punto nos podemos comparar con ese Werther que conoce el vértigo de un mundo que se desploma en su interior; como el Frédéric de Flaubert, abandonados a una búsqueda exterior de sí mismo, y al héroe folletinesco, casi personaje de culebrón, de una novela de García Márquez. Seres, como ellos, al mismo tiempo confusos, realistas y algo patéticos. Por tanto, déjenme agradecerles que nos hayan acompañado estos días, a todas las personas que han ayudado a que esto sea posible y a ustedes en particular, quienes nos acompañan aquí, ahora, pedirles disculpas por haberles defraudado si lo que esperaban era algo más trascendente, con mayor alcance y pretensión.
De todos modos, si querían algo solemne, una reflexión profunda, algo en que se resuma el alcance de mi pensamiento, déjenme que acabe con la única conclusión rotunda que se me ocurre compartir ahora y aquí con ustedes y que tomo de lo que muchos considerarían una mala canción, una canción de esas que la gente escucha o escuchaba por la radio, consciente como soy de que, como decía el personaje de Fanny Ardant en La mujer de al lado, de François Truffaut, "las malas canciones dicen la verdad". Es de una canción de Julio Iglesias y dice la única certeza que poseo: "Siempre hay por quién vivir y a quién amar / Siempre hay por qué vivir por qué luchar."
Muchas gracias.