dijous, 17 de juny del 2021

Los templos de la cultura-simulacro

La foto es de Enrico Spanu

Fragmento de "Dinosaurios culturales", Dramática, 2 (mayo 2021), pp. 86-90

Los templos de la cultura-simulacro 
Manuel Delgado

He ahí el lugar al tiempo articulador y expresivo que la ciudad-empresa depara al Arte y la Cultura, esos mismos altos valores que bastardea. Es como si los gestores culturales y la localización de los ámbitos bajo su jurisdicción hubieran acudido en refuerzo de la labor de los «especialistas en ciudad», es decir de los urbanistas, arquitectos, filósofos y burócratas que han recibido el encargo de dejar listas a las ciudades para su comercialización. Las políticas culturales urbanas han consistido sobre todo en implementar espacios y tiempos que elevaran la elocuencia presuntamente metafísica de lo proyectado por los técnicos. Para el plan urbanístico, ornamentos poderosos con que otorgar fama a grandes porciones de suelo, mejorando su cotización y generando ganancias a su alrededor. Para el proyecto arquitectónico, oportunidades para que arquitectos famosos implanten equipamientos-baluarte en el territorio, con frecuencia violentándolo, indiferentes o despectivos respecto de la realidad social sobre la que se imponen. 

La gran instalación cultural se erige para maravillar con la osadía de sus formas, tanto como con la trascendencia atribuida a su contenido. Está ahí para ofrecer la imagen de una grandeza que empequeñece su envoltorio social y morfológico; también para hacer insignificante lo que fuere que hubiera habido ahí antes de convertirse en el solar que vino a ocupar. Pero, además de eso, también está para amedrentar cualquier cosa que pueda inquietar su arrogancia. Para ello esos mamuts culturales aseguran un perímetro de seguridad a su alrededor que ha de permanecer en todo momento controlado para garantizar el confort de asiduos y visitantes, produciendo escenarios insípidos en los que no puede caber motivo alguno ya no de inseguridad, sino simplemente de incertidumbre o espontaneidad.  

Es eso lo que justifica ese requisito que parece exigir ver cumplido toda reforma urbanística importante de incorporar esos grandes volúmenes «de autor» —un foster, un calatrava, un gehry...— destinados a que una masa de fieles acuda a salvarse de su propia banalidad. Esos magnos mecanismos disuasorios –esa cultura amansa a las fieras– son pura impostura; parecen parques de atracciones en que se experimenta como cierta la ficción de un cultura que nada tiene que ver con la capacidad humana de crear universos, puesto que se basa en la fascinación y el simulacro. No es casual que tantos de esos buques insignia de las ciudades hubieran sido, antes de modernos palacios culturales, lugares de confinamiento: fábricas, cuarteles, hospitales, cárceles, conventos. Continúan siéndolo o queriéndolo ser, porque en ellos es recluida una cultura secuestrada de lo real, que, divinizada pero cautiva, deja de ser ya humana para convertirse en lo que es hoy, al tiempo un sacramento y una mercancía.

Más allá o antes de su función directa o indirecta ¬¬—generar beneficios–, la eficacia de los mastodónticos equipamientos culturales es de orden simbólico, lo que quiere decir que ejercen la virtud de dotar de sentido al paisaje que pasan a determinar, no solo por su altisonancia formal, sino porque impregnan todo su entorno con la verdad incontestable y poderosa de la Cultura, cuya esencia materializan y desprenden. Desde sus alcázares imponentes esa nueva divinidad distribuye legitimidad, pero también nos protege y rescata del mundo de fracasos y pasiones sobre el que sus lugares se yerguen, y que no es sino la vida urbana misma, es decir, la vida.


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