Últimos párrafos de La artistización de las políticas urbanas. El lugar de la cultura en las dinámicas de reapropiación capitalista de la ciudad, publicado en Scripta Nova, Vol. XII, núm. 270 (69), 1 de agosto de 2008.
Ataque al MACBA, octubre 2006
Manuel Delgado
La mañana del 2 de octubre de 2006, el recién nombrado nuevo alcalde de la ciudad, Jordi Hereu, inauguraba solemnemente la nueva sede de las Facultades de Geografia e Historia y de Filosofía de la Universitat de Barcelona, las últimas piezas por el momento del conglomerado cultural del Raval norte, justo frente al CCCB y a tan solo unos pasos del MACBA. A los dos días, aquel 4 de octubre, al otro lado de la Rambla, a un kilómetro de allí, en el barrio de la Ribera, se producía la mencionada actuación policial de destrucción del espacio verde creado por los propios vecinos en el Forat de la Vergonya.
Como respuesta a la iniciativa municipal de “reconquistar” aquel inaceptable núcleo de desacato, se convocó una manifestación de protesta que debía arrancar, el 5 de octubre, a las 6 de la tarde, del Mercat de Santa Catarina, el trabajo de Enric Miralles y Benedetta Tiglabue que hacía poco –en 2005– se había inaugurado a pocos metros del Forat de la Vergonya, ahora ocupado por las fuerzas antidisturbios del propio Ayuntamiento. La marcha volvió a repetir una lógica que caracteriza las deambulaciones civiles en cualquier ciudad: arranque en un punto considerado significativo, desplazamiento a lo largo de un trayecto que nunca es arbitrario por lo que hace a los lugares que constituyen su singladura y desembocadura en otro lugar de la retícula, que queda así también subrayado. Esa lógica, que imita la del viacrucis católico y, por extensión, la de la celebraciones tradicionales de signo peripatético –pasacalles, procesiones, desfiles, etc.–, se concretó, en el caso de esta manifestación, en un desplazamiento no preprogramado que sube por Via Laietana –la gran actuación de despanzurramiento del casco histórico de principios del siglo XX, abierta en 1909–, atraviesa el corazón mismo de la ciudad –la plaza más céntrica y emblemática de la ciudad: la Plaça de Catalunya y las también importantes de Urquinaona y Universitat– y por la calle Joaquín Costa se vuelve a zambullir en lo que va quedando de la tupida trama de la ciudad antigua hasta alcanzar la Plaça dels Àngels, el espacio abierto como consecuencia de la gran reforma de la zona norte del Raval, que el MACBA preside y a unos pasos de las nuevas facultades universitarias.
Lo que hace la deambulación de los manifestantes es unir, al pie de la letra, un punto ofendido –el Forat de la Vergonya– a su ofensor –el clúster cultural del Raval–, sugiriendo entre un acontecimiento-lugar y otro una relación de causa y efecto. El recorrido –punto de partida, etapas del itinerario, meta...– dramatiza topográficamente algo parecido a un auto sacramental, cuyo argumento se puede resumir del siguiente modo: lo que acaba de suceder en el Forat de la Vergonya –el desalojo policial, la ejecución violenta de los planes urbanísticos del Ayuntamiento– es resultado de ese modelo de ciudad que el conjunto cultural y artístico de la Plaça dels Àngels y el MACBA en concreto encarnan. Se repetía, de manera amplificada, una puesta en escena parecida que se había producido meses antes, en enero de aquel mismo 2006, cuando vecinos que protestaban contra la suciedad que estaba sufriendo el barrio –un ejemplo de la política de dejar deteriorar zonas en proceso de recalificación– se desplazaron desde el Forat de la Vergonya a las puertas del flamante Mecat de Santa Catarina y depositaban ante ellas montones de basura y residuos que habían recogido en el punto de partida. También aquí la inferencia discursiva que se desprende es clara: se le reprocha a la obra de Miralles y Tiglabue no su función como lugar de abastecimiento, ni siquiera su calidad formal, sino que esté sirviendo como elemento clave para los planes para generar rentas en el barrio y que su pulcritud y elegancia sea posible teniendo como contrapartida la dejadez a que se condena a las zonas pendientes de intervención, y justo para impeler a los propios vecinos a reclamarlas con urgencia. La protesta desembocó también en incidentes, con diversos contusionados y detenidos. A los pocos días, la presidenta de la asociación de vecinos del Casc Antic, leía un comunicado en que criticaba el clima que la policía estaba creando en los entornos del Forat de la Vergonya, con “redadas diarias, represión de actos reivindicativos pacíficos, actitudes xenófobas y una creciente y asfixiante presencia”.
En ambos casos, quienes concertaban su caminata de protesta iban de un sitio a otro de la ciudad y lo hacían advirtiendo que ésta, en efecto, no es otra cosa que una especie de sociedad de lugares, un orden de ubicaciones que dialogan entre si empleando para ello la actividad ambulatoria de los viandantes que pasean solos o agrupados en multitud. Al llegar a su destino, el grupo que se ha reunido para expresar en público una voluntad, una intención o un estado de ánimo compartido lleva a cabo lo que viene a ser un asalto o toma metafórica –a veces reales– de la concreción espacial de instancias que se consideran responsables de una determinada circunstancia injusta. Una vez licuada en forma de concentración en un punto de partida, el grupo concentrado inicia su desplazamiento y circula por determinados canales de la retícula urbana. Al final, “se planta”, por emplear un expresión coloquial, delante de las puertas del contenedor arquitectónico de los poderes agraviantes. El lugar está ahí –edificio oficial, sede empresarial, embajada, local político...; en nuestro caso, macroinstalación cultural, museo–, materializando la instancia que alberga o esconde. Sus moradores simbólicos se imaginan como replegados al interior; temerosos ante el cerco a que se saben sometidos. Por su parte, los congregados fuera disfrutan de la sensación de una victoria que pronto habrán de reconocer como efímera..
En este caso, la marcha se encaró justamente con el MACBA, como si , como veíamos, se imputara a la obra de Meier la culpa de lo que estaba pasando a no mucha distancia de allí, en el barrio de la Ribera; como si aquella imponente construcción no fuera, como pretendía, la sede de la Cultura, sino una máscara tras la que se ocultan intereses inmobiliarios y urbanísticos perversos. El dedo acusador no señalaba lo que el MACBA pretendía representar –el baluarte de una cierta nueva espiritualidad–, sino lo que estaba camuflando y que no eran sino las maquinaciones de los promotores urbanísticos, las empresas dedicadas a la explotación abusiva del suelo y las autoridades políticas a las que se acusaba de proteger, propiciar o practicar la coacción contra los vecinos recalcitrantes. La protesta no acabó pacíficamente y la agresión contra el MACBA pasó de simbólica a real y fue sucedida de graves incidentes que afectaron en aquel caso al conjunto del barrio y de los que resultaron diversos heridos y detenidos. La entidad de los disturbios motivaron la suspensión de la cumbre de ministros de vivienda europeos que tenía previsto reunirse en Barcelona la primera semana de noviembre.
Tuvieron que producirse esos problemas de orden público para que la sentencia de muerte contra la experiencia el Forat de la Vergonya fuera recogida por los medios de comunicación, que volvieron a agitar el espantajo de la “violencia urbana”, ellos a los que tan indiferentes suele resultarles la violencia urbanística. Por supuesto que no quisieron reconocer que aquellos hechos no habían sido unos meros desórdenes públicos provocados por “violentos incontrolados”. Como tantas veces, el aspecto irracional de la violencia desatada camuflaba un discurso crispado, pero racional. Lo que se había producido –de forma que se demostró que ni siquiera estaba planeada– es una verdadera dramatización en la que dos entidades simbólicas –dos sitios, dos puntos de la ciudad– eran colocadas cara a cara en una especie de duelo simbólico. Quienes hacían posible la performance eran unos marchantes que, mediante un paseo ritual, llevaban a una ante la otra y las obligaban a “verse las caras” y “decirse las verdades”. Los protagonistas del lance eran en realidad dos “agujeros”, dos boquetes abiertos en la trama del casco histórico de Barcelona. Uno, el Forat de la Vergonya, una zona verde hecha a mano por los vecinos, usada y gestionada por sus propios diseñadores, expresión de una ciudad plenamente socializada y en manos de si misma. Otro, la Plaça dels Àngels, un espacio aséptico e hipervigilado, dominado por un edificio frío y distante, el MACBA, en cuyo interior una nueva divinidad recibe la adoración de sus fieles. De un lado, recién derrotada, pero rabiosa, la sociedad urbana; del otro, arrogantes, el Arte y la Cultura, despreciando esa verdad humana sobre la que se habían conseguido imponer por la fuerza y que no era sino eso que dimos en llamar la Vida.