dimecres, 15 de juliol del 2020

Colin Ward y los últimos salvajes


Mensaje para la gente del Observatori del Conflicte Urbà, OACU, enviado el 15 de julio de 2020.

COLIN WARD Y LOS ÚLTIMOS SALVAJES
Manuel Delgado

Una última cosa sobre lo que hace unos días me permitía cuestionar la llamada “educación en el tiempo libre”, con una atención especial al movimiento escolta, que luego ha derivado en una discusión sobre el kumbayanismo y el papel de los caus i esplais entre nosotros. Ha procurado compartir las razones de mi antipatía. Quisiera añadir una, que tiene que ver con mi deuda con Colin Ward, un historiador social de filiación libertaria. En español podemos encontrar suyo Anarquía en acción (Enclave) y Esa anarquía nuestra de cada día (Tusquets). Hay una contribución suya en Contra el automóvil, con Agustín García Calvo (Virus).

Ward dedica una obra fundamental a lo que he estado llamando cultura popular infatil de calle, tal y como ha dado hasta hace tampoco tanto en las ciudades inglesas a lo largo del siglo XX. Se trata de The Child in the City, un libro de 1978, con fotografías de Ann Golzen (Panthaon). Es uno de los referentes mayores del trabajo de Helena y Marta sobre las fogueres de Sant Joan (La ciutat de les fogueres, Pol·len). En ese libro de reconocía en la vida pública independiente de niños y niñas en vías de desaparición una madurez capaz de desarrollar una sociabilidad estructurada y funcional, con un papel activo y determinante en la cotidianidad de sus entornos urbanos, una vida que producía una cultura paralela, casi contestataria, que tomaba las calles como espacios de resistencia al modelo de infancia impuesto, en el marco del cual crear formas de vida social alternativas o al menos distintas. Un universo de iniciativas consistentes en una exploración sistemática de una geografía hecha de rincones y escondrijos, que reimaginaban de manera singular el espacio urbano y encontraban en él el escenario para un cúmulo de nuevas experiencias. Esta vida de pandilla ocupaba solo una faceta de la cotidianidad de sus miembros, y cobraba vida en los intersticios del tiempo ocupado por otras instituciones reconocidas como la escuela, la familia, la iglesia e incluso el trabajo, resquicios a la vez topográficos y sociales de y en el espacio urbano que, como una suerte de inframundo, aparecía en las fisuras del orden social de los adultos.

Se configuraba en ese proscenio –los exteriores urbanos– una cultura propia, aquella que ha abordado esta rama de los estudios culturales llamada children's street culture, pero que ya era detectada en los trabajos folklorísticos sobre cultura infantil, entre ellos los escritos aquí por Joan Amades en Folklore infantil, de 1936, donde abordaba el mundo de los grupos de edad infantiles como ejemplos de culturas «primitivas», con sus estructuras y formas de autoridad y solidaridad propias y, por supuesto, sus creencias y sus ritos. Visión de Amades de lo que en otro mensaje llamaba los últimos salvajes, el último episodio del proceso de colonización, cuyo objeto fue la infancia.

Ward hablaba de un fenómeno global del que eran escenario muchas otras ciudades del mundo industrializado. Lo protagonizaban corporaciones infantiles basadas en la asociación habitual y en un sistema de obligaciones mutuas que hilvanaban sus miembros a través de toda una red de vínculos de lealtad, solidaridad y grado siempre revocables, que se constituían en un auténtico aparato pedagógico paralelo y autonormativizado. A través de este, los más jóvenes aprendían acaso las cosas que más determinantes resultarían para perfilar su forma de pensar y de ser en lecciones que se impartían mutuamente camaradas de aventuras callejeras. Todo ello se disolvería al final de la adolescencia con la progresiva incorporación al mundo adulto de sus miembros.

Para esas sociedades de preadolescentes –de 8-9 a 13-14– la calle tenía un papel fundamental en su proceso de socialización, ya que debía ser escenario de vivencias que, incluso bajo el aspecto de juego, forjarían conocimientos y habilidades sociales que no proveían ni el aparato escolar ni la formación hogareña, ese “agujero” que la educación controlada no llegaba a cubrir y que, inaceptable, el aparato educativo formal ha acabado cubriendo con la “educación en el ocio”, garante de que los niños y niñas no dispondrán de un tiempo libre en que ser libres.


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