dijous, 9 de març del 2023

La nueva izquierda contracultural y la crítica moral a la ciudad

La foto es de Rober Tomás

Fragmento de La ciudad redimida. Las ciencias sociales como forma de caridad, publicado en Fundamentos de Antropología, 10-11 (2001): 99-113


La nueva izquierda contracultural y la crítica moral a la ciudad
Manuel Delgado

¿Cómo ha sido que movimientos sociales que se han presentado como herederos de los viejos valores humanistas de la izquierda histórica, han hecho suyo un discurso que pone mucho más el acento en denunciar la inmoralidad del mundo moderno que en postular transformaciones estructurales profundas y duraderas? ¿Cómo se entiende que se atribuyan los males de la sociedad occidental sobre todo a lo que se imagina como una manera impura de vivir? ¿Y cómo es que esa degeneración que se insinúa como esencialmente cultural, y que reduce la censura de las estructuras políticas y económicas a una abstracta abominación del Sistema, asigne un papel tan negativo a las formas de convivencia específicamente urbanas? Cuando se analizan los argumentos de la izquierda radical en los últimos treinta o cuarenta años puede tenerse la impresión, ciertamente, de que el comunismo científico de Marx y Engels ha perdido de manera definitiva su batalla contra Weitling, contra Proudhon y contra los saint-simonianos, es decir contra el comunismo primitivo, artesano, tosco, elemental, moralizante, mesiánico..., que en el fondo, y a pesar de su apariencia vehemente, no era sino simple reformismo social.

Es ese paso de la desesperación a la actividad, y a la actividad que encuentra en la ciencia un aval de eficacia y de certitud, el que la filantropía reformista da en Estados Unidos de la mano de los teóricos de Chicago. Y es de esa predisposición de la que la sociología contracultural habrá de recoger el testigo. Es cierto que, como apuntaba Juan Francisco Marsal en su elogio de Gouldner y su The Coming Crisis, uno de los textos más representativos de la izquierda sociológica norteamericana de los 60, el libro «retoma la vieja tradición democrática de la Escuela de Chicago..., en su afán por acercarse al “hombre común”». Debería haber añadido, no obstante, que tal lealtad también abarcaría la urbanofobia de los chicaguianos, cuya visión de la «jungla de asfalto» –por decirlo con el título de una película de John Huston que refleja ese tipo de percepciones– fue asumida por las ciencias sociales más afines a la Nueva Izquierda y a la contracultura norteamericanas, en un momento en que el movimiento hippy, la espiritualidad pseudo-oriental, el primer ecologismo y el ascetismo de izquierdas asumieron como propios todos los tópicos antiurbanos de los puritanos. En 1959, el sociólogo C. Wright Mills, tan vinculado a la primera generación de la Nueva Izquierda y que proclamaba que estaba cercano un apocalíptico colapso de la cultura norteamericana, denunciaba cómo las metrópolis eran «monstruosidades sin plan en las que nosotros, como hombres y mujeres, estamos segregados en estrechas rutinas y medios limitados».

Ese rechazo a lo urbano del puritanismo izquierdista encontraría un trágico refrendo en el maoísmo de Pol Poth, cuyas fuertes obsesiones apocalípticas Marx y Engels jamás habrían asumido por incompatibles con cualquier forma de dialéctica histórica. Lo mismo valdría para el no menos influyente mesianismo de la teoría crítica alemana, derivado de fuentes judaícas –Benjamin, Adorno, Horkheimer, Marcuse...– o cristianas –Bloch–. Es a los teóricos de la Escuela de Frankurt a quines cabe la responsabilidad de haber desarrollado un marxismo anticientífico, esotérico, antimaterialista, ignorante de Engels y reductor del pensamiento de Marx a una mera crítica de la alienación.

A partir de esas fuentes –revelacionismo protestante, anarcoiluminismo, marxismo irracionalizado–. el izquierdismo contracultural de los 60 renunciará a la crítica científica en favor de una denuncia moralista del capitalismo, cuyo derrocamiento debía pasar por una revolución que era más cultural que social y que debía priorizar una transformación interior de los individuos : lo que Wright Mills, en su «Carta a la Nueva Izquierda» de 1963, no dudaba en denominar «una especie de insurrección moral». Su enemigo a batir era el Todo, incluyendo la ciencia, la tecnología, la vida urbana y el proletariado, los aspectos del capitalismo en que Marx y Engels había cifrado sus mejores esperanzas. Se trataba de lo que Marcuse, en las últimas palabras de su Hombre unidimensional, había llamado «el Gran Rechazo».

De ese precipitado llamado Nueva Izquierda –en que se mezclaban líneas teóricas y proyectos dispares, cuya vaguedad mística hacia compatibles– son herederos los nuevos ascetismos actuales, propios de corrientes «alternativas» que han continuado cultivando ese mismo rechazo bíblico hacia la ciudad, en la que creen reconocer lo que Jesús Ibáñez –uno de los más conspicuos representantes de la sociología crítica española– llamaría una «fábrica de mierda». Se cumple de este modo ese trayecto que Daniel Bell había apreciado yendo de la ética protestante al bazar psicodélico y, más tarde, a la ascética revolucionaria de izquierdas en los años 60, más deudor este último de la piedad y la angustia puritanas, con su obsesión por la depravación humana y su nostalgia de la inocencia perdida, que de Marx o Lenin. 

Lo cierto es que, a partir de mediados de los 60, el izquierdismo contracultural abandonó casi por completo el pensamiento dialéctico y el materialismo para abandonarse a un lenguaje en que era fácil reconocer preocupaciones típicas del mesianismo protestante. Una izquierda juvenil que consideraba a la clase obrera y a sus partidos tradicionales como traidores, empezó a hablar entonces de «coherencia» e «integridad personales», de «compromiso personal», de «construcción de un mundo nuevo» y de una «nueva sociedad», de «toma de conciencia» entendida como una revelación psicológica del yo inmanente –lo que la que la contracultura llamaba awareness, «despertar», «lucidez»–, de «autorrealización», etc. El resultado : un marxismo-leninismo paródico al servicio del advenimiento de la Era de Acuario. En relación con la realidad de las ciudades, la contracultura y la Nueva Izquierda no dejaron de cultivar todos los lugares comunes del viejo rechazo nativista hacia la ciudad : nostalgia de los vínculos basados en el calor y la sinceridad –concretados en formas de convivencia alternativas a la familia, como las comunas–, exigencia de una forma de vida más cercana a la naturaleza, desconfianza hacia la clase obrera –atrapada por todos los pecados de la civilización moderna–, denuncia del consumismo y la alienación mediática en términos de pecado... Es decir, la vida urbana como foco patológico de neurosis, infierno en los que la comunidad deviene simplemente imposible y donde la asociabilidad, la delincuencia y el desarraigo se adueñan de la vida diaria.

Fue por esa vía de una denuncia mucho más ética que estructural que la concepción de las ciencias sociales como instrumentos para la elevación psico-moral de las víctimas del mundo moderno se colocó en el substrato ideológico de una antropología, que también se sintió llamada a cumplir con una misión en cierto modo casi evangélica. Ese factor inequívocamente religioso, que plantea el trabajo de campo y la especulación teórica como parte de una labor salvífica de rescate de los pobres y desfavorecidos, no sería ajeno al propio origen personal de la mayor parte de profesionales que protagonizan la academización de la antropología española en los años 70. Todos ellos, sin apenas excepción, procedían de la Iglesia protestantizada del aggiornamento o/y del activismo político de un izquierdismo no menos redentorista, que habían descubierto en las ciencias sociales un vehículo para el Gran Cambio mucho más eficaz que la militancia religiosa o/y política. Son los seminarios o/y las células troskistas o maoistas las que, en sus primeras etapas, nutren los departamentos de antropología en España.

Este tipo de influencias ascético-protestantes han llegado con vigor hasta el momento actual, y los encontramos en el auge de movimientos alternativos y radicales que denuncian las nuevas modalidades de Anticristo –Globalización, Consumismo, Multinacionales, Neoliberalismo...– y aspiran a una vuelta a la naturaleza y a unas relaciones humanas basadas en la verdad interior. Considérense por ejemplo los términos en que se produjeron las grandes movilizaciones que acompañaron la conferencia de la Organización Mundial de Comercio en Seattle, en noviembre de 1999. John Zerzan, el fílósofo del «anarcoprimitivismo» que se convirtió en referente teórico del movimiento, había centrado su pensamiento en que «el sufrimiento económico no sería la base de la revolución, sino la angustia psíquica, el sufrimiento espiritual» (El País, 19 de diciembre de 1999).

De ahí el elogio de quiénes han logrado levantar algo parecido a un sueño de comunidad identitaria –las supuestas «minorías»– y se ha descuidado la capacidad integradora del anonimato o las cualidades de los espacios públicos como escenarios potencialmente dispuestos para la emancipación humana, para la libertad. La virtud es hoy ser coherente con uno mismo –en la línea del más exigente rigorismo protestante–, no lo es serlo con los demás. Momentos terribles éstos, en los que casi nadie reclama el cumplimiento de los objetivos culturales de la modernidad y la lucha por la ciudadanía universal se ve suplantada por la misericordia mediática y las proclamaciones en favor del compromiso personal.

La reforma moral de las costumbres se plantea hoy en términos de un radicalismo ideológicamente difuso, en que se mezclan de manera confusa las doctrinas –anarquismo, guevarismo, nacionalismo, situacionistas, comunismo ortodoxo, ecologismo...– y los asuntos estelares –solidaridad con Chiapas, con okupas desalojados, con los sin papeles...–. Ese radicalismo, que reclama una nueva integridad, que basa su acción en la denuncia de la corrupción de la política y la inmoralidad de la economía, no hace sino exacerbar la moda de lo «solidario», entendido en un sentido que nada tiene que ver ya con la convicción que una colectividad puede alcanzar de que comparte intereses, objetivos y luchas, sino en el de un simple eufemismo para lo que en la práctica es el retorno de la caridad. Sus premisas son, en cualquier caso, las mismas del puritanismo reformista, y tienen que ver con la exigencia de una nueva ética en las relaciones sociales, de una modificación profunda en la actitud personal ante la vida, de un aumento del papel de la verdad en la organización de la sociedad. No es contra la injusticia que se rebelan, sino sobre todo ante la impureza y la suciedad que parece invadir todas las parcelas de la vida cotidiana, y lo hacen no en nombre de un proyecto concreto de futuro, sino en nombre de la necesidad de mantener la fortaleza de los sentimientos en un mundo sin corazón.

Se invierte en ello una retórica basada mucho más en la emoción y su espectáculo que en las ideas. Todavía más, se lleva a las últimas consecuencias una lógica del concernimiento personal que es típicamente cristiana y que tiene no poco de patología nerviosa : la convicción de que yo soy el centro del mundo y de todo lo que sucede a mi alrededor de un modo u otro debe importarme y concitarme a la acción, puesto que eso que ocurre en torno mío requiere de mi intervención, la está esperando : ese mundo me necesita. El activismo humanitarista de las ONG, del voluntariado, de la solidaridad con el Tercer Mundo, sea en su versión más trivial –los shows televisivos– o más exquisita y militante –la de los cooperantes y el turismo solidario–, los alegatos que se presentan contra el egoísmo social y en favor del retorno a los valores del comunitarismo, tanto de las mayorías sociales como de la administración pública –la polémica del 0,7 %–..., todo eso no es otra cosa que una mera reformulación que, lejos de superar como pretende el desacreditado concepto de caridad, lo revisa y garantiza en el fondo su continuidad.





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