dimarts, 14 d’abril del 2020

Goffman y Wittgenstein

La foto es de Junichi Hakoyama
Párrafos finales de "Impostura y sociedad. Lo verdadero y lo verosímil en Erving Goffman", publicado en la revista Escala, 5 (2002): 7-11


Goffman y Wittgenstein
Manuel Delgado

En el mundo de lo verosímil descrito por Goffman, la espontaneidad de la experiencia es simplemente inconcebible, puesto que aparece socialmente organizada y reclama del individuo que cumpla la relación entre él mismo y las cosas del mundo en la inmediatez de las situaciones. El análisis, las categorías de la experiencia están en perpetua transformación, atrapadas en los procesos de su propia constitución. El self entonces no es una fuente de la que emana el sentido atribuido al mundo social sino que es una de las reglas que organiza esa realidad. Eso soslaya toda cuestión ontológica relativa a la inmanencia del ser individual.

Es así que Goffman conduce hasta las últimas conscuencias el antipsicologismo de Durkheim y del estructural-funcionalismo europeo y lo coloca en el centro mismo de la tradición interaccionista, a la que obliga a abandonar la ficción del sujeto como reducto unificador inapelable que sobrevive a las luchas del self por sobrevivir a las inclemencias estructurales de la situación. De algún modo también, esa impugnación de la inmanencia de la interioridad coincide con otra gran tradición cual es la de la crítica de la lógica de la identidad como mecanismo de violencia sobre la realidad y artefacto al servicio de la sumisión que acaso arranque en Nietzsche y que en Adorno y Horkheimer, así como en Foucault, se traduce en desenmascaramiento del «principo yoico sistematizador», es decir el sujeto interiormente regido e intencionalmente orientado, por mucho que no se renuncie del todo a la existencia activa y trascendente de un sujeto constituyente y proveedor de sentido.

Más clara es la coincidencia de Goffman con las críticas al sujeto procedentes de la filosofía del lenguaje y, más en particular, las que arrancan del pensamiento de Wittgenstein. Ludwig Wittgenstein se enfrenta, en efecto, a la presunción de que es el sujeto quien otorga y distribuye los diferentes significados lingüísticos y de que lo hace a partir de experiencias interiores o sensibles, de manera que algo significa alguna cosa cuando alguien le asigna un nombre. Frente a esa supuesto de que es el sujeto quien crea y evalúa las intenciones de sentido, Wittgenstein postula que una determinada proposición tiene significado no porque sus elementos representen objetos, sino porque juega un papel en el juego del lenguaje, cuyos avatares determinan –a la manera que sugeriría toda la microsociología de Goffman– un abanico poco menos que ilimitado de variabilidades situacionales. Toda la discusión wittgensteina a propósito de la posibilidad misma de un lenguaje privado no conduce sino a una respuesta negativa, puesto que «es correcto e incorrecto lo que la gente dice, y la gente concuerda con el lenguaje [...] Del entendimiento que se consigue a través del lenguaje, no forma parte sólo la concordancia de las definiciones, sino también la concordancia de los juicios» (Investigaciones filosóficas). De ahí que a los humanos les sea posible incluso simular y disimular, tanto en la conducta como en el lenguaje, sus verdaderos sentimientos, y de ahí también que mentir sea, para Wittgenstein, «un juego de lenguaje, que ha de ser aprendido como cualquier otro». «La certeza es subjetiva, pero no el saber» (De la certidumbre).

Que Goffman venga a coincidir con la crítica del sujeto en la filosofía del lenguaje de Wittgenstein –lo que, glosándola, Jacques Bouveresse llama, hablando de Wittgenstein, «el mito de la interioridad»– tampoco debería extrañar, sobre todo si, al antiinmanentismo psicológico de la escuela durkheimiana en que el autor de La presentación de la persona en la vida cotidiana se forma se le añade esa interpretación pragmática del significado que domina la fundación misma del interaccionismo con Mead. En primer lugar, por la deuda de éste con Peirce y con el lugar que ocupa en su teoría el valor símbolo y la cuestión de sus condiciones de verdad, es decir de sus relaciones referenciales con su objeto. Como se sabe, para Peirce la noción fundamental es aquí la de creencia, que asimila a la de regla para la acción, o, todavía mejor, a la predisposición para actuar de determinada manera ante ciertas circunstancias. La teoría peirciana del significado, entendido como significado práctico, es traduce en una concepción del pensamiento como productor de creencias que orientan y determinan la acción con la finalidad de obtener determinados efectos. La condición pragmática de esta teoría podría quedar resumida así : «El significado de una cosa consiste en los hábitos que esta cosa implica» (La ciencia de la semiótica).

Es de ahí que bebe la constitución misma de la perspectiva interaccional de G.H. Mead, deudor también de Dewey –otro pragmático– y de su premisa según la cual la significación no puede surgir sino como resultado y por medio de la comunicación interhumana, a la que añade el fundador de la escuela interaccionista la convicción, adoptada de Peirce, de que la simbolización constituye objetos cuya existencia no sería posible si no fuera por el contexto de la relación social en que se producen. Así, cualquier símbolo presupone, para ser significativo, el proceso social de la experiencia común y la conducta de que surge, un universo de raciocinio dentro del cual el símbolo adquiere una significación compartida.






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